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21 de marzo de 2009

Carta-consejo a Isabel II, de S. Pérez Alonso

La Flaca, Madrid, 30 de julio de 1871 (Archivo La Alcarria Obrera)

En los períodos revolucionarios el Carlismo fue refugio de muchos personajes que, si bien pasaron cómodamente instalados las etapas de monarquía liberal, corrían hacia las filas carlistas cuando nuevos aires de democracia o revolución ponían en peligro su bienestar material o sus privilegios sociales. Una situación que se dio en el Sexenio Revolucionario (1868-1874) y en la Segunda República (1931-1936), nutriendo las filas del partido carlista con aliados e ideas ajenas: preocupaciones religiosas y afinidades dinásticas que llevaban al Carlismo a muchos que siempre le habían combatido; no hay mejor ejemplo que Luis González Bravo, que en 1868 era primer ministro de Isabel II, y amante de la reina, pero que se incorporó al Carlismo cuando la monarquía moderada fue derribada con estrépito. Ofrecemos otro ejemplo de 1870, con la Carta-consejo del canónigo Sebastián Pérez Alonso, del arzobispado de Toledo al que entonces pertenecía buena parte de la provincia de Guadalajara.

Carta-Consejo a Doña Isabel de Borbón por Don Sebastián Pérez Alonso, Canónigo Penitenciario de la Santa Iglesia Catedral Primada de Toledo.
Un oscuro y desconocido español, pero amante como el que más de nuestra desgraciada y querida patria, ha pensado y resuelto escribiros una carta, desde el borde del sepulcro donde se halla.
El borde del sepulcro, que es el valle más profundo de la vida humana, es también el punto de vista más elevado del país de la verdad. En esta región sin nubes, y que tiene la virtud de hacer caer las escamas de los ojos, se ven con más claridad todos los objetos. El lenguaje de los que por ella transitan es más leal, más sincero, más persuasivo; sus consejos más sanos y acertados. Como nada temen ni esperan de los poderosos de la tierra, ni adulan ni engañan á los poderosos de la tierra. Leed, pues, con atención estas líneas que escribe un moribundo al pasar el puente de la eternidad, sin otro objeto que el de procurar la felicidad de nuestra desventurada España.
Habéis tenido, Señora, la desgracia de tocaros un reinado el más turbulento, el más revolucionario, el más funesto de cuantos registran los anales españoles. A pesar de la decadencia de la España en los dos anteriores reinados, aun conservaba la Nación á la muerte de vuestro augusto Padre robustísimas fuerzas vitales, merced á las cuales no ha muerto en vuestro tempestuoso reinado. Durante este agitadísimo reinado, la España, que en otro tiempo hizo tributarias á todas las naciones, se ha hecho tributaria de todas las naciones. Durante vuestro reinado, la España que dominaba las islas y los mares, se ha visto insultada y escarnecida por las islas y los mares..... Durante vuestro reinado, las conmociones populares, las discordias civiles, los pronunciamientos y los motines, las borrascosas elecciones de Diputados á Cortes y Ayuntamientos y las frecuentes insurrecciones militares han hecho de nuestra España un inmenso campamento de guerra, y convertídola en un vastísimo cementerio. Durante vuestro reinado, proclamándose toda clase de libertades, se han puesto cadenas á los pies y á las manos, y mordazas á las bocas de los Obispos católicos y predicadores evangélicos. Durante vuestro reinado, se ha permitido la franca introducción de las más impías doctrinas y disolventes principios, que han ido minando el magestuoso edificio de la unidad católica, causa y símbolo de nuestras glorias. Durante vuestro reinado, se ha despojado á la Iglesia de todos sus bienes, patrimonio de los pobres y de los necesitados. Durante vuestro reinado, la Deuda ha subido tanto, que es imposible pagarla; el crédito ha descendido tanto, que ya no es posible otro descenso, que el descrédito de la más afrentosa bancarrota.
Fruto necesario de los vientos, que se sembraran durante vuestro reinado, ha sido la tempestad revolucionaria de Setiembre, que os arrastró con toda vuestra real familia en su furioso torbellino, que ha derrumbado y barrido las mas santas y respetables instituciones, que ha cubierto de cieno, insectos y sabandijas las hermosas campiñas de la Iberia.
Injusto fuera, quien de tan funesto reinado hiciese responsable á Doña Isabel de Borbón, que, inocente subió al trono, y calumniada ha sido arrojada de él. Habéis podido, Señora, ser el ciego instrumento ó cómplice involuntaria de tantas iniquidades como se han cometido; pero los verdaderos autores, los cómplices criminales han sido los hombres, que prepararon vuestro reinado, tal como ha sido, los consejeros de la corona, que han regido los destinos de la Nación. Inviolable por la Carta constitucional, en vuestros actos públicos, actos de Reina, habéis manifestado siempre más generosos y levantados sentimientos, más amor al pueblo, mayor adhesión á los principios católicos, mayor respeto y devoción más sincera al Supremo Gerarca y Príncipes de la Iglesia, que todos aquellos vuestros consejeros; y sin embargo, habéis cargado con la responsabilidad de los pecados é iniquidades de todos ellos; todos ellos han atribuido á vuestra real persona los males todos, de que ellos solos han sido los causantes.
Los hombres de Setiembre, para justificar el despecho que les roía y la ambición que les devoraba, para ponerse á cubierto de la nota de perjuros y rebeldes, se han escudado con el puro amor de la patria, por vos deshonrada, (así lo aseguran) con la santa bandera de la libertad, por vos hecha trizas.... Os han acusado de crímenes, que no habéis cometido; de haber sido dominada por la influencia teocrática; de opresora del pueblo; sanguinaria por instinto; liberticida por sistema; ingrata para con ellos, vuestros más fieles servidores..... Acusaciones injustas, cargos de que os disculpan los hombres imparciales y desapasionados.
Porque no: no ha sido, no ha podido ser dominada por la influencia teocrática una Reina, durante cuyo reinado se ha empobrecido, calumniado, perseguido y martirizado al clero: durante cuyo reinado ningún consejero de la corona ha tropezado en su marcha política con un Cisneros, con un jesuita, ni siquiera con un Escoiquiz.
No ha sido, no ha podido ser opresora del pueblo una Reina, en cuyo pecho late un corazón tan hermoso como el de Doña Isabel de Borbón.
No es, no puede ser sanguinaria una Reina, que, sin ser cruel, y si solo justiciera, ha podido hacer rodar sobre el cadalso las cabezas de algunos de sus acusadores.
No ha sido, no ha podido ser liberticida una Reina cuyas mayores faltas, quizá y sin quizá, han consistido en haber transigido con las ideas liberales, y haber satisfecho con demasiada docilidad las exigencias revolucionarias.
No merece, no ha merecido el cargo de ingrata una Reina, que ha prodigado gracias y condecoraciones á todos sus servidores; y que, si en ocasiones, á la peligrosa política de algunos de ellos ha preferido la que juzgaba menos peligrosa de otros más antiguos y fieles servidores, fue impulsada á ello consultando los intereses generales de la Nación.
Y, no obstante; habéis cargado con la responsabilidad de acusaciones tan injuriosas, de los crímenes y desaciertos de todos los partidos liberales.
Ved, Señora, en esto, como veo yo, la providencia y la justicia de Dios, que pasa por los Reyes y por los pueblos, castigando sus delitos y los de sus antepasados hasta la cuarta y sétima generación, He apuntado, Señora, algunos de los males, que han afligido á la España durante vuestro reinado; referirlos todos con extensión es imposible; pero es tres veces imposible describir los desastres y calamidades, que ha producido la desatentada é injustificable revolución septembrina.
Desde que vi asomar por sobre las aguas de Cádiz la cabeza del horrendo monstruo, repugnante engendro de nefanda unión, vaticiné las defecciones y apostasías de antiguos y viles aduladores, el abandono en que os veríais, la solitaria fuga que á tierra extraña emprenderíais, y el diluvio de desgracias, de que se vería inundada nuestra desgraciada y querida patria. En la imposibilidad de pintar el estado lastimoso á que se ve reducida, me limitaré á consignar un hecho, que caracterice la situación actual, y retrate al vivo la degradación a que ha llegado.
Han arrojado del trono á Doña Isabel II, su Reina y bienhechora; desechan y desprecian á todos los individuos de la primogénita rama Borbónica; y ofrecen la corona que más ha brillado en el mundo á los Príncipes más pobres y miserables del mundo.
La han ofrecido á un caprichoso Príncipe alemán, viudo de la Reina de Portugal, liliputiense Nación, que ha sido, y debe ser provincia de España: á ese caprichoso Príncipe alemán, casado en segundas nupcias con una bailarina portuguesa...
La han ofrecido á un imbécil Príncipe de la casa Saboya, usurpadora de tronos; sacrílega usurpadora del patrimonio de San Pedro.
Se la han ofrecido á un codicioso Príncipe francés, que borraría del calendario de nuestras glorias el gloriosísimo Dos de Mayo; á un individuo de la señalada raza de los Orleans; al hijo de Luis Felipe, que por ser Rey de los franceses, sacrificó á tres Reyes de Francia y dio infame tortura á la heroína Duquesa de Berri; al nieto de Felipe Igualdad, juez inicuo, que votó la muerte del mártir Luis XVI; á Don Antonio María de Orleans; á ese fratricida Caín, que varias veces os llamó al campo de la libertad para asesinaros traidoramente.
¿Cabe, Señora, más degradación? Más degradación no; más humillación, sí: y es, el desprecio con que dos de los Príncipes más pobres y miserables del mundo han rechazado la corona que más ha brillado en el mundo.
La España llora lágrimas de sangre por tan humillante abyección y por los estragos que ha causado el huracán revolucionario. Vos, que sois española, que habéis sido Reina de España, y os veis azotada por el viento de la tribulación y la lluvia de la adversidad, tendréis escaldados los ojos, las mejillas y el corazón por el continuo llanto. Pero esas lágrimas, expresión de vuestra honda pena, y natural desahogo á la amargura, que del alma rebosa, nada levantan de lo que ha caído; no remedian los males que se lloran. Es preciso obrar; es preciso pensar y buscar pronto el remedio; menester es hacer grandes sacrificios; y si necesario fuese, amputar un miembro para salvar la vida.
Os hago la justicia de creer, que no os habréis limitado á exhalar sentidas quejas contra vuestros antiguos servidores, ni averiguar los hombres y las cosas, que más ó menos directamente han influido en vuestra caída; que no habréis permanecido en la inmovilidad, que enfría, y en la inacción que mata; que no se habrá separado vuestro espíritu de la infeliz España; que continuamente habréis pensado en ella; que con afán de madre habréis también pedido consejos para proporcionarla el remedio que necesita. Pero es lo cierto, Señora, que hasta el presente, ninguna prenda de esperanza habéis ofrecido para salvarla; ninguna resolución definitiva y bien pronunciada habéis tomado; y el monstruo de la Revolución vive; y se mueve; y devora; y engorda; y se fecundiza; y engendra monstruos aún más horrendos, que todo lo inficionan con su venenoso aliento: y la anarquía se perpetúa; y la Deuda sube; y el crédito baja; y la miseria espanta; y el socialismo amenaza; y la sociedad se disuelve e indefectiblemente se arruinaría la España, si no viniera muy pronto el que muy pronto ha de venir, y ha de tener la gloria de salvarla. Y yo deseo que vos tengáis alguna parte en ella. Pero el tiempo pasa… un tiempo, medio tiempo más.... y nada podréis hacer en favor de la España, ni en provecho vuestro. Por eso, humilde y oscuro Sacerdote, me introduzco oficiosamente en vuestro consejo privado, y os escribo esta carta. Leed; leed.
No creo equivocarme al asegurar, que en vuestros consejos, conferencias y deliberaciones habrá dominado alternativamente uno de estos tres pensamientos;-vuestra restauración completa y restablecimiento de las cosas al estado en que se encontraban en Setiembre de 1868; abdicación en vuestro hijo con el apoyo y bajo la dirección del llamado partido conservador; capitulación con los hombres más importantes de la Revolución sobre la misma base de abdicación. Pensamientos irrealizables; remedios ineficaces; caminos de perdición, Señora.
Vuestra restauración tropieza con obstáculos invencibles, dificultades insuperables. Vuestro sexo, vuestro funesto reinado, el algo que siempre queda de la calumnia, lo poco que puede esperarse de los hombres, que necesariamente habíais de llamar á vuestros consejos, lo mucho que debe temerse de los doctrinarios, que ni están por la libertad de Dios ni por la del Diablo, aunque siempre más inclinados á la de este, han hecho imposible vuestra restauración.
La parte del pueblo español, que abiertamente no es hostil á ella, es cuando menos indiferente. Los infortunios de la Señora son objeto de compasión: la Reina no inspira simpatías. El nombre de Isabel ll no electriza; no entusiasma; repele; no por la persona que lo lleva, sino por lo que ha representado, representa y necesariamente ha de representar. Los partidos de acción son contrarios á vuestro segundo reinado Para los republicanos todos los Reyes son detestables.
Los radicales han puesto un veto absoluto á todos los Borbones.
Los unionistas decretaron en Julio de 1866 vuestro destronamiento, y en Setiembre del 68 han dado exacto cumplimiento á lo· decretado. La noble, honrada y magnánima comunión carlista, que os respeta y sabe vindicar vuestra honra mancillada, tiene su Rey.
Resta el ejército, y el proscrito partido moderado: ¡débil é inseguro apoyo!, ¡escasísimas y no seguras fuerzas para una obra tan ardua!!
El ejército de hoy no es el de 1868. Aquel se mantuvo fiel en su mayor parte; el de hoy es en su mayor parte el ejército creado por la Revolución. El fiel ejército de Setiembre no pudo sostener vuestro trono; el de hoy no está dispuesto a levantado.
En cuanto al partido moderado, sin Jefe reconocido desde la muerte del enérgico y activo general Narváez, debilitado por la división, espantado por vuestra caída y la suya, no es posible luche con tantos y tan poderosos enemigos.
Quiero empero suponer realizado aquello mismo, que no creo posible. Quiero suponer que, saliendo de su estupor y haciendo un supremo esfuerzo, con el apoyo de la parte del ejército fiel á sus antiguos juramentos, que aguarda el santo y seña para levantar la bandera de Isabel II, consiguiese hacer la contrarrevolución, y en marcha triunfal conduciros á Madrid, y reconquistaros el trono. Y ¿después? Después sería preciso obrar y gobernar. El partido moderado obraría y gobernaría; y haría lo que siempre: gobernaría con los principios de siempre: so pretexto de quitar pretextos á la revolución, reconocería como siempre la mayor parte de los hechos consumados; dejaría circular por las venas del cuerpo social el corrosivo virus de la inmoralidad; y, como siempre, con tenaz obcecación se empeñaría en curar al enfermo con paliativos y paños calientes. Y vos, Señora, después de haber habitado unos cuantos días en el Tabor, rodeada de algunos fugaces resplandores de gloria, por segunda vez os veríais obligada á descender de aquella montaña; por segunda vez tendríais que recorrer la vía dolorosa; penosamente subiríais la pendiente del Gólgota, y en la cima del Calvario apuraríais el cáliz de la pasión, sin que vuestra pasión y muerte tuviera la virtud de redimir al desventurado pueblo español.
Con los mismos inconvenientes, con los mismos obstáculos, con la misma imposibilidad que la vuestra tropezaría la restauración del Príncipe D. Alfonso. Los mismos enemigos se opondrían á ello. Cuatro ó seis generales más, desacreditados por su versátil política, acusados por algunos de haber favorecido positiva ó negativamente el triunfo de la Revolución, un grupo de .ciegos é incorregibles doctrinarios, guiados por otro doctrinario incorregible y ciego, que lleva el título de Marqués de Miraflores, ninguna fuerza considerable añadiría á la causa de vuestro hijo, ningunas simpatías le atraería. Aun suponiendo que, á fuerza de astucia diplomática, halagos y promesas, lograse vencer todas las dificultades y hacer aceptable el reinado de vuestro hijo, seria este tan ineficaz, más funesto que el vuestro. Gobernaría con los principios del partido moderado; y sembrando á veces vientos más revolucionarios, la cosecha de tempestades sería mucho más abundante: y un día no lejano á la subida de vuestro hijo al trono, la madre y el hijo bajarían por última vez los escalones del regio alcázar, ó quedarían sepultados bajo sus escombros.
Vuestra abdicación en el Príncipe Alfonso, para coronar la Monarquía democrática, capitulando con los hombres que os arrojaron del trono y os obligaron á salir de España, sobre ser la solución más opuesta á los intereses de la Nación, es de lo más repugnante y vergonzoso que ha podido excogitarse. El corazón de la Madre, el decoro y dignidad de la Señora, la religiosidad de la Reina hacen imposible transacción tan ignominiosa.
Doña Isabel de Borbón, en cuyo pecho arde vivísimo el sagrado fuego del amor á la patria y al catolicismo, ¿sancionaría, por ver adornado á su hijo con una corona de espinas, un cetro de caña y un andrajo de púrpura, sancionaría, digo, los sacrílegos atentados á la unidad católica y á la independencia de la Iglesia, las impías profanaciones y violentos ataques dirigidos á instituciones benéficas y sagrados asilos de la virtud y de la ciencia? ¡Imposible! ¡imposible! ¡imposible!
La dama ultrajada, la Señora deshonrada ¿se deshonraría á sí misma, descendiendo de la altura á que la han elevado a sus infortunios al cenagoso charco, del que se ha sacado tanto lodo para mancharla? Imposible, imposible, imposible.
Una madre tan tierna y cariñosa ¿entregaría atado de pies y manos al hijo de sus entrañas, para que fuese editor responsable de un Gobierno revolucionario, y víctima de las alteradas muchedumbres, que á gritos pedían la muerte del inocente? ¡Jamás!, ¡jamás!, ¡jamás! ¡Montpensier! ¡Serrano! ¡Prim! ¡Topete! ¡Olózaga! ¡Figuerola!..,...; ¡que nombres estos!; ¡cuán dolorosamente deben resonar en vuestro lacerado corazón! Podéis, Señora, y debéis perdonar á estos hombres; pero capitular con ellos con vergonzosas alianzas… ¡jamás!, ¡jamás!, ¡jamás! Si algunos malvados ó ilusos os propusieran transacción tan deshonrosa, rechazadla con noble v santa indignación. Si fuerais capaz de oírla con serenidad, y de aceptar el odioso pacto, yo, Señora, no os odiaría; no puedo odiar á las personas; pero en verdad os digo, que ante los ojos de los honrados y de los buenos quedaríais rebajada hasta el nivel de… de… no encuentro en la historia nivel tan bajo. Basta; ni una palabra más; que á la habitual palidez de mis mejillas ha sustituido el carmín de la vergüenza á la sola idea de suposición tan infamante.
No hay pues esperanza, no hay probabilidades, no hay posibilidad de restauración para la rama Borbónica, que cayó en Setiembre. Y, si por un conjunto de circunstancias inesperadas, el liberalismo volviese á encumbraras en el Capitolio, volvería a formar de él una roca Tarpeya, de la que os precipitaría entre frenéticos silbidos, y satánicas carcajadas.
Ya que tal vez he afligido vuestro angustiado corazón, voy á ver si puedo derramar en él algún consuelo. A pesar de vuestros terribles infortunios, aun podéis prometeros días tranquilos en nuestra amada patria. Hay un medio seguro de salvación para ésta, y en él abierta una puerta por la que podéis entrar circundada de inmarcesible é imperecedera gloria, contribuyendo a levantarla de la humillante degradación en que está sumida. Atended.
La Divina Providencia tenía reservado para los tiempos mismos, en que fueseis arrojada del trono, al hombre que ansiosamente buscaba la España; al Rey que necesita la España; un joven y robusto piloto, que, empuñando el timón con mano fuerte y poderoso brazo, condujese la nave del Estado á seguro puerto de salvación. Este hombre providencial es el magnánimo Duque de Madrid, legítimo heredero de la Corona de Felipe V.
El estudio profundo, imparcial y concienzudo sobre la cuestión dinástica, ha demostrado, que, cuando vos subisteis al trono, el derecho era de Carlos V, vuestro santo tío que está en el cielo; y en la actualidad es de Carlos VII, vuestro simpático sobrino, que está en la tierra para reconquistar, restaurar y regenerar la España.
Este Rey providencial reúne en su persona todas las brillantes cualidades con que se han distinguido algunos de sus gloriosos predecesores: el valor y actividad del Emperador Carlos V; la prudente política y enérgico carácter de Felipe II; la constancia y ánimo esforzado de Felipe V; la sólida piedad de su abuelo, que con santa resignación murió en el extranjero, y cuyo sepulcro está vacío en el regio panteón del Escorial.
El nombre de Carlos VII entusiasma y electriza. En cualquier punto de Europa donde resida, le rodea un ejército de héroes, acaudillados por el valiente de los valientes. En cada provincia de España hay otro ejército de héroes, que lo esperan con impaciencia. No pocos batallones del partido liberal, que, habiendo probado por más de cinco lustros el fruto del árbol de la libertad, siempre lo han hallado amargo y venenoso, están dispuestos á pasarse con armas y bagajes al campo católico-carlista. Multitud de compañías republicanas, que, deslumbradas por halagüeñas ilusiones, cándida é inconscientemente gritan hoy «viva la República», siendo como son sinceramente católicas en su mayor parte, mañana á los mágicos nombres de Religión, Patria y Rey, aclamarán á Carlos VII con adhesión más entusiasta. Las clases conservadoras, ansiosas de orden y de paz, con hambre y sed de justicia y moralidad, vuelven sus ojos hacia la monarquía tradicional, como la única que puede poner á cubierto sus haciendas v sus vidas.
El Duque de Madrid, valiente, intrépido y arrojado, como Enrique IV de Borbón, se haría amar de cualquier ejército que lo conociera. Si el valiente intrépido y arrojado ejército español y la benemérita Guardia civil conocieran bien al Duque de Madrid, y pudieran disponer de una corona, por unánime y entusiasta aclamación ceñirían con ella su augusta frente.
El Duque de Madrid, conocedor del espíritu y tendencias de su siglo, y que con juicioso discernimiento sabe distinguir entre lo bueno y lo malo que hay en la civilización moderna, tiene firme resolución de conservar todo lo útil en España, y arrancar todo lo nocivo que en ella se ha introducido. Lo que en vano ha pedido España á todos los Gobiernos liberales, lo que desea y necesita, eso es lo que le promete solemnemente el Duque de Madrid en su brillantísimo y notable manifiesto político-administrativo; eso es lo que religiosamente cumplirá en su día.
El Duque de Madrid dará con el concurso de las Cortes generales una Constitución puramente española, que tenga por bases fundamentales la unidad religiosa y la monarquía tradicional: dará omnímoda libertad para el bien; sólidas garantías á todos los derechos legítimos; independencia y libertad á la Iglesia, para que pueda ejercer su moralizadora influencia sobre todas las clases de la sociedad; gloria y honor al ejército, dignidad á la magistratura; vida propia al municipio y á la provincia; respeto y fuerza al principio de autoridad; pan y trabajo á los pobres; defensa al débil contra las violencias injustas del fuerte; amparo á los ricos contra los feroces instintos de la demagogia; premio y estímulo á las ciencias y á las artes; protección á la agricultura, industria y comercio nacionales; moralidad á la Administración; economías al presupuesto; crédito á la Hacienda; justicia igualmente recta para todos; prosperidad y grandeza á la España.
Y todo esto lo hará con vos ó sin vos, con vuestra ayuda ó sin ella; pero con vuestra cooperación, más rápida y eficazmente; con mas satisfacción y júbilo del Duque de Madrid; con más gloria y provecho vuestro; sin derramamiento de sangre Española.
He llegado, Señora, al objeto final de mi carta-consejo, que no es otro sino reclamar vuestra ayuda generosa en beneficio de nuestra desventurada patria; el inclinaros á que contribuyáis á la completa regeneración de España.
Ya habréis adivinado el medio más seguro para conseguir tan patriótico fin. Es el mismo que más de una vez os ha indicado uno de los talentos más claros de España, uno de sus más eminentes repúblicos, un español honrado, que con los más nobles y levantados sentimientos trabaja incesantemente por el bien de la patria, y ardientemente desea ver unidos con estrechos lazos á todos los individuos de la real familia.
Acercaos, Señora, á vuestro joven sobrino: mirad en él al Rey de España; al único Rey que puede elevarla á la altura de la que ha descendido, al Rey amado de la inmensa mayoría de los Españoles. Dadle vuestro apoyo moral y material; decid dos palabras, no á la Nación, no á la Europa, esto no es necesario ni será conveniente, sino al oído de vuestros más fieles servidores, tanto civiles como militares, que acaso lo desean; y con esto habéis ganado cien batallas contra la Revolución; habéis tomado la más noble venganza de la Revolución; así adquirís renombre inmortal en las páginas de la historia, y reparáis las males que durante vuestro reinado han afligida á la infeliz España. Y con esta, reunidas todas las fuerzas católico-monárquicas, llega el Duque de Madrid á España; vence sin empeñar una batalla y sin derramamiento de sangre; y llevando en sus victoriosas manos el rama de olivo, símbolo de paz, de unión y de concordia, sube al trono de S. Fernando y, Rey y padre de todos, absolutamente de todos las españoles, que no quieran abandonar la casa paterna, emprende la grande abra de la regeneración española.
Y vos, Señora, sois llamada cariñosa é incondicionalmente á vivir junto á las gradas del trono, á tomar parte en las modestos regocijos y elevados consejos de los Reyes. Y sin las tribulaciones y amarguras de Reina, gozareis de las distinguidas consideraciones de Reina; y aliada de Carlos VII el grande, y de la angelical Margarita, que os mirará y respetará como madre, disfrutareis la tranquilidad, sosiego y ventura que hasta ahora no habéis podido disfrutar; y los hijos de vuestros hijos, por medio de futuros enlaces, serán los legítimos Reyes de la España regenerada.
Hacedlo así, Señora; esto os aconseja; á esto os conjuro; esto os pide España, á la que tanto amáis: esto os suplican arrepentidos vuestro padre Fernando y vuestra tía Carlota; esto os pide, ó al menos os debe pedir con más encarecimiento, empeño é importunidad que nadie vuestra madre Doña Cristina.
Si, escuchando todas estas súplicas, y consultando el bien de la patria, vuestros propios intereses y vuestra gloria, así la hiciereis, Dios os lo premie; Dios os bendiga. Pero si, prestando oídas á torcidos consejos ó deslumbrada par peligrosas ilusiones, así no lo hiciereis, Dios os lo perdone, Señora, Dios os perdone.
Tiene el honor etc.
S. P. A.

Logroño 10 de Febrero de 1870.
P.D. Señora: con valar cristiano os he dicho algunas verdades: he hecho vuestra defensa con valor político: con valor político cristiano os he dado un consejo. Tened vos la amabilidad de leer cuatro líneas más.
Asegurase estos días con insistencia que, importunada, estrechada, forzada por sofísticas razones de estado, habéis cejado en la noble y digna resistencia que veníais oponiendo, y os habéis por fin decidido á abdicar la corona en vuestro hijo el príncipe Alfonso. ¡Pobre Señora! ¡Cuánto se abusó de vuestra posición de Reina constitucional, para obligaros á marchar por el escabroso sendero que os condujo al precipicio! ¡cuánto se abusa de vuestra posición de Reina destronada para obligaros á dar pasos que cada día os alejen más y más del perdido trono y de la patria amada! ¡Abdicar!.... Y ¿porqué? y ¿para qué?
O es para dar un Rey á la revolución, ó para oponerlo al Rey de la revolución. Lo primero es imposible; porque es imposible, que una madre, una Señora, una católica española, acepte una corona de serpientes para su hijo, una corona de deshonra para sí misma y una corona de oprobio para la católica España.
Si el consejo de .abdicación tiene por objeto oponer un Rey conservador al Rey democrático ¿porqué los consejeros no se aconsejan á sí mismos lo que evidentemente sería más justo y más natural?, ¿por qué no reúnen sus fuerzas para reponer en el trono á D. Isabel.de Borbón, que es su Reina, que es la injuriada y que se halla en toda la madurez de su juicio? ¡Pues qué! ¿La política conservadora que piensen adoptar reinando Alfonso XII no podrá ser adoptada y practicada reinando D. Isabel II? Las intrigas, rivalidades y ambiciones ¿no serían mayores y de más fatales consecuencias durante la minoridad del hijo que durante el reinado de la madre? Todo esto, que está al alcance del más vulgar político, no puede ocultarse á vuestra ilustración y experiencia.
No se os puede ocultar, que la abdicación ni desarmará á vuestros enemigos, ni dará fuerzas, popularidad y simpatía á vuestro hijo.
Desengañaos, Señora; la política del partido llamado conservador, que ha perdido vuestra causa y arruinado la España, nada puede hacer para salvar á esta ni en favor vuestro. El único medio de salvación para la Nación y para vos es Carlos VII. Si Carlos VII no os abre las puertas de la patria, siempre estarán cerradas para vuestra familia.
Aceptad pues el consejo que os he dado; porque si no lo aceptáis ¡pobre Señora!, ¡desgraciadísima Señora! aun cuando por una imprevista eventualidad volvierais á España Reina ó madre del Rey, el sol de la patria sería para vos un sol quemante; el trono sería para vos el foco de un inmenso espejo ustorio que os abrasaría.
Os lo repetiré; el Rey legítimo de España es Carlos 7º; el Rey amado de la inmensa mayoría de los españoles es Carlos 7º; el único Rey que quiere y puede regenerar la España es Carlos 7º; el que en este mismo año de 1870 ha de emprender la obra de la regeneración de España es Carlos 7°.
Os lo repetiré: vuestro porvenir y el de vuestros hijos, no aceptado mi consejo, será inquieto, azaroso é infortunado; pero si lo aceptáis, será venturoso y gloriosísimo para vos, gloriosísimo y venturoso para vuestros hijos. Vos sin las tribulaciones y amarguras de Reina tendréis al lado de Carlos 7º el Grande, las distinguidas consideraciones de Reina, y los hijos de vuestros hijos, por medio de futuros enlaces, serán los Reyes legítimos de la España regenerada.
Reitera etc.
S. P. A.

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