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6 de abril de 2008

Prólogo de Malatesta a Dictadura y revolución

Fiesta del 1º de Mayo, Salamanca, 1922 (Archivo La Alcarria Obrera)

En 1922 se publicó en Argentina, de mano de la Editorial Argonauta, el libro Dictadura y revolución, en el que el destacado anarquista italiano Luigi Fabbri analizaba la Revolución Rusa de 1917. Errico Malatesta escribió para esta ocasión un interesante prólogo, que ahora reproducimos, en el que sintetiza su pensamiento sobre los procesos revolucionarios y ofrece un punto de vista específicamente libertario, tan opuesto a la perspectiva marxista, sobre temas tan eternos como vigentes: el terror revolucionario, el papel de las vanguardias, la defensa de la revolución, las renuncias y sacrificios inherentes a toda transformación humana... No conviene olvidar que este prólogo está escrito en el verano de 1922, ocho años después de la Semana Roja italiana y ocho semanas antes de la Marcha sobre Roma de las escuadras fascistas. Quizás nunca como aquí se ha expresado tan claramente la necesaria coherencia entre fines y medios, que caracteriza a los anarquistas.

A dos años de distancia de cuando fue escrito, el libro de Luis Fabbri acerca de la Revolución Rusa conserva todo su vigor y sigue siendo aún el trabajo más completo y orgánico que conozco sobre este argumento. Antes bien, los acontecimientos posteriores ocurridos en Rusia han venido a confirmar el valor del libro, dando una ulterior y más evidente confirmación experimental a las deducciones que Fabbri desentrañaba de los hechos conocidos hasta entonces y de los principios generales sostenidos por los anarquistas.
En este libro se pone de relieve la vieja, eterna oposición entre libertad y autoridad, que ha llenado toda la historia pasada y trabaja como nunca al mundo contemporáneo, decidiendo la suerte de las revoluciones en acción y de aquellas que aún están por venir.
La Revolución rusa se ha desarrollado con el mismo ritmo de todas las revoluciones pasadas. Después de un período ascendente hacia una mayor justicia y una mayor libertad, que duró en tanto la acción popular atacaba y destruía los poderes constituidos, ha sobrevenido desde el momento en que un nuevo gobierno logró consolidarse, el período de la reacción, la obra, a veces lenta y gradual, a veces rápida y violenta, del nuevo poder, encaminada a destruir en todo lo posible las conquistas de la revolución y a restablecer un orden que asegure la permanencia en el poder a la nueva clase gobernante y defienda los intereses de los nuevos privilegiados y de aquellos entre los viejos que consiguieron sobrevivir a la tormenta.
En Rusia, gracias a circunstancias excepcionales, el pueblo destruyó el régimen zarista, constituyó por libre y espontánea iniciativa sus soviets (que fueron comités locales de obreros y campesinos, representantes directos de los trabajadores y sometidos al contralor inmediato de los interesados), expropió a los industriales y a los grandes terratenientes y comenzó a organizar, sobre bases de igualdad y de libertad y con criterios de justicia, aunque fuera relativa, la nueva vida social.
Así la Revolución se iba desarrollando y efectuando el más grandioso experimento que la historia recuerde, se aprestaba a dar al mundo el ejemplo de un gran pueblo que pone en actividad, por su propio esfuerzo, todas sus facultades y alcanza su emancipación y organiza su vida de acuerdo a sus necesidades, a sus instintos, a su voluntad, sin la presión de una fuerza exterior que lo trabe y le obligue a servir los intereses de una casta privilegiada.
Desgraciadamente, sin embargo, entre los hombres que más contribuyeron a dar el golpe decisivo al viejo régimen hubo fanáticos doctrinarios, ferozmente autoritarios, porque tenían una convicción cerrada de poseer “la verdad” y de tener la misión de salvar al pueblo, el cual no lograría salvarse, según ellos, si no seguía estrictamente el camino que le indicaban. Aprovechando hábilmente el prestigio adquirido por la participación que habían tomado en la revolución y sobre todo la fuerza que les daba la propia organización, consiguieron apoderarse del poder, reduciendo a la impotencia a todos aquellos, y en especial manera a los anarquistas, que habían contribuido a la revolución tanto o más que ellos mismos, pero que no pudieron oponerse eficazmente a esa usurpación porque se encontraban disgregados, sin previos acuerdos, casi sin organización alguna.
Desde entonces la revolución estaba condenada.
El nuevo poder, como está en la naturaleza de todos los gobiernos, quiso absorber en sus manos toda la vida del país y suprimir cualquier iniciativa, cualquier movimiento que surgiera de las entrañas populares. Creó primero en su defensa un cuerpo de pretorianos y luego un ejército regular y una poderosa policía que igualó o superó en ferocidad y manía 1iberticida aun a la misma del régimen zarista. Constituyó una innumerable burocracia; redujo los soviets a simples instrumentos del poder central o los disolvió con la fuerza de las bayonetas; suprimió con la violencia, a menudo sanguinaria, toda oposición; quiso imponer su programa social a los obreros y campesinos reacios, y así desanimó y paralizó la producción. Defendió sin embargo con éxito el territorio ruso de los ataques de la reacción europea, pero no logró con ello salvar la revolución, pues ya la había despedazado por sí mismo, aunque buscara defender las apariencias formales. Y ahora se esfuerza en hacerse reconocer por los gobiernos burgueses, en entrar con ellos en relaciones cordiales, en restablecer el sistema capitalista... en suma, en sepultar definitivamente la revolución.
Así todas las esperanzas que la revolución rusa había suscitado en el proletariado mundial habrán sido traicionadas. Ciertamente Rusia no volverá a su estado anterior, pues una gran revolución no pasa sin dejar huellas profundas, sin sacudir y exaltar el alma popular y sin crear nuevas posibilidades para el porvenir. Pero los resultados obtenidos serán muy inferiores a los que hubieran podido realizarse y cuya realización en verdad se esperaba, y enormemente desproporcionados a los sufrimientos padecidos y a la sangre derramada.
No queremos profundizar demasiado la investigación de las responsabilidades. Desde luego una gran culpa del desastre cae sobre la dirección autoritaria dada a la revolución; buena parte de la culpa cae también sobre la particular psicología de los gobernantes bolcheviques que aun equivocándose y reconociendo y confesando sus errores, están siempre igualmente convencidos de ser infalibles y quieren siempre imponer por la fuerza su mutable y contradictoria voluntad. Pero es tanto o más cierto aún que esos hombres han debido afrontar dificultades inauditas y que quizás mucho de lo que nos parece erróneo y malvado ha sido el efecto ineluctable de la necesidad.
Y por eso nosotros nos abstendremos de dar un juicio, dejando para la posteridad el fallo de la historia serena e imparcial, si es verdad, después de todo, que sea posible una historia serena e imparcial. Pero existe en Europa todo un partido que está fascinado por el mito ruso y quisiera imponer a la próxima revolución los mismos métodos bolcheviques que han matado a la revolución rusa; y es urgente por lo tanto poner en guardia a las masas en general, y a los revolucionarios en especial, contra el peligro de las tentativas dictatoriales de los partidos bolchevizantes. Y Fabbri precisamente ha prestado un notable servicio a la causa, mostrando hasta la evidencia la contradicción que existe entre dictadura y revolución.
El argumento principal que utilizan los defensores de la dictadura; que continúa llamándose dictadura del proletariado, pero que es más, en realidad -ahora ya todos lo admiten- la dictadura de los jefes de un partido sobre toda la población, el argumento principal, decía, es el de la necesidad de defender la revolución contra las tentativas internas de restauración burguesa y contra los ataques que vinieran de los gobiernos exteriores, si el proletariado de esos países no supiera tenerlos a raya haciendo, o amenazando al menos, con hacer él mismo la revolución, tan pronto como el ejército se viera empeñado en una guerra.
No hay duda que es menester defenderse, pero del sistema que se adopte dependerá en gran parte la suerte de la revolución. Que si para vivir se debiera renunciar a la razón y a los fines de la vida, si para defender la revolución se debiera renunciar a las conquistas que constituyen el fin primordial de la revolución misma, sería preferible entonces ser vencidos honorablemente y salvar las razones del porvenir, que vencer traicionando la propia causa.
Es menester asegurar la defensa interna destruyendo radicalmente todas las instituciones burguesas y haciendo imposible cualquier retorno al pasado.
Es vano querer defender al proletariado contra los burgueses, poniendo a éstos en condiciones de inferioridad política. Entre tanto haya hombres que poseen y hombres que no poseen, los que poseen terminarán siempre burlándose de las leyes, aun más, apenas desvanecidas las primeras agitaciones populares serán ellos quienes irán al poder y harán las leyes.
Vanas son también las medidas de policía, que pueden servir bien para oprimir, pero que no servirán jamás para libertar.
Vano, y peor que vano homicida, es el llamado terror revolucionario. Verdad es que es tan grande el odio, el justiciero odio, que los oprimidos encierran en su alma, son tantas las infamias cometidas por los gobiernos y por los señores, son tantos los ejemplos de ferocidad que vienen desde lo alto, tanto el desprecio de la vida y de los sufrimientos humanos que ostentan las clases dominantes, que no hay que maravillarse si la venganza popular en un día revolucionario se desata terrible e inexorable. Nosotros no nos escandalizaremos y no trataremos de refrenarla sino por la propaganda, pues el quererla frenar por cualquier otro procedimiento nos llevaría a la reacción. Pero es verdad, según nosotros, que el terror es un peligro y no ya una garantía de éxito para la revolución. El terror en general cae sobre los menos responsables; otorga valor a los peores elementos, a aquellos mismos que hubieran sido esbirros y verdugos bajo el viejo régimen y se sienten felices de poder desahogar, en nombre de la revolución, sus perversos instintos y de poder satisfacer sus sórdidos intereses.
Y esto si se trata del terror popular ejercido directamente por las masas contra sus opresores directos. Que si luego el terror ha de ser organizado por un centro, hecho por orden del gobierno y por medio de la policía y de los llamados tribunales revolucionarios, entonces sería el medio más seguro para matar la revolución y sería ejercido, más que para daño de los reaccionarios contra los amantes de la libertad que resistieran a las órdenes del nuevo gobierno y ofendieran a los intereses de los nuevos privilegiados.
A la defensa, al triunfo de la revolución se provee interesando a todos en su éxito, respetando la libertad de todos y quitando a todos no sólo el derecho, sino aún la posibilidad de explotar el trabajo de los demás.
No es necesario someter los burgueses a los proletarios, sino abolir la burguesía y el proletariado, asegurando a cada uno la posibilidad de trabajar como mejor quiera y colocando a todos, a todos los hombres aptos, en la imposibilidad de vivir sin trabajar.
Una revolución social, que después de haber vencido está aun en peligro de ser sobrepujada por la clase desposeída, es una revolución que se ha detenido en la mitad del camino, y para asegurarse la victoria no tiene más que seguir siempre adelante, siempre más hondo.
Queda aún el problema de la defensa contra el enemigo de afuera.
Una revolución que no quiera terminar bajo el talón de un soldado afortunado no puede defenderse más que por medio de milicias voluntarias, haciendo en modo tal que cada paso dado por los extranjeros sobre el territorio insurrecto los haga caer en una trampa, procurando ofrecer todas las ventajas posibles a los soldados mandados por la fuerza y tratando sin piedad a los oficiales enemigos que vengan voluntariamente. Hay que organizar lo mejor posible la acción militar; pero es esencial evitar que aquellos que se especializan en la lucha militar ejerzan, en cuanto militares, una influencia cualquiera sobre la vida civil de la población.
Nosotros no negamos que desde el punto de vista técnico cuanto más un ejército sea dirigido autoritariamente tanta mayor probabilidad tendrá de victoria y que la concentración de todos los poderes en las manos de uno solo -se comprende que este uno debe ser un genio militar- constituiría un gran elemento de éxito.
Pero la cuestión técnica sólo tiene una importancia secundaria; y si por no arriesgar una derrota de parte del extranjero debiéramos arriesgamos a matar nosotros mismos la revolución, serviríamos muy mal a la causa.
Que el ejemplo de Rusia sea útil a todos.
Dejarse colocar un freno en la esperanza de ser mejor guiados no puede conducir más que a la esclavitud.
Que todos los revolucionarios estudien el libro de Fabbri. Es necesario para estar bien preparados y evitar los errores en que han caído los rusos.
Enrique Malatesta. Roma, Julio de 1922.

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