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5 de enero de 2009

El deber anárquico, de Manuel González Prada

Manuel González Prada (1844-1918) es uno de los intelectuales más destacados del Perú, y por extensión de toda la América que habla castellano, en las décadas de cambio del siglo XIX al siglo XX; su influjo no ha dejado de sentirse directamente o a través de la huella que dejó en sus discípulos. Renegó de su familia aristocrática para abrazar el anarquismo, fue forzado a combatir en la guerra contra Chile a pesar de oponerse a cualquier Estado, quedó marcado por sus viajes por Europa a pesar de defender la causa de los amerindios. Más conocido como poeta, hasta el punto de ser considerado uno de los padres del Modernismo, y como literato, llegó a dirigir la Biblioteca Nacional peruana hasta su muerte, su compromiso con el anarquismo es indiscutible y su ímpetu revolucionario impregna toda su obra. Aquí reproducimos "El deber anárquico".

Cuando se dice Anarquía, se dice revolución.
Pero hay dos revoluciones: una en el terreno de las ideas, otra en el campo de los hechos. Ninguna prima sobre la otra, que la palabra suele llegar donde no alcanza el rifle, y un libro consigue arrasar fortalezas no derrumbadas por el cañón. Tan revolucionarios resultan, pues, Voltaire, Diderot y Rousseau, como Mirabeau, Dantón y Robespierre. Lutero no cede a Garibaldi, Comte a Bolívar, ni Darwin a Cromwell.
Consciente o inconscientemente, los iniciadores de toda revolución política, social, religiosa, literaria o científica laboran por el advenimiento de la Anarquía: al remover los errores o estorbos del camino, facilitan la marcha del individuo hacia la completa emancipación, haciendo el papel de anarquistas, sin pensarlo ni tal vez quererlo. Ampére, Stephenson y Edison no han realizado obra menos libertaria, con sus descubrimientos, que Bakunin, Reclus y Grave con sus libros. Los Jesuitas, merced a su casuística sublimal, han contribuido a disolver la moral burguesa; y gracias a sus teorías sobre el tiranicidio, justifican la propaganda por el hecho. Mariana no tiene razón de repudiar a Bresci ni a Vaillant.
Al absurdo y clásico dualismo de hombre teórico y hombre práctico se debe el pernicioso antagonismo entre el anarquista de labor cerebral y el de trabajo manual, cuando no hay sino dos viajeros dirigiéndose al mismo lugar por caminos convergentes. La pluma es tan herramienta como el azadón, el escoplo o el badilejo; y si el obrero gasta la fuerza del músculo, el escritor consume la energía del cerebro.
Inútil repetir que la revolución en el terreno de las ideas precede a la revolución en el campo de los hechos. No se recoge sin haber sembrado ni se conquistan adeptos sin haberles convencido. Antes que el mártir, el apóstol; antes que el convencional, el enciclopedista; antes que la barricada, el mitin o el club. Al intentar reformas radicales sin haberlas predicado antes, se corre el peligro de no tener colaboradores y carecer de fuerza para dominar las reacciones inevitables y poderosas. Todo avance impremeditado obliga a retroceder. “Una sola cosa vale -decía Ibsen-: revolucionar las almas”.
Cierto, nada mejor que una rápida revolución mundial para en un solo día y sin efusión de sangre ni tremendas devastaciones, establecer el reinado de la Anarquía. Mas, ¿cabe en lo posible? La redención instantánea de la Humanidad no se lograría sino por dos fenómenos igualmente irrealizables: que un espíritu de generosidad surgiera, repentinamente, en el corazón de los opresores, obligándoles a deshacerse de todos sus privilegios, o que una explosión de energía consciente se verificara en el ánimo de los oprimidos, lanzándoles a reconquistar lo arrebatado por los opresores.
Lo primero no se concibe en el corazón de seres amamantados con el egoísmo de clase y habituados a ver en los demás unas simples máquinas de producción. Pueden citarse ejemplos aislados, individuos que dieron libertad a sus esclavos, repartieron sus riquezas y hasta dejaron el trono para soterrarse en el claustro; mas no sabemos de sociedades que por un súbito arranque de justicia y conmiseración, se desposeyeran de sus privilegios y otorgaran a los desheredados el medio de vivir cómoda y holgadamente. Después de las revoluciones populares, soplan ráfagas justicieras en el seno de las colectividades (cerniéndose de preferencia sobre los parlamentos), mas cesa de pronto la ráfaga y esas mismas colectividades recuperan uno tras uno los bienes que otorgaron en bloque. Por lo general, tienden a quitar más de lo que dieron. Así, la nobleza y el clero francés que el 4 de agosto habían renunciado magnánimamente a sus privilegios, no tardaron mucho en arrepentirse y declararse enemigos de la Revolución.
Lo segundo no se concibe tampoco. Hay muchos, muchísimos anarquistas diseminados en el mundo: trabajan solitarios o en agrupaciones diminutas; no siempre marchan de acuerdo y hasta se combaten, mas aunque todos se reunieran, se unificaran y quisieran ensayar la revolución rápida y mundial, carecerían de elementos para consumarla. ¿Podemos imaginarnos a Londres, París, Roma, Viena, Berlín, San Petersburgo y Nueva York, repentinamente, cambiados en poblaciones anarquistas? Para esa obra, la más estupenda de la historia, falta la muchedumbre.
Siendo una mezcla de la Humanidad en la infancia con la Humanidad en la decrepitud, la muchedumbre siente como el niño y divaga como el viejo. Sigue prestando cuerpo a los fantasmas de su imaginación y alucinándose con la promesa de felicidades póstumas. Inspira temor y desconfianza por su versatilidad y fácil adaptación al medio ambiente: con la blusa del obrero, se manifiesta indisciplinada y rebelde; con el uniforme del recluta, se vuelve sumisa y pretoriana. El soldado, fusilador del huelguista, ¿de dónde sale? Los grandes ejércitos, ¿están, acaso, formados por capitalistas y nobles? Millones de socialistas alemanes batallan hoy en las legiones del Káiser. Sin embargo, esa muchedumbre corre a luchar y morir por una idea o por un hombre, ya en el campo, ya en la barricada. En las multitudes nunca falta un héroe que se tire al agua por salvar un náufrago, atraviese el fuego por librar un niño y hasta exponga su vida por defender un animal.
Las grandes obras se deben a fuerzas colectivas excitadas por fuerzas individuales: manos inconscientes allegan materiales de construcción; sólo cerebros conscientes logran idear monumentos hermosos y durables. De ahí la conveniencia de instruir a las muchedumbres para transformar al más humilde obrero en colaborador consciente. No quiere decir que la revolución vendrá solamente cuando las multitudes hayan adquirido el saber enciclopédico de un Humboldt o de un Spencer. Las conclusiones generales de la Ciencia, las verdades acreedoras al título de magnas, ofrecen tanta sencillez y claridad que no se necesita llamarse Aristóteles ni Bacon para comprenderlas.
No todos los cristianos fueron un San Pablo, ni todos los puritanos un Cromwell, ni todos los conscriptos franceses un Hoche, ni todos los insurgentes sudamericanos un Bolívar. Pero esos primitivos, esos puritanos, esos conscriptos y esos insurgentes, amaban la idea y creyeron en su bondad, aunque tal vez la comprendían a medias. El amor les dio la sed de sacrificio y les tornó invencibles. Porque no basta adoptar a la ligera una convicción, llevándola a flor de piel, como un objeto de exhibición y lujo: se necesita acariciarla, ponerla en el corazón y unirla con lo más íntimo del ser hasta convertirla en carne de nuestra carne, en vida de nuestra vida.
Si en las clases dirigentes o superiores subsiste el espíritu conservador o reaccionario, en los obreros de las ciudades populosas cunde el germen de rebelión, el ansia de ir adelante. Las muchedumbres recuerdan al polluelo del pájaro migratorio en vísperas del primer viaje: no conoce la ruta; pero se agita con el irresistible deseo de partir.
Para destruir en algunas horas el trabajo de la Humanidad en muchos siglos, bastan el fuego, la inundación y los explosivos; mas para levantar edificios milenarios y fundar sociedades anárquicas, se requiere una labor suprema y larguísima. Conviene recordarlo: la Anarquía tiende a la concordia universal, a la armonía de los intereses individuales por medio de generosas y mutuas concesiones; no persigue la lucha de clases para conseguir el predominio de una sola, porque entonces no implicaría la revolución de todos los individuos contra todo lo malo de la sociedad. El proletario mismo, si lograra monopolizar el triunfo y disponer de la fuerza, se convertiría en burgués, como el burgués adinerado sueña en elevarse a noble. Subsistiría el mismo orden social con el mero cambio de personas: nuevo rebaño con nuevos pastores.
Y la Humanidad no quiere pastores o guías, sino faros, antorchas o postes señaladores del camino; y esos postes, esas antorchas y esos faros deben salir de las multitudes mismas, rejuvenecidas y curadas de sus errores seculares.

II
Si en un solo día y en un solo asalto no se consigue arrasar el fuerte de la sociedad burguesa, se le puede rendir poco a poco, merced a muchos ataques sucesivos. No se trata de una acción campal decisiva, sino de un largo asedio con sus victorias y sus derrotas, sus avances y sus retrocesos. Se requiere, pues, una serie de revoluciones parciales. Como en ningún pueblo ha llegado el hombre al pleno goce de los medios para realizar la vida más intensa y más extensa, siempre sobran motivos suficientes para una revolución. Donde el individuo no sufre la tiranía de un gobierno, soporta la de la ley. Dictada y sancionada por las clases dominadoras, la ley se reduce a la iniquidad justificada por los amos. El rigor excesivo de las penas asignadas a los delitos contra la propiedad revela quiénes animaron el espíritu de los códigos. Duguit afirma: “Se ha podido decir, no sin razón, que el Código de Napoleón es el código de la propiedad y que es preciso sustituirlo por el código del trabajo” (Las transformaciones generales del Derecho privado desde el Código de Napoleón, Traducción de Carlos G. Posada).
Donde los derechos políticos y civiles del individuo se hallan plenamente asegurados por la ley y la costumbre, subsisten las cuestiones sociales, o, mejor dicho, surgen con más intensidad como inevitable consecuencia de la evolución política. Si en Estados Unidos y en Europa hormiguean los socialistas, no creamos que abunden mucho en el Dahomey. Cuando los hombres poseen el derecho de elegir y ser elegidos, cuando gozan de la igualdad civil y de la igualdad política, entonces pretenden borrar las desigualdades económicas.
En naciones mediocremente adelantadas la revolución ofrece el triple carácter de religiosa, política y social, como pasa en algunos Estados sudamericanos, donde se continúa respirando una atmósfera medieval, donde a pesar de constituciones libérrimas se vive en una barbarie política y donde las guerras civiles se reducen a una reproducción de los pronunciamientos españoles.
“No comprendo, decía un autor francés, cómo un republicano no sea un socialista, lo que da lo mismo, un hombre mucho más preocupado de la cuestión humanitaria que de las cuestiones meramente políticas” (Henri Fouquier). Menos se concibe a un anarquista desligado de la cuestión social: la Anarquía persigue el mejoramiento de la clase proletaria en el orden físico, intelectual y moral; concede suma importancia a la organización armónica de la propiedad; mas no mira en la evolución de la Historia una serie de luchas económicas. No, el hombre no se resume en el vientre, no ha vivido guerreando eternamente para comer y sólo para comer. La misma Historia lo prueba.
Los profesores de la universidad o voceros de la ciencia oficial no se atreven a decir con Proudhon: “La propiedad es un robo”; mas algunos llegarían a sostener con Duguit: “La propiedad no es un derecho subjetivo, es una función social” (Le Droit Social, etc.). Cómo ejercerán esa función las sociedades futuras -si por las confederaciones comunales; si por los sindicatos profesionales; etc.- no lo sabemos aún: basta saber y constatar que hasta enemigos declarados de la Anarquía niegan hoy al individuo su tradicional y sagrado derecho de propiedad.
Y con razón. La conquista y urbanización de la Tierra, el acopio enorme de capitales (entendiéndose por capital así los bienes materiales como las ciencias, las artes y las industrias) no son obra de un pueblo, de una raza ni de una época, sino el trabajo de la Humanidad en el transcurso de los siglos. Si habitamos hermosas ciudades higiénicas; si rápida y cómodamente viajamos en ferrocarriles y vapores; si aprovechamos de museos y bibliotecas; si disponemos de algunas armas para vencer el dolor y las enfermedades; si, en una palabra, conseguimos saborear la dulzura de vivir, todo lo debemos a la incesante y fecunda labor de nuestros antepasados. La Humanidad de ayer produjo y capitalizó; a la Humanidad de hoy toca recibir la herencia: lo de todos pertenece a todos. ¿Qué derecho tiene, pues, el individuo a monopolizar cosa alguna? Donde un individuo apañe los frutos de un árbol, otro individuo puede hacer lo mismo, porque es tan hijo de la Tierra como él; tan heredero de la Humanidad como él. Nos reiríamos del hombre que dijera mi vapor, mi electricidad, mi Partenón, mi Louvre o mi Museo Británico; pero oímos seriamente al que nos habla de su bosque, de su hacienda, de su fábrica y de sus casas.
Para el vulgo ilustrado (el más temible de los vulgos) los anarquistas piensan resolver el problema social con un solo medio expeditivo: el reparto violento de los bienes y hasta del numerario, a suma igual por cabeza. Los dólares de Morgan, Carnegie, Rockefeller y demás multimillonarios yanquis quedarían divididos entre los granujas, los mendigos y los proletarios de Estados Unidos; la misma suerte correrían en Francia los francos de Rothschild y en todo el mundo el dinero de todos los ricos. Inútil argüir que la Anarquía persigue la organización metódica de la sociedad y que esa repartición violenta implicaría una barbarie científica. Además, entrañaría la negación de los principios anárquicos; destinando al provecho momentáneo del individuo lo perteneciente a la colectividad, se sancionaría el régimen individualista y con el hecho se negaría que la propiedad no fuera sino una función social.
La Anarquía no se declara religiosa ni irreligiosa. Quiere extirpar de los cerebros la religiosidad atávica, ese poderoso factor regresivo.
Obras colosales de ingenio y lógica, pero basadas en axiomas absurdos, las religiones malean al hombre desde la infancia inspirándole un concepto erróneo de la Naturaleza y de la vida: representan las herejías de la Razón. Pueden considerarse como la ciencia rudimentaria de los pueblos ignorantes, como una interpretación fantástica del Universo. Tener hoy por sabio al teólogo, da lo mismo que llamar médico al brujo y astrónomo al astrólogo. El hombre, al arrodillarse en un templo, no hace más que adorar su propia ignorancia.
Para la solución de las cuestiones sociales, el Cristianismo -y de modo especial el Catolicismo- hace las veces de un bloque de granito en una tierra de labor: conviene suprimirle. Al querer resolver en otra vida los problemas terrestres, al ofrecer reparaciones o compensaciones de ultratumba, el Cristianismo siembra la resignación en el ánimo de los oprimidos, con engañadora música celestial adormece el espíritu de rebeldía y contribuye a perpetuar en el mundo el reinado de la injusticia. Al santificar el dolor, las privaciones y la desgracia, se pone en contradicción abierta con el instinto universal de vivir una vida feliz. El derecho a la felicidad no se halla reconocido en biblias ni códigos; pero está grabado en el corazón de los hombres. Religión que niega semejante derecho persigue un fin depresivo, disolvente y antisocial, pues no existen verdaderos vínculos sociales en pueblos donde hay dos clases de hombres -los nacidos para gozar en la Tierra y los nacidos para gozar en el cielo-, donde los graves conflictos se resuelven con la esperanza de una remuneración póstuma, donde el individuo, en lugar de sublevarse contra la iniquidad, apela resignadamente al fallo de un juez divino y problemático.
Nada importaría si los miembros de cada religión se limitaran a creer en sus dogmas, practicar su liturgia y divulgar su doctrina; pero algunos sectarios (señaladamente los católicos) dejan el terreno ideal, refunden la religión en la política y luchan por convertirse en exclusivo elemento avasallador. El sacerdote romanista encarna el principio de autoridad y se alía siempre al rico y al soldado con la intención de gobernarles o suplantarles. No satisfecho con el dominio, sueña el imperio. De ahí que en ciertos países el anarquista deba ser irreligioso batallador y anticlerical agresivo. Léase defensivo, porque la agresión parte las más veces del clero. Mientras el filósofo y el revolucionario dormitan, el sacerdote vela. Figurándose ejecutar una obra divina y creyéndose monopolizador de la verdad, suprimiría la industria, el arte y la ciencia, con tal de imponer al mundo la tiranía de las supersticiones dogmáticas. No acepta más luz que la luz negra del fanatismo.
La política es una religión sólidamente organizada, teniendo su gran fetiche providencial en el Estado, sus dogmas en las constituciones, su liturgia en los reglamentos, su sacerdocio en los funcionarios, sus fieles en la turba ciudadana. Cuenta con sus fanáticos ciegos y ardorosos que alguna vez se transforman en mártires o inquisidores. Hay hombres que matan o se hacen matar por el verbalismo hueco de soberanía popular, sufragio libre, república democrática, sistema parlamentario, etc.
Si algunas gentes lo reducen todo a religión, ciertos individuos lo resumen todo en la política: política las relaciones sociales, política el matrimonio, política la educación de los hijos, política el modo de hablar, de escribir y hasta, de comer, beber y respirar. De ella no salen, en ella viven y mueren como el aerobio en el aire o el infusorio en el líquido. Constituyen una especie en la especie humana: no son hombres como los demás, son políticos.
El verdadero anarquista blasona de lo contrario. Sabe que bajo la acción de la política los caracteres más elevados se empequeñecen y las inteligencias más selectas se vulgarizan acabando por conceder suma importancia a las nimias cuestiones de forma y posponer los intereses humanos a las conveniencias de partido. ¡Cuántos hombres se anularon y hasta se envilecieron al respirar la atmósfera de un parlamento, ese sancta sanctorum de los políticos! Díganlo radicales, radicales-socialistas, socialistas-marxistas, sociales- internacionalistas, socialistas-revolucionarios, etc. No sabemos si algún Hamon ha publicado la Psicología del parlamentario profesional; mas, ¿quién no conoce algo la idiosincrasia del senador y del diputado? Encarnan al político refinado, sublimado, quintaesenciado. Nadie tiene derecho a llamarse hombre de Estado, si no ha recibido una lección de cosas en la vida parlamentaria.
Según Spencer, “a la gran superstición política de ayer: el derecho divino de los reyes, ha sucedido la gran superstición política de hoy: el derecho divino de los parlamentos”. En vez de una sola cabeza ungida por el óleo sacerdotal, las naciones tienen algunos cientos de cabezas consagradas por el voto de la muchedumbre. Sin embargo, las asambleas legislativas, desde el Reichstag alemán hasta las Cámaras inglesas y desde el Parlamento francés hasta el Congreso de la última republiquilla hispanoamericana, van perdiendo su aureola divina y convirtiéndose en objetos de aversión y desconfianza, cuando no de vergüenza y ludibrio. Cada día se reduce más el número de los ilusos que de un parlamento aguardan la felicidad pública. Existen pueblos donde se verifica una huelga de electores. Los ciudadanos dejan al gobierno fraguar las elecciones, no importándoles el nombre de los elegidos, sabiendo que del hombre más honrado suele salir el representante menos digno.
Hay exceso de gobierno y plétora de leyes. El individuo no es dueño absoluto de su persona sino esclavo de su condición política o social, y desde la cuna misma tiene señalado el casillero donde ha de funcionar sin esperanza de salir: debe trabajar en el terruño, en la mina o el taller para que otros reporten el beneficio, debe morir en el buque de guerra, en el campo de batalla o quedar invalidado para que otros gocen confiadamente de sus riquezas.
Según Víctor Considerant, “los falansterianos no concedían suma importancia a las formas gubernamentales y consideraban las cuestiones políticas y administrativas como eternas causas de discordia”. Agustín Thierry, escandalizando a los adoradores de mitos y de fraseologías tradicionales, repetía: “Cualquier gobierno, con la mayor suma de garantías y lo menos posible de acción administrativa”. Todo sistema de organización política merece llamarse arquitectura de palabras. Cuestión de formas gubernamentales, simple cuestión de frases: en último resultado, no hay buenas o malas formas de gobierno, sino buenos o malos gobernantes. ¿Quién preferiría la presidencia constitucional de un Nerón a la autocracia de un Marco Aurelio?
Dada la inclinación general de los hombres al abuso de] poder, todo gobierno es malo y toda autoridad quiere decir tiranía, como toda ley se traduce por la sanción de los abusos inveterados. Al combatir formas de gobierno, autoridades y leyes, al erigirse en disolvente de la fuerza política, el libertario allana el camino de la revolución.

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