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7 de septiembre de 2008

Catolicismo social y nacionalcatolicismo

En los templos católicos españoles todavía encontramos lápidas con listas de “Caídos por Dios y por España” en la Guerra Civil, una evidencia que no impide a ciertos eclesiásticos e historiadores negar el sustrato ideológico que la Iglesia aportó al franquismo. En Razón y Fe, portavoz intelectual de los jesuitas, se publicó en septiembre de 1937 este artículo, “Por Dios y por la Patria. El patriotismo como virtud cristiana”, del Padre Joaquín Azpiazu, propagandista del catolicismo social y autor de obras como Deberes de los obreros (1935) o Corporativismo y Nacionalsindicalismo (1938). Es un texto de combate del integrismo religioso que bendecía a quienes cubrían de sangre los campos de batalla y las cunetas de retaguardia de esa patria que decían amar. Ante la revolución, el catolicismo social se alineaba con las clases propietarias y demostraba, una vez más, que tenía más de catolicismo que de sincera preocupación social.

El tiempo es propicio para recoger del ambiente un tema patriótico.
Ráfagas de odio al rico y a Dios excitaron en España la llamarada marxista que amenazaba destruir y arrasar de cuajo cuanto fuera religión, vida civil, cultura y riqueza. Un espíritu de justa defensa contra una injustísima vejación levantó un ejército de bravos e hizo florecer en todos los rin­cones de la nación una virtud espléndida: el patriotismo.
Patriotismo vale tanto como amor a la patria, al suelo que fue cuna, a la historia que la formó, al pueblo que la habi­ta. Patriotismo es convicción, es sentimiento, es deber. Con­vicción de que Dios ha unido a cada cual, con lazos espe­ciales, a un trozo de historia y de comunidad, sentimiento de amor acendrado hacia él, y deber de superado. Con lo cual dicho se está que el patriotismo es eminentemente amor y­ sacrificio, ofrenda, incluso, de bienes y vidas.
Considérase el patriotismo como brote obligado de la vida social, como uno de esos adornos humanos propios de todas las razas, fruto de todos los climas y herencia de todos los pueblos; y sobre todo, como una de tantas virtudes cívicas que florecen por doquier.
¿Es así? No es así; es mucho más. Considerar el patrio­tismo como mera y simple virtud cívica, cuando se habla en­tre católicos, es achicarlo, y es, en parte, hacer el juego al laicismo imperante, que va multiplicando las virtudes cívicas para desprestigiar y ahogar en germen las verdaderas virtu­des, que son las religiosas.
No es así, porque la virtud cívica o natural -como quiera llamarse- que entre los hombres se llama patriotismo, se ele­va, sublima y sobrenaturaliza entre los católicos de tal mane­ra, que cuando es, sobre todo, repulida por el sacrificio, entra en el coro de las más egregias virtudes, y aparece como ma­ravillosa fuente de merecimientos.
Quiero decir con esto que el patriotismo puede ser, en unos, virtud cívica, pero, en otros, una virtud sobrenatural; que existe un patriotismo que merece bien de la patria, y otro que merece bien de la patria y de Dios; que el patriotismo, por ejemplo, de los japoneses que murieron en Tsushima, es muy distinto del de muchos católicos ametrallados en una guerra religiosa de las que España registra en su Historia.
Ocurre con el patriotismo lo que con otras virtudes y aun algunos sacramentos sucede. Un gentil puede ser muy pru­dente, como puede serlo un ateo; pero un cristiano, al serlo, puede ser prudente con prudencia sobrenatural, la primera de las cuatro virtudes cardinales que son patrimonio exclusi­vo del Catolicismo. El matrimonio es un simple contrato na­tural entre gentiles, y, sin embargo, entre católicos, es a la vez un sacramento en el que se figura nada menos que el amor infinito de Cristo a su Iglesia. Es decir, que, según la raíz de que procede el patriotismo, puede él ser de orden pura­mente natural o puede elevarse al orden sobrenatural en que viven el mérito y el derecho a la gloria eterna; del mismo modo que, según el manantial de que brota el agua, puede ser ésta simplemente potable, o medicinal, o curativa.
Esta es la magnífica realidad y el sublime aspecto del pa­triotismo católico, estudiado a la luz de la Teología.
Tan sencilla es la explicación de este aserto, que se halla al alcance de cualquiera. Patriotismo, en último término, es amor. Y el amor puede correr desde el rastrero y carnal hasta el más sublime y divino de los amores, pasando por toda la gama sutil y delicada que en su ser ostenta. Y como para que el amor sea divino no hace falta precisamente que se ame a Dios directa e inmediatamente, sino que basta que se ame al prójimo por Dios -que amor de Dios es también el amor del prójimo cuando de un principio sobrenatural procede y por un motivo sobrenatural opera-; síguese que el patrio­tismo que, viviendo y desarrollándose en un alma orlada con la gracia santificante, ama a la patria como reflejo de Dios, se reviste con el manto de la caridad, que es la más hermosa de las virtudes cristianas, y se convierte en un acto de la misma.
¿Cómo así? Muy sencillo.
Patria es familia. Más amplia que la natural, es verdad, pero familia al fin, a la que nos unen vínculos de costumbres, lazos de raza, identidad de territorio, unidad de historia. Pa­tria es familia, de sangre un poco más diluida, de grado un poco más remoto, de lazos menos fuertes, pero existentes y atestiguados en el archivo de la común historia. Así lo exige la naturaleza, y así lo corrobora la gracia y la virtud, que imi­tan y realzan el orden natural.
Y si el amor de padres y hermanos, hijos y nietos, ende­rezado a Dios, Creador de la familia y fin de la misma, es ca­ridad; y si el amor de los amigos es también caridad, cuando quien ama sabe ver en el prójimo la imagen de Dios; y si el amor a los enemigos es caridad más fina y difícil, por lo mismo que es más difícil leer en el rostro del enemigo el trazo de la obra y resplandor de Dios; el amor a la patria -la gran familia-, cuando nace de alma limpia que mira a su tierra como obra de Dios, que la estima como gracia y donación cariñosa del Señor, que la admira y enaltece en sus grandezas, sin olvidarse de que son éstas gajes y prosperidades que de Dios vienen y a Dios van; el amor de la patria en tales circunstancias, repito, tiene que ser forzosamente caridad legítima y verdadera.
Y ahondando un poco más en la Teología, hallaremos que entre las virtudes existe una que se llama la virtud de la piedad, la cual, parte potencial de la justicia, según Santo Tomás, nos obliga a dar a los padres y a la patria el debido culto y a tenerles el debido respeto. Según lo cual, la obliga­ción del amor a la patria sería como una prolongación de lo que en el cuarto mandamiento de la Ley de Dios se ordena al católico: “Honrar padre y madre”.
Habla Santo Tomás: “Después de Dios, a quien más debe el hombre es a sus padres y a la patria. Y así como perte­nece a la virtud de la religión tributar a Dios el debido culto, así secundariamente pertenece a la virtud de la piedad dar el debido culto a los padres y a la patria. Y en este culto respetuoso a la patria, se comprende el respeto y el culto a to­dos los conciudadanos y amigos de la patria”.
¿Por qué así? Porque -según el mismo Doctor- siempre hay alguna deuda especial para con quien es connatural princi­pio, lo mismo en el orden del ser que en el de gobernar. Y en esto se funda la virtud de la piedad para mostrar su respeto y obligación hacia los padres y la patria. No puede precisarse la doctrina con más claridad, ni pue­de apoyarse en más convincentes testimonios.
Hablo siempre, ya se entiende, del patriotismo bien en­cauzado, en el cual lo primero que se ama es al compatriota. Porque, como quiera que la virtud de la caridad únicamente puede ser tal en cuanto que va dirigida a Dios y al prójimo; para que el patriotismo sea auténticamente cristiano, ha de mirar, ante todo, al prójimo; es decir, a los seres racionales que componen la nación; no al territorio desnudo de habitantes, ni a la riqueza o feracidad del suelo.
Sin embargo, del mismo modo que ansiamos dichas y prosperidades a nuestros amigos, podemos también desear el bienestar económico del país, y amar su exaltación con autén­tico amor de patriotismo. Porque, participando de algún modo todas las criaturas irracionales de la bondad de Dios, manifestándola en sí mismas, y yendo todas encaminadas, mediante el hombre, hacia el mismo Dios; la caridad infusa -en este caso, el amor patriótico-, bajo cierta razón general de amor, se puede extender también a los seres irracionales, en cuanto que se quieren conservar y mejorar para gloria de Dios y utilidad de los hombres.
He aquí cómo se puede amar intensa y santamente la patri­a entera, y cómo resulta el patriotismo a manera de una prolongación auténtica de la verdadera caridad. Y he aquí, también, cómo el patriotismo como virtud cívica, ­resulta palidísimo reflejo del patriotismo como virtud poseída por los católicos.
El patriotismo español rezuma hoy por todos sus poros imperialismo. Su grito de guerra es: Imperio.
¿Vale la palabra? Ciertamente, el amor no quiere ni desea otra cosa sino la grandeza de aquel a quien ama. El amor crece cuando la envidia muere, comienza a brotar y sublimarse cuando la cicatería fenece, se depura y abrillanta cuanto de él más se separa la ganga del egoísmo. Como que el amor es sacrificio y servicio; servicio en pro de lo que sea, de todo, menos de sí mismo. Esta es la realidad. Así surge una maravillosa gama de finalidades y deseos en el amor; y así se aquilatan en la vida los amores finos como contradistintos de los que no merecen tal nombre.
Imperialismo tiene un sentido bueno y un sentido peyorativo. Hay un imperialismo de fuerza, de cañones y de es­cuadras, de brutalidad y aniquilamiento; expresión de domi­nio del fuerte sobre el débil. Y en último término, abuso de la fuerza.
No es esto. El imperio de la fuerza en el mundo de las naciones, es hoy, en cierto modo, necesario, porque el ridículo pacifismo socialista -pacifismo en lo que conviene, que en la horrible persecución española no ha sido pacifista-, pa­cifismo hueco y palabrero, es necedad; pero el dominio e im­perio de la inteligencia, del corazón y del espíritu es incom­parablemente más subido, e indica valores más espirituales que los que emanan de la fuerza bruta.
La fuerza la ha puesto Dios en el hombre, no como su de­fensa natural, sino como obligada en circunstancias en que otra cualquier defensa es inútil e imposible. Al mulo dio Dios su fuerza, y al toro sus cuernos, porque no les dio inteligencia como al hombre, el cual, cuanto más se defiende por la razón, más hombre es, y cuanto más se apoya en la fuerza, desen­tendiéndose de la razón, menos hombre y más bruto es. Lo que es natural al animal (la brutalidad), es un vicio para el hombre, decía ingeniosamente San Agustín (quod naturale est pecudi, vitium est homini).
Más sublime es el imperio de un orador que con su to­rrente de elocuencia aparta a las masas de un atropello, que el de un gobernante que sólo consigue hacerla con el fuego de sus fusiles; más dulce es el imperio del poeta o del músico que con su arte exquisito doma las fieras a la manera de Orfeo. En este sentido, Píndaro era más emperador que Napoleón.
No hay que hacerse ilusiones, sin embargo. La triste rea­lidad habla muchas veces de la fuerza como valor, cuando va apoyada en la justicia. Agacino, el gran propagandista de nuestra marina, decía que el navío de guerra es el que deja la estela por donde después surca el barco mercante. Y tenía razón; que, en la vida real, sin aquélla apenas existe ésta.
Patriotismo quiere imperio, y quiere bien; pero no un im­perio basado en la injusticia, sino en la verdad; no un imperio de vano sueño quijotesco, de quimeras irrealizables, sino de dominio y de excelencia factible y duradera. “No vale un imperialismo de petróleos o cauchos, de piratas o negreros a precio de Panamás comprados con el oro de las traiciones, aprecio de Nicaraguas estranguladas en sus Sandinos naciona­les, a precio de guerras del Chaco atizadas por monopolios sangrientos de petróleos. España no quiere imperios de accio­nes de Bolsa”. Ni imperio de fuerza bruta, ni imperio de capitalismos paganos.
Pero existen, y el lector lo está echando de ver, junto a este imperialismo de las armas, otros más espirituales y su­tiles: los de las ideas y la cultura, los del corazón y del sen­timiento; imperialismos, por otra parte, mucho más fuertes y duraderos, como que están arraigados en la mente y el co­razón; mucho más humanos, porque se basan en lo que de más noble y grande tiene el hombre.
Precisamente en este aspecto, es aleccionadora la histo­ria de España. Dominó un mundo con las armas, es verdad, pero fue con un puñado de ellas. Pizarro y Cortés, Valdivia y Zavala no llevaban sino unos cuantos centenares de hombres a la grupa de su caballo; y más que con ellos, con sus ideas y con su cultura, con sus leyes y su lengua, con su suavidad y con su delicadeza, influyó España en América, y la inyectó su pensamiento y su espiritualidad. Fue la campaña de la religión y la cultura sobria y justa la que ganó América a España, y la conservó bajo su bandera, como fue también la pérdida de su religiosidad y la baja de su cultura las que con­tribuyeron, en parte, a la ruptura de los lazos coloniales. Es­paña no destruyó las razas, sino que las elevó; no aniquiló las tribus indias, sino que las mejoró, las ennobleció, las multi­plicó y las espiritualizó.
La pérdida de las colonias fue, en gran parte, culpa de España, que en los siglos XVIII y XIX no estuvo al nivel de su misión, ya que dejaba desgarrarse en jirones su religiosidad, infiltrarse en su política el liberalismo y alejarse su alma de Dios. El español no se mantuvo a la altura que debía. Por eso: “cada español ha de tener conciencia de la grandeza y sacrificio que significa formar parte de la gran hermandad hispánica, de doscientos millones de hermanos de todas las razas”; porque el que España vuelva a ser (o pueda ser, sen­cillamente) eje espiritual del mundo, representa para cada es­pañol un deber de perfección en su oficio. “Técnica y cultura españolas han de reconquistar el mundo hispánico para infun­dirle un alma única, no a fuerza de patentes de privilegio, sino a fuerza estricta”.
Conviene recalcar estas palabras, que encierran grandes verdades, fácilmente relegadas al olvido. El patriotismo im­perial -si así se le quiere llamar- supone fuertes deberes, que no sueños quiméricos; tenacidad incansable, vigor incon­fundible.
El patriota quiere imperialismo. El de más baja catego­ría, sueña en el de la fuerza; el que se siente más hombre, ansía para su madre patria un imperio más elevado, que se difunde por vía de cultura y comunicación de un más subido espíri­tu y de una más refinada religiosidad.
Quien quiera todavía subir más allá en el camino límpido del verdadero patriota -el católico verdadero, que no lo es sólo de nombre-, ha de aspirar a un imperialismo de justicia y de paz, de tranquilidad y de orden, de religiosidad y de ele­vación de toda la patria inmolada en el altar de un Dios a Quien ha de servir, y por Quien sólo tiene razón de ser.
Ecco la vía dell' Impero, se puede decir aspirando a este dominio de religiosidad y de justicia que debe sentir el pa­triotismo. Este es el camino del imperio; pero, para marchar a él, hay que empezar por ser justos y sobrios, continentes y pacíficos, caritativos y humildes; que sólo predicando con el ejemplo de cultura y religiosidad se infiltra en los demás lo que se predica.
¿Predica así gran parte de la retaguardia de España en esta guerra civil cruenta y durísima? Difícilmente lo creería quien viera cuanto sucede en la vida tranquila de muchas po­blaciones que apenas han sufrido la guerra. Pues sin tal predicación y tal ejemplo, ni hay imperio ni patriotismo imperial.
Como toda virtud, el patriotismo navega entre dos esco­llos igualmente peligrosos y sumamente engañadores.
Por un lado, se le opone al mal llamado patrioterismo chauvinista, que se evapora en puras palabras, que es pura caricatura del verdadero amor patrio; por otro lado, se le le­vanta desafiador el internacionalismo socialista o el humani­tarismo universalista, que, considerando a todos dotados de los mismos títulos a nuestro amor, quiere borrar fronteras, acabar diferencias y proclamar como única patria interna­cional el mundo entero.
Entre ambos peligros ha de hacer rumbo el patriotismo. “Nuestro régimen será un régimen nacional del todo, sin pa­trioterías, empalmado en la España exacta, difícil y eterna que esconde la vena de la verdadera tradición española”. He aquí una frase que responde al pensamiento de José Antonio Primo de Rivera y que centra perfectamente la cuestión.
Y si patriotismo es amor, y amor es sacrificio, síguese que patriotismo es también sacrificio, y cadena de sacrificios no interrumpidos. Como el amor más legítimo es el de una ma­dre que se desangra por su hijo, o el del hijo que muere por sus padres, no el de las sirenas que lo cantan dulcemente para luego venderlo o captarlo egoístamente, huyendo del sa­crificio; del mismo modo, el patriotismo más limpio y de más subida ejecutoria es el de quien día tras día se sacrifica, no el de quien habla y planea en una mesa de café bien abastecida, o busca en retaguardia la trinchera de una oficina, donde, ade­más de no haber bombas ni peligros, hay sueldos, mandos y consideraciones.
El católico aún puede aspirar a más.
Porque este mismo sacrificio, inmolado en aras de la pa­tria -lo mismo el del soldado que se desangra en vanguardia, que el del patriota que vigila en retaguardia-, se eleva cuan­do se envuelve en el manto de la resignación cristiana que aporta la fe; y se sublima aún más cuando se acepta alegre­mente a la luz de la esperanza eterna; y se diviniza todavía muchísimo más cuando se acepta por amor a la cruz, como astilla de la misma, como migaja y reflejo de los sufrimientos en que se envolvió el mayor Amor que ha habido en el mun­do.
El patriotismo del católico es, pues, en este orden, mucho más elevado y sublime que el patriotismo de quien, por su desgracia, no lo es.
El patriotismo, como toda virtud, es razonable.
En ningún tiempo fue la rareza virtud, ni el extremismo virtuoso. Como que la exageración es caricatura, acaso, de la virtud, pero no otra cosa. Quien agranda la prudencia mi­rándola con cristales de aumento, cae en la timidez; quien la restringe demasiado, incurre en temeridad; quien es limos­nero, puede llegar a ser pródigo si da más de lo que razona­blemente puede, o avaro si estrecha demasiado los cordones de su bolsa.
Y no sólo es razonable la virtud, sino que es la flor misma de la razón, lo más exquisito de ella. Si de cualquier acto humano pudiera evaporarse el contenido en una alquitara, una vez desaparecido el poso del elemento hombre, quedaría lo razonable y lo virtuoso químicamente puro, si vale la com­paración. Lo cual, aplicado al patriotismo, da una doble con­clusión: que el patriotismo ha de ser razonable, y que el pa­triotismo virtuoso es de más quilates que el procedente de un carácter expansivo o de un espíritu puramente sentimental.
¿Es acaso menos patriota el que en el frente de batalla se agazapa en la trinchera cuando el sacrificio de su vida va a resultar estéril, que el que la expone a tontas y a locas? O: ¿no vale más el jefe que, para salvar vidas y posiciones, se retira ordenadamente al dictado de su técnica, que el que, sin ciencia y sin razón, inmola vanamente a los suyos, imposibili­tándolos para un futuro de victorias?
Patriotismo en retaguardia, es también obediencia, es a menudo trabajo oscuro que a los ojos del necio no brilla, pero ante quien tiene luces de mando resplandece; patriotismo, so­bre todo, en el cristiano, es luz que nunca se extingue a los ojos de Dios, que escudriña corazones y sentimientos, y sopesa sabiamente el valor del sacrificio.
Muchas veces puede ser más grande el ocultamiento de la propia personalidad ante una victoria de conjunto, porque es más sacrificio y más patriotismo; el soldado desconocido, cuyo patriotismo nadie elogió ni apareció en ninguna orden del día, es de más alta ejemplaridad, acaso, que muchos cuyos nombres figuraron en las orlas y cuyos pechos van es­maltados de cruces y condecoraciones.
Siendo lo más razonable de lo razonable dirigirlo todo a Dios, de Quien procede todo y a Quien va dirigido todo; servir a Dios por Él mismo, y servir a quienes a Dios representan, por mandato del mismo Dios; el verdadero patriotismo, como molde en que se vacía un alma cristiana y limpia que sabe enderezar sus obras a Dios, es flor de caridad y nata exqui­sita de la más pura leche de virtud.
Por eso, el lema de nuestros valientes muchachos, que en trincheras y hospitales mueren al grito de ¡Por Dios y por la Patria!, expresa un acto heroico de patriotismo, significa una sublime inmolación en aras de la patria, haciendo de ésta pedestal del mismo Dios; es, a la vez, confesión de la patria y confesión de Dios. Y quien muriendo por la patria, a la pa­tria confiesa, es mártir de la patria; y quien muriendo por Dios, a Dios confiesa, es mártir de Dios. Quien por Dios y por la patria muere en una guerra religiosa, sabiendo esca­lonar en su debida jerarquía estos valores, mártir es de la patria y mártir es de Dios.
No es ésta afirmación vana ni argumentación caprichosa. De Santo Tomás son estas palabras que voy a traducir: “Cuando alguno muere por el bien común, sin que este bien sea referido a Cristo, no merece la aureola (del martirio); pero quien muere por el bien común y éste es referido a Cris­to, merecerá la aureola y será mártir, como lo será, por ejemplo, quien defendiendo a la nación del ataque de enemigos que tratan de corromper la fe de Cristo, halla la muerte en el combate”. No puede ser el santo más explícito ni más consoladora su doctrina.
Y no es preciso, como alguien pudiera erróneamente creer, que para que sea mártir el defensor de los intereses de Dios y de la patria haya de abandonar su fusil, y parar su ametralladora, y dejarse matar como un cordero inocente. No hay tal. Porque basta que sea voluntaria, y en principio lo es, en el soldado la aceptación de la muerte en cuanto que vo­luntariamente va al combate; y basta que reciba la muerte de manos del enemigo de la fe por odio a ella, para que el martirio sea una realidad.
No importa que la Iglesia no acostumbre a tener públi­camente por tales en sus altares a los que así mueren (porque Ella quiere atestiguar plenamente antes de declarar infali­blemente la realidad del martirio, muchas circunstancias nada fáciles de atestiguar), para que tales soldados sean mártires. No serán mártires canonizados, acaso ni fácilmente canoni­zables, dado el cúmulo de testimonios que la Iglesia exige para declarar mártires a los que por Cristo han derramado su sangre; pero serán -y es lo que vale- verdaderos mártires de Dios y de su Iglesia.
Nada de esto ocurre en guerras de ideales capitalistas o de puras conquistas territoriales, aun cuando sean guerras justas y meramente defensivas. En éstas “sería inexacto atri­buir a la muerte del soldado muerto en el campo de batalla el mismo valor y la misma recompensa que a la muerte de un mártir, aún cuando la muerte del soldado ofrendada generosamente en el campo de batalla al deber militar, pueda dar cierto derecho a una muy especial esperanza de la salud eterna de quien así sucumbe”. Así hablaba el P. La Briere en una conferencia de 15 de mayo de 1915.
La diferencia es bien patente. Esto sucede en las guerras justas donde el ideal explícito de Dios no existe; pero en una guerra religiosa en que se quiere barrer la irreligión bolche­vique o la barbarie comunista y atea, el doble ideal escalo­nado -de Dios y de la patria- no sólo vive, sino que señala el índice de un patriotismo cristiano que puede llegar a co­ronarse de un verdadero martirio por Dios y por la patria.
El patriotismo fundido en el grito de ¡Por Dios y por la Patria! es, pues, caridad sublime. Y, sábelo cualquier cristiano: la caridad es la reina de todas las virtudes. La caridad, decía San Pablo a sus amigos y discípulos de Corinto, es sufridora y es amable; no daña a nadie, no sabe alegrarse del mal ajeno, no entiende de envidias rastreras, no tiene celos ni celotipias, no se engríe en la prosperidad, pero tampoco se abate en la adversidad. He ahí trazadas de mano maestra las características auténticas del patriotismo hijo de la caridad cristiana. El patriotismo que sabe luchar con las armas en la adversidad, no tiene alma ci­catera y ruin en el triunfo de la paz; el que en las tormentas no se hunde, tampoco en las bienandanzas vanamente se en­gríe. Es fuerte consigo mismo y amable con el enemigo. So­bre todo, sabe dar la paz al vencido.
Patriotismo que acusa sin razones, que se ceba en el caído, que sufre con el crecimiento de otros, no es patriotismo au­téntico, no es caridad, sino refinado egoísmo que se aprove­cha de su ventaja para llenarse de sus propias esencias.
El patriotismo, como la caridad, no muere nunca: se ma­nifiesta en la guerra como en la paz; en aquélla, con las armas en la mano si es preciso; en ésta, con el bálsamo de la caridad, sin la cual la máquina de la justicia se atasca. Que aunque para el restablecimiento del orden social, es, ante todo, ne­cesaria la justicia, pero en el abrazo estrecho que la justicia y la paz han de darse, no puede faltar la caridad, que es ma­dre de la verdadera paz, como lo explica bien claramente San­to Tomás, al señalar como efectos de la caridad -efectos que yo lógicamente extiendo al patriotismo, según la doctrina ya indicada- el gozo, la paz, la concordia, la misericordia, la beneficencia, la limosna y la corrección fraterna.
No da materia este artículo para hablar ampliamente de estos efectos, pero baste una somera indicación de ellos como piedra de toque del verdadero patriotismo, que ha de mani­festarse en la paz, la misericordia, la limosna, la corrección fraterna, que tan a menudo habrán de ponerse en práctica en la actual situación española. La caridad -sigue hablando San Pablo, y sigo yo extendiendo sus consideraciones al patriotismo auténtico y sobre­natural -es eterna: no muere jamás. No es como las demás virtudes: no es como la fe, que se apaga en el cristiano cuando llega, en la gloria, a ver a Dios; ni como la esperanza de la vida eterna, que cesa en el viandante en el momento de conquistar la gloria. No; la caridad del cristiano no se apaga ni se extin­gue con la muerte, sino que, sublimada, purificada y enrique­cida, en el cielo sigue viviendo en inmensa hoguera de amor a Dios y a los santos. La caridad es eterna; como lo añejo, que gana con el tiempo, la caridad se sublima en la eternidad. El patriotismo, a su manera, es eterno también.
¡Por Dios y por la Patria! Este es el lema y esta la expresión del verdadero patrio­tismo. Así el esfuerzo de acá abajo se aureola con la caridad de acá abajo, y se sublima con los méritos adquiridos en la eter­nidad inacabable. Así se abrillanta una virtud que el patriota cristiano extrae del civismo, en que la mantiene quien no conoce a Cristo, y la eleva hasta la sobrenaturalidad y hermosura de quien ama a la patria por Dios y para Dios. Así es sublime la virtud del patriotismo, y sublime su fórmula, “Por Dios y por la Patria”. Así puede orlar al muerto por la patria la aureola del martirio, porque murió por la patria, pero mirando por encima de ella a Dios, y sólo a Dios.

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