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19 de mayo de 2008

El porvenir del pueblo, de Robert Lamennais

Robert Lamennais fue un conocido propagandista católico francés nacido en el año 1782. En su juventud, luchó contra la Revolución Francesa y combatió la filosofía ilustrada desde posiciones ultramontanas. Ordenado sacerdote, escribió diversas obras de agitación católica que le dieron mucha popularidad dentro y fuera de Francia. En 1834 publicó su libro Palabras de un creyente, desengañado por la posición del Papa Gregorio XVI en los conflictos de Polonia y Bélgica, países católicos que luchaban por su independencia. La desautorización de sus ideas por el Papa, en la encíclica Singulari nos, le apartó poco a poco de la Iglesia Católica y de su doctrina; Mijaíl Bakunin dijo de él que “si hubiera vivido más, habría acabado por ser ateo”. Su permanente preocupación por la cuestión social se reflejó en sus últimos textos. Ofrecemos el capítulo final de su libro Sobre el pasado y el porvenir del pueblo, escrito en la primavera de 1841.

Como se efectuará el cambio que debe realizarse en el estado actual del pueblo
Proletarios, hombres del pueblo, vosotros tenéis que completar vuestra emancipación, realizar el derecho fundado sobre la igualdad de la Naturaleza; y para eso es preciso, primeramente, que comprendáis que con un deseo muy sincero de dirigiros hacia este fin, al que debéis tender incesantemente, podéis engañaros por falsos espejismos, alejaros hacia lo contrario, y apartaros a vías funestas.
Os es necesario comprender todavía que el estado mejor a que aspiráis y al cual Dios mismo os ordena aspirar, no se producirá por un cambio repentino, sino como todas las cosas del universo, por un desenvolvimiento continuo, por un constante trabajo, un trabajo de cada día, del cual diariamente recogeréis el fruto que será como el germen de otros nuevos, siempre más abundantes.
Cuando se arroja una semilla en un campo preparado para recibirla, da una primera cosecha que, vuelta a sembrar con el mismo cuidado, da otra diez veces mayor, veinte quizá. Así suceden con las simientes del bien que confiaréis al campo, para vosotros estéril, entretanto que trabajáis y otros recogen.
No os abandonéis, no os acobardéis por demasiada impaciencia; nada se hace sino con la ayuda del tiempo. Debéis tener entendido y no olvidarlo jamás, que la vida presente es de combate y de sufrimiento, porque el término de nuestros deseos infinitos no está aquí, porque tenemos una función grande que llenar, pero laboriosa; que no vivimos simplemente para vivir, sino para cumplir una tarea santa. Asociados a la acción de Dios en la eterna producción de su obra, tenemos, como él, que crear un mundo.
Habiendo expuesto el hecho primitivo de la unidad de naturaleza y de la igualdad que implica, se desprende un derecho: la libertad; y ésta es la que tenéis que realizar, porque no es más que la igualdad no solamente abstracta sino efectiva, viviente por decirlo así. ¿Puede concebirse que seres iguales no sean recíprocamente libres; que un hombre igual á otro dependa de éste?
La potencia del derecho reside completamente en el dogma que, prestándole una ley primera y necesaria, justifica a la razón, al mismo tiempo que la diviniza aproximándola á Dios; y en efecto, todo derecho que no se eleva hasta Dios, que no tiene su raíz en él, en las leyes esenciales y eternas del soberano Ser, no es más que un derecho quimérico; una sombra sin sustancia, una ilusión del espíritu. Es porque la Religión, es decir, el conocimiento del dogma ó de las leyes necesarias del Ser absoluto y de los seres creados y la fe en el dogma, es una condición indispensable de la realización del derecho. ¿Cómo realizarlo sin creencias? Y ¿cómo se creerá firmemente, constantemente, sin razón de creer? También en todos los siglos el dogma ha determinado, siguiendo el progreso de la inteligencia, la noción del derecho y su aplicación á la sociedad.
La Religión y el dogma no es solamente el derecho, y la razón del derecho, es todavía el deber y la razón del deber; y sin el deber que se resume en la mutua abnegación, en el sacrificio de sí mismo, en la fraternidad, como el derecho se resume en la libertad, ésta caería en un principio de tiranía, puesto que no teniendo cada uno otra regla que su derecho, no tendría otra que su codicia y su fuerza y un principio de disolución irremediable, ya que los hombres, sin lazo común, se reconcentrarían en el puro individualismo ó en el egoísmo más absoluto.
Además, el trabajo que implica la realización del derecho para producir sus frutos, continúa sin cesar, se prolonga de generación en generación; si cada uno no se cuidase más que de sí, se encerrara en el círculo estrecho de su propia existencia, de su propio interés, nada cambiaría en la sociedad, y el mal que daría, sería eterno. Esforzarse para sustraerse individualmente, sería arrojar el peso sobre los demás, volver su condición peor, único medio de mejorarse á sí mismo; y la opresión que en todos los tiempos ha pesado en grados diversos sobre la raza humana, no tiene otro origen.
Por lo demás, cuando se trata, sea de luchar contra abusos organizados, aprovechables a clases enteras unidas desde luego para defenderlos y perpetuados, sea de cumplir una obra fecunda, el individuo es impotente, le es preciso un apoyo, una ayuda; es necesario, en una palabra, que muchos se concierten y se asocien para obrar en común.
Precisamente, quien dice asociación, dice libertad, libertad de cada asociado ante los demás, libertad de todos ante el Estado. ¿Hay esta asociación entre el buey y el que le unce al arado? ¿Qué importa que el que lo unce se llame Pedro ó se llame Estado?
Después, ninguna asociación libre es posible sin un lazo moral, si cada uno no se cree, no se siente obligado hacia los demás; si todos no tienen este sentimiento, esta creencia íntima de donde resulta, con la seguridad mutua, la unidad. No hay asociación libre ni acción eficaz para combatir el mal y realizar el bien sin el deber y la fe en el mismo.
Recordemos, entretanto, que el problema de la extinción del proletariado o del porvenir del pueblo se resume en esto: Las condiciones morales, es decir: el conocimiento del derecho y del deber, la fe en éstos existente; realizar para el proletario las condiciones de la libertad que le faltan todavía.
Las condiciones que le faltan, siempre supuesta la fe religiosa, son, de una parte, la condición política de la participación en el gobierno, en la administración de los negocios comunes, y la material de la propiedad.
De la participación en el gobierno ó del que de los derechos del ciudadano depende, en primer lugar, su libertad personal; porque, ¿cómo será libre si los otros hacen sin su concurso las leyes que debe obedecer por opresivas que para él fuesen; si desprovisto de voluntad, sometido a su pasividad, dispondrán de él con un poder supremo? ¿No es esto la esclavitud? ¿No es esto, en una sociedad que proclama la igualdad de sus miembros y su indivisible soberanía, la negación completa, no solamente de esta soberanía y de la igualdad, sino de la propia personalidad en lo que no son para esta sociedad más que instrumentos de trabajo, en aquellos que reduce políticamente al estado de máquinas ciegas?
En segundo lugar, los detentadores del poder público, no habiendo podido tener, reservándose la exclusiva posesión, otro motivo de usar para su interés, tal como ellos lo conciben falsa y neciamente, como opuesto al interés general, sus leyes dirigidas á este fin, opondrán siempre un obstáculo insuperable a la realización de la condición material de la libertad en provecho de las clases, entre tanto avasalladas, y tenderán, por el contrario, a concentrar de más en más la riqueza producida en las manos de los privilegiados.
Proletarios, hombres del pueblo, uníos, pues, para conquistar desde luego el complemento de vuestros derechos personales, el derecho político que se os rehúsa, porque se sabe que con él estaríais bien pronto en posesión de los demás; porque participando en la confección de la ley, ésta no sería hecha en beneficio exclusivo del pequeño número y en detrimento de todos los demás. Y puesto que vuestros dueños no os dejan otro medio legal de acción que el que resulta del derecho de petición consagrado por la Carta, firmad peticiones, multiplicadlas, ahogad con ellas la tiranía que sufrís.
Cuando la hayáis vencido, y la venceréis indudablemente si obráis con concierto y perseverancia, no os faltará más que una condición de la libertad: la propiedad. Habéis visto, en efecto, en la serie de las edades desenvolverse la propiedad a medida que se desenvolvía la libertad; poned el último sello, encarnadla, por decirlo así, transportadla del orden abstracto del derecho á la sombra de las realidades efectivas, y como la libertad se resuelve en la individualidad, que nadie es libre si no lo es individualmente, la propiedad se resuelve en la individualidad; es individual ó no lo es. Nosotros creemos haberlo claramente probado discutiendo el sistema de los socialistas y de los comunistas.
Se trata una vez más de saber por qué vías podríais llegar á crearos una propiedad. Quien está privado de toda propiedad no puede creársela sino por medio del trabajo. Es, pues, con vuestro trabajo como podéis adquirir el complemento de vuestra libertad.
El trabajo, en efecto, es indispensable para la producción de la riqueza. Si todo trabajo se suspendiese durante dos años, ¿qué quedaría de la riqueza subsistente en la actualidad? Nada o casi nada. La tierra, estéril para el hombre, le rehusaría la subsistencia y todo cuanto sirve para su mantenimiento; y a las comodidades de la vida, estando consumida, la miseria seria mucho mayor que la de los salvajes colocados en el último grado de la escala de la humanidad. Vosotros sois los que producís diariamente la riqueza; si así no fuese desaparecería inmediatamente. La verdadera causa del mal está, pues, mucho menos en la mala distribución de la riqueza ya producida que en la repartición viciosa de la riqueza que se produce diariamente. Esta repartición viciosa, progresivamente mejorada, llegará á ser cada día más equitativa tan pronto como conquistéis el pleno goce de vuestros derechos personales y políticos, concurriendo con espíritu de justicia y prudencia á la confección de la ley. Porque entonces el trabajo no dependerá de la riqueza, sino la propiedad será la que dependa del trabajo, según el orden natural de las cosas; y esto es por lo que dijimos: “El trabajo emancipado, dueño de sí y dueño del mundo”.
¿Qué es el trabajo emancipado dueño de sí? Es el trabajo libre de las trabas que le hacen más ó menos improductivo para el trabajador. Primeramente: las trabas legales. Las leyes, en efecto, tal como son aplicadas no permiten á los trabajadores defender libremente sus intereses con los contratistas del trabajo; ellas favorecen á éstos y los constituyen en un verdadero estado de servidumbre. Estas leyes opresivas pueden ser abolidas en un cuarto de hora. Las cadenas que ha formado el egoísmo se quebrarán en cuanto el pueblo soberano las toque con el dedo.
Segundo: las trabas intelectuales. El trabajo tiene dos elementos: la fuerza física, la fuerza brutal y la inteligencia que lo dirige. Cuanto más se desarrolla la inteligencia y se extiende la instrucción, el trabajo es más productivo. La instrucción falta al trabajador, y desde este punto de vista se halla casi en estado de servidumbre. Saldrá de él por la institución de una vasta enseñanza gratuita que deberá comprender la instrucción general y la profesional.
Tercero: trabas materiales. El trabajador legalmente libre y poseyendo la medida de instrucción que su capacidad nativa le permite adquirir, no estará por eso más emancipado; no será dueño de sí, de su trabajo, si la materia a que lo aplica, si el instrumento que emplea, si el capital, en fin, no le son directamente accesibles.
Cualquiera que puede suministrar un valor, una garantía, una hipoteca, encuentra en seguida un capital equivalente por más ó menos. Mas esta hipoteca, esta garantía, ¿cómo puede suministrarla el trabajador? No tiene, lo repetimos, más que su trabajo; su trabajo futuro. Nada de capital para el trabajador, a menos que el trabajo futuro, adquiriendo un valor venal, no sea canjeable con el capital, o no sea una garantía, una hipoteca.
Lo decimos con seguridad después de largas y maduras reflexiones; nada más fácil en sí cuando se quiere verdaderamente. Se puede esperar este fin por las combinaciones diversas que, sin llevar el más ligero desorden en lo que es, sin inquietar en manera alguna la propiedad adquirida, que importa, al contrario, preservar de todo quebranto, porque ella es el capital, ofrecerían un medio progresivamente más eficaz para aliviar la pobreza y las miserias accidentales, que siempre subsistirán, aunque siempre menos numerosas. Sin embargo, ninguno de estos bienes puede ser adquirido más que por la asociación. Es la base indispensable de todo mejoramiento. Por lo demás, no podríamos tratar este punto sin entrar en algunos detalles, y esto no es el objeto de nuestro escrito, en el que nos hemos propuesto únicamente determinar las condiciones generales de la solución del porvenir del pueblo.
La sociedad le debe la libertad legal, la instrucción necesaria para el desenvolvimiento de la inteligencia, el alimento del espíritu, el capital que le asegurará, real y no ficticiamente, la propiedad de su trabajo. He aquí lo que le debe, lo que puede darle; pero no puede más que eso: el resto depende del pueblo, sólo de él.
Los medios de instrucción no son la instrucción, es preciso que la adquiera por una labor continua, incesante. Un capital, sin la experiencia y los conocimientos que se necesitan para su empleo ¿qué produciría?, ¿a quién aprovecharía? Infecundo en las manos inhábiles a que se habría confiado imprudentemente, perecería bien pronto sin beneficio para nadie. El bien deseado, el bien que ciertamente se realizará, a pesar de las resistencias egoístas, no se cumplirá, pues, más que con la ayuda del tiempo, por un movimiento gradual, que es el del progreso de todas las cosas, el movimiento mismo de la vida, su expansión en el Universo.
Proletarios, hombres del pueblo, guardaos de sistemas engañadores, que os sacarán de las vías naturales, providenciales y divinas: lejos de aliviar vuestros males, los agravarán; os cavarán en el porvenir un abismo más profundo de sufrimientos y miserias. No sin lucha contra un dolor, contra la naturaleza y contra Dios impunemente; la violencia de toda ley encierra en sí el castigo inevitable de esta misma violencia.
Proletarios, hombres del pueblo, acordaos también, acordaos sobre todo de que, separado del deber el derecho, inerte y muerto, no será jamás más que una idea estéril y nunca encarnará en el orden social; que si la igualdad implica la libertad, de la que es inseparable, la libertad no implica menos la abnegación mutua y la fraternidad, no menos inseparables; y que la fraternidad como la libertad y la igualdad, la igualdad y la libertad como la fraternidad, no son más que palabras vanas si el alma entera no las acoge con poderosa fe; si no tienen unas para otras el carácter santo de un dogma eterno, de una ley absoluta.

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