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14 de mayo de 2010

El Partido Carlista en 1973

Propaganda del acto de Montejurra de 1968 (Archivo La Alcarria Obrera)

En los últimos años del Franquismo, el Carlismo acometió, empujado por las circunstancias pero consciente de la necesidad de un cambio, una profunda renovación de su ideología, de su organización interna y de sus alianzas externas. Pocas veces esa transformación se hizo tan evidente como en este documento, redactado en 1972 y aprobado y publicado en 1973, en el que el Carlismo repasaba su historia, reconocía sus errores y encaraba el futuro bajo las premisas de la libertad y la justicia, enunciadas con los términos expresos de socialismo y autogestión en el horizonte de una Revolución Social explícita. Un documento que marcaba el punto de no retorno de una evolución política enmarcada en el Concilio Vaticano II y la decrepitud de un Franquismo siempre criminal.

“El Carlismo se perfila como una solución de hoy y de futuro. Para ello debemos presentar un Carlismo posible. La evolución es una necesidad. Evolución nuestra y de la sociedad actual, ya que ésta no responde en absoluto a los principios de justicia y libertad” (D. Javier al Pueblo Carlista. 6-12-1970)
PRESENTACIÓN
En el transcurso de su ya larga historia, el Carlismo ha sido objeto y víctima de numerosas visiones deformantes y tergiversadas.
Deformaciones y tergiversaciones producidas desde dentro y desde fuera. Desde dentro, por quienes, una y otra vez, han tratado de utilizarlo al servicio de sus propios intereses, Desde fuera, por quienes, en el ardor de la lucha política, procuraban restarle fuerza y confinarle en el ostracismo político.
Pero su auténtica vena popular, a menudo soterrada, le ha permitido llegar a nuestros días y mostrarse hoy con una faz renovada que ha sorprendido a muchos, habituados al tópico y cómodos seguidores de la inercia.
En base al tópico y a la inercia era como se intentaba encasillar al Carlismo, pese a que nadie puede alzarse con el derecho a definir a una comunidad social sino quienes se sienten solidarios con su existencia y vinculados a sus fines, es decir, quienes en realidad la componen.
Y es en el ejercicio inalienable de este derecho como ha surgido este trabajo.
Trabajo nacido de la reflexión consciente sobre nuestra historia como comunidad política, cuya existencia se acerca a los 150 años, de la vivencia actual de esa historia y de nuestra voluntad de futuro.
No nos condiciona el pasado, por serlo; ni nos oprime el presente, por sufrirlo; ni, en fin, nos arredra el futuro por ignorarlo.
Procuramos buscar en nuestras esencias y expresar nuestra razón de ser en palabras de hoy y de acuerdo con las necesidades y exigencias de hoy, sin que pretendamos dogmatizar, sino mantener firme el timón en la singladura que, junto a muchos otros, recorremos.
No tratamos de negar ni encubrir errores, pues errores ha cometido, no cabe duda, los carlistas como personas y el Carlismo, como comunidad política.
Sólo los muertos no yerran… pero se descomponen. Y el Carlismo sigue vivo y vigente.
La brevedad de este trabajo nos ha forzado a algunas simplificaciones, que pueden ser más o menos discutibles.
Pero así es como nos vemos, como nos sentimos y como, aquí y ahora, pensamos.
Y esa posible discusión puede ser, si se hace con honradez, un primer paso para un diálogo fecundo con quienes, aún sin compartir la totalidad de nuestro ideario, se sienten movidos por los principios de justicia y libertad.
Porque con los otros, como dijo Don Javier, el diálogo no es posible.
“No hay otro Carlismo. Este es el Carlismo de ayer, renovado hoy y dispuesto a proyectarse al futuro con la evolución de los tiempos” (D. Javier al Pueblo Carlista. 6-12-1970)
1.-SUS ORÍGENES
Históricamente significó en su inicio un movimiento popular y antioligárquico, vertebrado por el resurgir del sentimiento comunitario de Democracia Regional, tan vigente en las Españas de los siglos XV y XVI, y que el centralismo había ido ahogando en los siguientes.
Este despertar se produce con motivo de la crisis iniciadora de la era moderna.
La causa determinante de la aparición histórica del Carlismo se encuentra en un conflicto externamente dinástico, pero de hondas implicaciones políticas.
No se trata, como con meditada superficialidad se ha pretendido hacer creer en múltiples ocasiones, de la adscripción personal a un Rey o a una Reina, y ni siquiera de la preferencia por una u otra Ley de sucesión al Trono.
La chispa inicial que enciende la hoguera tiene una profundidad mucho mayor. Lo que se ventila es la posibilidad de modificar una Ley fundamental, como era la sucesoria, sin la participación del pueblo y, con ello, la reivindicación de las antiguas libertades populares, ya muy mermadas y a punto de ser definitivamente conculcadas por las oligarquías burguesas partidarias de Doña Isabel.
Tiene, por tanto, el Carlismo desde su origen un doble carácter dinástico y político.
Su carácter político resulta contradictorio para aquéllos que desconocen su génesis, y presenta cuatro aspectos fundamentales:
-El aspecto dinástico, que situándole anclado en fórmulas aparentemente periclitadas provenientes del pasado (la monarquía), le permite superar las sucesivas crisis padecidas durante casi siglo y medio y proyectarse, con vigencia actual, cara al futuro.
Y esto es así precisamente porque su dinámica histórica le ha llevado (intuitivamente al principio, más racionalmente después) a recuperar el sentido primitivo de la institución monárquica, con su vinculación paccionada Rey-Pueblo, al servicio de los intereses sociales y en garantía de defensa y potenciación de los fines comunitarios.
-El aspecto ideológico, que le muestra en sus orígenes con un carácter conservador, receloso de las ideas, entonces modernas, importadas del extranjero, y declarada y reiteradamente contrarrevolucionario, y hoy le lleva a abrirse a las ideas básicas imperantes en el mundo y a declararse explícitamente revolucionario.
Tal aparente antinomia desaparece si se tiene en cuenta que las ideas pregonadas por la Ilustración implicaban una revolución que quebraba las estructuras morales, sociales y políticas del pueblo, conculcando sus nexos comunitarios y sus libertades, so capa de la defensa de una abstracta Libertad, y el Carlismo, conformado por el pueblo y dimanante de él, se oponía a tales ideas en legítima defensa de su propia personalidad colectiva.
Y en 1972, triunfante y asentada en la sociedad la “revolución” liberal-capitalista y burguesa, el Carlismo, en congruente actitud con su trayectoria histórica y en permanente reivindicación de la personalidad y libertades populares, se proclama revolucionario frente a las oligarquías monopolizadoras del poder social.
-El aspecto político, que en 1833 le impele a combatir encarnizadamente a los partidos políticos entonces imperantes y ahora le hace presentarse como tal partido político en la palestra española.
Cuando los partidos dominantes son unos partidos de cuadros, defensores de unos intereses de casta, y que utilizan el sufragio como medio de embarcar al pueblo y servirse de él, el Carlismo, en defensa decidida de las libertades forales, soporte de la democracia regional y de las libertades sociales y los grupos populares que las encarnan, se opone obstinadamente a la democracia formal de tales partidos.
Pero hoy en día va más allá de la simple repulsa de los partidos de cuadros. Proclama la necesidad y validez de los partidos que, por proporcionar una cultura de base y sirviéndose de los medios de información a su alcance, permiten al pueblo la toma consciente de posiciones ideológicas y su integración real en los mismos, por su estructura y más aún por su ideología y mística.
El Carlismo defiende, pues, el concepto de “Partido de masas” y se reconoce a sí mismo como tal.
-El aspecto sociológico, que junto con las masas populares que conforman y dan vida y vigencia al Carlismo, en reivindicación de sus libertades concretas y reales, señala la incorporación al mismo de otros grupos, minoritarios, sí, pero importantes por su influencia, que en diversos momentos de su historia han llegado casi a desvirtuar la ejecutoria popular y liberadora del partido.
Tales grupos, de extracción social primordialmente aristocrática o burguesa, se unen a la Causa carlista por motivaciones distintas, sino antagónicas, a las que impulsan a las masas. Su ideología es fundamentalmente conservadora, e incluso reaccionaria, y su principal punto de unión con las corrientes populares se da en el motivo religioso, si bien con enfoques diametralmente opuestos.
Mientras para el pueblo la Religión representa una vivencia que, a la vez, constituye un nexo social que permite una comunidad de ideas y de valoraciones en su desenvolvimiento colectivo y en su devenir histórico, para los grupos oligárquicos incrustados en el Carlismo significa un apoyo moral, elevado a la categoría de dogma político, para mantener sus posiciones privilegiadas en una sociedad estamental rígidamente jerarquizada y amparada por una Iglesia galicanizada.
Y, dada la elevada extracción social de tales grupos y su nivel cultural y económico, no puede extrañar que, en ocasiones, su influencia haya sido desproporcionada respecto a su magnitud y que su dogmatismo ideológico y sus intereses privativos hayan provocado varias crisis en el seno del Carlismo, hasta que éste ha conseguido desprenderse de tal lastre y recuperar su norte en defensa de las libertades populares.
Y ha sido el factor dinástico, con su fuerza vinculante Rey-Pueblo, el que ha hecho posible esta desalienación progresiva.
2.- SUS IMPLICACIONES
El partido carlista, que va a atravesar la historia moderna de España entre luchas, persecuciones, vaivenes y contradicciones, tendrá en su desenvolvimiento implicaciones militares, sociológicas y políticas.
Implicaciones militares. La primera manifestación del Carlismo se produce a través de sucesivas guerras que ocupan buena parte del siglo XIX.
Y estas guerras presentan unas características muy especiales. Constituyen el primer exponente en la historia moderna de lo que hoy se conoce con el nombre de “guerra revolucionaria”.
No se producen por el enfrentamiento de dos Estados (guerra internacional), ni tampoco por el de dos fracciones del ejército y de la sociedad dentro del mismo Estado (guerra civil).
De un lado, el Estado constituido, con todo su aparato militar y coercitivo, y con el apoyo interno de quienes detentan el poder político, económico e incluso moral (jerarquía eclesiástica) y el externo de las potencias extranjeras co-beligerantes (Inglaterra, Francia, Portugal), que, gracias a estos apoyos, acabará por alzarse con la victoria, más política que militar. Victoria precaria, por otro lado, ya que la paz social quedará ausente de España.
De otro, el pueblo en armas. Un pueblo no masificado, vertebrado en sus instituciones propias y en defensa de sus libertades concretas, que aporta un voluntariado numeroso, animoso y agresivo y que se agrupa alrededor de sus Reyes (Carlos V, Carlos VI, Carlos VII) y de sus caudillos militares, para derribar con el esfuerzo bélico las estructuras capitalistas, oligárquicas y centralistas adueñadas del Estado.
Por otra parte, la motivación ideológica de las guerras carlistas es tan nítida que, aún concluidas las mismas con la derrota en el campo de batalla (lo que hubiese puesto fin a una mera motivación dinástica), ha permitido al Carlismo pervivir hasta nuestros días y proyectarse como partido político con voluntad de futuro.
Finalmente, hay un dato más. La participación popular fue tan intensa y extensa que, aun aquellas regiones en que la carencia de jefes militares con capacidad de organización impidió la formación de unidades más estructuradas, se cubrieron de “partidas” guerrilleras.
Y si bien es cierto que no faltaron los militares de carrera en todos sus grados en las filas carlistas, quienes más adhesiones concitaron fueron los jefes natos de extracción popular, que inundaron materialmente todos los escalones de la jerarquía militar desde el modesto jefe de “partida” hasta el generalato (Zumalacárregui, Cabrera).
-Implicaciones sociológicas. El partido carlista es esencialmente popular. Es lo que hoy se denomina “partido de masas”. Hay pocos “privilegiados” en su seno. En su origen lo constituyen masas campesinas y algunas preindustriales, así como antigua nobleza provinciana y pequeña burguesía ciudadana.
Sin embargo, junto a esta masiva afluencia popular, se incorporan en un principio al Carlismo también algunos sectores nobiliarios y de alta burguesía, beneficiarios del poder en la sociedad estamental del “Antiguo Régimen” y de mentalidad reaccionaria y rabiosamente nacionalista, que esperaban del triunfo de D. Carlos la conservación de sus antiguos privilegios y la exaltación de sus propias interpretaciones religiosas.
Son éstos los que, por su nivel de formación cubren en buena parte los puestos directivos del ejército carlista, y de entre ellos salen los que, cuando ven en peligro la supervivencia de sus prerrogativas, por la inseguridad del triunfo militar, tratan de garantizarlas, allanándose al pacto que les permita instalarse en la sociedad constituida, que decían combatir.
Es sintomático, sin embargo, que el pueblo que en todo momento mantiene su adhesión incondicional al Rey y a los caudillos militares de extracción popular (Zumalacárregui, Cabrera, Ollo, Rada, Tristany…), achaca indefectiblemente las derrotas y los desalientos, a veces injustamente, a los jefes pertenecientes al grupo citado, lo que indica su clara desvinculación respecto a ellos.
Este sector ideológico, que en los tiempos de bonanza no tiene inconveniente en integrarse en la sociedad imperante para salvar los “principios”, es el que, una y otra vez, en los momentos cruciales, revierte al Carlismo y, con su bagaje intelectual e incluso económico, consigue ocupar posiciones totalmente desproporcionadas a su peso específico.
Y es así como su influencia acentúa el carácter contradictorio que ha marcado al Carlismo a la hora de tomar opciones políticas en muchos momentos de su historia debilitándolo.
-Implicaciones políticas. El pueblo carlista comparte una ideología poco formulada, pero vivida. Su primer grito, su primigenio lema, su genuina voz de guerra fue “Rey y Fueros”.
Frente a la revolución “liberal” que derribaba lo que quedaba de una sociedad estamental y anacrónica, pero en beneficio exclusivo de una casta burguesa y centralistas, y que otorgaba el poder político a los que ostentaban el poderío económico, la palabra Rey significaba la garantía de justicia e independencia de quien, por no estar vinculado a una clase o a un grupo particular, se debía a todos y a todos debía de amparar.
Y Fueros era la reivindicación gritada de las libertades concretas, las libertades regionales y comunales que, si bien estaban ya muy disminuidas, e incluso en ciertos aspectos desvirtuadas, era preciso revitalizar.
Frente al liberalismo burgués que proclama la libertad de los privilegiados, de los grandes terratenientes (que se van a enriquecer aún más al atribuirles el Estado los bienes comunales y eclesiásticos, tras la desamortización, y que van a constituir, en un contexto de “capitalismo salvaje”, la oligarquía más poderosa), el Carlismo defiende las libertades sociales auténticas y rechaza a los partidos burgueses de cuadros que se sirven del pueblo en su propio y exclusivo beneficio.
El origen extranjero del liberalismo y su posición antirreligiosa, así como la influencia reaccionaria y nacionalista del grupo de los “apostólicos”, ya señalado, junto a la vivencia religiosa del pueblo y la conciencia de defensa de su propia personalidad, introducen en el lema dos nuevos elementos: “Dios y Patria”.
Sin embargo, remitida la virulencia política que en un tiempo presentó la cuestión religiosa y apagados los fervores nacionalistas que un día se extendieron por toda Europa, recobra hoy su primitiva importancia el lema original “Rey y Fueros”, que, en palabras actuales, se puede traducir por “Justicia y Libertad”.
Justicia y Libertad que hallan su garantía en el pacto entre el Pueblo y la Dinastía, que implica un mutuo compromiso para hacer triunfar en el campo político, más allá de las armas, el lema del Carlismo.
3.- DINÁMICA HISTÓRICA
El Carlismo ha sido derrotado militarmente, políticamente reprimido sin piedad. Sus cuadros, fusilados, encarcelados, exiliados…
Se ha visto intoxicado ideológicamente por grupos de intelectuales dogmáticos, que se han introducido en sus filas y pretendido desvirtuarlo.
Pero ha sido siempre su fidelidad dinástica la que le ha dado cohesión y le ha salvado de convertirse en una “milicia del capitalismo”, restituyéndole su carácter de partido popular (que atrajo la atención y el interés de Carlos Marx por su auténtica dinámica nacida del pueblo).
Su nacimiento tiene lugar mediante una guerra, pero una guerra peculiar.
La Guerra de la Independencia tuvo un carácter nacionalista. La de 1823, ideológico.
La primera guerra carlista reúne ciertas condiciones de las dos anteriores, pero es, además en cierto sentido, la primera manifestación no formulada de la lucha de clases que el liberalismo capitalista desencadenó y más adelante definió y proclamó el marxismo.
Es la lucha de las clases populares en defensa de sus derechos personales y sociales contra la casta que pretende arrasarlos, a fin de consolidar políticamente su status privilegiado, basado exclusivamente en su poder económico.
No obstante, las diferencias entre el planteamiento marxista y el carlista son importantes:
-El Marxismo parte de una masa desarraigada y proletarizada en su lucha contra la oligarquía político-económica que la oprime. El Carlismo, de un pueblo vertebrado y personalizado que se niega a dejarse avasallar por esa oligarquía.
-El Marxismo busca la mentalización de esa masa en función de la opresión que sufre, para que recabe sus derechos humanos. El Carlismo tiene conciencia de esos derechos y defiende la personalidad del pueblo, negándose a abdicar de ellos.
-Para el Marxismo, lo que identifica a las masas internacionalmente es su condición de proletarios. Para el Carlismo, su condición de hombres, capaces de relación social a diversos niveles, y con derecho, por tanto, a preservar la diversidad de sus personalidades colectivas.
-El Marxismo se apoya en un principio filosófico derivado de su peculiar interpretación dialéctica de la Historia. El Carlismo, en una vivencia cristiana en su lucha contra una ideología que trata de ahogarla.
-El Marxismo, en fin, se produce como reacción contra un hecho ya consumado: el triunfo del liberal-capitalismo. EL Carlismo se opone desde el principio a la consumación de ese triunfo, que intuye como anti-popular.
El desenvolvimiento histórico posterior del Carlismo es alternativo. Tendrá momentos de auge y otros de decaimiento, desviaciones y frenazos. Pero su propia persistencia como grupo político, demuestra lo arraigado de sus convicciones y vivencias.
Las crisis que le debilitan, sin embargo, le hacen perder su capacidad de formular un lenguaje propio capaz de expresar un diagnóstico y soluciones a los padecimientos del pueblo español en términos de problemática política, primero, de diálogo político, más tarde.
Surgirán otros grupos populares, otros partidos de masas, para recoger poco a poco aquellas tesis, perfilándolas de cara a la situación: los anarquistas, particularmente, y los socialistas, comunistas, ciertos grupos demócratas…
La incidencia política del dogmatismo antirreligioso con que todos estos grupos se presentaban hasta hace muy pocos años, determinado por la colaboración de la Iglesia con las estructuras capitalistas, hace que el Carlismo, vivencialmente cristiano, se oponga a ese dogmatismo y, alienado por esta Iglesia, desarrolle otro de signo contrario, que le impide entrar en contacto con ellos y formar contra la opresión capitalista el frente común que por sus planteamientos socio-políticos hubiese sido natural.
En la década de los años treinta, la situación social alcanzó el punto de ruptura.
La extrema injusticia que caracteriza al campo socio-económico, particularmente al régimen de propiedad, y la opresión política que traduce aquel régimen y que reprime implacablemente cualquier intento de rebeldía popular, va a abocar a la guerra civil.
4.- CRISIS Y GUERRA CIVIL
El Carlismo ha desaparecido prácticamente como partido político. Sólo queda de él una fuerza popular y dispersa, fiel a una Dinastía, y que se halla aún organizada desde un punto de vista guerrero, según viejas tradiciones de lucha y clandestinidad.
Desde el punto de vista político, el Carlismo ve, como siempre en los tiempos de crisis, acudir a él a elementos ultra-conservadores, que intentan imprimirle un carácter reaccionario, valiéndose de una vivencia profundamente religiosa.
En esta falsa interpretación de la política tiene bastante responsabilidad la Iglesia de aquellos días.
También desde el punto de vista dinástico se perfilaban tiempos de crisis. Muerto D. Jaime III sin descendencia, y sin ella igualmente D. Alfonso Carlos I, la Dinastía carlista, en su rama directa, está destinada a la desaparición.
Pero incluso esta grave situación, que en un partido pura y simplemente monárquico implicaría probablemente la extinción, le sirve al Carlismo para aplicar la teoría de la legitimidad de ejercicio de los Reyes (que ya en tiempos de Juan III, padre de Carlos VII, había pasado su Rubicón) y perfilar más adelante, basado en ella, la doctrina política del Pacto Rey-Pueblo.
Así, D. Alfonso Carlos, muy anciano ya, llama a su lado a D. Javier de Borbón-Parma, su presunto heredero, por cuanto es el primer Príncipe de la Casa de España a quien, permaneciendo fiel a los postulados políticos e ideológicos del Carlismo, corresponde la sucesión según el derecho de sangre.
Nombrado D. Javier Príncipe Regente del Carlismo, sin perjuicio de sus derechos al Trono, se responsabiliza de su destino político y quisiera reconstruirlo como partido popular, con su instrumento de análisis propio, su propio proyecto político y su ideología, capaz de expresar en lenguaje moderno su mística cristiana y popular.
Para ello precisa también una estructura política renovada. Pero falta tiempo.
La tormenta se cierne sobre España, radicalizada sobre las cuestiones no sólo sociales, sino religiosas, ya que la Iglesia se presenta entonces como soporte moral de cierto régimen político-social.
Es difícil resolver el dilema. Las libertades sociales y religiosas se garantizan mutuamente en un contexto político abierto al diálogo. Pero en el contexto no político y fanático de la España de 1936 son desgraciadamente antagónicas.
Esquemáticamente (pues los matices son múltiples), o se defiende la libertad religiosa a costa de la libertad social, o ésta a costa de aquélla.
Sería preciso no tener que escoger, pero no hay opción, pues es tarde ya para el golpe de Estado que el Carlismo había preparado para permitir a las fuerzas populares concluir un acuerdo sobre un programa mínimo común, que salvase ambas libertades, reconciliándolas.
EL Carlismo escoge la libertad religiosa. El Jefe-delegado, D. Manuel Fal Conde, y la Junta de Guerra de Navarra, concluyen un acuerdo con los Generales Sanjurjo y Mola, jefes supremos e indiscutidos del alzamiento militar, en el que se estipula que el Carlismo conserva su independencia política.
En virtud de tal acuerdo, el 18 de Julio de 1936, D. Javier y Fal Conde firman un telegrama dando la orden de levantamiento a los tercios. La respuesta es inmediata. Cien mil voluntarios, a lo largo de tres años de guerra, dejarán constancia de la capacidad de sacrificio y entrega del Carlismo, así como el de su firme rechazo del revanchismo y la persecución.
Pronto constituyen un peligro para el poder militar, que ha sido asumido por un hombre, Franco, incorporado a última hora a la conspiración, y que, de acuerdo con los regímenes que le apoyan (nazi y fascistas), está decidido a asentar su poder personal en una dictadura de ese signo.
Surgen las dificultades políticas. Los tercios, a los que se ha atribuido un mando militar, han sido integrados en el ejército. Pero el Carlismo quiere conservar su independencia en cuanto a la opción política futura, que sólo concibe de acuerdo con las grandes libertades a las que los fueros sirven de garantía.
D. Javier se entrevista con Franco en Burgos para exigirle respeto a la óptica política carlista, contradictoria con la actitud fascista, que es ya la del poder militar, y le manifiesta su firme decisión de cumplir con el pacto que su familia tiene con el pueblo carlista y de conseguir que en la construcción del futuro de España participen todos los españoles.
El exilio de D. Javier y su Estado Mayor político es la respuesta, y la aceleración del golpe de Estado totalitario que asegura a Franco todo el poder político y militar, con el Decreto de Unificación, su consecuencia más inmediata.
El partido carlista conserva su capacidad de resistencia, pero, en parte por la imperiosidad de las exigencias bélicas y en parte por su propia inadecuación política, carece de capacidad de respuesta en el plano político.
D. Javier y los carlistas se niegan a aceptar el decreto unificador y a reconocer la legitimidad del nuevo estado totalitario surgido del mismo, expulsan de sus filas a quienes colaboran con él (Franco fracasa en su intento de neutralizar a Fal Conde, ofreciéndole el Ministerio del Interior, que éste rechaza), pero tiene que renunciar a su personalidad pública, sus estructuras, prensa y locales.
Sus acuerdos y esfuerzos por acortar la guerra y por humanizarla son torpedeados por el franquismo. El acuerdo entre D. Javier y el gobierno de Euzkadi para asegurar la paz del pueblo vasco, garantizando sus libertades, es anulado por el bombardeo de Guernica, que separará por años a las dos comunidades políticas más arraigadas de ese pueblo (nacionalistas y carlistas). Los intentados con la FAI habrán de limitarse a procurar salvar vidas de militantes combatientes en ambas partes.
Cuando la guerra concluye, las fuerzas republicanas son desmanteladas y perseguidas. El Carlismo, teóricamente vencedor, correrá la misma suerte.
5.- INTERREGNO
La guerra mundial priva al partido carlista de su cabeza. D. Javier participa en defensa de la democracia, pero, capturado por los nazis, es deportado al cambo de exterminio de Dachau, con lo que queda aislado de los carlistas.
Al término de la conflagración, el partido sólo existe en estado latente, pero su capacidad de supervivencia, asentada en su arraigo popular, le permitirá renacer nuevamente.
Es precisa su reorganización, pero sobre todo su evolución política, basada en una evolución mental colectiva. Las mentalidades políticas se han estancado en un contexto apolítico dominado intelectual y hasta espiritualmente por el Estado franquista, que impera hasta sobre los pensamientos del pueblo español.
Al Carlismo le sostiene un cierto complejo de frustración y una repulsa, más emocional y vivencial que intelectual en sus masas, respeto a la usurpación franquista.
Y es precisamente en sus núcleos universitarios (las AA. EE. TT.) donde ese sentido de oposición clandestina, pero inclaudicable, al régimen constituido, va, al propio tiempo, aflorando una insatisfacción e inquietud ideológica que, cuando llegue el momento, permitirá acelerar la marcha más de lo que superficialmente se hubiese podido esperar.
D. Javier, aclamado como legítimo sucesor de Alfonso Carlos por el pueblo carlista, actuará en España, para lograr la necesaria evolución y mentalización, personalmente y a través de su hijo Don Carlos Hugo, presentado a los carlistas en la Asamblea anual de Montejurra en 1957.
Y es D. Carlos quien, dando forma al pensamiento político del Rey, propone una nueva frontera, que va desplazándose según el impulso de una dinámica cada vez más vigorosa y generosa.
Las nuevas tesis irán plasmando en conceptos actuales a la antigua doctrina frente a las nuevas circunstancias.
6.- LA DOCTRINA PERFILADA
Es difícil, muy difícil, recuperar el sentido de una doctrina cuando ha de aplicarse a realidades sociológicas nuevas y esa doctrina ha quedado sepultada durante un período, más o menos largo, bajo un aluvión de erudicismos que se expresan en un léxico que, en buena parte, ha quedado desvirtuado para su correcta comprensión por el común de los españoles.
Se precisa valor, audacia, un profundo sentido vivencial de la propia ideología y una íntima comprensión de la realidad actual y de sus exigencias de futuro.
Cuando el Carlismo apareció históricamente en España, el planteamiento convivencial en que había de defender la libertad popular era el meramente territorial, con todo lo que ello representaba, pues implicaba el derecho a la propia personalidad y autogestión colectiva a nivel regional y la conservación y aprovechamiento de los bienes comunales en beneficio de los pueblos.
De ahí que en su inicial defensa de los fueros tuviese un sentido de Libertad Regional estricto. Libertad regional que hoy implica reconquistar la personalidad cultural, lingüística, administrativa y política de las regiones y que no sólo no ha perdido vigencia, sino que, ante las expectativas de futuro de la federación europea, ha adquirido un carácter de urgencia imperiosa.
Pero, triunfante la revolución capitalista burguesa, se ha originado la proletarización de grandes masas de la población en beneficio de los pocos poseedores de los recursos económicos, y este estado de indigencia colectiva, con la consiguiente pérdida de valores personales que acarrea y la exigencia común de recuperarlos, determina una nueva área de sociabilidad y la necesidad y derecho de estructurar los órganos sociales que la sirvan.
De ahí la exigencia carlista de Libertad Sindical, que, siguiendo sus íntimas convicciones de defensa de la personalidad popular, impone el reconocimiento por los poderes públicos de sindicatos libres, democráticos, independientes y con acceso real y efectivo a las decisiones socio-económicas, así como de su arma de lucha, la huelga, en tanto no se haya devuelto a los pueblos el control y la propiedad de los medios económicos de producción.
Finalmente, la expansión de las ideologías y su utilización por los partidos de cuadros en detrimento de los derechos populares, ha forzado a las masas a elaborar sus propias ideologías y a utilizarlas en defensa propia.
Adquirida por el pueblo la conciencia de sus ideologías, su mantenimiento significa hoy ya un derecho irrenunciable y, como tal, el Carlismo, cuya razón de ser histórica se debe a la defensa de esos derechos, reclama hoy también la Libertad Ideológica, plasmada operativamente en la existencia de partidos políticos.
Bien entendido que el Carlismo sostiene que las tres áreas de sociabilidad descritas (territorial, económico-profesional e ideológica) y las tres Libertades que suponen no se excluyen mutuamente y, así como el hombre es complejo en su personalidad, en sus intereses y relaciones, así su representación y participación en el gobierno de la comunidad requiere el respeto y garantía de esa misma complejidad.
Estas tres libertades son los tres pilares en que el Carlismo asienta las condiciones para la existencia de una auténtica democracia, y en ella su concepto monárquico aparece como garantía de independencia, que asegure la justicia de la que emerge la auténtica paz social (ya Carlos VII se presentaba al pueblo como “el Rey de las Repúblicas sociales”).
Porque el Carlismo no entiende su concepción del presente y su proyecto de futuro tan sólo como un entramado de libertades. La libertad, por sí sola, puede ser un mero juego dialéctico o político. La libertad existe y se postula en función de algo, esto es, como posibilidad de ejecución de un ideal. En este caso, del que sintetiza el propósito final del Carlismo: construir una sociedad que realice la Justicia en su máxima plenitud posible y en todas las formas y niveles en que ha de estar presente.
Las libertades que el Carlismo suscribe y propugna son un punto de arranque y un cauce, no un punto de llegada y un ideal autosuficiente. La libertad se reclama para hacer viable la Revolución social a la que orienta su dinámica.
Revolución social que tiende primordialmente a la transformación cualitativa del orden socio-económico, a fin de crear una estructura que permita la participación proporcional, para todos los integrantes de la comunidad, en el disfrute y en la gestión de los bienes de naturaleza económica, que son necesariamente un patrimonio colectivo.
Y que, al mismo tiempo, conduzca de manera progresiva a la desaparición de las situaciones de privilegio de los intereses de clase o de grupo y de los monopolios de cualquier forma de poder que determinan la actual discriminación, a nivel nacional e internacional, entre los miembros de la sociedad y entre las diversas naciones.
Cambio éste que estará ordenado, en definitiva, a crear las condiciones estructurales necesarias para permitir el progreso que las aspiraciones, las necesidades y la dignidad de la persona humana exigen.
El Carlismo entiende que sin esta voluntad y esta acción ordenadas a renovar en un alcance de plenitud humana las realidades sociales y económicas de nuestra sociedad, carece de finalidad y de sentido cualquier acción que termine en el simple ejercicio de la libertad.
De ahí que sostenga que esta exigencia de transformación pasa por una necesidad de socialización de la riqueza nacional y de los bienes productivos, de democracia empresarial y económica, por medio de la autogestión, de revisión de la estructura de la propiedad, que lleve a una distribución y aun control comunitarios de la riqueza, y de la elevación y dignificación de todas las funciones sociales que hacen posible la vida colectiva.
La cuestión religiosa, que tanta importancia ha tenido, por la vivencia cristiana del Carlismo, ha sido nuevamente expresada y perfilada. Frente a los intentos de atribuirle el carácter de grupo religioso, ha sido preciso que, sin negar la esencia cristiana de su filosofía política, y precisamente por eso, rechace taxativamente la aconfesionalidad de los partidos político, y exija la separación de Iglesia y Estado.
Y en este orden de cosas, la similitud de sus tesis con las mantenidas por el Concilio Vaticano II, le han permitido afirmar su andadura, mientras los “tradicionalistas” que se sentían incapaces de asimilar las nuevas ideas se apartaban de sus filas, librándole de su lastre.
Es en el campo político y como grupo político, como el Carlismo se reconoce responsable del desarrollo de los valores cristiano de los que es portador. De ahí su defensa de la dignidad de las persona, la libertad colectiva y la justicia social.
En su crítica del capitalismo, la exigencia de una revolución social, que derribe las estructuras sociales y políticas del Estado tecnocrático-capitalista, y en el concepto social de la propiedad, para que deje de ser el soporte de una casta monopolizadora de los resortes del poder, es precisamente su mística de inspiración cristiana la que le lleva a ocupar posiciones similares a las del marxismo.
Pero se parte de éste en cuanto a la concepción carlista de la trascendencia religiosa del hombre, (distancia que hoy en día se ha visto acortada por las nuevas posiciones alcanzadas por cristianos y marxistas, tomando unos en consideración la realidad social vigente para plasmar sus principios, y conscientes los otros cada vez más de la dimensión espiritual del hombre), su oposición a la praxis totalitaria de la sociedad, bien sea por medio del Estado o por medio del partido, de algunas acepciones socialistas y el planteamiento de la autogestión que propugna el Carlismo como remedio de asegurar la libertad en la función creadora de los hombres.
7.- HISTORIA DE UNA EVOLUCIÓN
Recuperar la vena popular soterrada y formular con el pueblo una doctrina de la que éste es portador, constituye una larga y no fácil empresa. Pero a ella se han dedicado totalmente D. Javier, D. Carlos Hugo y toda su familia, y de ello dan testimonio los continuos contactos, cursillos de formación, tomas de posición y discusiones a todos los niveles del partido, que concilio una gran democracia interna con una rigurosa disciplina, libremente aceptada, garantía de su libertad colectiva.
Gracias a esto, el Carlismo ha evolucionado, conscientemente y con decisión, pese a los esfuerzos del Régimen franquista por condicionarle y encasillarle en una cómoda inoperancia.
Sus seguidores se convierten en militantes, capaces no sólo de consagrarse a la tarea política, sino también de iniciativa en una guerra en la que la oposición al régimen es mucho más ideológica que afectiva.
El Carlismo ha vencido sus viejas contradicciones internas, a la par que los elementos reaccionarios, enquistados en sus filas para utilizarle en su propio beneficio, le abandonan. Ha conquistado su libertad colectiva y su dinámica social.
Desde este momento, multiplica sus contactos con otras fuerzas militantes y con ellas comparte sus tesis, en una común oposición al totalitarismo.
En Diciembre de 1968, su creciente actividad desemboca en el reconocimiento de la autonomía regional, dentro de su organización, para la Rioja, y en la exigencia por parte de D. Javier de esa autonomía cultural, administrativa y política para todas las regiones en la futura España.
Tal hecho resulta insoportable para el franquismo que, minado por una grave crisis interna, reacciona expulsando de España a D- Javier, a D- Carlos y a todos los miembros de su familia presentes en el territorio (expulsión culminada con la de Doña Cecilia en 1971), lo que provoca una nueva tensión política que, unida a la citada crisis, fuerza al gobierno a proclamar el estado de excepción durante un mes.
Desde entonces, las Asambleas Populares carlistas, los Montejurra 69, 70, 71 y 72, acentúan su carácter de fuerza revolucionaria y el partido reclama para el país con acentos cada vez más agudos y comprometidos las libertades formales y sociales precisas para impedir que España caiga otra vez en los antagonismos que la condujeron a la guerra civil.
El Carlismo concibe que sólo construyendo las nuevas estructuras es como pueden ser efectivamente derribadas las actuales.
-Construir una sicología de responsabilidad e iniciativa política, para acabar con el fatalismo y el servilismo característicos del régimen de opresión.
-Construir un espíritu de libertad, anegado por treinta años de coacciones y conformismo.
-Construir el pluralismo sobre el acuerdo de aquéllos cuyas metas sociales son comunes para promoción del pueblo, y destruir el monolitismo del partido único totalitario.
-Construir un partido popular, para terminar con el dominio de las castas establecidas, que pretenden reducir al pueblo a un papel de comparsa menor de edad…
El subjetivismo se convierte así en objetividad. Cambiar las estructuras es, en primer lugar, cambiar los condicionantes que afectan a la personalidad humana.
Este es el sentido y dignidad profundos de la politización. Y en ello está comprometido el Carlismo de hoy.
8.-EL PARTIDO CARLISTA
Para promover el desarrollo ideológico que la mística y la vivencia carlistas implican, se precisa un instrumento de lucha y de incidencia en la vida política española. Tal instrumento es el Partido Carlista.
Se presenta como un gran partido de masas, muy organizado y democrático, en oposición radical y declarada al régimen imperante, y clandestino en la medida en que éste no admite los partidos políticos en España-
Su organización es extensa y abarca todo el territorio español, y su actividad, constante, aun cuando implique la persecución, el exilio o la cárcel.
En la medida en que la situación de semi-clandestinidad lo permite, su jerarquía es en parte designada por el Rey y en parte elegida democráticamente por la base.
Su manifestación más genuina se da en concentraciones populares (en Montejurra se dan cita anualmente decenas de miles de carlistas), pero su labor de politización se verifica a lo largo y a lo ancho de todo el cuerpo social y en los cursillos para militantes.
Dado que el Carlismo no es un partido monolítico y dogmático, la autoridad moral (que trasciende a las personas) de la Dinastía permite aunar en un esfuerzo común a las diferentes mentalidades presentes en su comunidad política y, con su jerarquía indiscutida, posibilita, con su disciplina de partido de masas comprometido, la formulación de una doctrina política que sea respuesta a la problemática de hoy y proyecto de futuro.
El desenvolvimiento doctrinal es, en fin, constante, y se realiza a través de los Congresos del Pueblo Carlista, que, compuestos por compromisarios elegidos por la base en Asambleas democráticas, van marcando la línea político-ideológica del Partido.
Esta es, en resumen, la plasmación actual de esta primitiva explosión popular en la que D. Miguel de Unamuno, que tan virulentamente fustigó al Carlismo oficial de su tiempo, supo percibir una “protesta contra todo mandarinato, todo intelectualismo y todo charlamentarismo, contra todo aristrocratismo y centralización unificadora”, “con su fondo socialista y federal y hasta anárquico”, del que “puede decirse que nació contra la desamortización, no sólo de los bienes del clero y los religiosos, sino de los bienes del común” y del que pudo afirmar con toda razón que “fue un movimiento más europeo que español, un irrumpir de los subconsciente en la conciencia, de lo intra-histórico en la historia”.
Y es el compromiso consciente con su historia lo que proyecta al Carlismo hacia el futuro.

(El presente texto ha sido redactado por la Junta de Gobierno del Partido Carlista y aprobado por el pleno de la misma en la reunión del 28 de enero de 1973, tras el dictamen de la Comisión Ideológica.
Su contenido, publicación y difusión ha sido autorizado por Don Javier de Borbón Parma y Don Carlos Hugo de Borbón Parma)

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