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15 de octubre de 2008

La ganadería y el arbolado, por Mariano Serrano

Paisaje del Alto Tajo, Guadalajara (Archivo La Alcarria Obrera)

En su número del 18 de marzo de 1893, el periódico El Atalaya de Guadalajara, dirigido por Ángel Campos García, publicaba en su primera página un artículo titulado “La ganadería y el arbolado en la provincia” firmado por Mariano Serrano. En el texto se exponía con toda su crudeza, pero con realismo, las durísimas condiciones de vida y de trabajo de los habitantes del mundo rural de la provincia de Guadalajara, y más concretamente de los que residían en las comarcas de la Sierra y del Señorío de Molina. Pero el articulista iba más allá de la simple descripción y hacía recaer las culpas de la extrema pobreza de estos pueblos y de sus vecinos sobre la burguesía, sobre los ricos propietarios que habían despojado a los aldeanos de sus riquezas comunales y con su torpe búsqueda del beneficio habían asolado los campos y los montes.

Tal vez por falta de ganadería y arbolado, las penalidades y privaciones que sufren los habitantes de la sierra son tantas y de tal magnitud, que al contemplarlas se enternece el corazón más empedernido. Mal alimentados y peor vestidos, trabajan todos los días, incluso los festivos; pero ¡ah! los festivos decimos. Hay más, que los días se cuentan con gran parte de la noche, por la necesidad que tienen de madrugar y trasnochar, bien sea para viajar a los centros productores, con el fin de exportar algunas míseras mercancías consistentes en carbón y maderas –artículos de mucho peso y poco valor- para hacer acopio de los artículos indispensables para la subsistencia o para cuidar los ganados que encierran en las parideras situadas en terrenos más propios para ser habitados por fieras que por personas.
Alimentados con el poco nutritivo cereal, la patata –y gracias que todos la tuvieran- que por todo aderezo le agregan unas gotas de sebo o aceite, y por principio y postre un duro coscurro de pan de centeno, más negro que las mejillas de los habitantes del Congo, calzados con abarcas, a veces compuestas de muchos pedazos, por carecer de material para hacerlas de uno solo, que se calan en cuanto pisan sobre la nieve o el lodo húmedo; cubiertas sus carnes con una camisa de lienzo áspero, las más veces llenas de remiendos y de zurcidos, que para que se rasque un sarnoso son las únicas; entumecidos del frío por las causas indicadas, pasan los días trabajando en los riscos con una fe y una esperanza que no llegan a ver recompensada, no porque dejen de poner de su parte todos los medios de que disponen, y sí por las malas condiciones del terreno.
Dignos de consideración son los españoles que han tenido la desgracia de nacer en tan mala tierra y lejos de condolerse de ellos, hasta sus semejantes de las campiñas los desprecian. Muy penosa ha sido en todos los tiempos la vida en los pueblos de que se trata, pero desde que los montes y baldíos han sido desamortizados y los vecinos han adoptado la frase “tanto es mío como tuyo”, se ha agravado la situación en términos que se hace imposible la vida.
Tan cierto es cuanto queda relacionado, que para convencerse de la verdad, basta comparar los censos de población desde 1860 al 87, y se verá que en vez de aumentar disminuyen sus habitantes. Ruda ha sido la lucha en algunas localidades entre los partidarios de la conservación de los montes y los de la destrucción, habiendo sido arrollados los primeros y destruidos no solo el monte alto, si que también el brezo, chaparro, biescal y otras brozas necesarias que servían de dique para contener las tierras y suministraban alimento y abrigo para los ganados.
Creían los partidarios de la destrucción que se iban a enriquecer sembrando cuatro granos de centeno y les ha sucedido lo que al de la gallina del huevo de oro, esto es, que las laderas han quedado eriales, las lluvias han arrastrado las tierras, quedando al descubierto las piedras, sin género alguno de vegetación, y ahora si siembran no cosechan, y los ganados, en un invierno frío y de nieves, o se mantienen a pienso o perecen de hambre. Consecuencia de cuanto queda relacionado es la miseria que reina; ésta produce la envidia y existe un malestar social, que no está lejano el día que los habitantes de esos pueblos van a envidiar la vida de los reclusos en el Hacho de Ceuta.
Los corpulentos robles y encinas que suministraban bellota para engordar buenas matanzas, base de la alimentación, en cuyo disfrute la misma participación tenían los ricos que los pobres –dando además hoja para los ganados en días malos- han desaparecido, sin tener siquiera la precaución de sustituirles con frutales.
Causa profunda pena ver deslizarse por los arroyuelos las cristalinas aguas, arrastrando las tierras de las laderas, sin que los habitantes traten de desviarlas a las laterales, haciendo plantaciones de chopos y sargas en las partes profundas y de árboles frutales en las faldas, que tan a propósito son para este objeto.

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