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13 de diciembre de 2009

El Señorío de Molina, de Enrique Arauz Estremera

En el año 1895 se publicó en el madrileño Establecimiento Tipográfico de Felipe Pinto el libro La hija del Tío Paco o lo que pueden dos mil duros, de Enrique Arauz Estremera, un médico que nació y ejerció su profesión en el pueblo molinés de Peralejos de las Truchas, del que llegó a ser alcalde, y donde casó y tuvo tres hijos: Carlos, José María y María Luisa Arauz de Robles. De ideología carlista, que tantos seguidores tuvo en el Señorío molinés, en este libro, inspirado en el costumbrismo del también carlista José María de Pereda, nos describe su tierra, a la que dedica un interesante prólogo que aquí reproducimos.

Enclavada en el límite mismo de Aragón y Castilla, y sin saber a qué carta quedarse; tanto, que de “Aragón” se llama por vía de apellido su capital, aunque a Castilla pertenece, para no desmentir ni aún en esto el nombre de país de los viceversas, como alguien ha llamado al nuestro, se halla mi tierra, pobre como pocas, honrada cual ninguna, tozuda y aferrada a sus ideas y costumbres para justificar su sobrenombre, noblota, bien hablada y no peor educada, como buena castellana, y víctima en fin, al par que las demás regiones sus hermanas, de centralismos y encadenamientos, argolla de nuestras libertades regionales, freno de sus iniciativas, valla de sus legítimas esperanzas, rémora de su progreso, y esponja que al borrar caracteres y costumbres, destruyó la belleza del todo nacional.
Allá en sus tiempos, según en libros anda, tenía este país su vida, administración y organización propias, y sus hijos, conocedores de la riqueza (pues no hay duda que por entonces la había) de la tierra, repartían y cargaban los tributos y gavelas sobre industrias y personas que podían satisfacerlos, dejando libres y desarrollarse al calor de exquisitos cuidados a las que de nuevo se implantaban; arrimando el hombro, las que la experiencia había hecho conocer como viables en beneficio de las recién nacidas hermanas. Y aún dicen los que tales cosas refieren, que así vivían tan campantes aquellas buenas gentes, que a la cuenta no vieron más allá de sus narices.
Porque hoy que tanto hemos adelantado, a la vista está que nos las amañamos de modo bien distinto; todos tiran por igual del pesado armatoste de las cargas públicas; y cuando más sucede, que si algún pelagatos tiene que gastar todas sus fuerzas en apechugar con su parte, y agobiado por la onerosa carga perece en la contienda, arrastran, los que tiran, su cadáver por algún tiempo en el mismo sentido del común esfuerzo, hasta que convenido el que dirige de que aquello es un estorbo, si no por caridad, por conveniencia, abandona el fúnebre despojo en medio del camino; y el vehículo sigue dando tumbos por la vía del progreso, sin más novedad que algo más de trabajo para los que han sobrevivido y siguen tirando.
Es, pues, mi tierra una de estas víctimas, que si no ha echado ya los bofes por la boca, los tiene atravesados en el gañote, y no es extraño; país pobre, pero equiparado a los ricos, y forcejeando al igual que éstos en el susodicho tiro, sus fuerzas se agotan de día en día, sus terrenos se ven adjudicados a la implacable Hacienda; y entre ésta y la usura, que si no es su hermana, lo parece, van a hacer un ideal en este terreno del cesante aquel que inventó la sardina perpetua mojando pan en la sombra; ¡y pan que tuvieran para mojar estos infelices!
Parecerá paradoja (exageración se dice aquí en la tierra) lo apuntado; pero oiga lo que es este país el que no lo conozca: a un clima frío, porque sí, añada un suelo de ínfima calidad, y vaya usted a que un terreno de esta clase produzca los cuatro granos, que con poco más de otras tantas patatas, constituyen la producción agrícola; ni más vino, ni más aceite, ni más nada; pues la ganadería, que era la verdadera y única riqueza del país antaño, voló, creo que para siempre, por pecados propios y ajenos, que de todo hay en esto. Apuntemos algunos: los años que vinieron como Dios quiso, las necesidades que apretaban más de lo justo, las trampas adquiridas, que no daban espera; y como para remediar todo esto había que hacer dinero, y de qué hacerlo no se veía más que el ganado, al ganado se tiró sin compasión.
Vino sobre esto lo de las amortizaciones de terrenos públicos, y lo de las roturaciones incomprensibles, causas todas que, cuando menos, contribuyeron a acelerar la catástrofe, pero en las que yo no he de detenerme porque sobre no venir al caso, huyo siempre de mentar la soga en casa del que se ahorcó o le ahorcamos.
No es, pues, extraño que las cuatro sesmas componentes del antiguo, noble y leal señorío de Molina, que es el nombre del país de que se trata, ostenten todas como signo característico en sus habitantes, la estrechez, rayana en la miseria. Visten los habitantes de la sierra los pardos calzones de paño hecho en casa, sujetos a las corvas por sendas hileras de dorados botones de muletilla, luciendo al mismo tiempo el encarnado elástico de bayeta o la amplia blusa de percal sujeta a la cintura con la corrediza jareta; los del campo se presentan más lúgubremente ataviados con los calzones y chaqueta negros, pero de corte más primoroso que los anteriores; vienen luego los del Sabinar imitando a éstos o a aquéllos según los gustos o la proximidad a unos o a otros; y los del Pedregal, por último, remedando en sus atalajes a los aragoneses, a fuer de fronterizos; ello es que con unos u otros arreos la gente no desmiente ni puede desmentir su honrada penuria.
Las cuatro sesmas dichas además del derecho indiscutible, inalienable e inminente de morirse de hambre, tienen opción a ciertos intereses de los que nadie o muy pocos saben los cuántos y los cómos; y que se administran, vamos al decir, por diputados nombrados por las sesmas, presididos por el Alcalde de la capital, que aunque es el único pueblo en el que el negocio no tiene parte (por haber enajenado la suya según dicen), es sin embargo también el único que algo disfruta de aquellos intereses, quizá por la ley de las compensaciones; o por aquella otra de que el pez grande se merienda al chico.
La elección de diputados sesmeros se hacía reuniéndose los comisionados de los pueblos en los puntos designados por remota costumbre; y cuando para dichas elecciones o para tratar asuntos de interés general se convocaba la sesma de la sierra, los comisionados deliberaban bajo la sombra del roble del Campillo, en el término del pueblo de Alcoroches. Y es muy de notar que los habitantes de este Señorío, como los del de Vizcaya, buscaran el roble, símbolo de la fortaleza y de la gloria, para bajo su protección tener sus honradas juntas, y a la vista de Dios y a la de sus montañas hacer más solemnes sus acuerdos y más públicas sus benditas libertades. ¿Qué huracán ha barrido éstas, y que otra mal llamada libertad nos ha esclavizado?
Aquí debiera consignar las mil y una reflexiones que se amontonan en mi mente y pugnan para deslizarse por los puntos de la pluma; y contaría la santa independencia de mi pequeña patria, su noble altivez, su indomable valor, y, sobre todo, aquel tenaz empeño (una vez hecha su definitiva unión a la corona castellana) de no querer otro señor que su Rey; pudiéndose decir aquí, mejor que en otra parte, que “del Rey abajo, ninguno”; pero todo esto, sobre ser superior a mis fuerzas, harto débiles, y necesitar por ende plumas mejor cortadas que la mía, me llevaría lejos de mi objeto, y hora es ya de concretar el relato a su asunto verdadero.
Hemos indicado arriba que una de las sesmas en que se divide este noble país es la de la sierra; y añadiremos ahora que está situada el Mediodía del mismo, que es mucho más montuosa que sus hermanas, y que no hace mucho tiempo, las vertientes de sus montañas, las cimas de sus cumbres y el fondo de sus valles, cañadas y barrancos estaban cubiertos de espesos pinares que modificaban su clima, regularizaban sus lluvias y constituían el adorno más preciado y el encanto más valioso de sus paisajes.
Hermosos, en verdad, eran estos montes poblados en cuanta extensión abarcaba la vista, de bosques vírgenes, cuyo color verde obscuro cubría como manto aterciopelado las hoy descarnadas desnudeces de su accidentado suelo; y cuando en serena tarde de primavera o estío, hundido el espectador en aquel mar de verdura, podía observar la postura del sol, cuyos oblicuos rayos doraban las rumorosas copas de los pinos, el pulmón se ensanchaba ávido de espirar la perfumada brisa, el corazón latía con más libertad, y se extasiaba el alma ante la grandeza y belleza inimitables de las obras de Dios; y no es extraño que el hombre se vea abstraído de la realidad ante espectáculo tal, y que su imaginación, excitada por la contemplación de tan hermoso cuadro, se torne soñadora, y mucho más si a lo que se ve por los ojos se une, como no es raro, el rumor imponente del Tajo que se despeña desatentado por los saltos formados en su lecho de roca, o que se estrella contra los peñascos que se oponen a su avance, o que se desliza entre roncas protestas de sus tumultuosas ondas por el exiguo cauce que a fuerza de trabajo pudo abrirse a través de alguna enorme piedra; y aún más si a los estrépitos del río se añade el blando y metálico cencerreo del ganado que pasta como colgado en medio de la rocha. Lástima, sí, y lástima grande que sean a estas fechas escasos o ningunos los rincones en que pueda disfrutarse de este espectáculo, y que debido a manos inconscientes, y además extrañas, hayan desaparecido nuestros bosques, y que aquellos colosos de nuestros pinares hayan ido unos tras otros arrastrados por las aguas del Gallo, el Tajo y Cabrillas a llenar los almacenes de Aranjuez con sus maderas, de oro los bolsillos de gentes que ni aun hijos del país eran, y nuestra tierra de tristeza, de miseria y de aridez con su ausencia.
Hay entre estos montes, además de bastantes vestigios de pequeñas industrias que las modernas y poderosas maquinarias y las facilidades en los arrastres han hecho imposibles, bastantes pueblos que, sin que yo sepa la razón, y sin que al lector le quite el sueño el encontrarla, son por lo general mayores que los de otras sesmas; y cuyos pueblos, por humildes y poco dados a exhibiciones, buscan para esconderse el repliegue más oculto unos, o cautos y precavidos, el rincón más abrigado de cierzos y ventiscas, otros; en todos ellos sus habitantes, útiles para el trabajo, apenas el otoño asoma la cabeza, y aún antes de asomarla, los que se dedican a la pastoría trashumante, toman sus mantas al hombro, y con dos duros en la bolsa por todo capital, y esto el que los lleva cabales, ponen la proa al Mediodía y a otras provincias para dedicarse a la molienda de aceitunas, cuando las hay, o a pasar trabajos rodando aquí y allá, si el negocio no está bueno como sucede muchas veces.
De otro modo no era posible que el esquilmado y pobre terreno nativo pudiera con la carga de sus hijos por todo el año; y aun así quitándole la que se le quita, anda la cosa entre si alcanza y no llega; porque ¿cómo era posible, por ejemplo, que el descalzo aunque extenso término de Espineda pudiera mantener a sus quinientos y pico vecinos, aun contando con sus intrusiones en lo de todos? ¿Y un Pinarejos, y un Chaparralta, y un Lomapelada y un… con los suyos? Por eso, no por gusto de dejar su tierra, se largan en invierno y trabajan y sufren y ven caras nuevas, y no siempre de Pascua; por no poder pasar por otro punto.

8 de diciembre de 2009

Primer manifiesto del Cantón de Cartagena

Cantonalistas de Cartagena, The Illustrated London News, 4 de octubre de 1873 (Archivo La Alcarria Obrera)

La proclamación en febrero de 1873 de la Primera República, que llegó inevitable "como sale el sol por la mañana" en palabras de Emilio Castelar, despertó un entusiasmo popular que se había enfriado tras la explosión de alegría general que supuso la Revolución Gloriosa de septiembre de 1868. Las clases populares españolas creyeron llegada su hora y esperaban una rápida respuesta a sus demandas, la abolición de las quintas y los consumos, y una inmediata solución a sus problemas, el reparto de la tierra y la descentralización del gobierno. Los titubeos de los republicanos federales espolearon a los trabajadores y a los sectores más avanzados del republicanismo que, impacientes, animaron la revolución cantonal con epicentro en Cartagena.

Proclamada como forma de gobierno para España la República Federal, el pueblo republicano en su inmensa mayoría reclamaba, como imperiosamente exigían las circunstancias, que se organizase la Federación, estableciendo inmediatamente la división regional de los cantones y dando a éstos y al municipio la autonomía suspirada hace tanto tiempo.
Pero el pueblo, ansiosísimo de estas reformas, sediento de esta redención tan deseada, veía prolongarse indefinidamente sus momentos de agonía, veía amenazada la República de un golpe de muerte y no veía en el gobierno ni en la Cámara Constituyente una predisposición para la inmediata ejecución de estas reformas, y cree que sin ellas, sin su instalación, se perderá irremisiblemente el corto terreno adelantado, y negando el país a sus gobernantes una confianza que acaso pudiera no merecerle, se perdería indudablemente para muchísimos años la libertad en esta tierra de España.
La Junta de Salud Pública viene a atender a tan sagrados intereses; acaso el pueblo hubiera aguardado en su angustia un breve momento más; pero la preconcentración de grandes fuerzas en algunos puntos de Andalucía, la dolorosa nueva de que dos magníficas fragatas surtas en este puerto, habrán recibido la orden de salir inmediatamente para Málaga, la sensación que esta descontrolada noticia ha causado entre los voluntarios de la República de esta ciudad, ante el temor de que pudieran realizarse tan tristes vaticinios, las últimas medidas adoptadas por el actual Ministro de la Guerra, por las que ha separado del mando de las fuerzas públicas a militares íntimamente adheridos al nuevo orden de cosas; han hecho comprender al pueblo que era llegada la hora de salvar, de constituir definitivamente la República Federal, y que no hacer esto sería tanto como cometer una indignidad que no podemos suponer en ningún pecho republicano donde se albergue y lata un corazón de hombre.
Esta Junta creería faltar al cumplimiento de un altísimo deber si no hiciera público el dignísimo proceder de un gran pueblo, que sin presión, sin trastorno, sin insultos, sin vejaciones ni atropellos, acaba de realizar uno de eso movimientos que serán siempre su mejor escudo contra la pública maledicencia.
Se ha puesto en armas porque ha creído ver en inminente riesgo la causa de la República Federal, y a ofrecerle su más denodado y decidido apoyo van encaminadas todas sus generosas y laudables resoluciones.
Viva la República Federal. Viva la soberanía del pueblo.
Junta Revolucionaria de Cartagena, 12 de julio de 1873

4 de diciembre de 2009

Medio siglo parlamentarismo, de Anselmo Lorenzo

La muerte de Cánovas del Castillo, El Adelantado Cacereño, 19 de agosto de 1897 (Archivo La Alcarria Obrera)

En el mes de octubre de 1886, diez años después de la promulgación de la Constitución de la Restauración monárquica, la revista Acracia de Barcelona, la mejor publicación teórica del movimiento libertario de aquellos años, reproducía este artículo titulado "Medio siglo de parlamentarismo", en el que se deslindaban los campos entre burguesía y proletariado y se cuestionaba la Constitución vigente y la militarada del general Arsenio Martínez Campos que la había traído. Aunque firmado con una sencilla L, muy probablemente su autor sea Anselmo Lorenzo, que ocultaba su nombre para evitar personalismos, una práctica muy común por entonces entre los escritores y propagandistas libertarios y que hoy se nos hace inverosímil.

Cuando, realizada la revolución francesa, vinieron a España, a la par que los ejércitos invasores, las ideas liberales, la juventud ilustrada aceptó con entusiasmo aquellas ideas destinadas a regenerar la sociedad española, llegada ya a la suma decadencia como consecuencia natural del absolutismo.
Aquella juventud comprendió que, al destruir el antiguo régimen político, era preciso abrir nuevas vías para alcanzar una transformación político-social con arreglo a un ideal de justicia, y adoptó el parlamentarismo y se denominó progresista.
El parlamentarismo, pues debió ser un régimen de interinidad que satisficiese el doble objeto de llenar las condiciones y las exigencias de la vida práctica y elaborar paulatinamente las reformas futuras; era conservador, por cuanto dejaba subsistir lo bueno del pasado; positivista, porque atendía a las necesidades del presente; progresivo, porque aceptaba y planteaba los progresos teóricos elaborados por el pensamiento.
Pasaron una multitud de vicisitudes políticas: los obcecados e interesados por lo antiguo suscitaron todo género de dificultades, contándose entre éstas desde la intriga a la sangrienta guerra civil, y los progresistas, que asumieron la gran responsabilidad de facilitar el trabajo del progreso, se estancaron en el más repugnante doctrinarismo y pretendieron eternizar el país en irracionales fórmulas políticas que, lejos de inspirarse en generosos y científicos ideales, sólo obedecían a mezquinos intereses de los diferentes jefes de los partidos liberales.
Las constituciones políticas, aunque respondiendo a tan pobres fines, distaron mucho de alcanzar la perpetuidad que soñaron sus autores; por eso vemos que en poco más de medio siglo de parlamentarismo se han elaborado en España las siguientes Constituciones: la de 1812, restaurada en 1820 y 1836; la de 1837, la de 1845, la de 1855, la de 1869, la de 1873 y la de 1876, hoy vigente. No hemos alcanzado en esto a los franceses que desde 1789 al presente han promulgado 16 Constituciones.
Se adelantaron a la cultura de su tiempo los que declararon que la nación no era patrimonio del monarca; se acreditaron de precavidos los que decretaron la desamortización en beneficio de la clase media; viven ya fuera del siglo los que quieren perpetuar el salario dentro de la futura república, prometiendo que la república garantizará la justa cifra de los salarios.
Porque eso es la burguesía; en el principio, entusiasta, se sacrifica por la libertad; en el medio, egoísta, se aprovecha de los beneficios de la revolución, y en el fin. Hipócrita, quiere perpetuar sus privilegios distrayendo a los trabajadores con fantásticos ideales.
Paralelo al desarrollo político de la burguesía se ha desarrollado el militarismo, que ha dado a nuestro país una celebridad especial y que alternativamente sirve a la revolución para viciarla y a la reacción para debilitarla. [...]
En lo que va de siglo no ha cesado la burguesía de cometer torpezas desde el poder y de agitarse en el club y en el cuartel cuando se ha hallado en la oposición.
Entre tanto el país ha vivido y vive en constante perturbación, vacilante como el que carece de camino verdadero, prodigando sus alabanzas un día al héroe de la fortuna y confundiendo con su anatema después al que acaba por descubrir bajo el oropel de la popularidad la más vulgar ambición.
Setenta años de interinidad pasados en conspiraciones, pronunciamientos, programas, discursos, motines, dictaduras, guerra civil acusan de incapaz a esa burguesía, que no ha sabido en tanto tiempo sustituir con un régimen de paz y progreso el régimen absoluto enterrado con el cadáver de Fernando VII.
El pueblo trabajador, que ansía vivir y trabajar libre de explotadores y mandarines, reniega de esa burguesía que le tiene sometido al capitalismo en tiempo de paz, y que le ha llevado y trata aún de llevarle a las barricadas cuando no puede dominar la ambición desmesurada que le devora; reniega también del militarismo, su cómplice, cuyas principales glorias consisten en haber derramado sangre española en defensa alternativa y hasta periódica de la reacción y de la revolución, pero con el único fin de proveerse de galones y entorchados. En el concepto revolucionario el ejército es como el prestamista, que saca de un apuro a condición de crear otros mayores para después. El militarismo es a la nación lo que la usura para el individuo. Este es lo que preparan al pueblo, tanto los que quieren mucha infantería, mucha caballería y mucha artillería, como los que no cesan de practicar el soborno.
El pueblo trabajador tiene ideales propios, y hoy agrupándose como clase social fuera y opuesta a todos los partidos políticos burgueses es la única esperanza del progreso, cuya fórmula es: abolición de toda explotación y de todo gobierno, y universalización del patrimonio universal.