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25 de octubre de 2011

Anarquía: aspiraciones y propósitos, de Rocker

Rudolf Rocker fue uno de los más brillantes pensadores anarquistas de la primera mitad del siglo XX, magnífico heredero de la generación de Kropotkin o Malatesta, y activo protagonista del auge del movimiento libertario en los años de entreguerras: revolución mahnovista en Ucrania, reconstrucción de la AIT, revolución social en España... Destacó, sobre todo, porque mantuvo la línea tradicional del ideario ácrata pero adaptando y evolucionando su pensamiento a las nuevas circunstancias y utilizando para analizar con acierto los nuevos retos del anarquismo y del conjunto de la sociedad. Fue especialmente combativo en su oposición a la influencia del comunismo y del jacobinismo en el movimiento libertario y en su justa valoración de la violencia como medio de lucha de los anarquistas. Ofrecemos uno de sus textos, "Anarquía: aspiraciones y propósitos", que sirve como recorrido histórico por la anarquía sin dejar de ofrecer pistas sobre un presente que a veces no parece estar tan lejano.

ANARQUIA: ASPIRACIONES Y PROPOSITOS
El anarquismo es una corriente intelectual bien definida en la vida de nuestro tiempo, cuyos partidarios propugnan la abolición de los monopolios económicos y de todas las instituciones coercitivas, tanto políticas como sociales, dentro de la sociedad. En vez del presente orden económico capitalista, los anarquistas desean el establecimiento de una libre asociación de todas las fuerzas productivas, fundada en el trabajo cooperativo, cuyo único móvil sea la satisfacción de las necesidades de cada miembro de la sociedad, descartando en lo futuro todo interés especial de las minorías privilegiadas en la unidad social. En lugar de las actuales organizaciones del Estado, con su inerte mecanismo de instituciones políticas y burocráticas, los anarquistas aspiran a que se organice una federación de comunidades libres, que se unan a otras por intereses sociales y económicos comunes y que solventen todos sus asuntos por mutuo acuerdo y libre contrato.
A todo el que examine, de manera profunda, el desenvolvimiento económico y político del presente sistema social, le será fácil reconocer que tales objetivos no nacen de las ideas utópicas de unos cuantos innovadores imaginativos, sino que son consecuencia lógica de un estudio a fondo del presente desbarajuste social, que a cada nueva fase de las actuales condiciones sociales se pone en evidencia de manera más palmaria y nociva. El moderno monopolio, el capitalismo y el Estado, no son más que los últimos términos de un desarrollo que no podía culminar en otros resultados.
El enorme desarrollo de nuestro vigente sistema económico, que lleva a una inmensa acumulación de la riqueza social en manos de las minorías privilegiadas y al continuo empobrecimiento de las grandes masas populares, preparó el camino de la presente reacción política y social, favoreciéndola en todos los sentidos. Ha sacrificado los intereses generales de la sociedad a los intereses privados e individuales y, con ello, minó sistemáticamente las relaciones de hombre a hombre. No se tuvo presente que la industria no es un fin en sí mismo, sino que debiera constituir el medio de asegurarle al hombre su sostén y hacerle accesible los beneficios de una actividad intelectual superior. Allí donde la industria lo es todo y el hombre no es nada, comienza el reino de un despiadado despotismo económico, cuya obra no es menos desastrosa que la de cualquier despotismo político. Ambos se dan mutuo auge y se nutren en la misma fuente.
La dictadura económica de los monopolios y la dictadura política del Estado totalitario, son ramas producidas por idénticos objetivos sociales, y los rectores de ambas tienen la presunción de intentar la reducción de todas las incontables manifestaciones de la vida social al ritmo deshumanizado de la máquina y afinar todo lo que es orgánico según el tono muerto del aparato político. El moderno sistema social ha dividido internamente, en todos los países, el organismo social en clases hostiles, y en lo exterior, ha roto el círculo de la cultura común en naciones enemigas, de suerte que ambas clases y naciones se enfrentan unas a otras con franco antagonismo, y en su constante lucha tienen la vida social de la comunidad sometida a continuas convulsiones. La última gran guerra y los terribles efectos consiguientes, que no son sino la resultante de las luchas por el poder político y económico, unido todo ello al constante temor a la guerra, temor que hoy atenaza a todos los pueblos, son consecuencia lógica de este insostenible estado de cosas que ha de arrastramos, indudablemente, a una catástrofe universal si el desenvolvimiento social no toma otro rumbo a tiempo. El mero hecho de que la mayoría de Estados se vean obligados hoy día a gastar del cincuenta al sesenta por ciento de sus ingresos anuales en eso que se llama defensa nacional y en la liquidación de viejas deudas de guerra, es clara demostración de lo insostenible del presente estado de cosas, y debiera ser bastante para revelar a todo el mundo que la presunta protección que el Estado ofrece al individuo, es dudosa y cuesta cara.
El poder, que crece cada vez más, de una burocracia desalmada y política que inspecciona y salvaguarda la vida del hombre desde la cuna al sepulcro, está poniendo cada día mayores trabas en el camino de la cooperación solidaria de los seres humanos y estrangula toda posibilidad de nuevo desarrollo. Un sistema que en todos los actos de su vida sacrifica, en efecto, el bienestar de vastas zonas de población y de naciones enteras a la egoísta apetencia de poder y de intereses económicos de unas reducidas minorías, está necesariamente condenado a disolver todos los lazos y a promover una guerra incesante de cada uno contra todos. Este sistema no ha servido más que para prepararle el camino a esa gran reacción intelectual y social llamada fascismo, que va mucho más allá que las seculares monarquías absolutas en su obsesión del poder, tratando de someter todas las esferas de la actividad humana al control del Estado. Así como la teología hace que las religiones proclamen que Dios lo es todo y el hombre nada, así también esa moderna teocracia política pretende que el Estado lo sea todo y el ciudadano para nada cuente. Y de la misma manera que, ocultas tras "la voluntad de Dios", descubrimos a las minorías privilegiadas, así, amparado bajo "la voluntad del Estado", hallamos exclusivamente el interés egoísta de los que se consideran llamados a interpretar esa voluntad, tal como ellos la entiende, e imponerla forzosamente al pueblo.
Las ideas anarquistas aparecen en todos los períodos conocidos de la Historia, por más que en este sentido quede aún mucho terreno que explorar. Las hallamos en el chino Lao-Tsé ("La marcha y el camino cierto") y en los últimos filósofos griegos, los hedonistas y los cínicos, como en otros defensores del llamado "derecho natural", especialmente en Zenón, quien, situado en el punto opuesto al de Platón, fundó la escuela de los estoicos. Hallaron expresión en la escuela del agnóstico Carpocrates de Alejandría y ejercieron innegable influencia sobre ciertas sectas cristianas de la Edad Media en Francia, Alemania y Holanda, todas las cuales cayeron víctimas de salvajes persecuciones. Hallamos un recto campeón de esas ideas en la historia de la reforma bohemia, en Peter Chelcicky, quien en su obra "Las redes de la Fe" sometió a la Iglesia y al Estado al mismo juicio que les aplicara más tarde Tolstoi. Entre los grandes humanistas se destaca Rabelais, con su descripción de la feliz abadía de Thélérne - "Gargantúa" - donde ofrece un cuadro de vida libre de todo freno autoritario. Sólo citaré aquí, entre otros muchos precursores, a Diderot, cuyos voluminosos escritos se encuentran profusamente sembrados de expresiones que revelan a una inteligencia verdaderamente superior, que supo sacudirse todos los prejuicios autoritarios.
Sin embargo, estaba reservada a una época más reciente de la Historia el dar clara forma a la concepción anarquista de la vida y relacionarla directamente con los procesos de la evolución social. Y esta realización tuvo efecto por primera vez en la obra magníficamente concebida de Guillermo Godwin: "Concerning Political Justice and its influence upon General Virtue and Happiness" ("Sobre la justicia política y su influencia en la virtud y en la felicidad generales"), Londres, 1793. Puede decirse que la obra de Godwin es el fruto sazonado de aquella larga evolución de conceptos de radicalismo político y social que en Inglaterra sigue una trayectoria ininterrumpida desde Jorge Buchnan, de la que son hitos ciertos Ricardo Hoofer, Gerard Winstanley, Algernon Sidney, Juan Locke, Roberto Wallace y Juan Bellers, hasta Jeremías Bentham, José Priestley, Ricardo Price y Tomás Paine.
Godwin reconoce de una manera diáfana que la causa de los males sociales radica, no en la forma que adopte el Estado, sino en la misma existencia de éste. Y así como el Estado ofrece una verdadera caricatura de sociedad genuina, así también hace de los seres que se hallan bajo su guarda constante, meras caricaturas de sí mismos, obligándoles a reprimir en todo momento sus naturales inclinaciones y amarrándoles a cosas que repugnan a sus mismos impulsos. Sólo de esta manera se pueden moldear seres humanos según el tipo establecido de los buenos súbditos. El hombre normal que no estuviera mediatizado en su natural desarrollo, modelaría según su personalidad el ambiente que le rodea, de acuerdo con sus íntimos sentimientos de paz y libertad.
Pero al mismo tiempo Godwin reconoce que los seres humanos no pueden convivir de manera libre y natural si no se producen las condiciones económicas adecuadas y si no se evita sean explotados por otros, consideración ésta que los representantes de casi todos los radicalismos políticos fueron incapaces de hacerse. De aquí que se vieran forzados a hacer cada vez mayores concesiones al Estado que habían querido reducir a la mínima expresión. La idea de Godwin de una sociedad sin Estado suponía la propiedad social de toda la riqueza natural y común, más el desenvolvimiento de la vida económica por la cooperación de los productores. En este sentido puede decirse que fue el fundador del anarquismo comunista que cobró realidad más tarde.
La obra de Godwin ejerce vigorosa influencia en los círculos más avanzados del proletariado británico y entre lo más selecto de la intelectualidad liberal. Y lo que es más importante, contribuyó a dar al joven movimiento socialista inglés, que halló sus más cuajados exponentes en Roberto Owen, Juan Gray y Roberto Thompson, ese inequívoco carácter libertario que le caracterizó durante mucho tiempo y que nunca llegó a tener en Alemania ni en otros muchos países.
Pero muchísimo mayor fue la influencia ejercida en el desenvolvimiento de la teoría por Pedro José Proudhon, uno de los escritores mejor dotados intelectualmente y de talento diverso que puede ofrecer el socialismo moderno. Proudhon estaba completamente arraigado en la vida social e intelectual de su época y esta posición le inspiró todas las cuestiones de que hubo de ocuparse. Por consiguiente no se le debe juzgar, como han hecho incluso muchos de sus discípulos, por sus postulados prácticos especiales nacidos de las necesidades de la hora. Entre todos los pensadores socialistas de su tiempo es el que tuvo una comprensión más profunda de la causa del desarreglo social y el que, al mismo tiempo, tuvo una visión más amplia. Se erigió en el contrincante declarado de todos los sistemas y vio en la evolución social el acicate eterno que mueve hacia nuevas y más elevadas formas de vida intelectual y social, y sustentaba la convicción de que esta evolución no puede estar sujeta a ninguna fórmula abstracta definida.
Proudhon se opuso a la influencia de la tradición jacobina que dominaba el pensamiento de los demócratas franceses y de la mayoría de los socialistas de la época, en forma no menos resuelta que a la intromisión del Estado central y el monopolio de los naturales procesos del adelanto social. Consideraba que la gran tarea de la revolución del siglo XIX consistía en librar a la sociedad de esas dos excrecencias cancerosas. Proudhon no era comunista. Condenaba la propiedad como privilegio que es de la explotación, pero reconocía la propiedad de los instrumentos de trabajo entre todos, practicada por medio de grupos industriales relacionados entre sí por libre contrato, a condición de que no se hiciera uso de este derecho para explotar a otros y mientras se asegurase a cada persona el producto íntegro de su trabajo individual.
Esta organización, fundada en la reciprocidad -mutualidad-, garantiza el goce de igualdad de derechos a cada cual a cambio de una igualdad de servicios. El promedio del tiempo empleado en la elaboración de todo producto, da la medida de su valor y es la base para el intercambio. Por este procedimiento, al capital se le priva de su poder usuario y se ata completamente al esfuerzo de su trabajo. Poniéndosele así al alcance de todos, deja de ser instrumento de explotación.
Esta forma de economía hace que resulte superfluo todo engranaje político coercitivo.
La sociedad se convierte en una liga de comunidades libres que ordenan sus asuntos de acuerdo con las necesidades, por sí mismas, o asociadas a otras, y en las cuales la libertad del hombre no tiene una limitación en la libertad igual de los demás, sino su seguridad y confirmación. "Cuanto más libre, independiente y emprendedor sea el individuo en una sociedad, tanto mejor para ésta”. Esta organización del federalismo en la que Proudhon veía el porvenir inmediato de la humanidad, no sienta limitaciones definidas contra las posibilidades de ulterior desarrollo, y ofrece las más amplias perspectivas a todo individuo y para toda actividad social.
Partiendo del punto de vista de la federación, Proudhon combatió asimismo las aspiraciones del unitarismo político del entonces naciente nacionalismo que tuvo sus más vigorosos apologistas en Mazzini, Garibaldi, Lelewel y otros. También en este aspecto tuvo una visión más clara que la mayoría de sus contemporáneos. Proudhon ejerció una fuerte influencia en el desarrollo del socialismo, influencia que se dejó sentir de manera especial en los países latinos. Pero el así llamado anarquismo individualista que tan valiosos exponentes tuvo en los Estados Unidos, como Josiac Warren, Esteban Pearl Andreys, Guillermo B. Greene, Lisandro Spooner, Francis D. Tandy, y, en forma sumamente notable, en Benjamín R. Tucker, siguió esas mismas directrices generales, aunque ninguno de sus representantes llegara a la amplitud de visión de Proudhon.
El anarquismo halló una expresión única en el libro de Max Stirner (Juan Gaspar Schmidt) "Der Einzigeund sein Eigentum" ("El único y su Propiedad"), libro que, es cierto, cayó muy pronto en el olvido y no ejerció ninguna influencia en el movimiento anarquista como tal, pero cincuenta años más tarde fue objeto de una inesperada rehabilitación. La obra de Stirner es eminentemente filosófica y en ella se señala la dependencia del hombre, de los llamados altos poderes, a lo largo de sus torcidos caminos, manifestándose el autor sin la menor timidez al deducir consecuencias del conocimiento obtenido en la meditación. Es el libro de un insumiso resuelto y consciente que no hace la más leve concesión de reverencia a ninguna autoridad, por encumbrada que se halle, con lo cual estimula enérgicamente a pensar con independencia.
El anarquismo tuvo un campeón viril, de robusta energía revolucionaria, en Miguel Bakunin, que tomó pie en las enseñanzas de Proudhon, pero que las expandió al terreno económico, cuando con el ala izquierda, colectivista de la Primera Internacional, salió en defensa de la propiedad colectiva de la tierra y de todos los medios de producción, propugnando quedase reducida la propiedad privada al producto íntegro del trabajo individual. Bakunin era también un contrincante del comunismo, que en su tiempo tenía también un carácter autoritario, como el que ha tomado en la actualidad el bolchevismo. En uno de sus cuatro discursos pronunciados en el Congreso de la "Liga para la Paz y la Libertad", en Berna (1868), dijo así: "No soy comunista porque el comunismo concentra y hace absorber todas las potencias de la sociedad en el Estado, porque llega necesariamente a la centralización de la propiedad en manos del Estado, mientras que yo quiero la abolición del Estado, la extirpación radical de este principio de la autoridad y de la tutela del Estado, que, con el pretexto de moralizar y civilizar a los hombres, los ha sometido, hasta este día, explotado y depravado."
Bakunin era un revolucionario decidido y no creía en amigables reajustes del conflicto de clases planteado. Veía que las clases gobernantes se oponían ciega y tercamente a la más ligera reforma social, y por consiguiente no creía posible la salvación, a no ser por medio de una revolución social internacionalizada que aboliese todas las instituciones eclesiásticas, políticas, militares y burocráticas del vigente sistema social y que las sustituyese por una asociación de asociaciones libres de trabajadores que proveerían las exigencias de la vida cotidiana. Y puesto que creía, como tantos otros contemporáneos suyos, que la revolución no sería a largo plazo, consagró toda su vasta energía a combinar el mayor número posible de elementos genuinamente revolucionarios y libertarios, dentro y fuera de la Internacional, a salvaguardar la revolución inminente contra toda dictadura, contra toda regresión a las antiguas condiciones sociales. Así es como vino a ser, en un sentido muy especial, el creador moderno del movimiento anarquista.
También halló el anarquismo un apologista valioso en Pedro Kropotkin, quien se impuso la tarea de aplicar los adelantos de las ciencias naturales al desarrollo de los conceptos sociológicos del anarquismo. Con su ingenioso libro "El apoyo mutuo, factor de evolución", se alistó entre los que combatían al llamado "darwinismo social", cuyos adictos trataban de demostrar que era inevitable mantener por la existencia, elevando la teoría de la lucha del más fuerte contra el débil a la categoría de ley de hierro sobre todos los procesos naturales, incluso aquéllos a los que el hombre se halla sujeto. En realidad, semejante concepto estaba grandemente influido por la doctrina malthusiana, según la cual lo que podríamos llamar carta de la vida no está extendida para todos los seres y por consiguiente, los no necesarios se tendrán que resignar a aceptar los hechos tal como son. Kropotkin demostró que esta manera de concebir la naturaleza como un campo de guerra desenfrenada es presentar en caricatura la vida real, y que paralelamente a la lucha brutal por la existencia, que se libra a diente y uña, hay otro principio en la naturaleza, cuya expresión es la combinación social de las especies más débiles y el mantenimiento de las razas merced a la evolución de los instintos sociales y de la ayuda mutua.
En este sentido no es el hombre el creador de la sociedad sino la sociedad la creadora del hombre, pues éste recibió por herencia, de las especies que le precedieron, el instinto social que fue lo único que le permitió mantenerse en su medio, primero contra la superioridad física de otras especies y de llegar a asegurarse un nivel de desarrollo no soñado. Esta segunda interpretación de la lucha por la existencia es, sin comparación, muy superior a la primera, como lo comprueba la rápida regresión de las especies que carecen de vida social y que sólo cuentan con su fuerza física. Este punto de vista que en la actualidad es cada día más aceptado, en las ciencias naturales y en las investigaciones sociales, abrió horizontes completamente nuevos a la especulación relativa a la evolución humana.
Lo cierto es que, incluso bajo el peor de los despotismos, la mayor parte de las relaciones personales del hombre con sus compañeros se ordena mediante el libre acuerdo y la cooperación solidaria, sin lo cual no cabría ni pensar en la vida social. Si así no fuera, ni la ordenación coercitiva más violenta por parte del Estado sería capaz de mantener el ritmo social ni siquiera un solo día. Sin embargo, estas naturales formas de conducta que surgen de lo más hondo de la condición humana se hallan constantemente intervenidas y contrahechas por efecto de la explotación económica y de la vigilancia gubernamental, representación en la sociedad humana de la lucha por la existencia que tiene que superar el hombre por la otra forma de convivencia cifrada en la ayuda mutua y la libre cooperación. La conciencia de la responsabilidad personal y ese otro bien inestimable que ha llegado al hombre por herencia desde lo remoto de los tiempos, la capacidad de simpatía con los demás, en la que toda ética social y todas las ideas sociales de justicia tienen su origen, alcanzan un mayor desarrollo en el clima de la libertad,
También, como Bakunin, era Kropotkin revolucionario. Pero el segundo, lo mismo que Elíseo Reclus y tantos otros, veía en la subversión una fase especial del proceso revolucionario, fase que se presenta cuando las nuevas aspiraciones sociales se hallan tan reprimidas por la autoridad en su natal desarrollo, que tienen que hacer saltar la vieja cáscara por la violencia para luego poder funcionar como nuevos factores de la vida humana, En contraste con Proudhon y Bakunin, Kropotkin aboga por la propiedad en común, no sólo de los medios de producción, sino de los productos del trabajo, pues opina que, dado el actual estado de la técnica, no es posible justipreciar el valor exacto del trabajo realizado por el individuo, pero que, en cambio, en virtud de una orientación racional de nuestros modernos métodos de trabajo, será posible asegurar a todos una equitativa abundancia. El comunismo anarquista que antes ya fue recomendado con vehemencia por José Dejacque, Elíseo Reclus, Enrique Malatesta, Carlos Cafiero y otros, y por el que hoy abogan la inmensa mayoría de los anarquistas, tuvo en él uno de sus más brillantes exponentes.
Debe ser mencionado también Leon Tolstoi, quien, partiendo de la cristiandad primitiva y fundándose en los principios éticos formulados por los Evangelios, llegó a concebir la idea de una sociedad sin instituciones rectoras.
Es común a todos los anarquistas el deseo de librar a la sociedad de las instituciones coercitivas que se interponen en el camino del desarrollo de una humanidad libre. En este sentido el mutualismo, el colectivismo y el comunismo no deben ser considerados como sistemas cerrados que no permitan ulterior desenvolvimiento, sino simplemente como postulados económicos en cuanto a medios para salvaguardar una comunidad libre. Probablemente en la sociedad futura se darán diversas formas coexistentes de cooperación económica, pues todo progreso social es inseparable de esta libre experimentación y prueba práctica para las cuales en una sociedad de comunidades libres se hallarán las oportunidades propicias. Lo mismo puede decirse de los distintos métodos del anarquismo. Muchos anarquistas en la actualidad están convencidos de que la transformación social de la organización humana no será posible efectuarla sin violentas convulsiones revolucionarias.
La violencia de tales convulsiones depende, naturalmente, de la fuerza de resistencia que las clases gobernantes sean capaces de oponer a la realización de las nuevas ideas. Cuanto más amplios sean los círculos que se inspiren en la idea de la organización social según el espíritu de la libertad y el socialismo, tanto menos agudos serán los dolores en el alumbramiento de la próxima revolución social.

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