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18 de agosto de 2008

Sánchez Albornoz, presidente de la República

Las instituciones de la Segunda República española se mantuvieron en pie durante la Guerra Civil, a pesar de su escaso poder real, y a lo largo del Franquismo, desde el exilio preferentemente en México. La falta de representatividad de su gobierno y la falta de eco de sus acuerdos y propuestas fue paralela a la pérdida de actividad y de respaldo de los partidos políticos republicanos y al alejamiento de los partidos de la izquierda y de los sindicatos obreros de las instituciones trasterradas. Pero esa soledad y esa inoperancia dan más valor a la entrega de algunos hombres y mujeres meritorios que mantuvieron en pie una República Española auténticamente quijotesca. Entre ellos destaca el historiador Claudio Sánchez Albornoz, presidente del gobierno republicano entre 1959 y 1971; a él se debe este mensaje, publicado el 15 de marzo de 1962, en el que destaca su llamamiento a la reconciliación nacional y su confianza en el futuro.

Mensaje a los españoles del Presidente del Gobierno de la República
Al asumir nuevas responsabilidades frente a España, no por ambición política que no siento sino en cumplimiento de un deber y por amor a mi país, deseo examinar los problemas de mi patria sin rencor, olvidando crueldades estériles, injurias calumniosas, injusticias, sañas. La Historia nos juzgará mañana a todos. Estoy seguro de que muchos ven más o menos claramente que serán condenados. Espero confiado el juicio futuro de mis connacionales.
He trabajado intensamente por España y quiero seguir sirviéndola. Por ello no aludiré a nuestros legítimos derechos, nunca declinados, y no me detendré a formular acusaciones, para buscar la concordia y no la lucha entre mis compatriotas.
Muy pocos españoles dudan hoy de que el régimen que sojuzga a Es­paña toca a su fin. Ninguno medianamente inteligente deja de pensar cada día en su sucesión. Los gobernantes que se creen asistidos por fa­vores carismáticos han hecho siempre a los pueblos por ellos regidos daños tremendos. Su fe en su misión providencial y en lo magnífico de su política ha solido obnubilarles el entendimiento: les ha impedido comprender que no pueden sucederse a sí mismos, que su obra es caduca, que antes o después el pueblo elige su camino, y que, como consecuencia de la narcotización y menosprecio intencionados de las masas, el des­pertar de éstas puede ser violento.
Nacida del miedo a los cambios que el curso de los tiempos imponía, la dictadura española para seguir viviendo ha cultivado el temor al ma­ñana. Subconscientemente se sentía un interinato. Cuando un gobierno enfrenta la vida pública como la ha enfrentado el que detenta el poder en nuestra patria, descubre su inseguridad. Al escarbar de continuo en los desastres de la guerra civil -guerra no por nosotros, sino por sus hombres provocada- para continuar alimentando la llama del miedo, muestra a las claras su propio terror. Y al presentarse como única so­lución de paz, a más de mentir, afirma la realidad de nuestra presencia en España y de nuestra fuerza, de la presencia y de la fuerza de la República, al cabo del largo cuarto de siglo que ha mediado desde su alzamiento contra ella.
Afortunadamente estamos libres de sus complejos y pensamos en el mañana histórico de España con la pasión de nuestro amor a ella, redo­blado en el exilio, y con la serenidad de quienes desean evitarle los ma­les que la ceguera mental de nuestros enemigos podrían hacer inevitables, si los hombres de la República no pudiesen intervenir a su hora. Ahora bien, esa hora puede pasar. En España hay millones de españoles que desean hallar soluciones al problema español y que las buscan por el camino de la convivencia en un régimen de libertad y de democracia. Algunos, al hallar cerrado ese camino, se sienten atraídos hacia ideo­logías en que la libertad del hombre no cuenta. Estos grupos serán cada vez más numerosos si pronto no se abren cauces para la vida democrá­tica bajo el signo de la tolerancia y de la libre discusión.
Contra lo que creen los jerarcas del régimen que vegeta al Sur del Pirineo, la juventud española les es hostil. No ha sido educada sino en el odio a lo que nosotros significamos, no oye nuestras voces y apenas puede leemos. Y, sin embargo, es evidente su oposición al gobierno que ha tratado de envenenarla y de seducirla. A ella nos dirigimos solici­tando su confianza. En el exilio hemos dado a España y al mundo una lección de honestidad y de trabajo fecundo en nuestras profesiones, y he­mos aprendido del exilio su lección. Por ello miramos a la guerra civil como a un lejano pasado lleno de enseñanzas. España no había conocido aún a principios de siglo ni una revolución religiosa, ni una auténtica revolución política, y entraba despacio en un régimen económico y so­cial burgués. La guerra civil, que he calificado antaño de la mayor locura que los españoles hemos cometido, sólo un bien ha producido a España: haberla hecho al cabo conocer las tres revoluciones que los pueblos creadores de la civilización occidental habían ya superado. Esos pueblos después de sufrirlas llegaron a la convivencia en libertad, y bajo regí­menes democráticos, a la estructura estatal y social que ha hecho la grandeza de la Europa creadora de valores universales. Nosotros pode­mos aprovechar su ejemplo para llegar pronto a esa concordia promi­soria. Aspiramos a crear una nueva República. Vivir mirando al ayer anquilosa y deforma. Por desgracia, los españoles hemos padecido mu­chas veces de ese mal. Creo que ha llegado el momento de mirar al futuro con esperanza. Formados en el culto a la libertad y a la dignidad del hombre, constituimos una solución pacífica y respetuosa de todas las ideas y de todos los derechos, quizás la última solución de tal signo que pueda España conocer. Una solución dinámica que cambie en paz la estructura del pueblo español, lo incorpore a la vida de los pueblos libres, desarrolle su riqueza, aumente la renta nacional y el bienestar público, y permita a España misma vivir libre y recuperar su prestigio en Europa y en América, nunca caído más bajo que ahora en la historia.
Sólo los necios pueden en España pensar en la posible pervivencia de la España de hoy, con sus tremendas desigualdades sociales, sin li­bertad política y sindical, y sin una organización estatal moderna y a la par enraizada en nuestra histórica articulación regional.
Egoístamente, los viejos de más allá del Pirineo, esperan morir antes de que el cambio se produzca. Pero tienen hijos o tendrán continuadores que habrán de presenciarlo y de pagar sus torpezas. La Iglesia, llamada a la salvaguardia de ideales de valor permanente, debe elegir entre vivir libre dentro de la ley, como vive en los pueblos libres de Occidente, o verse obligada a volver a las catacumbas. El Ejército, entre reverde­cer sus laureles decimonónicos de defensor de las libertades públicas o verse remplazado por milicias populares. Los profesores, magistrados, escritores y profesionales, entre la libertad, el bienestar y la seguridad en el ejercicio de sus nobles misiones de que gozan sus pares en el mundo libre y la indignidad en el sometimiento servil so pena de la exoneración y la miseria. Los hombres de negocios entre aceptar una ordenación económica y fiscal pareja a la que triunfa en varios pueblos de Occidente, que lejos de impedir, favorece el desarrollo de la riqueza, y su total exclusión del campo de sus actividades y su definitiva ruina. Y también las masas populares a quienes la República brindaría libertad sindical y política y un nivel de vida digno y abriría todos los caminos para que pudieran igualar a las de Norteamérica y la Europa occidental.
Todos deben elegir pero no hay demasiado plazo por delante. La res­ponsabilidad de quien o de quienes constituyen el único obstáculo a la pacífica transformación de España es colosal. Mañana serán maldecidos por todos. No ofrecemos a nuestros compatriotas un inmediato y rosado porvenir. Será preciso liquidar y superar los enormes errores de los torpes gobernantes de hoy. Sin embargo, varios pueblos hermanos de la América española, en que los grupos de presión acabaron con las dicta­duras, viven hoy en paz, y avanzan sin demasiados tropiezos por los caminos de su definitiva incorporación a la vida moderna.
Invitamos a los españoles a buscar amistosamente nuestra senda. Somos demasiado orgullosos para pedir la intervención ajena, de crueles resul­tados en nuestra historia cada vez que ha sido solicitada. Queremos resolver nuestro problema entre nosotros. Todos los españoles saben que la Monarquía ha muerto definitivamente en España y que sólo sobrevive en media docena de pueblos de Europa, porque sus Gobiernos son en verdad repúblicas coronadas. Grandes pueblos del mundo, a un lado y otro del Atlántico, incluso algunos trágicamente maltratados por regí­menes despóticos y por la derrota, como Italia y Alemania, viven hoy óptimos días bajo gobiernos republicanos. Creemos que la República es el único régimen posible en nuestra patria. Porque conocemos la histo­ria de España, tenemos fe en que sabrá ponerse en pie y podrá ganar el tiempo perdido. Creemos que los españoles somos capaces de hacer lo que hayan hecho, hagan y puedan hacer los otros pueblos de Europa. Sólo estorba un hombre o un grupo de hombres, para la reconciliación de los españoles y el giro decisivo de nuestra vida. España necesita de todos sus hijos. Estamos prontos a aceptar los dictados del pueblo español, aunque nos sean adversos, si se pronuncia libremente. Y si, como es seguro, nos fueron favorables, tenemos, sí, la ambición de hacer caminar a España en la historia, olvidando crueldades y barbaries, pero no tenemos ninguna ambición personal y nos hallamos dispuestos a co­laborar desde puestos de consejo con los hombres jóvenes de España que serán al cabo quienes tendrán que regir sus destinos.
Nos acicatea sólo el dolor ante el sombrío porvenir de la patria amada, si esta interinidad insensata se prolonga más allá de la hora propicia para que los españoles puedan vivir en libertad creadora y fe­cunda. No podrá consolamos el haber llamado a la concordia que per­mita realizar los cambios sociales que los otros pueblos de Occidente han conocido, incluso países ya conservadores como Inglaterra y Francia. Porque si nuestra voz no es escuchada, si estultamente la ínfima minoría que sirve de dique al cauce normal del potencial histórico de España, sigue obstruyendo esa salida, y los grupos de presión siguen sometidos mansamente a ella -¿ será posible que los españoles hayan perdido sus viejas virtudes y se sientan asustadizos y cobardes?-, nuestra España, la España que soñamos no podrá ser realidad, y España padecerá inexo­rablemente una brutal operación quirúrgica de consecuencias siempre imprevisibles y que aún es tiempo de evitar.
Repetimos que no solicitamos la intervención ajena, nos abochornaría seguir el ejemplo mendicante de los que hoy regentan la vida española. Pero sí queremos llamar la atención de las democracias occidentales. Si olvidando los ideales de libertad de que se declaran campeones, por cálculos erróneos y egoístas, siguen ayudando a la dictadura española y nosotros fracasamos en el esfuerzo que vamos a emprender para la reconciliación de los españoles y para la democratización y liberalización de España por caminos de paz, antes o después, el pueblo español se alzará colérico -lo ha hecho muchas veces en la historia inesperada­mente- y Occidente habrá de enfrentar una seria amenaza al Sur del Pirineo y en la América hispana en la que nuestros problemas hallan siempre eco. A la inversa, si triunfásemos, España no sería para Europa el lastre sonrojante que el régimen hispano de hoy constituiría de ser en ella admitida, sino que se daría a ella con todas sus fuerzas vitales, su potencial geográfico y humano, con lealtad plena y en pie de igual­dad estatal y jurídica.
Estamos seguros de que la mayoría de los republicanos de dentro y de fuera de España que están detrás de este Gobierno, desea como nosotros la reconciliación de los españoles y la transformación profunda pero pacífica de España. Si no somos escuchados, o cambiaremos de rumbo o dejaremos el paso franco a otras fuerzas políticas, o seremos superados por ellos. Y quienes ahora soportan temerosos al hombre o los hombres que cierran el camino a la mudanza ordenada y en liber­tad de nuestro pueblo, serán aniquilados por el traumatismo inevitable.
No existe un elijan simplista entre el gobernante tapón de la vida española de hoy y el caos. Sí, entre la reconciliación en libertad de los españoles y el salto hacia un mañana que ha mostrado ya su rostro en otros pueblos. Todo puede cambiar en España por sendas legales y pací­ficas, con respeto a la dignidad humana, brindando a todos libertad en la seguridad y seguridad en la libertad. A lograrlo nos lanzamos con entusiasmo. Y como no constituimos un Gobierno providencia, reclama­mos la ayuda de los partidos y de las organizaciones todas del interior y del exilio, para que en su campo natural de acción colaboren a nuestro intento.

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