Páginas

8 de marzo de 2009

La Iglesia y el Estado, según Romo y Gamboa

Judas José Romo y Gamboa fue un destacado obispo de la España de la primera mitad del siglo XIX, que vivió en primera persona los principales acontecimientos de la agitada historia nacional en ese período. Natural de la provincia de Guadalajara y vástago de una reconocida familia de la élite liberal, abandonó su puesto en el cabildo de Sigüenza con motivo de la francesada y acabada la contienda fue confesor de Fernando VII, con el que compartía sus ideas absolutistas y teocráticas, y más tarde obispo con la reina Isabel II, adaptándose a la cambiante política del momento guiado por su fidelidad monárquica, pero manteniendo una terca intransigencia en lo relativo a los privilegios medievales de la Iglesia, como se puso de manifiesto en este escrito dirigido al gobierno progresista de Baldomero Espartero con motivo de la reprobación de su actividad antiliberal como prelado. No por casualidad fue reproducido en el diario carlista El Pensamiento Español en su número del 28 de agosto de 1869 con la siguiente introducción:

Creemos de oportunidad en las actuales circunstancias la publicación de la protesta que hizo el Ilmo. D. Judas José Romo y Gamboa, Obispo de Canarias, al principio de la causa que se le formó ante el Tribunal Supremo en 1842. El Sr. Romo fue desterrado a Sevilla, pero aquel destierro le habrá sido premiado en el cielo y hará gloriosa e imperecedera su memoria en la Iglesia española. Dijo así el Ilustrísimo y Reverendísimo Prelado:

Ilustrísimo Señor: La pronta obediencia con que vengo a comparecer desde mi capital de la Gran Canaria ante el Supremo Tribunal de Justicia, pienso que no me priva del derecho que gozan todos los reos demandados, de asegurarse de la competencia del fuero antes de la contestación; y por consiguiente, si V.S.I. me lo permite, manifestaré algunas dudas que me ocurren acerca de este punto cuya resolución facilitará el curso del expediente.
Cuando se me notificó en la Gran Canaria la providencia del Tribunal Supremo de comparecer a su disposición, no se me ocultaron los Cánones de la Santa Iglesia, que favorecen a un Obispo residente para esponer sobre un procedimiento de esta clase, pues estaba enterado del 4º, 5º y 7º del Concilio Sardicense, formados a propuesta del inmortal Osio, en los que se reserva a los Obispos la apelación ante la Santa Sede, aún cuando hubiesen sido juzgados por un Concilio provincial, y del 9º del Concilio tercero Cartaginense, que hace parte, como el Sardicense, de la antiquísima Colección Hispana, y en el que se ordena la degradación de los Obispos y Presbíteros que se sometan al tribunal civil; medida adoptada por el Concilio Toledano tercero, que prescribe lo mismo en su Canon 13 bajo pena de excomunión.
Contrayéndome a estos testimonios tan expresos, llamo la atención con el objeto de observar: 1º que los cánones en que me apoyo se remiten a la antiquísima Colección Hispana, tan recomendable entre naturales y extranjeros, y 2º que hasta aquellos tiempos no se había oído todavía el nombre de falsas decretales.
Previas estas reflexiones, me permitirá V.S.I. continuar diciendo que al actuarme de la mencionada notificación, tuve también presente el Canon 6º, sesión 13 De Reformatione del Concilio Tridentino, en el que se prohíbe citar a los Obispos o amonestarles a comparecer, no siendo por causa de privación o deposición, y en tal caso previene el Canon 8º de la misma sesión que conozca el Soberano Pontífice. No era nuevo en España el privilegio del sacerdocio, pues con aplauso de las naciones extranjeras, teníamos mucho antes del Concilio de Trento la ley 50, título 6º, partida 1ª, en la que, entre otras palabras notables, se encuentran las siguientes: “Es grande derecho que se mantengan los eclesiásticos en el goce de sus privilegios e inmunidades”, por cuya causa el señor Felipe II, al tiempo de mandar publicar por todos sus vastos dominios el Concilio de Trento en su cédula de 12 de Julio de 1564, pudo decir y dijo con verdad: “Nos, como Católico Rey y obediente y verdadero hijo de la Iglesia, queriendo satisfacer y corresponder a la obligación en que somos, y siguiendo el ejemplo de los Reyes, nuestros antepasados, de gloriosa memoria, habemos aceptado y recibido, y aceptamos y recibimos, el dicho sacrosanto Concilio, etc.”.
Sin embargo, como todos estos Cánones y otros muchos semejantes versan sobre inmunidades, y por otra parte me constaba oficialmente que el gobierno de S.M., persuadido sin duda de que dispensaba un gran beneficio a la nación, mas siguiendo principios opuestos a los observados en España desde Constantino, no guardaba la misma consideración en sus decretos; y que antes por el contrario había limitado o casi extinguido el fuero clerical y abolido los órdenes monásticos, los diezmos, la propiedad de la Iglesia, etc., etc., objetos todos garantidos por los Concilios y los Papas, juzgué, después de haberlo bien reflexionado, que no me hallaba en el caso de alegar Cánones de inmunidad religiosa en mi defensa, pues entonces hubiera tenido que combatir los principios legislativos profesados por el Gobierno, cuya obligación no incumbe a los Obispos, en atención a que estando constituidos por el Espíritu Santo para conservar y extender la doctrina de la Iglesia por todos los países y todo linaje de gobiernos, deben conformarse con la voluntad de Dios, bien sea que los legisladores les colmen de prerrogativas, o que les priven absolutamente de ellas.
Con todo, es necesario no equivocarse en una materia tan trascendental y delicada. El Gobierno, respecto de las inmunidades eclesiásticas es árbitro, humanamente hablando (porque delante de Dios, como sabiamente advertía el incomparable Osio al emperador Constantino, siempre le aguarda la responsabilidad), de imitar el ejemplo de Constantino, del gran Teodosio o el de sus antecesores, cuyo último extremo ha permitido Dios en los primitivos tiempos y puede permitir en los presentes; pero jamás ha permitido ni permitirá tampoco que los magistrados civiles, erigiéndose en maestros de los Obispos, les dicten leyes para definir, explicar o interpretar las materias eclesiásticas, pues en esta parte los Obispos son centinelas de Israel, los jueces natos establecidos por Dios, los Doctores de la fe, los baluartes de la religión y el único elemento que forma la constitución divina de la Iglesia.
Por esta causa, transportándonos a los siglos precedentes a la conversión de Constantino, es indudable que el príncipe de los Apóstoles, San Pablo, Santiago, San Judas, etc., etc., se vieron obligados a comparecer delante de los tribunales civiles, según el divino Maestro les había anunciado, es indudable también que el discípulo amado, el venerable anciano San Juan Evangelista, tuvo que atravesar, no obstante sus muchos años, la gran distancia desde Éfeso hasta Roma, como igualmente los practicaron su discípulo San Ignacio y otros muchos mártires de varios puntos tan lejanos; pero también es innegable que jamás los Apóstoles ni sus venerables sucesores sometieron sus epístolas ni sus escritos religiosos al fallo de los jueces seglares y que lejos de esto defendieron la autoridad divina de la Iglesia, la hicieron triunfar, la extendieron por todo el universo, de lo que ciñéndome a España, es buen testigo San Leandro, a cuya heroica firmeza reservó Dios la conversión de nuestros monarcas y extinción del arrianismo.
Este último ejemplo, tan interesante a los Obispos españoles y tan grato por necesidad al Tribunal Supremo de Justicia, compatriotas sus miembros como yo de aquel doctor eminente de la Iglesia, me excusa de acumular más pruebas, me sirve de escudo y de testimonio inexcusable para profesar con el mayor respeto ante V.S.I.: que si se trata de formar causa al Obispo de Canarias por palabras, hechos o acciones sometidas a la jurisdicción civil, aunque sean de las comprendidas en las inmunidades eclesiásticas, de que han gozado los Obispos desde Constantino, contestaré a la demanda siempre bajo la protesta de mi derecho; pero si se pretende calificar mis escritos o mis representaciones pertenecientes a la doctrina, inteligencia e interpretación de los Concilios, de las decretales o de la disciplina del gobierno de la Iglesia, no sólo no me degradaré a entrar en controversia sobre semejantes materias en los tribunales civiles, sino que sufriría todo género de penalidades, privaciones, cárceles y tormentos antes que manchar mi dignidad episcopal con un borrón tan ignominioso. En este concepto, V.S.I., según las instrucciones que haya recibido del Tribunal Supremo, proveerá lo que fuere de su agrado.
Madrid, 13 de mayo de 1842. Judas José, Obispo de Canarias.
Ilustrísimo señor D. Antonio Fernández del Castillo, ministro del Tribunal Supremo de Justicia

No hay comentarios:

Publicar un comentario