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14 de noviembre de 2010

Elogio de la plebe española en 1808

La invasión napoleónica y la consiguiente sublevación del pueblo español, a partir del 2 de mayo de 1808, supusieron la irrupción decisiva de las clases populares en la vida política nacional; todos los intentos posteriores de la reacción absolutista no fueron capaces de sacar al pueblo de la escena social de España. En 1808 el médico Pedro Pascasio Fernández Sardinó editó en Badajoz El almacén patriótico, antecedente de su periódico más conocido: El Robespierre español. Ya desde su primer número hacía profesión de fe revolucionaria y popular; como lo demuestra la publicación del artículo que aquí reproducimos y que está firmado por IQ, firma bajo la que puede ocultarse el famoso poeta José (Iosef) Quintana, de familia extremeña y de temprana vocación liberal y patriótica. Sea cual sea su autor, en el texto se saluda a un pueblo que se ha puesto en pie, sin tutelas y en lucha por su libertad.

ELOGIO DE LA PLEBE ESPAÑOLA
Tú, respetable conjunto de hombres obscuros e ignorados, miembro el más útil de quantos componen la nacional y grande familia, tú eres el objeto de mi veneración, agradecimiento y asombro, desde que sacudiendo tu largo sueño, abriste los ojos para mirar las cadenas que ya amarraban tu cuerpo; y viéndolas te revolviste con furor, bramaste de cólera, y cayeron desbaratadas al primer impulso que hiciste para romperlas. ¡Gracias a ti, que has hecho que principie la época de las grandes cosas en la Nación!, quando ya había caído en un sepulcro de obscuridad eterna, del qual sólo la pujanza de tu brazo ha podido levantarla para ponerla en estado de obrar prodigios, superiores a los que ostentó en los siglos de su esplendor y grandeza.
Todo lo has hecho tu, Pueblo magnánimo y sublime, aunque obscurecido, aunque despreciado por tantos años de horrible opresión; todo lo has hecho tú. Las letras enmudecían, las armas se estaban quietas; tus Gefes, o vendidos labraban infamemente tu ruina y eran los primeros a perderte, o acobardados tardaban en decidirse; pocos ministros del altar, animados de un gran valor evangélico, osaron alzar el grito; todos los medios, en fin, donde podías esperar tu salud, te se habían negado, o se habían convertido en obstáculos.
La perdición de la Patria era una cosa segura, de que nadie dudaba. Pero tú lo ves y te propones salvarla. La traición de algunos, la tibieza de otros, eran los dos estorbos más fuertes para que empezases a obrar. Aunque benigno y enemigo de escenas sangrientas y revolucionarias, con dolor tuyo te viste precisado a acabar con los monstruos de falsedad y perfidia; esgrimiste el fin el puñal patriótico; cayeron ellos, y la Nación se levantó.
Se levantó, y con su frente hirió las estrellas. Tuya es la gloria de un suceso tan memorable. Desde entonces el universo te mira y te honra como su libertador; porque cuando el Coloso del poder y de la fuerza corría por la Tierra y la sugetaba, te has puesto delante de él para contrastarlo y destruirlo.
Semejante tú a un torrente inmenso, vencedor de los diques que le atajaban, te has derramado arrastrando contigo a las otras clases, a los otros Gefes, y a los mismos estorbos; y haciéndoles ir a donde quisiste, has caminado por ti solo, y por la fuerza de tu carácter a la alta empresa de la salvación de España.
Muchos creían imposible lo que te han visto hacer, han extrañado tu noble osadía y tu grito de independencia y libertad; pero yo, conociéndote bien, hubiera extrañado que doblando mudamente el cuello al infame yugo, hubieses aumentado el número de los esclavos del Déspota universal.
Hermoso, magnífico espectáculo es el de las virtudes que has presentado a las Naciones, Honrado, incorruptible, generoso, sencillo y valiente, prendas todas más brillantes que el solio y la magestad de los tiranos, son cada cual tu soberano atributo. Por ellas y por un rasgo de la nobleza de tu índole, después de haberte ensangrentado en los traidores, has recobrado sin violencia tu natural dulzura, tu antigua docilidad y sumisión a las nuevas y legítimas autoridades, que por un efecto de tu soberanía, has elegido tu mismo, y en las quales descansas con una confianza justa, y tanto más admirable, quanto era de temer todo lo contrario en circunstancias tan agitadas y turbulentas.
Sin instrucción y sin libros has mostrado más perspicacia y acierto que los sabios de primer orden; y reposando en la firme satisfacción de tus propias fuerzas, pudiste anticipadamente despreciar sus vanos cálculos y predicciones. Sin armas y sin experiencia militar has mostrado más poder que los exércitos del gran Guerrero; porque sólo has necesitado que se te acerquen para rendirlos.
Tales y tan asombrosas proezas has hecho hasta aquí; para saber lo que en adelante serás, basta una pequeña reflexión. Si un pueblo, a quien su gobierno procuró por tan largo tiempo embrutecer y degenerar, nada ha perdido de su antiguo heroísmo, ¿a qué grandeza no llegará baxo de un Gefe digno de su elevación, de sus virtudes,  y de su extraordinaria capacidad?
Conócete, penétrate, o Pueblo adorado, de tan eminentes prendas. Y empléalas siempre en tu mayor felicidad y engrandecimiento. Levanta más tu frente generosa, y corónate de la gloria que el universo te da: revístete de toda su y potencia; marcha, sube al encumbrado Pirineo, y desde allí, en pie, con largo y poderoso brazo, rescata al Héroe Rey, cuya ausencia lloras; y con él a tu frente sigue dando al orbe atónito las sublimes lecciones de verdadero heroísmo que has dado ya, que nada te cuestan.
I.Q.

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