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8 de marzo de 2008

María Echarri en favor del Sindicato Obrero Femenino

Portada del folleto de María Echarri (Archivo La Alcarria Obrera)

María Echarri ha sido considerada tradicionalmente una de las pioneras del feminismo en España, y el primer ejemplo de un feminismo de raíz católica. Pero sólo una extrema generosidad permite incluirla entre las defensoras de la promoción y liberación de la mujer. Presentamos el texto de su conferencia a favor del Sindicato Obrero Femenino, pronunciada en el Centro de Defensa Social de Madrid el 14 de noviembre de 1909. En su charla deja claro su pensamiento: reconoce la desigualdad natural entre el hombre y la mujer, se opone al sufragio femenino, defiende las mejoras sociales de las mujeres trabajadoras como simple reacción ante el avance del socialismo y como alivio para el miedo que entre las damas burguesas despierta la lucha de clases… El mismo paternalismo que asume como natural en el trato entre hombres y mujeres, lo repite y reproduce en la relación entre las mujeres de la burguesía y las mujeres trabajadoras.

Excmo. Señor, Señoras, Señores:
No es mi idea el detenerme mucho rato en mi sa­ludo y en mi presentación.
Nos conocemos todos hace tiempo; juntos nos hemos encontrado siempre que se ha tratado de defen­der los intereses sagrados de nuestra fe, ó de tender una mano protectora hacia los que, por estar en la miseria, están también expuestos al mal y á la per­dición.
Por consiguiente, una amistad que se basa en estas dos columnas hermosísimas: el amor á Dios, re­presentado en el amor á su Iglesia y cuanto de ella se deriva, y el amor al prójimo, que nos lleva á am­parar su cuerpo, y sobre todo á salvar su alma; es una amistad santa, es una amistad sólida; es, en suma, un lazo de unión tan estrecho, que no hay poder humano capaz de romperlo: huelga, por esto mismo, una larga presentación.
Sabéis ó presentís á qué he venido aquí, y yo sé á lo que venís vosotras, lo que representa vuestra asis­tencia a un acto de verdadera importancia católico­ social.
Venimos á intentar realizar una buena obra, á crear una, llamémosle Asociación, o, si queréis, démosle ya su verdadero nombre de Sindicato femenino obrero, que espera con impaciencia le deis entrada en ese fertilísimo jardín de obras sociales que viven en Madrid, proclamando muy alto la caridad, la pro­funda religiosidad de este pueblo, á quien a veces se le supone frívolo y únicamente preocupado de sus diversiones porque no se le conoce bien, porque no se ha llegado á su corazón, y el corazón madrileño es uno de los más hermosos, de los que mejor comprenden y ejercitan el amor al prójimo que nos manda Dios.
No quiero, pues, deciros que considero que otra mejor que yo hubiera podido exponeros lo que á conti­nuación leeréis: estamos en una época en que todo aquel que puede trabajar por el bien, debe de hacerlo ­sin excusa ni dilación; y el que así no lo crea, el que así no lo comprenda, el que se limite á ser católico en teoría y á decir únicamente desde la tranquilidad de su hogar y en el recinto de la Iglesia: Señor, Señor, ni es digno de llamarse católico, ni digno de militar en las filas de Cristo, a quien traicionan con su culpable pasividad y con su egoísta indiferencia.
Me pidieron que os hablase, y aquí me tenéis. Ya me conocéis lo bastante, para saber que lo haré con el afán ardiente de conseguir el resultado que desea­mos, prescindiendo de galas oratorias, que no tengo, haciendo uso únicamente de la sencillez y prefiriendo que funcione el corazón, puesto que á él voy á apelar en esta conferencia.
Algunos de vosotros tal vez conozcáis los datos aportados, ya que son exactamente los mismos que aporté á la Semana social de Sevilla. La explicación­ de por qué los repito es sencilla.
En esta reunión de propaganda del Sindicato feme­nino obrero somos tres los llamados á daros á conocer la obra. Habéis oído las frases del Sr. Alarcón, y ciertamente que basta este nombre para acreditar una obra. Después de mi escucharéis lo que se os propondrá como remedio á un mal espantoso que es preciso solucionar. En este trabajo me toca á mí la parte más dolorosa, más lúgubre, pero llena de verdad. Me toca exponeros la situación tristísima de la obrera que trabaja en su casa; esta situación, de la que hablé en Sevilla, es la de las obreras madrileñas; no tenía, por tanto, necesidad de variar el cuadro, puesto que no es cuestión de frases, sino de hechos, y hay que dejar franco el paso á la realidad, prescin­diendo de la teoría y prescindiendo de palabras de relumbrón.
Por eso los hechos, de una amargura sin igual, son aquellos que presenté en la ciudad andaluza y que hicieron exclamar á las señoras sevillanas: “No sabíamos que existiesen tales horrores”. Tampoco lo sabréis muchas de vosotras, también yo lo ignoraba, hasta que hube de descubrirlos pisando un camino regado por las lágrimas de las que así viven explo­tadas, de las que mueren minadas por una tremenda labor escasamente remunerada.
Y lo que les pedí a mis oyentes de Sevilla, os pido a vosotros ahora: un poco de atención. Si yo vine á hablaras creyéndolo en mí una obligación… vosotros estáis obligados á escuchar, para saber estos dolo­res y para que después de sabidos los endulcéis con vuestra caridad, que no se limita al cuerpo, sino que sube hasta el alma de las desdichadas obreras.
Antes de entrar de lleno en el cuadro sombrío que pintó la realidad y no la fantasía., fijemos un mo­mento los ojos en ese otro cuadro no menos sombrío que nos rodea, para mejor concentrar luego nuestra atención en el primero citado y darnos cuenta de la perentoria necesidad en que estamos de trabajar sin descanso, sin reparar en fatigas, en una palabra, no regateando ni nuestro tiempo, ni nuestro saber, ni nuestra riqueza en el servicio de Dios.
Nunca fueron estas conferencias políticas y menos lo habían de ser tratándose del asunto que hoy nos reúne, y siendo mujer la que os dirige la palabra.
En España hasta ahora no hemos perdido el senti­do común; y para que no supongáis esta afirmación una jactancia femenina, añadiré que no lo hemos perdido, por lo menos, como lo han perdido en Lon­dres las famosas sufragistas, que están haciendo el ri­dículo y han llegado hasta el crimen para conseguir su objeto, es decir, el derecho de votar... Ese derecho no le pediríamos nunca nosotras sino en el caso de con él poder favorecer la causa católica, realizando lo que el Sr. Conde de Romanones dijo: “Saldrían -exclamó dicho señor, que por entonces tenía muy vivo el recuerdo de la protesta de la mujer española cuando el proyecto de Asociaciones,- todos los dipu­tados clericales, si la mujer en España tuviese dere­cho á votar”.
Mientras para esto no se nos necesite, viviremos alejadas de ese feminismo malsano y grotesco que no ha salvado todavía las fronteras de la seriedad y dig­nidad de nuestras mujeres, de las que son católicas, porque las avanzadas, las librepensadoras hacen causa común con las del extranjero.
Sin embargo, no es posible, en una reunión como esta, y ya que tan tristísimo papel representó la mujer en los terribles acontecimientos de Barcelona, dejar de decir unas palabras acerca de ellos, precisa­mente para encauzar nuestra atención hacia el se­gundo punto de la conferencia, puesto que ya dijimos en su principio que se trataba de salvar almas á la vez que de amparar al cuerpo.
Cuando leímos á raíz de la semana trágica de la ciudad condal, y cuando seguimos leyendo todavía las espantosas profanaciones, los incendios, los sacri­legios, los asesinatos cometidos por esa turba salvaje, que ha cubierto de baldón la frente augusta de la Patria, que ha ceñido una nueva corona de espinas en las sienes de Aquél que tanto amó y ama á la humanidad, un estremecimiento de horror sacudió nuestro ser, un gesto de espanto se dibujó en todas las miradas, una frase de execración salió de los la­bios nuestros ... Más fieras aún que los hombres, las mujeres de Barcelona se lanzaron al incendio, rom­pieron crucifijos, profanaron cadáveres, cometieron los mayores sacrilegios y arrojaron de los asilos, en los cuales se daba de comer á sus hijos, á las Religiosas que los mantenían, que los amaban con un cariño puro y desinteresado.
¿Cómo pudo un corazón femenino transformarse de esa manera? ¿Cómo pudo una madre hacer daño á las que bien hacían á sus pequeños?
¿Quién envenenó de esa manera esas almas en las que parece no han de anidar sino sentimientos deli­cados? ¿Quién enrojeció de furor los ojos de aquéllas, nacidos para mirar únicamente con amor, con misericordia, con compasión? ¿Quién puso en sus manos la tea incendiaria?
Los que hemos vivido en Barcelona, saturados estamos de ese ambiente viciado que respiran todas esas obreras que van a las fábricas y que se encuentran al anochecer, volviendo en grupos hacia el hogar, con la mirada insolente y provocativa, presagio de la tempestad de odio y rencor que se agita en el fondo de sus corazones…
Los que vivimos en contacto con el pueblo, los que le estudiamos de cerca, sabemos perfectamente donde está la raíz del mal, conocemos la causa de su encono contra los de arriba; y esa raíz, y esa causa, y ese ambiente viciado de las fábricas, no es otra cosa sino la falta de fe, la falta de creencias, la falta total de sentimientos religiosos en el corazón de la obrera.
La clase obrera necesita, más todavía, si cabe –y eso lo veremos enseguida- que las que gozan de cierto bienestar, apoyarse en Dios, aprender de los labios del Maestro divino la resignación, poner sus plantas en las huellas que dejó el Obrero de Nazaret y confiar en un más allá, en una patria en la que no haya lágrimas, ni trabajos, ni miseria, sino descanso y felicidad.
Arranquemos del corazón de las obreras esas creencias, y es lógico que las sustituyan el odio, el rencor, la envidia, la desesperación… Si no hay premio ni castigo, ¿a qué penar en la vida? Si no se va a gozar luego, ¿no es natural gozar ahora?
La tempestad se va incubando en sus espíritus, las malas lecturas atizan el fuego, las diatribas que leen, que oyen contra las Religiosas, a quienes acusan de robarles si trabajan en sus conventos, acumulan leña en ese fuego, y una chispa que cae lo desarrolla y propaga en un instante, convirtiendo en cenizas cuan­to á su paso se opone, sembrando por todas partes la ruina y la desolación ... Ya no son mujeres, son emi­sarios del infierno, del infierno, furioso con la palabra de Dios: “Pondré enemistades entre ti y la mu­jer”, y deseoso de convertir esa enemistad en una unión estrecha, tanto más cuanto que sabe que la mujer en ciertas ocasiones es mil y mil veces peor que el hombre...
Lo hemos visto durante los horrendos sucesos de Julio, lo registra la Historia del mundo en infinidad de casos...
Pero no nos vamos a detener en un espectáculo que repugna a nuestros sentimientos y que arrasa en lá­grimas de vergüenza y de dolor nuestros ojos de es­pañolas y de católicas, ni tampoco vamos á condo­lernos de lo sucedido; esto ya no tiene remedio: va­yamos con energía, con decisión inquebrantable hacia lo que es factible de remediar. Si el mal principal de lo ocurrido está en la falta de religión de los desgra­ciados que se revolvieron contra Dios; si la furia de las mujeres que incendiaron los asilos tiene su raíz en el odio a la Iglesia, odio engendrado por los sectarios del mal, que trabajan con ahínco en descris­tianizar al pueblo y escogen como punto estratégico para su labor las fábricas y los talleres, ¿vamos á permanecer impasibles, contentándonos con llorar la ofensa hecha a Nuestro Señor, para que también a nosotras se nos diga: “No lloréis sobre mí, sino sobre vosotras y sobre vuestros hijos”? ¿Vamos á cruzar­nos de brazos ante la lucha entablada entre el bien y el mal, creyendo que no somos quiénes para entrar en ella y que únicamente han de luchar los hombres?... ¡Si así lo hiciésemos, mereceríamos que se arrancase de nuestra frente la señal de cristianas que nos dejó el bautismo, mereceríamos que se nos des­pojase de nuestro título de católicas para dárselo a otras más dignas que nosotras de poseerlo!...
Esto no puede suceder y no sucederá. Si para sos­tener con brillo ese título es preciso llegar al sacrifi­cio, llegaremos á él; la mujer española no ha retro­cedido nunca cuando se ha tratado de defender la fe; y hoy no se trata solamente de nuestra fe, sino de la de nuestras hermanas obreras, de esas infelices muchachas que trabajan rodeadas de una miseria que quieren hacerles aún más negra apagando ese rayo de sol que se llama esperanza, que ilumina la vida del hombre, el cual, sin ella forzosamente cae en la desesperación.
Si me decís que el mal ha hecho ya grandes pro­gresos, que es difícil atajarlo, os daré la razón; pero os la quitaré si me aseguráis que es imposible de vencer. Imposible es la palabra de los cobardes; esa pa­labra, por tanto, debería rayarse del Diccionario es­pañol, no tiene ni puede tener cabida en los labios de la mujer que es católica, porque sabe que para Dios no hay imposibles; que es española porque desciende de aquéllas que hace cien años peleaban heroica­mente en las ciudades, en los pueblos, en las montañas de nuestra Nación.
Si el mal es grande, que lo sean nuestros esfuer­zos; si el peligro es gigantesco, crezcámonos ante el peligro; no nos arredren el miedo al qué dirán, la rabia y el encono de nuestros contrarios, que en vano intentarán arrojar su baba venenosa contra nosotras, como en vano quieren con ella manchar á la Iglesia...
Es época de combate ésta en que vivimos; dejemos á un lado las dudas, las comodidades, el temor, todo y acudamos á salvar al pueblo, endulzando sus penas corporales y atrayendo sus almas hacia la Cruz, que es la imagen única y verdadera de la libertad santa, en nada parecida á esa otra de que tanto se blasona actualmente, y que consiste en incendiar y en sembrar la ruina por el mundo; imagen asimismo de la fraternidad, que enlaza á todos los hombres en un lazo de unión y de amor.
Hora es ya de que nos acerquemos á las pobres viviendas donde se alberga la miseria, y en las cua­les veremos morir encorvadas sobre su ruda labor aquéllas que pretendemos salvar física y moralmente, creándolas un Sindicato que mejore su situación, abriendo ante sus ojos juveniles, pero ya cansados, un horizonte en que luzca, siquiera de tarde en tar­de, un trozo de cielo que hoy no perciben por ninguna parte.
Escuchadme atentamente: los datos son exactos, son arrancados de la realidad, uno por uno los fui recogiendo de los labios de las obreras; volved á hacer conmigo esta penosa peregrinación, y mientras la hacemos pensad en vuestras cómodas y bien abriga­das viviendas, en las reuniones que soléis dar en ellas, y dirigid vuestras miradas hacia esas vivien­das negras, sin aire, sin fuego, en donde sólo se re­únen el hambre y un trabajo rudo y mal pagado. Después de oída esta lamentable historia, y recor­dando las frases con que antes de llegar á la obrera, he querido dirigirme á vosotras, para que si á ella la excusa en cierto modo su miseria, comprendáis en cambio el doble deber que os incumbe para salvar la, creo yo que no habrá una sola de las aquí presen­tes que no se inscriba en la lista para la formación de ese Sindicato católico, remedio principalísimo con­tra tanto mal.
De entre la lista que llevaba, me tocó subir á una casa donde viven una madre y cuatro hermanas, una de ellas, cansada de la vida de labor incesante, se dedicó al teatro; las tres restantes bordan, y son, como me dijeron ellas, la aristocracia de las obreras, porque cobran lo que otras no cobran. Pues bien; aque­lla mañana estaban terminando un juego de cama -con una cenefa y tres marcas bordadas, con calados, que naturalmente llevan bastante tiempo. Por ese juego, que les suponía ocho días de trabajo, con el tiempo preciso para comer, habían de abonarles 32 pesetas. Dividido entre tres, y repartido en ocho días, les suponía, un jornal de 1,33 pesetas diario á cada una de ellas. Por unas servilletas, pagadas á ellas 6 pesetas, piden luego en la tienda 35 pesetas, no existiendo proporción entre la ganancia y el pago de las que hacen todo el trabajo.
¡No podemos salir ni descansar un instante, ni siquiera los domingos! y muy satisfechas todavía ahora en invierno, porque lo que nos pagan en época de labor á 30 pesetas, hemos de darlo por 15 en ve­rano, sin que nos quede el derecho de protestar, pues si no lo queremos, siempre hay alguna desdichada que lo acepte con la alegría del que acepta un peda­zo de pan con el cual ya no contaba para acallar el hambre.
Esto me lo refería una muchacha joven, obligada a trabajar todo el día sin un minuto de descanso, sin un instante de expansión. Yo apelo á vuestros sentimientos humanitarios, señoras, apelo á vosotras, ma­dres de familia, que os gozáis de tal suerte, y con goce naturalísimo, en proporcionar á vuestras hijas. una vida agradable y propia de su edad, en que todo se ye bajo un prisma color de rosa; decidme: ¿no os aterraría el pensar que estas hijas hubiesen de verse en semejante situación, y que día tras día se fuese marchitando su vida en esa existencia monótona, en­fermiza, en la cual se agotan las energías físicas y morales?
Al terminar de darme los datos anteriores, me refirió casos que horrorizan; uno el de unas pobres mu­jeres á las cuales, una casa por cierto bien conocida en Madrid, paga á 10 céntimos cada sábana, teniendo que descontar de ello los 10 reales semanales del plazo de la máquina de coser, plazo que, si no satisfacen se quedan sin máquina y sin el dinero entregado ya; habiendo á veces pagado 5 céntimos por sábana ... porque encontraban quienes se ofrecían á trabajar por ese precio, tal era el hambre que tenían, tal la necesidad en que se encontraban. El segundo caso se re feria á una amiga suya, obrera en una fábrica de Madrid, obligada á trabajar en un local sin luz, es decir, alumbrado por luz eléctrica siempre, sin ven­tilación, en una sala en la cual se congregaban trein­ta mujeres y en la que enrarecía el ambiente el olor á bencina, con la cual impregnaban la labor antes de plancharla, trabajando desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde, y por la noche basta las ocho ó hasta las nueve, que los dueños solían alargar hasta dicha hora el trabajo, que á ellos les resultaba gratis, cobrando por esas horas de penosa labor un jornal máximo de 1 peseta 75 céntimos; es decir, que les daban siete reales por enfermar y morir, porque no hay pulmones, no hay cerebro que resista un trabajo semejante.
Y la que esto me relató dijo al concluir una frase que me impresionó hondamente, porque es la expre­sión gráfica de lo que sucede no pocas veces: “Si yo hubiese tenido que trabajar de esa manera y en esas condiciones, antes que llevar una vida semejante me hubiera dedicado á otra clase de vida, y sin ningún remordimiento”.
Rápidamente cruzó por mi mente la visión de esas desgraciadas que se pierden á diario en nuestras grandes ciudades, y pensé que no sirven de nada las represiones para la Trata de blancas, y es inútil que se emprenda una campaña moralizadora en este sen­tido mientras no se aparte del camino de esas desventuradas obreras tanta miseria, porque la miseria es mala consejera: el hambre hace perder toda noción de moralidad, sobre todo si no se basa en la religión, única que puede contener en la pendiente del vicio a la jovencilla que, ansiosa de gozar al igual de sus compañeras mimadas por la fortuna, se desespera y se revuelve contra los hierros de su prisión, en la cual no penetra nunca un destello de consuelo y felicidad.
¡Ah, señoras y señores! ¡Creo yo que, más que des preciar, deberíamos compadecer á esas pobres jóve­nes, alucinadas por el brillo de una existencia cómoda que les ofrecen los que luego las pierden y las abandonan; drama oculto, pero que á diario se repre­senta en la escena populosa de nuestras calles, y que tiene por prólogo una existencia de lujo y bienestar manchada por el vicio y la deshonra, y cuyo epilogo se suele desarrollar en la cama de un hospital ó en la celda de una cárcel si la víctima engañada se venga del que explotó su miseria y la cubrió de deshonra, fascinándola en un principio para mejor engañarla!
Seguí mi triste peregrinación y subí á otra casa. Habitaban allí tras hermanas: hacían encaje de boli­llos; por un juego de cama, en el cual había empleado un mes una de ellas, había cobrado 30 pesetas, es decir, 1 peseta diaria, el jornal que suele prevalecer en la mayoría de los casos, jornal exiguo, miserable, que apenas da para comer.
Me refirieron la historia de siempre. De labios de todas esas pobres muchachas que sostienen una lucha verdaderamente heroica, pues heroísmo, y no poco, se necesita para soportar una existencia tan árida, tan dolorosa, salen idénticas frases: todas se quejan, pero sin violencia y parece como si tal estado de cosas hubiera de ser forzoso y sin apelación... ¡Sin apelación ante el tribunal humano, quizá, pero ante el tribunal de Dios la tendrán, y entonces el castigo caerá sobre nosotras, que pudimos remediarlo y no lo hici­mos por cobardía, por negligencia, por respetos hu­manos, por un egoísmo que, lo repito, es indigno é impropio de la mujer!
Por coser un pantalón de hombre, de soldado, ga­loneado y entregado perfectamente planchado, lo cual supone un gasto de tiempo, porque en plancharlo se emplea una hora, á fin de que quede bien, y un gasto de carbón, para que se calienten las planchas, dan 1 peseta, y una mujer trabajando todo el día con­sigue hacerse uno; lo de siempre: el jornal que no da para comer. Por una guerrera de rayadillo se pagan 70 céntimos; entre una madre y dos hijas, de quienes tengo estos datos y que á ello se dedican, se hacían seis diarias, trabajando desde que amanecía, con unos minutos de intervalo para comer, y parte de la noche; llegando a veces á tal extremo el cansancio de las pobres mujeres, que me decía una de ellas: “Yo me tiraba al suelo, señorita, me recostaba contra la pared, á ver si podía sostener la cintura, porque era un dolor que no me dejaba sosegar”.
Seis guerreras entre tres mujeres, á dos guerreras cada una de ellas, a 70 céntimos, forma un jornal de 1,40 por cada una, después de una labor de diecinueve horas diarias. De todo ello hay que descontar el al­quiler de la máquina y el gasto del hilo, que ponen siempre las obreras, para remediar lo cual en Bur­deos se ha constituido la Asociación de la Aguja, que proporciona á sus asociadas el hilo, las sedas, los al­godones, sin que tengan ellas que pagar nada por adquirirlos más que su cuota de cincuenta céntimos al mes como asociadas.
Las camisas de hombre, con pechera y puños, se pagan en algunas tiendas á 20 y 25 céntimos. En otros puntos, una camisa de dormir de caballero se paga á 50 céntimos. Haciéndose dos camisas diarias, llegan á 1 peseta estas últimas, de la cual también hay que rebajar las 2,50 semanales de ]a máquina de coser, quedándoles un remanente de 20 pesetas mensuales si trabajan todos los días, con cuyas 20 pesetas han de vivir si realmente, y como ya hemos dicho antes, se puede dar el nombre de vida á la existencia terrible, lúgubre y de un desconsuelo sin límites que arrastran esas desdichadas mujeres que en nuestras capitales se esconden para morir lentamente encorva­das sobre su labor y repitiendo tal vez en nuestra lengua castellana el refrán de la tristísima canción inglesa del poeta Tomás Nood, citada por los señores Castroviejo y Ros de Olano, que exclaman: “Y en la cual pudo decir con toda verdad de las obreras de costura: que cosían con doble hilo un sudario, al mismo tiempo que la camisa”.
Ha habido tiendas que han ofrecido 15 céntimos por una docena de pañuelos dobladillados..., y desgraciadas mujeres que tienen tanta hambre que doblan la cabeza resignadas, y aun cuando por sus ojos pase una visión aterradora de un hogar sin lumbre y sin ventilación, en el que sólo se oiga incesante el ruido de la máquina y la respiración anhelosa de la obrera, trabajando desesperadamente para hacerse unas cuantas docenas, que le suponen un pedazo de pan y un techo donde guarecerse, aceptan el odioso contrato y firman como una sentencia de muerte, puesto que es completamente imposible el resistir meses y meses una vida tan dura... ¡El tráfico de los esclavos se abolió, es verdad, pero no menos repugnante, no menos antihumano –y no digo anticristiano, porque es imposible que haya cristianos de corazón que se dediquen á él- es el tráfico actual de esos esclavos del hambre, encadenados con la cadena de la miseria, que más duramente los privan de libertad que las cadenas de hierro privaban a los esclavos de los tiempos que pasaron...!
Vuelvo a repetiros, señoras y señores, que no son fantasías: que no son exageraciones lo que os digo; me lo han referido a mí las pobres víctimas; lo que os cuento lo he visto yo por mis propios ojos.
¿Queréis más datos aún? ¿Sabéis cómo pagan los ojales? A céntimo cada ojal; en algunos puntos á céntimo cada tres ojales. Los ojales han de ir bien hechos; el hilo de cuenta de la obrera... ¡Pensad du­rante unos segundos en el tormento que supone el incesante sacar y meter la aguja con cuanta rapidez pueden durante horas y horas, apenas interrumpida la labor unos instantes para comer... y acostarse rendidas, con la vista destrozada, para haber reunido al final del día una cantidad tan exigua que no les permite el menor desahogo, el más pequeño bienestar!
¿Queréis todavía más datos? Todos refieren la mis­ma historia; la palabra explotación parece ser el lema con que se adornan los que de tal suerte pagan la labor de la mujer á domicilio. Lo mismo en Es­paña que en Francia, en donde nos dice la horrible suerte de las obreras el Abate Georges Mény en un libro doloroso por demás, titulado Le travail a bon marché, que contiene en sus páginas la repetición de lo que contendría uno igual que se escribiese en Es­paña, es la cuestión del día, la que preocupa honda­mente a los corazones amantes de la justicia, aman­tes de la caridad...; de esa caridad bendita, sin la cual nada sirve; de esa caridad hermosísima que nos legó Jesús, reemplazando con un lema dulcísimo, con el lema de amor: Amaos los unos á los otros, el lema del odio, de la injusticia, de la explotación.
Más que a nadie debería interesar a las mujeres este asunto de hondísima emoción... ¡Son nuestras hermanas las que sufren, las que levantan hasta nosotros sus ojos cansados de tanto trabajo, sus manos temblorosas, que ya no tienen fuerza para sostener la aguja, para manejar la máquina, y nos piden com­pasión, nos piden ayuda, nos piden socorro para no perecer física y moralmente! Las que aún militan en las filas de la juventud afortunada, que ríe, que goza, que sueña en una dicha sin fin, ¿podrán pasar indiferentes al lado de esas pobres muchachas que no tienen sonrisas en su boca ni goces en su alma, y cuyo único sueño lo constituye la horrenda pesadilla de una existencia siempre igual, siempre miserable?
Las madres de familia que son felices al contem­plar á sus hijos cuidados, mimados, sin que el frío les sobrecoja ni sepan lo qua es llorar, ¿podrán dar al olvido esas otras madres que por cinco o diez céntimos cosen una sábana, por 20 céntimos diarios tra­bajan dieciocho horas, sin otro alimento á veces para sostener sus fuerzas que las lágrimas que corren por sus mejillas hundidas?
No puedo creerlo... Dejaríamos de ser cristianas, de ser mujeres, si en nosotras no hiciesen mella estas penas y estos dolores. Hay que remediar tan triste situación; remediarla en lo que cabe; es preciso llevar á la obrera la seguridad de una labor bien remu­nerada, al menos con una remuneración que les per­mita vivir; y es indispensable que nos deban á nos­otras, las mujeres católicas, este bienestar, para que auxiliadas, amparadas en nombre de la justicia, pero más aún en nombre del amor, depongan sus odios contra ese Dios al cual obedecemos al socorrer las, depongan sus rencores contra nosotras y comprendan al fin que el socialismo causará su ruina, y que, en cambio, las puede y las quiere salvar el catolicismo social.
Si no lo hacemos nosotras, quizá las que nos sean contrarias lo intenten y lo realicen… ¡Cuántas veces los católicos nos hemos dejado adelantar por los ene­migos de nuestra fe! En mi anterior conferencia aquí mismo, os citaba el hecho de unos habitantes de un pueblo que, temerosos de introducir en él prensa alguna, no quisieron hacer propaganda en favor de un periódico católico... Los malos en cam­bio propagaron el suyo, y cuando los católicos qui­sieron remediar el mal no pudieron hacerla sino a medias. Que no nos suceda esto á nosotras; todo el mundo está de acuerdo, y el Papa el primero, en que el gran apostolado, hoy día, es el apostolado social... Por lo mismo que el socialismo avanza cual fantasma horrendo, cuyos primeros actos nos han llenado de espanto, es necesario, y de una necesidad que no ad­mite dilación, el encauzar el río que viene desbor­dado y hacerle recobrar su apacible corriente, que fertiliza en vez de devastar, y no nos es posible á nosotras el recluirnos en nuestras casas, viendo como se pierden á diario tantas hermanas nuestras, á las cuales arroja al mal la miseria, no la perversidad...; viendo cómo mueren esas infelices obreras, ignorando siquiera que en la vida hay días de alegría mez­clados con los de amargura. Y que para ellas, cómo para todas, existe un Padre que está en los cielos...
La obra que nos va á explicar el Sr. Santander, alma de este Sindicato, primero en su clase que se crea en Madrid para la obrera y que tiene su igual en muchos puntos del extranjero, abraza el cuerpo, y mediante el bienestar y la tranquilidad de él, atrae al alma hacia el campo nuestro.
No se os van á pedir pingues riquezas, se os va á suplicar un poco de buena voluntad, un poco de amor al prójimo, á ese prójimo que acabamos de vi­sitar... No os neguéis á ayudar á este Sindicato, que nace justamente en el Centro de Defensa Social. Es una defensa que creamos para la obrera. Y lo es tam­bién para las señoras que aspiran, y desean, á una existencia de paz y al buen orden social.
Una vez más, y antes de dejaros, pidiéndoos per­dón de haberos molestado tanto, torno á repetiros que la lucha está entablada y no es posible asistir á ella cruzadas de brazos. Son intereses muy sagrados los que se ventilan. Hubo un día que todas recordaréis, en que nos agrupamos en una aristocrática mansión para defender con todo el ardor de nuestra alma á nuestras Asociaciones religiosas, atacadas y perseguidas... y entonces triunfamos... Si otra vez hubiéramos de renovar esta defensa, dispuestas esta­mos todas á ello ... Pues bien; en los momentos ac­tuales se ventila una cuestión no menos grave...; el pueblo pierde su fe, pierde su resignación, quiere arrollar lo divino y lo humano, su miseria le exaspera, la falta de esperanza la hace más sombría aún ... Vayamos al pueblo, démosle la mano para que no camine solo por la senda de abrojos que ha de recorrer..., forcémosle á que nos ame, á que la madre bendiga á quienes socorrieron y alegraron la existencia de su hija, á que la hija se incline con emo­ción y gratitud ante las que hicieron más dulces los últimos años de su madre... y siendo nuestras, volverán á serlo de Dios.
Es una empresa hermosa ésta á que se nos llama, sepamos emprenderla sin vacilación... La justicia y la caridad lo demandan..., el bien y la religión lo piden con ardor...
Para hacerla, seamos generosas, seamos constantes, no nos cansemos apenas iniciada la idea si la vanidad sufre, si el afán de estrenar un vestido quiere prevalecer... hagamos alegremente el sacrificio de esa vanidad y de ese deseo.
¡Cómo nos lo agradecerán las obreras!
Una palabra más: lo mismo en esta batalla que se dan el socialismo y el catolicismo social, batalla formidable si os fijáis bien, y cuya importancia nadie puede desconocer, como en las batallas que sobrevengan cuando se quieran destruir ó mermar las prerrogativas de nuestra religión, hagamos nuestro y recordemos este lema que brotó de unas labios bre­tones, descendiente el que lo profirió de aquellos que sostuvieron contra la Revolución una lucha gigan­tesca:
¡De rodillas para rezar! ¡De pie para combatir!

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