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12 de febrero de 2008

La condición del trabajo, de Henry George

Henry George fue un economista estadounidense de la segunda mitad del siglo XIX. Autodidacta, fue menospreciado por los economistas académicos, que criticaban la debilidad de su formación, pero tuvo sin embargo numerosos seguidores en las sociedades anglosajonas; su obra principal, Progreso y miseria, conoció sucesivas ediciones durante décadas y fue el único libro de economía que llegó a las listas de éxito. Este ascendiente se tradujo en la fundación de numerosas sociedades georgistas en distintos países y en su influencia en otras corrientes, como los fabianos. Reproducimos las conclusiones de su libro La condición del trabajo, en el que critica al catolicismo social y a la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, publicada en 1891; Henry George falleció seis años después. Esta interesante obra no se reedita en España desde hace ochenta años y, en general, la obra de Henry George es desconocida.

Vos nos decís que Dios debe al hombre un depósito inagotable, que éste sólo puede encontrar en la tierra. Y sin embargo, Vos defendéis un sistema que niega a la mayoría de los hombres todo derecho a recurrir a ese depósito.
Vos nos decís que la necesidad del trabajo es una consecuencia del pecado original. Y sin embargo, Vos defendéis un sistema que exime a una clase privilegiada de la necesidad del trabajo, y a descargar su parte, y más que su parte de trabajo, sobre los demás.
Vos decís que Dios no nos ha creado para las cosas mortales y transitorias de esta vida, sino que nos ha dado este mundo como lugar de destierro, y no como nuestra verdadera patria. Y sin embargo, Vos justificáis que algunos de los desterrados tengan el exclusivo derecho de propiedad a esta mansión de destierro común, de manera que obligan a sus compañeros a pagarles el sitio que en ella ocupan, y que esta exclusiva propiedad pueden ellos transmitirla a otros que tendrán que venir para que éstos, a su vez, tengan el mismo derecho de excluir a otros compañeros.
Vos decís que la virtud es patrimonio de todos los hombres; que todos son hijos de Dios, Padre común; que todos tienen el mismo destino y fin; que todos son redimidos por Jesucristo; que las bendiciones de la Naturaleza y los dones de la gracia pertenecen a todos, y que a todos, excepto al indigno, está prometida la herencia del reino de los Cielos. Pero en todo esto, y a través de todo esto, Vos insistís en que es un deber moral el mantenimiento de un sistema que hace del depósito de todas las bondades materiales de Dios y de las bendiciones del hombre, la exclusiva propiedad de pocos. Vos nos dais iguales derechos en el Cielo, pero nos negáis iguales derechos sobre la tierra,
De una famosa decisión pronunciada por la Corte Suprema de los Estados Unidos, antes de la guerra civil, se dijo, en el caso de la fuga de un esclavo, que ella “daba la ley al Norte y el negro al Sur". Y es así que vuestra Encíclica da el Evangelio a los trabajadores y la tierra a los propietarios. ¿Hay que maravillarse de que haya quien diga “que los sacerdotes están siempre dispuestos a dar a los pobres una parte igual en todo lo que está fuera de la vista, pero que ellos tienen escrupuloso cuidado de asegurar a los ricos su presa en todo lo que está a la vista"?
Esa es la verdadera razón porque las masas, en todo el mundo, vuelven la espalda a las religiones organizadas. ¡Y por qué admirarnos de que lo hagan así!
¿Cuál es la misión de la religión, sino la de demostrar los principios que deben gobernar la conducta de los hombres entre sí y formular una regla clara y decisiva de lo que es justo, para guiar a los hombres en todas las relaciones de la vida, así en el taller como en el mercado, en la vida pública como en la misma Iglesia; proveer, por así decirlo, de una brújula, mediante la cual, entre las borrascas de la pasión, las aberraciones de la ambición y la codicia y los engaños del interés ciego, puedan los hombres dirigirse con seguridad? ¿Cuál es la misión de una religión que permanece paralizada e inerte en presencia de los problemas más solemnes? ¿Cuál es la misión de una religión que cualquier cosa que prometa para el otro mundo, no puede hacer nada para prevenir la injusticia en éste? No es este, no, el Cristianismo de los primeros tiempos, pues de otro modo no habría él afrontado las persecuciones paganas ni habría barrido nunca el mundo romano. Los escépticos amos de Roma, que toleraban todos los dioses, despreocupados de lo que ellos creían supersticiones vulgares, fueron sensibles a una religión que predicaba la igualdad de derechos; ellos tenían instintivamente una doctrina que infundía al esclavo y al proletario una nueva esperanza; que tomaba como símbolo de redención un carpintero crucificado; que enseñaba la igualdad ante Dios y la fraternidad de los hombres; que buscaba un reinado pronto de justicia, y que imploraba en sus preces “Venga tu reino sobre la tierra”.
Hoy las mismas percepciones, las mismas aspiraciones existen entre las masas. El hombre es, como se le ha llamado, un animal religioso, y no podrá jamás librarse del sentimiento de que hay algún gobierno moral del mundo, algunas eternas distinciones entre lo justo y lo injusto, y no podrá abandonar nunca el intenso deseo por un reino de justicia. Y hoy, hasta hombres que han desechado toda creencia religiosa, os dirán –aún sin saber en qué consiste- que hay algo injusto en las condiciones de trabajo. Y si la teología fuese, como quería Santo Tomás de Aquino, la suma y el foco de la ciencia, ¿no es a la religión a la que le correspondería decir con claridad y sin miedo dónde está la injusticia? En la antigüedad era un impulso irresistible, cuando un desastre amenazaba a los hombres, preguntar a los oráculos: “¿en qué habremos nosotros ofendido a los dioses?” Hoy, amenazados por el avance de los males que minan la existencia de la sociedad, los hombres que sienten que hay algo injusto presentan la misma cuestión a los ministros de la religión. ¿Y cuál es la respuesta que de ellos obtienen?
¡Ay! ¡Ella, con pocas excepciones, es evasiva, como las respuestas que solían dar los oráculos paganos! ¿Y debemos asombrarnos de que las multitudes estén perdiendo la fe?
Permitidme exponer de nuevo el problema que vuestra Encíclica plantea.
¿Cuál es la condición del trabajo que, como Vos sinceramente decís, “es la cuestión de actualidad que llena los espíritus de penosa aprensión”? Reducida a términos sencillos: es la pobreza de los hombres que demandan trabajo. ¿Y cuál es la más sencilla expresión de esta frase? Que a esos hombres les falta el pan, ya que con esta frase expresamos del modo más conciso y enérgico todas las satisfacciones materiales de la humanidad, cuya privación constituye la pobreza.
Ahora bien, ¿cuál es la plegaria del cristianismo, la universal plegaria, la que se eleva cada día y cada hora doquiera se pronuncia el nombre de Cristo, la que murmuran los labios de Vuestra Santidad desde el altar de San Pedro y es repetida por el tierno hijo a quien la más pobre de las madres cristianas ha enseñado a balbucear en humilde súplica al Padre que está en los cielos? Es la que dice: “El pan nuestro de cada día, dánosle hoy”.
Sin embargo, aunque esta plegaria se exhala cada día y cada hora, a los hombres les falta el pan. ¿No es el deber de la religión decir por qué? Si ella no lo puede, ¿no autorizará a los que afectan por ella menosprecio a burlarse de sus ministros, como se burlaba Elías de los profetas de Baal, cuando les decía: “Gritad cuanto os den vuestras voces, porque vuestro dios está entretenido conversando, o quizás en algún albergue, o de viaje, o quién sabe si está durmiendo y es preciso despertarlo”? ¿Qué respuesta podrán dar estos ministros? O que no hay Dios, o que es sordo, o si no que El da a los hombres el pan cotidiano y que éste es de algún modo interceptado.
Es esa la respuesta, la única respuesta que cabe. Si a los hombres les falta el pan, no es porque Dios falte a su deber no dándoles pan. Si los hombres que buscan trabajo son maldecidos por la pobreza, no es porque el depósito que Dios debe a los hombres se haya agotado, que la provisión cotidiana que El ha prometido para las necesidades de sus criaturas no sea abundante. Es que impíamente, violando los benévolos propósitos del Creador, los hombres han hecho de la tierra propiedad privada, y así han hecho la exclusiva propiedad de pocos de la provisión que el Padre de bondad ha hecho para todos. Toda respuesta distinta de ésta, a pesar de que se la revista de formas religiosas, es prácticamente una respuesta de ateo.

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