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5 de septiembre de 2008

La ciencia y las asociaciones, de Tomás Escrich


Folleto con los discursos de inauguración. Guadalajara, 1879 (Archivo La Alcarria Obrera)

Durante todo el siglo XIX hubo en Guadalajara una minoría ilustrada que alentó numerosas iniciativas culturales y científicas, entre las que destacó un Ateneo de larga y complicada vida. Fundado durante el Trienio Liberal (1820-1823), reorganizado y reconvertido durante el reinado de Isabel II (1833-1868), fue finalmente refundado a partir de 1876. El 4 de octubre de 1879 inauguró su cuarto curso el renacido Ateneo Científico, Literario y Artístico de Guadalajara con un discurso del profesor Tomás Escrich y Mieg, dedicado a glosar La ciencia y las asociaciones científicas, que aquí reproducimos. A pesar de tan buenas intenciones y de tan activas voluntades, este Ateneo alcarreño, tan elitista como burgués, acabó integrándose en el Ateneo Instructivo del Obrero, una iniciativa popular y progresista nacida en 1891, signo de los nuevos tiempos y de la vitalidad del proletariado militante alcarreño.

Señores:
Declinara gustoso la honra de pisar esta tribuna en tan solemnes momentos si no me retuviera la conciencia del deber que, como hu­milde soldado del progreso, tengo de ocupar los puestos que se me designan. ¡Pluguiera á Dios que mis fuerzas para proclamar desde este sitio la causa civilizadora que aquí todos sostenemos, igualasen á mi deseo sincerísimo de corresponder dignamente á la honrosa misión que se me ha confiado; pero, señores, circunstancias ajenas á la voluntad de todos han hecho caer de improviso tamaña carga so­bre mis débiles hombros, y á mis escasas dotes oratorias se une el poquísimo tiempo de que me ha sido dado disponer, pudiendo yo con razón apropiarme las palabras de Ovidio: Nec mens nec spatium fuerant satis apta paranti. Tened ambas cosas en cuenta, y suplid con vuestra perspicacia lo insuficiente de mi trabajo.
Dicho esto, para evitaras una decepción, si esperabais un gran discurso, cúmpleme congratularme con toda la efusión de mi alma por el fausto acontecimiento que aquí nos congrega. La apertura de un cuarto curso en el ateneo de una población que apenas si pasa de 8.000 habitantes, es, señores, un fenómeno raro en España. He cru­zado la península muchas veces y en distintas direcciones, he visitado numerosos pueblos: en todos he visto cafés ó casinos henchidos de ociosos que pasan largas horas al día en lucha con el más desespe­rante aburrimiento, á la vez que en algunos he hallado reuniones y centros literarios ó científicos, siempre desiertos, arrastrando lán­guida y penosa existencia, y eso merced al entusiasmo y fe de unos pocos que ofrecían en vano utilísimo recreo tomado en las inagotables fuentes de la ciencia, la literatura, el arte. En todos lados he presenciado el mismo doloroso con traste: ricos y suntuosos círculos de indolencia, cuando no de vicio, favorecidos con la continua pre­sencia de toda una población que va á matar sus ocios con insustan­ciales pláticas, en su cargada atmósfera, y modestos centros cientí­ficos, en que se brinda ameno y utilísimo pasatiempo, olvidados, desatendidos, y pasando por continúas crisis, á que sucumben por último los más, después de titánicos esfuerzos y sacrificios sin nú­mero, dignos por cierto de mejor suerte. ¡Espectáculo doloroso, que en el torbellino de las pasiones políticas que absorben nuestra atención, pasa desapercibido para la generalidad y, sin embargo, revela en nuestro país una enfermedad social cuyo remedio es urgentísimo! Y ved ahí por qué os digo que se me dilata el corazón y rebosa júbilo el alma, al ver inaugurar lleno de vida su cuarto curso, a esta nuestra querida Asociación.
Pero no nos deslumbre la prosperidad del momento presente, y tengamos á la vista el lamentable cuadro que os acabo de bosquejar, ofrecido por multitud de análogas asociaciones, cuya efímera existen­cia y rápido paso apenas dejaron tras sí huella alguna; tengamos en cuenta nuestras propias crisis pasadas, y estemos preparados para las futuras. Nuestro ateneo vive en el mismo medio que los demás de nuestra patria, y fuera candidez pueril el figurarse que nada tiene ya que temer: morirá en el momento en que los que lo sostenéis con laudabilísimo afán, perdáis la fe en la alta misión que desempe­ñáis; pero vivirá exuberante vida y progresará y arrollará los mayo­res obstáculos en su triunfante marcha, si, penetrados vosotros, sus socios, de la inmensa importancia y trascendencia de vuestra obra, al parecer tan pequeña, conserváis en vuestros pechos incólume el amor á vuestra civilizadora institución.
Reflexionando, señores, en la triste eventualidad que corren en general las sociedades científicas de nuestro país, me he preguntado más de una vez cuál podría ser la causa de que al entusiasmo de los primeros tiempos, suceda casi siempre un fatal marasmo en los mis­mos fundadores, á la vista de un indiferentismo que previeron de antemano. ¿Por qué, me he dicho, al tocar de cerca esta lamentable indiferencia, que precisamente se proponían combatir, desfallecen y hasta dejan perecer su fundación? Es que los asociados con tan loa­ble objeto, me he contestado yo mismo, no tienen bastante fe en la eficacia de su obra, y no piensan que dejarla perecer, es permitir que se extinga uno de los más esenciales gérmenes de la regeneración de nuestra patria. Sí; si España necesita soldados para levantar su influencia política, si necesita sabios para elevar su reputación en lo científico, España necesita sobre todo multiplicar asociaciones científico-literarias, unidas por estrechos vínculos, para elevar el ni­vel intelectual de su noble pueblo, digno por sus altas dotes y claras luces naturales, de figurar á la cabeza de los más civilizados.
Y ved ahí descubierto ya el asunto que ha de servir de tema á mi discurso: demostrar la importancia que tienen para nuestra patria, en el momento histórico que atravesamos, la ciencia y las asociacio­nes científicas. El asunto, como veis, no puede ser de mayor interés para el Ateneo de Guadalajara, cuya mayor prosperidad constituye nuestra unánime aspiración. ¡Ojalá que en este instante viniese á remplazarme en la tribuna, para desarrollarlo debidamente, alguno de los socios que tienen demostrada su elocuencia y tino para tratar asuntos de tamaña importancia!
Que existen en nuestra patria hombres eminentes en todos los ramos del saber humano, ocioso fuera que lo proclamara yo desde aquí, siendo España el país clásico del talento unido á la imaginación. ¿A qué recordar algunas individualidades de universal renom­bre en las letras, en las artes, aun en las ciencias puras, cuando tendría que omitir muchos más, igualmente dignos de mención? Pues qué, ¿no poseemos literatos que seducen por su genio creador, no poseemos oradores que sobresaldrían en la primera tribuna del mundo, no tenemos filósofos que las naciones más sabias colocan en primera línea?
Pero si, bajo este punto de vista, nuestro orgullo es legítimo, te­nemos que reconocer con humilde imparcialidad que la ilustración general de nuestro pueblo dista no poco de la de otras naciones que no tienen tan gloriosa historia. Y no creáis que me refiero solo á las clases menos acomodadas, aludo igualmente á la llamada clase me­dia, que en España es, por desgracia, muy poco ilustrada. Cierto que la actividad y perseverancia de nuestros gobiernos y la creación de numerosas escuelas ha difundido no poco entre nosotros, en los últi­mos años, los primeros y más esenciales conocimientos del hombre; mas no por esto es menos exacto que nuestra clase media está muy ­por bajo del nivel que reclama nuestra época, y España es un país atrasado, á pesar de sus numerosas escuelas y sus hombres cientí­ficos.
Estamos en un siglo difícil de definir, porque en él, al parecer, nada persiste, como no sea la inestabilidad: imperios y repúblicas que nacen y se, derrumban; instituciones que aparecen y desaparecen; reputaciones que brillan de pronto y repentinamente se eclipsan; principios que se defienden con calor y luego con pasión se dese­chan, todo, absolutamente todo, acusa una época de universal trastorno, porque es el lazo de unión, es el tránsito entre un pasado que se escapa y un porvenir que se impone. Empero en esta agitada épo­ca de encontradas aspiraciones, de luchas y de antagonismos, se destaca un ideal común, un ideal que persiguen todos, y en que to­dos confían como en áncora salvadora, á cuyo influjo, sin embargo, se debe en gran parte la perturbación del momento. Este ideal, úni­co tal vez que pudiera simbolizar al siglo XIX, es la ciencia. No hay, en efecto, en nuestros días hombre sincero, no hay escuela que de tal nombre sea digna, que no la acepte, que no la proclame, que no le rinda entusiasta culto. Podrán, en buen hora, estar divididas las opiniones acerca de la apreciación de la verdad, discutieráse su ori­gen y medios de inquirirla; pero todos sin excepción la persiguen como la más noble aspiración del hombre, todos la buscan, todos ansían su triunfo. He ahí una aspiración en que fraternizan y se con­funden el libre pensador y el más fiel y severo ortodoxo; uno y otro quieren de buena fe el progreso de la humana ciencia, porque de buena fe creen ambos que su triunfo sobre la ignorancia hará res­plandecer la verdad del ideal en que respectivamente confían. Com­prendéis que no hablo del oscurantista que, sin fe en sus princi­pios, quisiera cobardemente ahogar todo germen de progreso: el oscurantismo, patrimonio de la ignorancia, no puede formar escue­la, y le rechazan los hombres sinceros de todas las opiniones.
Si me preguntáis si este ideal á que, como fatalmente, marchamos es en realidad un bien, si puede contribuir á resolver de un modo saludable la larga y laboriosísima crisis moderna, os contestare sin vacilar afirmativamente. Desarrollar la inteligencia á la par que la imaginación y el sentimiento, espiritualizar al hombre y acercarle á Dios, será siempre el camino seguro para regenerar sociedades de­crépitas y reorganizar pueblos perturbados. Es cierto que hallareis quien os diga que la ciencia ahoga el sentimiento y la imaginación, que mata el ideal, y hasta empequeñece el entendimiento, aprisionándolo en los límites de la realidad, que materializa, en fin, al hom­bre, alejándole de Dios; pero los que así hablan, dice Quatrefages, no han leído jamás las obras del astrónomo Keplero, del geómetra Pascal, del naturalista Linneo, del zoólogo Buffon, del sabio univer­sal de Humboldt. ¡Ahogar el sentimiento y la imaginación la ciencia que nos pone á cada instante en presencia de nuevas maravillas! ¡Empequeñecer la inteligencia, ella que abarca todos los infinitos! ¡Alejar de Dios al hombre, añado yo, ella que á cada paso le encuentra en la grandiosidad de sus obras! ¡No; jamás vate alguno de los tiempos antiguos ni modernos inspiró con sus ficciones pen­samientos más poéticos, más sublimes que los que engendra la contemplación de esa inmensa realidad que llamamos Universo! Aquella perdida gota de agua presentada por el microscopio co­mo un mundo poblado por innumerables seres, aquella inmensa y fecundísima región formada en medio de los mares con el tras curso de muchos miles de siglos, á costa de los amontonados restos de, casi quisiera decir, infinitas generaciones de pequeñísimos animales, aquella imperceptible mancha blanquecina, solo visible en noche muy serena, convertida por el telescopio en nebulosa resoluble, es decir, en otro firmamento como el nuestro, formado por millones y millones de estrellas que no pertenecen á nuestro cielo, y cada una de las cuales es probablemente un sol, circundado por mundos ó pla­netas como los que verosímilmente circuyen á nuestras estrellas, como los que sabemos giran en torno de la estrella que llamamos sol, aquellos pedazos, en fin, del Universo, tan distantes de nosotros, que cuando los contemplan nuestros ojos solo ven lo que eran hace muchos miles de años, que ha tardado en llegarnos su luz, con una velocidad de 55.000 leguas por segundo, toda esta realidad, decidme, ¿no tiene más poesía, no es más sublime que las fantásticas creacio­nes de los más inspirados vates de todas las edades y los pueblos?
Leed con atención los detalles de las concienzudas observaciones telescópicas hechas en el sol por astrónomos de la talla del reveren­do P. Secchi, y yo os aseguro que, al imaginaros un mundo millón y medio de veces mayor que la tierra, incandescente y recubierto por una altísima atmósfera de metales volatilizados, de hidrógeno ardiendo, atmósfera agitada por las más asombrosas borrascas, y en cuyo seno el colosal empuje de aterradores elementos socava en bre­ve rato cavidades por las que nuestro mundo entero cabria sobrada­mente, al presenciar, digo, aquellos fenómenos jamás vistos en la tierra, que de tal modo superan cuanto nuestra pobre fantasía pudo crear, experimentareis sentimientos nuevos, desconocidos hasta en­tonces, comprenderéis mejor el infinito, veréis á Dios más grande, porque estaréis más cerca de él con vuestra inteligencia.
He leído con deleitosa admiración no escasos trozos de obras co­locadas por los primeros literatos en el número de los más salientes rasgos nacidos de la inspiración humana: la Ilíada, la Eneida, el Quijote, el Fausto, la Divina Comedia, el Paraíso Perdido, tienen pasajes que arrebatan al lector á un mundo fantástico; pero cuando, cerrando esos libros, he abierto ante mis ojos el libro escrito por el dedo de Dios desde las más recónditas profundidades de la materia hasta los más insondables abismos del espacio, cuando, cerrando mis ojos á este pequeño terruño que piso y me retiene, he dejado volar mi fantasía por esas páginas sin límites, henchidas de poética realidad, os aseguro que me han parecido pigmeos Horacio, Virgilio, Cervantes, Goethe, Dante y .Milton. Y es que las creaciones humanas se eclipsan ante la creación divina, es que las obras del hombre no sufren comparación con la obra de Dios, es que no pueden ponerse en parangón el hombre y Dios.
Hasta aquí me he referido solo á las ciencias cosmológicas, á las que llamó Claudio Bernard ciencias positivas. Si estas, señores, ejer­cen tan salutífera influencia sobre el espíritu que las profundiza, ¿qué diré de la metafísica, que estudia precisamente el espíritu? El filósofo podrá errar, podrá vacilar y equivocarse mil veces en su persecución de la verdad; pero el verdadero filósofo jamás caerá en el materialismo, que tan fácilmente abrazan los que desprecian la filo­sofía, y, faltos de sólidos conocimientos físicos, no saben leer el gran libro de la naturaleza.
Una penosísima duda os asalta al oírme hablar de este modo, lo adivino, porque á mí también me asaltó hace tiempo al discurrir fríamente sobre la influencia que ejerce en el corazón de los pueblos esa ciencia que todos ensalzamos. Incontrovertibles parecen, en efec­to, las razones todas aducidas en pro de su benéfico influjo; pero la experiencia, sin embargo, ¿no las desmiente y acredita todo lo con­trario? A medida que las ciencias positivas acrecientan el número de sus preciosas aplicaciones, cunde el apego á los goces materiales y se corrompen las costumbres. A medida que el filósofo divulga sus teorías, pertúrbase el orden en los ya corrompidos pueblos, y escenas reprobadas por los hombres de todas las opiniones cubren de luto los estados, Misterioso enigma es este que urge dilucidar, porque en él aparece la ciencia con una tremenda responsabilidad que no tiene. No; jamás ella, el amor á la verdad que simboliza, pudo producir tan monstruosos engendros. Tanto valdría decir que la verdad es un mal, y sería preciso proclamar el oscurantismo, es decir, la odiosa causa de la ignorancia. Abordemos con decisión el problema.
Apenas las ciencias puras arrancan á la naturaleza uno tras otro sus secretos, apodéranse de ellos las ciencias aplicadas, y convierten cada principio de aquellas en raudal abundantísimo de aplicaciones Útiles á la humanidad. Convertidas estas muy luego en industriales especulaciones, el comercio las hace del dominio de todos. Así es como llenan la vivienda del magnate profusión de bellos objetos ar­tísticos, hijos de la ciencia, así es como el más refinado lujo y la más desordenada prodigalidad reemplazan á la modesta sencillez, así es como las comodidades y el mejoramiento material alcanzan á las cla­ses menos favorecidas: las ventajas positivas de la ciencia práctica las tocan todos los individuos de la sociedad; pero no reciben á la vez el espiritual y salutífero rocío de sus contemplaciones; de cuyo alto precio, sin embargo, pudiéramos decir con Horacio: Non gemmis neque purpura venale nec auro. Deslumbrados y seducidos por las brillantes aplicaciones y por los placeres materiales que reportan de la ciencia, la proclaman, la deifican, ávidos de nuevos goces, y lla­man civilización y progreso al incremento de estos; que ella propor­ciona. ¡Funestísimo error en que incurren con frecuencia hasta los hombres doctos de todos los países, y en que no han reflexionado bastante los que dirigen los destinos de los pueblos! Se reciben con avidez los beneficios materiales de la ciencia aplicada, y se despre­cian los purísimos placeres intelectuales que la ciencia pura proporciona; es más; se califican de estériles é inútiles cavilaciones aque­llos estudios que, al parecer al menos, no reportan inmediata utili­dad práctica. Así es como oiréis mil veces criticar con aplomo el es­tudio de la metafísica; así oiréis calificar de tiempo perdido el que se invierte en estudiar el sol, de cuyo conocimiento físico, dicen, jamás el hombre puede reportar aplicaciones prácticas. ¡Ah! ¡No saben los que así discurren, que si el cultivo de las ciencias proporciona place­res al cuerpo, los proporciona mucho mayores al espíritu! Ignoran esos hombres que la verdad no se inquiere con la estrecha mira de utilizarla para satisfacer mejor nuestras necesidades materiales; no conocen que los sabios cultivan la ciencia por amor á ella misma, y porque, al sorprender las grandes leyes que rigen el Universo; al des­cubrir una parte del maravilloso plan de la Creación, experimentan alegrías y deleites intelectuales, que no trocarían por todos los de la vida material reunidos; no comprenden, en fin, que las purísimas satisfacciones del espíritu predisponen al bien y la virtud, y que ha­ciendo partícipes de ellas á las masas es como se inicia el seguro y sólido progreso.
Ahora bien; señores, ¿cuál ha de ser la suerte y porvenir de un pueblo que recibe y se apropia perezosamente el lujo y la refinada molicie que le proporciona la activa ciencia de ateos, permaneciendo indiferente á la febril actividad intelectual de que tales beneficios di­manan? En la marcha progresiva de las naciones, la que se queda atrás y descansa en el fruto de la industria y genio de las otras, rá­pidamente se corrompe en la molicie; y; olvidada al pronto de los varoniles pueblos que no quiso seguir, es luego pisoteada por éstos, despreciada más tarde, y por último, si antes no despierta, pisoteada y conquistada por las armas, sin que remediarlo pueda la bizarría de sus tropas: Post certas hyemes uret achaicus ignis illiacas domos. Y es que desde el momento en que un pueblo no contribuye al gene­ral movimiento de avance de los otros, no puede permanecer en el concierto de estos, es un miembro muerto que destruiría el equili­brio orgánico, si no fuera segregado. Volved vuestra vista al Oriente, y veréis un imperio que llega á esta última etapa; Turquía no puede estar en equilibrio con las naciones europeas, y sin embargo, posee ferrocarriles, telégrafos, magníficos buques, ciudades tan bellas como las primeras del mundo. Pronto la Persia poseerá también to­dos esos preciosos elementos de la vida moderna; pero serán irremi­siblemente otros tantos instrumentos de su futura ruina, si á la par no importa los espirituales y purificadores gérmenes de la ciencia pura, vulgarizándolos y utilizándolos con tino, en previsora y sana educación, para elevar las facultades morales del pueblo, que, de lo contrario, se embotarán en el lujo y la indolencia.
Veis, pues, cómo las ciencias cosmológicas no son responsables del decaimiento moral que con frecuencia acompaña a su desarrollo. Si solo se piensa en el mejoramiento material, dando al olvido la magní­fica sentencia de Horacio: Os homini sublime dedit caelunque tueri jussit, et erectos ad sidera tollere vulius. ¿qué de extraño puede tener que esclavo de la materia el mísero mortal olvide a Dios, y con el abandono de todo culto espiritual, penetre por el derrotero que con­duce los pueblos á inevitable ruina? Si, á la vez que se aprovechan todos los recursos que proporciona el saber para el mejoramiento material de las naciones, no se desaprovechasen con inconcebible in­diferencia los inagotables tesoros que encierra para mejorar su con­dición moral; si supiesen utilizarse sus lecciones para ayudar á for­mar el sentimiento y dirigir la voluntad hacia el bien, ¿tendríamos que deplorar ese desequilibrio funesto en pro de la materia?
Por lo que hace á la filosofía, tampoco es culpa de ésta que mu­chos impacientes y poco sensatos reformistas, proclamen como re­sueltos y quieran entronizar principios que ella discute. Los proble­mas filosóficos y sociales son harto complejos, y de ellos no resultan como de los físico-matemáticos consecuencias de inmediata aplicación. Al paso que las ciencias cosmológicas dan cada día nuevas y fecundas soluciones de aplicación inmediata, la metafísica discute por espacio de muchos siglos los mismos problemas. ¿Tendríamos que lamentar catástrofes si la humanidad en vez de anticiparse im­paciente á utilizar en el terreno de la práctica las consecuencias de problemas no resueltos, preparase discretamente y con la lentitud que tan difíciles cuestiones reclaman, acertadas soluciones?
Volviendo ahora á nuestro país, cuyo nivel intelectual os he dicho antes que está por debajo de lo que reclama nuestra época, nos es for­zoso reconocer que entra en su rápido adelanto gran parte de ese ficticio progreso que he señalado, y se caracteriza por la importación de todas las comodidades y bienes materiales de los pueblos más avanzados, sin imitarlos en la divulgación de la ciencia en el núcleo de su población, privada así de los placeres intelectuales en que se esconde tan saludable germen moralizador. En nuestro país es enorme el desnivel que existe entre el, relativamente cortísimo nú­mero de los que llevan honrosamente el nombre español al lado de las más adelantadas naciones, y el núcleo de nuestro pueblo. En pro­vincias, sobre todo, lo científico y serio parece estar enteramente proscrito. ¿A qué cansarme en describiros la vida puramente mate­rial y alejada de todo comercio científico que se hace en estas peque­ñas localidades, cuando todos la conocéis, cuando os he oído tantas veces lamentaros, como á los habitantes sensatos de otros muchos pueblos, de que la atmósfera que se respira asfixia la razón?
Diréis que me expreso en términos que lastiman algún tanto los oídos españoles, y os confesaré que los míos son los primeros lasti­mados; pero, señores, el verdadero patriotismo no consiste en ensal­zarnos á nuestros propios ojos, y disimularnos á nosotros mismos nuestros defectos; desde el punto en que reconocemos una enferme­dad social en nuestro pueblo, deber es de alto patriotismo el señalar­la, para que, preocupados los ánimos y aplicado el urgente remedio, cese el mal algún día. Debo, empero, añadir, que mis palabras alcan­zan también en parte á otras naciones más adelantadas, en las cua­les tampoco se cuida lo bastante de guardar el equilibrio entre el progreso material y el moral; pero me he propuesto ocuparme con especialidad de España, porque es mi patria y sus males laceran mi corazón.
Os he puesto de manifiesto, señores, la importancia que tiene para los pueblos la vulgarización de la ciencia, no ya por las aplicaciones que á la vida material reporta, si no principalmente por la moraliza­dora influencia que ejerce en el hombre, haciéndole reflexivo, despertando en él amor á la verdad, ofreciéndole goces espirituales que moderen la avidez de los materiales é insensiblemente le rescaten del dominio despótico de enervadoras pasiones, robusteciendo su virilidad, su rectitud, su amor al bien, desarrollando su imaginación y fantasía con el estudio de las grandezas y prodigios del Universo mundo, aumentando su veneración hacia el autor de todo, y desper­tando y afirmando, en fin, como síntesis magnífica de tanto bien, el más profundo y firmísimo sentimiento religioso, ¿Podríais hallar un elemento más eficaz para regenerar á España, para curar sus males, para prepararla á los grandes destinos que, sin duda alguna, le reser­va el porvenir? La ciencia en su verdadero punto de vista, no la mezquina ciencia que piensa en el progreso, material tan solo; la ciencia que cultivaron los verdaderos sabios, infiltrada en las venas es­pañolas, es el salutífero maná que necesita nuestro pueblo para salir de su pasajera atonía y correr á sentarse en el alto puesto que le corresponde, y hoy no ocupa todavía, entre las naciones más cultas y civilizadas.
Reconocida la ciencia como la más imperiosa y urgente nece­sidad de la España moderna, es evidente, no la conveniencia, sino el deber en que nos hallamos los que, más que en los labios, llevamos en el pecho el amor á nuestra patria, de impulsar en ella toda clase de instituciones destinadas á su culto. Figuran en primera línea los es­tablecimientos de enseñanza de todas clases y jerarquías, y hay que hacer justicia á los gobiernos, que, en los últimos tiempos, han hecho en pro de la creación de escuelas, tan laudabilísimos esfuerzos. La enseñanza primaria en los niños, y las escuelas de adultos para ini­ciar al artesano en los primeros rudimentos del humano saber, inau­guran la era de sólido progreso que amanece para nuestro país. Pero os tengo que decir á renglón seguido que es en absoluto insuficiente toda iniciación en las ciencias, si no va seguida, durante la vida en­tera, de mutuo científico comercio. ¿Para qué sirve aprender si luego se olvida lo aprendido? Y, por desgracia, esto sucede al hombre en la inmensa mayoría de las profesiones, las cuales solo reclaman la aplicación continua y repetida de un corto número de principios de la ciencia. La necesidad de consagrarse á una especialidad para atender al sostenimiento de la vida y la familia, hace olvidar rápida­mente los demás ramos del saber, apaga pronto en el que no profesa una carrera científica ó literaria, todo vestigio de instrucción, y le convierte poco menos que en máquina. Reducido á esta condición el hombre, poco á poco se debilita su facultad de pensar, porque la repetición continua de los mismos actos no le hace discurrir; su imaginación se embota en la continuada prosa de su profesión; sus no­bles sentimientos degeneran en egoísta interés, porque toda su acti­vidad está empleada en producir para sí y para los suyos; su religión, en fin, decae, porque, alejado de toda contemplación, está alejado de Dios. Ved como la enseñanza didáctica y en un solo período de la vi­da, es de todo punto insuficiente. Si el hombre tiene una vida corpo­ral que sostener, tiene igualmente una vida intelectual que mante­ner activa.
Hemos llegado insensiblemente, y sin saberlo casi, al punto á que deseaba conduciros: las Asociaciones científicas. Ellas, casi exclusivamente ellas, son las llamadas á mantener inextinguible y á pro­pagar más y más en los pueblos el fuego del espíritu; misión civili­zadora y sublime que, respondiendo a una necesidad social, las coloca en el número de las instituciones que no pueden desaparecer sin arrastrar consigo la irremisible decadencia de la sociedad. En ellas encuentra el hombre de todas las clases y profesiones los medios pa­ra mantener constantemente viva y ampliar la instrucción más o menos completa que adquirió en los centros de enseñanza; en ellas halla saludable descanso el trabajo manual del jornalero, el enojoso ejercicio del magisterio, el fastidioso formulario del empleado, la ta­rea ingrata del profesor: todos encuentran, en el templo de fraternal concordia que les brinda la asociación científica, intelectual y sua­vísimo recreo, en la exposición sencilla de las grandes verdades, en las producciones deleitosas del gusto literario, en las maravillas del arte.
Los variadísimos asuntos de que la asociación se ocupa alcanzan á todas las aficiones, ofrecen continuo atractivo á todo el que no quiere aburrirse interminables horas en los casinos y cafés: ora se desarrolla un curioso tema científico de actualidad, ora se lee un dra­ma, ora se asiste á una interesante sesión experimental, ora se escu­cha la fogosa composición de un inspirado poeta. ¿No ofrecen bas­tante variedad estas sesiones? Se plantea interesante discusión entre los socios acerca de algún punto de actualidad palpitante. ¿Se desea algo menos serio y de atractivo seguro para todos? Se celebran veladas literarias en las que rivalizan la música, la poesía, la elocuen­cia, el canto, Hay más. El que pertenece á una asociación científica, encuentra á su disposición una biblioteca llena de escogidas obras que sería imposible á cada individuo poseer, halla en la sala de lec­tura numerosas revistas é ilustraciones á que no podría estar suscri­to, y le ponen al corriente de cuanto ocurre de notable en el mundo intelectual. El arte de bien hablar, de producirse con soltura y precisión, encuentra vasto campo en donde ejercitarse, y la oratoria, la elocuencia, tienen para ensayarse un palenque menos medroso que la tribuna. ¿Aparecen en la progresiva marcha del mundo nuevas aspiraciones, surgen nuevos y pavorosos problemas sociales cuya compleja solución exige largos años de reflexivo estudio? Discútense ampliamente en las academias, en los ateneos, en las revistas, en todas las asociaciones científicas, las cuales de este modo preparan con antelación acertadas resoluciones para plantear en su día, bien meditadas, las saludables reformas que con el transcurso del tiempo van reclamando las instituciones humanas, en tanto que los gobier­nos contienen la impaciencia de los incautos, que prefieren plantear reformas sin discutirlas, poner en práctica los más atrevidos ideales sin esperar el fallo de la filosofía, siquiera tengan que retroceder más tarde en medio de torrentes de sangre y nubes de humo. Previsora misión, que convierte á los centros científicos en laboratorios de las futuras instituciones. Si añadís á todo lo dicho las enseñanzas que se dan en los ateneos, la curiosidad que despierta una conferencia hacia determinado estudio, el deseo de aprender que se desarrolla en el obrero, con el fin de entender lo que no está á su alcance, y am­pliar sus recreos intelectuales, el estímulo que hace brotar literatos, poetas y artistas, que forma pensadores, el amor al saber y los há­bitos de estudio que se crean y matan poco á poco la indolencia, ten­dréis menos incompleta la interminable lista de los beneficios que á la sociedad moderna reportan las asociaciones científicas.
El Ateneo de Guadalajara, señores: si recorréis las páginas de su corta pero gloriosa historia, os ofrece sobrados ejemplos de todos los trabajos que rápidamente he citado, de iodos los beneficios que he puesto de relieve. Modesto, como no puede menos de serlo en una población de 8.000 almas, nuestro Ateneo es, sin embargo, una importantísima institución, cuyo sostenimiento asombra á no pocos, y cuya prosperidad nos envidiarían ciudades más populosas, en que no han podido arraigar análogas sociedades. Timbre de brillantísima gloria para la patria del gran Cardenal Mendoza, nuestra asociación ha sabido sobreponerse á la oposición de no pocos, á los fatídicos presagios de muchos, al indiferentismo de los más, y levantar su modesta enseña á tanta altura como los primeros ateneos de España. ¡Habéis merecido bien de la patria, porque habéis llevado a cabo una hazaña civilizadora, porque habéis echado el cimiento de una de las más robustísimas columnas que han de sostener el edificio de nuestra futura prosperidad! ¡Ojalá que, animados con el saludable ejemplo que habéis dado, os imitaran siquiera todos los pueblos que tienen más elementos que Guadalajara; y que, unidos por medio de la prensa estos diversos centros de cultura, pudiéramos prestamos mutuo apoyo y como vivir una vida común! Seríamos más fuertes que aislados, y los patrióticos esfuerzos de todos serían más fructí­feros.
Al terminar, señores, permitidme que sintetice mi pensamiento diciéndoos que el porvenir ya no es de la fuerza sin la inteligencia, de la bizarría sin la táctica, del trabajo sin la idea; el porvenir es de la ciencia práctica unida á la ciencia pura, del trabajo corporal uni­do al trabajo intelectual; el porvenir es de la nación cuyos hijos se­pan unir al progreso material el progreso moral, es decir, de la na­ción que sepa empaparse en la verdadera ciencia. Por eso al retirar­me de esta tribuna, quiero que hieran fuertemente vuestros oídos para que penetren vuestro espíritu estas últimas palabras: el porvenir no será de la nación que posea más ferrocarriles, más telégrafos, más industria, más comercio, más soldados; el porvenir será de la na­ción que, fomentando y sosteniendo más numerosas y mejores aso­ciaciones científicas, sepa difundir más y más en sus pueblos, á la par que una sólida educación del sentimiento y de la voluntad, el noble culto de la inteligencia.

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