Francisco Pi y Margall fue, sin duda ninguna, el patriarca de las mejores corrientes políticas de la España contemporánea. Presidente de la Primera República y líder natural del republicanismo, traductor al castellano de las obras de Pierre Joseph Proudhon y, por eso mismo, introductor del anarquismo en nuestro país, primer teórico del federalismo hispano... Una agitación ideológica que corría pareja a su infatigable labor política y a su concienzuda producción intelectual. Un protagonismo público que sólo podía ser compatible con una intachable ética privada. A su muerte, en el año 1901, el teórico anarquista Ricardo Mella escribió en el número de La Revista Blanca publicado el 15 de diciembre de ese año este sentido artículo, merecido homenaje del movimiento libertario al federal con quien tantos lazos unían.
Fui su discípulo. Niño aún, en el agitado periodo del 73, mi buen padre, federal enragé, dábame a leer todos los periódicos, revistas y libros que entonces prodigaba el triunfante federalismo. Después, puede decirse que se moldeó mi cerebro con las doctrinas de Pi y con sus traducciones de varias obras de Proudhon.
No fui federal mucho tiempo, pero siempre guardé y guardaré respeto y admiración para el hombre y sus ideas. Creo que ha sido en España el cerebro de la revolución, de las ideas genuinamente progresivas. A un lado sus peculiares puntos de vista, Pi tenía tan amplias concepciones, tan claras y precisas formas de pensamiento, tan cerrada y firme lógica, que ningún hombre sinceramente revolucionario podía reconocer su justicia, su probidad, su noble y severa y tranquila grandeza. Quiérase que no, su influencia traspasa los linderos del partido. Era Pi y Margall un verdadero genio de la revolución. Así ha tenido y tiene el aplauso de todos los revolucionarios; y los que no lo son doblan humillados la cabeza y se hacen lenguas de las cualidades personales del hombre, ya que no puedan, por un resto de pudor, reverenciar sus ideas.
Pero ¿a qué ponderar lo que está fuera de discusión?
Fue su muerte tan modesta como su vida. Si Bonafoux, con verdadero dolor, no halló en la prensa de París respecto de Pi lo que se prodigó a Cánovas, ¿qué importa? Con todas estas galeradas de menuda letra que duran un día, Cánovas, todos los que deben al éxito gubernamental un renombre, pasarán, pasarán pronto, olvidados del mundo. Pi y Margall quedará como una luz que nunca se apaga. Son las condiciones de un Pi, su labor tranquila pero porfiada, su lucha tenaz por los ideales, sin vanidades, sin ruidos, sin aparato, las que enseñan a los pueblos y los adiestran en el dificilísimo arte de ser dignos de sí mismos.
Sus ideas filosóficas, más que políticas, perdurarán en el pueblo español como verbo de la revolución venidera. Sin los compromisos de partido, Pi hubiera sido el hombre de todos los revolucionarios.
Su muerte producirá en el seno de la política española una gran descomposición. No se apaga en vano la voz del justo.
Mantenía Pi con su ejemplo, con su firmeza, con su sencillo y diáfano razonar, con su gran consecuencia y su tenaz carácter, al partido federal virgen de las concupiscencias políticas. Manteníalo a la altura digna de él, única esperanza, en lo político, de redención para el país.
Pero, y perdónenme los federales sinceros, ¿continuará el partido las tradiciones de aquel grande hombre?
A muchos de aquellos he oído distintas veces afirmar que la muerte de Pi sería la muerte del partido federal.
Creo que, en efecto, el federalismo no será ya en España lo que fue. Hay demasiadas concomitancias políticas alrededor de la idea federal, y demasiada confusión en el campo de la democracia, del autonomismo, del regionalismo, para que el ideal filosófico por excelencia se conserve puro en las alturas a que lo llevara el que acaba de morir. Hay, además, pocos hombres de valer y de la fe y de la perseverancia de Pi y Margall, poco de ese gran espíritu de justicia que le animaba para que el federalismo continúe ofreciéndose como el paladín de lo venidero.
Creo más; creo que la muerte de Pi influirá así mismo en los demás partidos avanzados, incluso el socialismo y el anarquismo. Se ha roto una fortísima anilla de la cadena revolucionaria. Pi tenía ideas socialistas y anarquistas. Pese a los buscadores de nimiedades, a los espíritus cortos de entendederas o raquíticos de horizonte, Pi no hacía obra de partido, menos obra de sectario. Y si su ideal no cristalizó en una forma cerrada de las varias que sirven de comodín para ahorrarse el trabajo de estudiar y pensar por cuenta propia, tendió, en cambio, sus vigorosas raíces por todo el campo del revolucionarismo. He aquí porque era el verbo y la sustancia de las ideas nuevas aún no comulgando en ellas, con el debido encasillamiento.
¿Qué era el jefe de un partido y que como tal procedía? En mil ocasiones no fue jefe ni hombre de partido. Sus obras mejores son obras de filosofía puramente revolucionaria, sin dogmas, sin convencionalismos, de una sinceridad verdaderamente ejemplar.
Sin que piense yo que ningún hombre es indispensable, no puedo ni quiero prescindir de la consideración de que son los hombres instrumentos cuando menos, actores muchas veces, en el desenvolvimiento de la evolución humana. Producto del mundo en el que viven, son, al propio tiempo, factores del mundo que viene. El dogmatismo del medio ambiente me es tan repulsivo como cualquier otro.
He aquí porque creo que la muerte de Pi y Margall alterará la situación política del país afectando a los partidos más avanzados.
La disgregación del partido federal es fatal a la corta o a la larga. De él se nutrieron antes las filas del socialismo y del anarquismo. De él se nutrirán ahora por que quedará de Pi su obra filosófica y perecerá su obra de partido. Los federales sinceros, los que aprendieron del jefe las ideas generosas de redención humana, se desprenderán del federalismo político como se desprende del árbol la fruta madura. Los federales políticos, los que llevan del federalismo no más que las formas exteriores y el pensamiento mecánico de su funcionalismo, irán a formar tal vez nuevos grupos con sus afines los demócratas descentralizadores y los regionalistas. Aburguesaran el partido, y tendremos un núcleo más de aspirantes a hacernos dichosos por medio de la panacea legislativa y gubernamental.
Hace tiempo que esta descomposición viene hincada en el partido federal. Solo la gran autoridad moral de Pi ha podido contenerla. Ahora saldrá a la superficie sin que nada ni nadie pueda contenerla.
La consecuencia no será dañosa para las ideas revolucionarias. Las afinidades de antiguo reveladas entre ciertos elementos federalistas y los anarquistas, reforzaran ahora la tendencia más radical del socialismo. Bien venidos sean los que, inspirándose en el maestro vengan a nosotros con sinceridad, con nobleza, perseverantes para la lucha.
De Pi y Margall han aprendido muchos, aprenderán, deberán aprender no pocos a ser dignamente revolucionarios, espíritus sobre todo justos, sin soberbia, sin aparato, sin vanidad. Y esto en todos los partidos de la revolución, socialistas o anarquistas. Porque de estas condiciones, que apenas dan nombre, que no ocupan ni un tercio de una columna de periódico, que no ensordecen a la gente con la alabanza sin medida y el aplauso sin tasa, que no atormentan a las generaciones con la logorrea fastidiosa y cansina de la elocuencia de plazuela, de esas condiciones, digo, son los hombres que en verdad consagran su existencia al bienestar de sus semejantes.
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