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24 de abril de 2008

Crónica negra del caciquismo en Guadalajara

Caricatura del conde de Romanones, 1907 (Archivo La Alcarria Obrera)

Los partidos políticos republicanos gozaron de un amplio apoyo en la provincia de Guadalajara durante la Restauración. En el distrito de Sigüenza el republicano posibilista Bruno Pascual Ruilópez obtuvo el triunfo electoral en dos convocatorias, en el Señorío de Molina el republicano progresista Calixto Rodríguez ganó el escaño al Congreso en repetidas ocasiones y en la capital provincial los republicanos federales tuvieron amplia representación municipal, llegando a ocupar Manuel Diges la alcaldía. Una actividad política que se veía acompañada por la publicación de una prensa afín, de la que sobresale el semanario El Republicano, del que apenas nos ha llegado una docena de números. En el correspondiente al 5 de octubre de 1902 se publicaba este artículo escrito por Antonio Rodríguez, vecino de la localidad alcarreña de Pareja, en el que critica el caciquismo del conde de Romanones, una tupida red clientelar que acabó condenando a los republicanos al ostracismo político.

En el inmediato pueblo de Casasana se cometió ayer un horroroso crimen, matando al vecino del mismo Valentín Cervigón, perteneciente á una de las familias principales, por un hijo de Mamerto González (a) Melilla, quien le disparó un tiro de perdigones á boca de jarro, penetrando los proyectiles en el hipocondrio izquierdo, causándole la muerte a la hora u hora y media del hecho. Según se dice, en este acontecimiento funesto tomaron parte el padre y sus dos hijos. El interfecto deja esposa y tres niños pequeños, el mayor de siete años. Esta mañana salieron los delincuentes para la cárcel del partido de Sacedón, conducidos por la Guardia Civil.
Apena y contrista el ánimo de modo verdaderamente desconsolador la frecuencia con que estos hechos se repiten en esta provincia, colocándonos en primer lugar en cuanto a criminalidad se refiere.
Causa espanto los datos que el ilustre señor Fiscal de esta Audiencia facilita al del Tribunal Supremo, donde se consignan que en los dos cuatrimestres del presente año se verán treinta causas criminales, contándose entre ellas ¡¡¡veintiuna por homicidio!!!
Pueblo donde esto sucede no merece el nombre de civilizado. Esto es un aduar, una ranchería de cafres, cualquier cosa menos pueblo culto. Es una gran vergüenza, un gran desprestigio que daremos lugar con ello a que cuando de criminalidad se trate, se diga “que esto no pasa ni en la provincia de Guadalajara”.
Mas si meditamos un poco, si pensamos en la frecuencia y repetición de estos hechos, habrá que suponer algo que los origina, y como no puede haber efecto sin causa, lícito nos será pensar que ese algo existe. ¿Cuál sea este? En mi concepto son varias las causas, pero una sobre todo la considero como la primordial, la verdaderamente responsable de este estado de cosas: me refiero a esa llaga, más que llaga cáncer que nos corroe hasta los huesos, cáncer que envenena y trastorna nuestra hacienda municipal, convirtiendo nuestros presupuestos en merienda de negros y prebenda de parientes y contertulios; cáncer que autoriza y patrocina toda clase de desmanes y desafueros, al prevaricador, al asesino, al que burla y falta a la ley: este cáncer no es otra cosa que ese caciquismo repugnante y asqueroso que empieza en el monterilla, en el tío pardillo, en el caciquillo rural y se alza hasta llegar arriba al gran padrino, al señor de la ciudad o corte y que a veces suele ostentar título nobiliario, y que desde las alturas donde la influencia es omnímoda cubre con su manto protector tanta miseria e infamia.
Se comete un homicidio, un asesinato, es igual; el delincuente corre al cacique de campanario, se arroja a sus pies y pide clemencia diciendo: “usted es mi padre y mi protector; en V. confío”, y el cacique, por más que en su interior repruebe el hecho, para que aquél vea hasta donde llega su poder e influencia, después de algunas frases de reconvención, acepta por fin el cargo de protector, porque esto ha de darle mucho valimiento a los ojos de este pueblo estúpido y de relajadas costumbres. Después lo consabido: epístola al gran señor recomendando el asunto, por ser el interesado uno de los “nuestros”. El final ya se sabe: la impunidad.
Esta enfermedad que nos consume y nos deshonra, este caso de patología nacional, no se cura más que haciendo desaparecer de nuestro diccionario y de nuestras costumbres esa palabra anárquica e inmoral que se llama caciquismo.

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