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29 de octubre de 2008

Soviet o dictadura del proletariado, de R. Rocker

Pegatina de la FAU, Alemania, 2010 (Archivo La Alcarria Obrera)

Rudolf Rocker fue uno de los teóricos y organizadores anarcosindicalistas más interesantes del siglo XX. Alemán de nacimiento, le tocó vivir todos los avatares históricos de la Europa Central en esos agitados años: la Gran Guerra y su epílogo revolucionario, la fundación de la FAU, la reconstrucción de la AIT en el Berlín esperanzador de 1922 y la devastadora llegada del nazismo, que él anticipa acertadamente en este artículo, publicado el 15 de mayo de 1920 en Freie Arbeiterstimme de Nueva York, órgano anarquista en yiddisch. Buena parte de la obra de Rocker está dedicada a criticar La influencia de las ideas del absolutismo en el socialismo, título de uno de sus libros y eje de su pensamiento, tal y como se recoge en el texto que ofrecemos, en el que deslinda completamente el modelo de consejos o soviets obreros y la dictadura del proletariado.

¿Sistema de los soviets o dictadura del proletariado?
¿Creen acaso que el título contiene un error?
¿Qué el sistema de los soviets y la dictadura del proletariado son una sola y misma cosa? No, se trata de dos conceptos muy diferentes que, lejos de completarse, se excluyen recíprocamente. Sólo una malsana lógica de partido puede admitir una fusión allí donde, en realidad, existe una oposición muy clara.
La idea de los soviets es una expresión definida de lo que nosotros entendemos por la revolución social: corresponde a la parte enteramente constructiva del socialismo. La idea de la dictadura es de origen exclusivamente burgués y no tiene nada en común con el socialismo. Es posible vincular artificialmente ambas nociones, pero el resultado será siempre una caricatura de la idea original de los soviets, que perjudicará la idea fundamental del socialismo.
La idea de los soviets no es en absoluto una idea nueva, nacida de la revolución rusa, como suele creerse. Nació en el seno del ala más avanzada del movimiento obrero europeo, en el momento en que la clase obrera salía de la crisálida del radicalismo burgués para volar con sus propias alas. Era el momento en que la Asociación Internacional de Trabajadores realizó su gran intento de agrupar en una sola y vasta unión a los obreros de los diferentes países y abrirles el camino de la emancipación. Aunque la Internacional tuviera fundamentalmente el carácter de una vasta organización de uniones profesionales, sus estatutos estaban redactados de manera que permitieran que todas las tendencias socialistas de la época, con tal de que estuviesen de acuerdo en el objetivo final, pudieran ocupar un lugar en sus filas.
En un comienzo, las ideas de la gran Asociación estaban lejos de tener la claridad y la expresión acabada que alcanzaron naturalmente en el Congreso de Ginebra, en 1866, y de Lausana, en 1867. Cuanto más madura internamente se hacía la Internacional y más se extendía como organización de lucha, más claras se hacían las ideas de sus miembros. La acción práctica en la lucha cotidiana entre el capital y el trabajo conducía, por sí misma, a una como prensión más profunda de los principios fundamentales.
Después de que el Congreso de Bruselas (1868) se hubiera pronunciado en favor de la propiedad colectiva del suelo, del subsuelo y de los instrumentos de trabajo, se creó una base para el posterior desarrollo de la Internacional.
En el Congreso de Basilea, en 1869, la evolución interior de la gran Asociación obrera alcanzó su punto culminante. Junto a la cuestión del suelo y del subsuelo, de las que el Congreso volvió a ocuparse, fue especialmente la cuestión de las uniones obreras la que pasó a primer término.
Un informe sobre esta cuestión, presentado por el belga Rins y sus amigos, provocó un gran interés: las tareas correspondientes a las uniones obreras y la importancia que ofrecen fueron expuestas, por primera vez, desde una perspectiva totalmente nueva, semejante en cierto modo a las ideas de Robert Owen. En Basilea, se proclamó abierta y claramente que la unión profesional, la Trade-Union, no es una organización normal y transitoria que sólo tiene razón de existir en el seno de la sociedad capitalista y que debe desaparecer con ella. El punto de vista del socialismo estatista, que piensa que la acción de las uniones obreras debe limitarse a un mejoramiento de las condiciones de existencia de los obreros, dentro de los límites del asalariado, y que allí concluye su tarea, se vio profundamente modificado.
El informe de Rins y de sus compañeros demostró que las organizaciones de lucha económica obrera deben ser consideradas como unas células de la futura sociedad socialista y que la tarea de la Internacional es educar a estas organizaciones para hacerlas capaces de cumplir su misión histórica. El Congreso adoptó este punto de vista, pero hoy sabemos que muchos delegados, en especial algunos de los representantes de las organizaciones obreras alemanas, jamás quisieron llevar a cabo lo que esta resolución implicaba.
Después del Congreso de Basilea, y especialmente después de la guerra de 1870, que espoleó al movimiento social europeo por un camino totalmente diferente, aparecieron dos tendencias bien diferenciadas en el seno de la Internacional, tendencias que después entraron en oposición clara entre sí y condujeron a una escisión de la Asociación. Se ha pretendido reducir estas luchas intestinas a unas querellas meramente personales, en especial a la rivalidad entre Mijaíl Bakunin y Karl Marx y el Consejo General de Londres. Nada más falso e infundado que esta idea procedente de un desconocimiento total de los hechos. Es cierto que las consideraciones personales desempeñaron un cierto papel, como casi siempre ocurre en casos semejantes. Fueron sobre todo Marx y Engels quienes atacaron a Bakunin en la medida de lo humanamente posible; hecho que ni el biógrafo de Marx, Franz Mehring, puede silenciar. Pero sería un grave error ver en estas enojosas polémicas la verdadera causa de la gran oposición entre esos hombres. En realidad, se dirimían dos concepciones diferentes del socialismo, y sobre todo de los caminos que deben conducir a él. Marx y Bakunin se limitaron a ser los más destacados en esta lucha por unos principios fundamentales, pero el conflicto se habría producido igualmente sin ellos. Pues no se trataba de una oposición entre dos personas, sino de una oposición entre corrientes ideológicas, que tenía y que sigue teniendo ahora su importancia.
Los obreros de los países latinos, donde la Internacional halló su principal apoyo, desarrollaron su movimiento a partir de unas organizaciones de lucha económica. A sus ojos, el Estado sólo era el agente político y el defensor de las clases poseedoras; por consiguiente no apuntaban tanto a la conquista del poder político como a la supresión del Estado y de todo poder político, bajo cualquier forma, pues no veían en él más que un preludio a la tiranía y a la explotación. Así pues, no querían imitar a la burguesía fundando un nuevo partido político, origen de una nueva clase de políticos profesionales. Su objetivo era apoderarse de las máquinas, de la industria, del suelo y del subsuelo; veían con claridad que dicho objetivo les distanciaba totalmente de los políticos radicales burgueses que lo sacrifican todo a la conquista del poder político. Entendieron que con el monopolio de la posesión debe caer también el monopolio del poder; que la totalidad de la vida de la sociedad futura debe estar basada en unos fundamentos enteramente nuevos.
A partir de la idea de que la dominación del hombre sobre el hombre ha periclitado, intentaron persuadirse de la idea de la administración de las cosas. Sustituyeron la política de los partidos en el seno del Estado por una política económica del trabajo. Entendieron que la reorganización de la sociedad en una dirección socialista debe ser realizada en la propia industria, y de este concepto nació la idea de los consejos (soviets).
Estas ideas del ala antiautoritaria de la Internacional fueron profundizadas y desarrolladas, de manera especialmente clara y precisa, en los Congresos de la Federación del Trabajo española. Allí se introdujeron los términos de Buntos y de Consejos del trabajo (Comunas obreras y Consejos obreros). Los socialistas libertarios de la Internacional entendieron perfectamente que el socialismo no puede ser dictado por un gobierno, sino que debe desarrollarse de manera orgánica de abajo hacia arriba; entendieron que son los propios obreros quienes deben asumir la organización de la producción y del consumo. Y opusieron esta idea al socialismo de Estado de los políticos parlamentarios.
En el curso de los años siguientes, hubo feroces persecuciones contra el movimiento obrero de los países latinos. La señal de partida fue dada por el aplastamiento en Francia de la Comuna de París; después, las represiones se extendieron a España e Italia. La idea de los consejos quedó rechazada a un segundo término, pues al estar perseguida toda propaganda abierta, en los gobiernos secretos que los obreros debieron formar estaban obligados a utilizar todas sus fuerzas en combatir la reacción y defender sus víctimas.
El sindicalismo revolucionario y la idea de los consejos
El desarrollo del sindicalismo revolucionario despertó esta idea y la llamó a una nueva vida. Durante la época más activa del sindicalismo revolucionario francés, de 1900 a 1907, la idea de los consejos se desarrolló bajo su forma más clara y acabada.
Basta con hojear los textos de Pouget, Griffuelhes, Monatte, Yvetot y muchos más, para convencerse de que ni en Rusia ni en ningún lugar, la idea de los consejos se enriqueció, después, con ningún elemento nuevo que los propagandistas del sindicalismo revolucionario no hubieran formulado quince o veinte años antes.
Durante este tiempo, los partidos obreros socialistas rechazaban totalmente la idea de los consejos; la gran mayoría de quienes son ahora sus decididos partidarios, sobre todo en Alemania, consideraban entonces con el mayor desprecio esta nueva utopía. El propio Lenin, en 1905, manifestaba al presidente del consejo de delegados obreros de Petersburgo que el sistema de los consejos era una institución superada, con la que su partido no podía tener nada en común.
Ahora bien, esta concepción de los consejos, cuyo honor incumbe a los socialistas revolucionarios, señala el momento más importante y constituye la piedra angular de todo el movimiento obrero internacional. Debemos añadir que el sistema de los consejos es la única institución capaz de conducir a la realización del socialismo, pues cualquier otro camino sería equivocado. La utopía se ha mostrado más poderosa que la ciencia.
Es innegable también que la idea de los consejos se desprende lógicamente de la concepción de un socialismo libertario, lentamente desarrollado en el seno del movimiento obrero en oposición con la del Estado y con todas las tradiciones de la ideología burguesa.
La dictadura del proletariado herencia de la burguesía
No se puede decir en absoluto lo mismo de la idea de la dictadura. No procede del mundo de los conceptos socialistas. No es un producto del movimiento obrero sino una triste herencia de la burguesía, de la que, para suerte suya, se ha dotado al proletariado. Va estrechamente unida a la aspiración al poder político, que es, igualmente, de origen burgués.
La dictadura es una cierta forma que toma el poder del Estado. Es el Estado sometido al estado de sitio. Como los restantes partidarios de la idea estatista, los defensores de la dictadura pretenden poder imponer al pueblo -como medida provisional- su voluntad. Esta concepción constituye en sí misma un obstáculo a la revolución social, cuyo propio elemento vivo es precisamente la participación constructiva y la iniciativa directa de las masas.
La dictadura es la negación, la destrucción del ser orgánico, del modo de organización natural, de abajo hacia arriba. Se alega que el pueblo todavía no es adulto, que no está preparado para ser su propio dueño. Se trata de la dominación sobre las masas, de su tutela por una minoría. Sus partidarios pueden tener las mejores intenciones, pero la lógica del poder les llevará siempre a entrar en el camino del más extremo despotismo.
La idea de la dictadura ha sido tomada por nuestros socialistas-estatistas del partido pequeñoburgués de los jacobinos. Dicho partido calificaba de crimen cualquier huelga y prohibía, bajo pena de muerte, las asociaciones obreras. Saint-Just y Couthon fueron sus portavoces más enérgicos, y Robespierre actuaba bajo su influencia.
La manera falsa y unilateral de imaginarse la gran revolución, típica de los historiadores burgueses, influyó fuertemente a la mayoría de los socialistas y contribuyó en gran manera en conferir a la dictadura jacobina una fuerza que no merecía, y que el martirio de sus principales caudillos no hizo más que aumentar. La mayoría siempre es propensa al culto de los mártires, y eso la hace incapaz de un juicio crítico sobre sus ideas y sus actos.
Conocemos la obra creadora de la revolución: la abolición del feudalismo y de la monarquía: los historiadores la han glorificado como la obra de los jacobinos y de los revolucionarios de la Convención, y con el tiempo ha resultado de ello una concepción totalmente falsa de toda la historia de la revolución.
Hoy sabemos que esta concepción está basada en una ignorancia voluntaria de los hechos históricos y en especial de la verdad de que la auténtica obra creadora de la gran revolución fue realizada por los campesinos y los proletarios de las ciudades, en contra de la voluntad de la Asamblea Nacional y de la Convención. Los jacobinos y la Convención siempre combatieron vivamente las innovaciones radicales, hasta que se enfrentaban al hecho consumado y ya era inútil resistir. Así pues, la abolición del sistema feudal se debe únicamente a las incesantes rebeliones campesinas, ferozmente perseguidas por los partidos políticos.
En 1792, la Asamblea Nacional seguía manteniendo el sistema feudal y sólo en 1793, cuando los campesinos comenzaron enérgicamente a conquistar sus derechos, la Convención revolucionaria sancionaba la abolición de los derechos feudales. Igual ocurrió con la abolición de la monarquía.
Las tradiciones jacobinas y el socialismo
Los primeros fundadores de un movimiento socialista popular en Francia procedían del campo jacobino, y es totalmente natural que sobre ellos pesara la herencia del pasado.
Cuando Babeuf y Darthey creaban la conspiración de los Iguales, querían hacer de Francia, mediante la dictadura, un Estado agrario comunista. En cuanto comunistas, entendían que para alcanzar el ideal de la gran revolución, había que resolver el problema económico; pero, en cuanto jacobinos, creían que su objetivo podía alcanzar se mediante la fuerza del Estado, dotado de los más amplios poderes. La creencia en la omnipotencia del Estado alcanzó en los jacobinos su grado superior; estaban tan profundamente imbuidos de ella que ya no podían imaginarse otro camino a seguir.
Babeuf y Darthey fueron llevados a la guillotina, pero sus ideas sobrevivieron en el pueblo y hallaron un refugio en las sociedades secretas de los babouvistas, bajo el reinado de Luis Felipe. Hombres como Barbes y como Blanqui actuaron en igual sentido, luchando en favor de la dictadura del proletariado destinada a realizar los objetivos comunistas, y otros como Marx y Engels heredaron la idea de la dictadura del proletariado, expresada en el Manifiesto comunista. No entendían con ello otra cosa que la instauración de un poderoso poder central cuya tarea consistiría en romper, mediante radicales leyes coercitivas, la fuerza de la burguesía y organizar la sociedad en el espíritu del socialismo de Estado.
Estos hombres llegaron al socialismo procedentes de la democracia burguesa; estaban profundamente imbuidos de las tradiciones jacobinas. Además, el movimiento socialista de la época no estaba tan desarrollado como para abrirse su propio camino y vivía más o menos sobre las tradiciones burguesas.
¡Todo por los consejos!
Fue únicamente con el desarrollo del movimiento obrero en la época de la Internacional cuando el socialismo se sintió capaz de librarse de los últimos vestigios de las tradiciones burguesas y de volar totalmente con sus propias alas. La concepción de los consejos abandonaba la noción del Estado y de la política del poder, bajo cualquier forma que se presentase; se enfrentaba así directamente a cualquier idea de dictadura; ésta, en efecto, no sólo quiere arrancar el instrumento del poder a las fuerzas poseedoras y al Estado, sino que quiere también desarrollar lo más posible su propia fuerza.
Los pioneros del sistema de los consejos vieron perfectamente que con la explotación del hombre por el hombre debe desaparecer también la dominación del hombre por el hombre. Entendieron que el Estado, la potencia organizada de las clases dominantes, no puede convertirse en instrumento de emancipación para el trabajo. Pensaban de igual manera que la destrucción del antiguo aparato de poder debe ser la tarea más importante de la revolución social, para hacer imposible toda nueva forma de explotación.
Que no se nos objete que la dictadura del proletariado no puede compararse con otra dictadura cualquiera, pues se trata de la dictadura de una clase. La dictadura de una clase no puede existir como tal, pues siempre se trata, a fin de cuentas, de la dictadura de un determinado partido que se arroga el derecho de hablar en nombre de una clase. Así es como la burguesía, en lucha contra el despotismo, hablaba en nombre del pueblo; en los partidos que nunca han estado en el poder, la aspiración al poder se hace extremadamente peligrosa.
Los nuevos ricos del poder todavía son más repugnantes y peligrosos que los nuevos ricos de la propiedad. Alemania nos sirve a este respecto de instructivo ejemplo: vivimos ahora bajo la poderosa dictadura de los políticos profesionales de la socialdemocracia y de los funcionarios centralistas de los sindicatos. Ningún medio les parece bastante brutal y suficientemente vil contra los miembros de su propia clase que se atreven a estar en desacuerdo con ellos. Estos hombres se han desembarazado de todas las conquistas de la revolución burguesa que aseguran la libertad y la inviolabilidad de la persona; han desarrollado el más horrible sistema policiaco, hasta el punto que pueden apoderarse de cualquier persona que les disguste y hacerla inofensiva por un tiempo determinado. Las famosas lettres de cachet de los déspotas franceses y la deportación por orden administrativa del zarismo ruso han reaparecido con estos singulares defensores de la democracia.
Es cierto que esos hombres alegan en cada momento su constitución, que asegura a los buenos alemanes todos los derechos posibles; pero esta constitución sólo existe en el papel; igual ocurrió con la famosa constitución republicana de 1793, que jamás fue aplicada pues Robespierre y sus adeptos manifestaron que no podía ser puesta en práctica cuando la patria estaba en peligro. Mantuvieron, por tanto, la dictadura, y ésta llevó al 9 de thermidor, a la vergonzosa dominación del Directorio y, finalmente, a la dictadura del sable napoleónico. En Alemania, ya estamos en el Directorio; sólo falta el hombre que desempeñe el papel de Napoleón.
Es cierto que sabemos que la revolución no puede hacerse con agua de rosas; sabemos asimismo que las clases poseedoras no abandonarán voluntariamente sus privilegios. El día de la victoria de la revolución, los trabajadores deben imponer su voluntad a los actuales poseedores del suelo, del subsuelo y de los medios de producción. Pero, en nuestra opinión, esto sólo podrá producirse si los trabajadores se apoderan por si mismos del capital social, y, en primer lugar, si derriban el aparato de fuerza política, que hasta ahora ha sido y seguirá siendo la fortaleza que permitía engañar a las masas. Para nosotros este acto es un acto de liberación, una proclamación de la justicia social; es la misma esencia de la revolución social, totalmente ajena a la idea meramente burguesa de la dictadura.
El hecho de que gran número de partidos socialistas haya adherido a la idea de los consejos, propia de los socialistas libertarios y de los sindicatos, es una confesión; reconocen con ello que la táctica seguida hasta el presente ha sido errónea y que el movimiento obrero debe crear para sí mismo, en estos consejos, el único órgano que le permitirá la realización del socialismo. Por otra parte, no debemos olvidar que esta repentina adhesión amenaza con introducir en la concepción de los consejos muchos elementos extraños, que no tienen nada en común con sus tareas originales y que deben ser eliminados como peligrosos para su desarrollo posterior. Entre estos elementos extraños, el primer lugar corresponde a la idea de la dictadura. Nuestra tarea debe ser la de prevenir este peligro y precaver a nuestros camaradas de clase contra unas experiencias que no pueden acelerar y sí, por el contrario, retrasar la emancipación social.
Así pues, nuestra consigna sigue siendo: ¡Todo por los consejos! ¡Ningún poder por encima de ellos! y esta consigna será al mismo tiempo la de la revolución social.

27 de octubre de 2008

Pensamientos y fragmentos, de León Tolstoi

Nadie niega que León Tolstoi es uno de los grandes escritores de la literatura universal; algunas de sus obras son ya clásicos de la novela: Guerra y Paz, Anna Karenina, La sonata Kreutzer… Sin embargo, casi siempre se oculta su faceta de ideólogo del anarquismo, evidente en libros como La escuela de Yasnaia Poliana, donde explica la realidad cotidiana de su proyecto pedagógico libertario, o Lo que yo pienso de la guerra, donde critica el militarismo en medio del fragor de la guerra ruso-japonesa. Su religiosidad, alejada de dogmas y de iglesias, y su pacifismo, no siempre bien entendido en los años de la propaganda por el hecho, no le hicieron ganar la simpatía de muchos anarquistas de su época, a pesar del reconocimiento de Piotr Kropotkin. En la primera edición española de Lo que yo pienso de la guerra se incluyeron estos "Pensamientos y Fragmentos" que reproducimos.

No es el camino de la violencia el que nos conducirá a la paz deseada; es la misma paz, o mejor, la rebeldía pasiva.
Con que los esclavos, todos los esclavos víctimas de los modernos fariseos, que envenena y explotan las almas, se cruzaran de brazos, la hora del humilde habría llegado. De modo tan sencillo rodarían por el suelo los ídolos, los dioses personales que han venido a substituir a los impersonales del verdadero cristianismo.
Y sin embargo, la sangre continua derramándose en todas partes, como en los mejores tiempos de la barbarie. Las clases directoras civilizan y educan a cañonazos; los dirigidos procuran su bienestar armándose de aprestos destructores.
No es el camino.
Moriré sin ver bien inclinados a los hombres. No será por mi culpa y esto me consuela.
* * *
Los hombres poderosos son los que exigen tributos, y a ellos los pagamos. Emplean, en verdad, una parte de estos dones que se llaman impuestos o contribuciones, a la realización de obras que importan a la sociedad entera. Pero en general, estas obras resultan funestas para la mayoría de los hombres.
En Rusia, por ejemplo, se toma a la nación la tercera parte de sus rentas; pero no se emplea en instrucción pública, las más importante de todas las necesidades, sino 1/50 del producto total del impuesto, sin contar además que la escasa instrucción que se da al pueblo es embrutecedora, y mucho más dañina que fecunda en buenos resultados. Los 40/50 de las rentas del Estado sirven, con daño del país, para los armamentos militares, la construcción de caminos estratégicos, de fuertes, de prisiones, para mantener al clero, a la corte, a los oficiales y funcionarios, es decir, para el bienestar de cuantos tienen por cometido operar o garantizar la inversión de estas formidables sumas de dinero.
Lo mismo sucede no sólo en Persia, Turquía y la India, sino también en todas las naciones cristianas, sin exceptuar las que recibieron cartas de Constitución, o están reputadas como repúblicas democráticas. En todas partes, los gobiernos exprimen al pueblo, le toman cuanto puede dar, sin medir nunca sus exigencias por las necesidades de la sociedad.
* * *
Hoy, como en otras épocas, cuando unos hombres gobiernan a otros hombres, puede asegurarse que aquéllos están armados, y que éstos no lo están.
Todos los guerreros que iban con sus jefes a atacar pueblos indefensos y los sometían y despojaban de sus bienes, recibían una parte del botín, proporcionada a sus servicios, al valor, a la crueldad de cada uno, y así sacaban un provecho positivo de su victoria. Pero ahora, los hombres, obreros en su mayoría, a quienes se hace tomar las armas para atacar a gentes indefensas, a huelguistas, a sublevados, a habitantes de otros países, y someterlos y forzarlos a dar su trabajo, que es toda su riqueza, esos hombres, por sus violencias, no sirven sus propios intereses, sino los de algunos ambiciosos que no han compartido ni siquiera sus peligros.
* * *
En las Mil y una noches se cuenta que un viajero que llegó a una isla desierta, encontró a un anciano con las piernas inútiles, que estaba sentado en el suelo junto a un arroyo. El viejo rogó al viajero que le pasara sobre sus hombros a la orilla opuesta. Habiendo obtenido una respuesta favorable, el viejo se encaramó sobre los hombros del viajero, y en seguida le ciñó las piernas sólidamente alrededor del cuello, negándose a soltarle. Una vez dueño del viajero, el anciano hizo de él cuanto deseaba. Le hacía correr a su voluntad, le obligaba a acercarse a los árboles, de los que recogía y comía los frutos, sin que le recompensara más que con injurias.
La aventura de este viajero tiene muchos puntos de semejanza con la de los pueblos que han dado a sus gobiernos dinero y soldados. Este dinero sirve a los gobiernos para comprar armas y para hacer educar especialmente y pagar después a jefes militares irresponsables y feroces. Estos jefes, por procedimientos ingeniosos de idiotización perfeccionados en el transcurso de los siglos, forman con todos los hombres, que proporcionan los reemplazos, ejércitos disciplinados.
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Los gobiernos, como las iglesias, no pueden inspirar sino piedad o disgusto. Mientras el hombre no ha comprendido lo que es un gobierno o una iglesia, lo natural es que sienta hacia ellos un piadoso respeto. En tanto que se deja guiar por ellos, debe creer, para satisfacción de su amor propio, en su grandeza y santidad. Pero desde que advierte que no hay en el gobierno ni en la iglesia nada absoluto ni sagrado, y que son simplemente invenciones de los malos para imponer al pueblo, de un modo disimulado, un método de vida que sea útil a sus intereses, siente en seguida una impresión de asco por los que le engañan indignamente, y su decepción es tanto más profunda, cuanto que la ficción de la cual descubre la vanidad que le guiaba en otro tiempo en las cuestiones más graves.
Los hombres experimentarán este disgusto hacia los gobiernos cuando hayan comprendido el verdadero sentido de estas instituciones.
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Uno de los prejuicios más generales y arraigados consiste en creer que cada hombre tiene cualidades que le son propias: así se dice que uno es bueno ó malo, tonto ó inteligente, enérgico ó apático. Esto no es verdad en absoluto. Podemos decir que un hombre más bien es bueno que malo, inteligente que torpe, enérgico que apático ó viceversa. Pero diremos una tontería si sostenemos que un hombre es siempre bueno é inteligente y otro siempre malo y torpe, y sin embargo, siempre clasificamos así á los hombres, y esto es ilógico. Las personas son parecidas á los ríos. El agua corre igualmente en todos ellos; pero un mismo río puede ser tortuoso y rápido ó ancho y manso, limpio ó turbio, frío y caliente. Así los hombres; cada cual guarda en sí el germen de todos los vicios y todas las virtudes; tan pronto domina uno como otro; ocurre que un hombre no es siempre igual, siendo siempre el mismo.
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Se admira la gente de que ocurran 60.000 suicidios al año en Europa, sin contar los que se perpetran en Rusia y Turquía. Hay que extrañar, por lo contrario, que no ocurran más. Todos los hombres de nuestra época, si se dan cuenta de la contradicción que existe entre su conciencia y su vida, hállanse en situación muy cruel. Dejando aparte todas las otras contradicciones que existen entre la vida real y la conciencia, basta este estado de paz armada permanente, contrapuesto á su religión católica, para que el hombre se desespere, dude de la razón humana y renuncie á la vida en este mundo insensato y bárbaro. Esta contradicción, que viene á ser como la quinta esencia de las otras, es tan terrible, que no es posible vivir á menos de olvidada.
¡Cómo! Nosotros los cristianos, no sólo profesamos el amor por el prójimo, no sólo vivimos realmente con vida común, sino que tratamos de instruirnos unos á otros para nuestra dicha mutua, acercándonos con amor, y en cambio, mañana, un enloquecido jefe de Estado dirá una estupidez cualquiera, otro le contestará, con otra gansada, y yo y mis semejantes marcharemos á la muerte para matar hombres que no sólo no nos han causado ningún daño, sino que, por el contrario, nos son queridos. Y esto no es una probabilidad lejana, sino una certidumbre inevitable, para la cual nos preparamos todos.
Basta tener conciencia de ello, para volverse loco ó suicidarse.
Basta volver en sí durante un momento, para comprender la necesidad de tal resolución.
* * *
Los hombres han pensado, han creído hasta fines de este siglo, que no podrían vivir sin gobierno. Pero la vida progresa y las condiciones de la vida, como las opiniones de los hombres, se transforman. A pesar de los esfuerzos de los gobiernos para mantener á los pueblos en un estado tal de idiotismo que el individuo maltratado se felicite de tener á su lado á alguien que acoja sus quejas, los hombres, y en particular los obreros, tanto en Rusia como en Europa, ven desaparecer su tontería y empiezan á comprender las verdaderas condiciones de vida.
* * *
No puedo menos de repetir siempre lo mismo, á pesar del silencio frío y hostil con que se acogen mis palabras.
Un hombre moral que goza de todas las comodidades, y hasta el hombre de la clase media -excepción hecha del hombre rico que gasta para sus caprichos centenares de jornadas de trabajo cada veinticuatro horas- no puede vivir tranquilo sabiendo que todo aquello de que goza es fruto del trabajo de generaciones obreras, oprimidas bajo el peso de una existencia abrumadora y que mueren ignorantes entregadas á la borrachera y al libertinaje, medio salvajes, en las minas, en las fábricas, en los talleres, al pie del arado, produciendo los objetos que sirven para el hombre de condición superior. Yo, que escribo esto, y vosotros que me leeréis, tenemos una alimentación suficiente, á menudo abundante, delicada, aire puro, vestidos de invierno y de verano, toda clase de distracciones, diversiones durante el día, y reposo completo por la noche, Y junto á nosotros, vive el pueblo trabajador que no tiene ni alimentación ni habitación sana, ni vestidos suficientes ni distracciones y que, muy á menudo, no goza ni siquiera del descanso durante la noche; viejos, niños, mujeres, extenuados por el trabajo, por las noches sin sueño, por las enfermedades, se ven obligados durante su vida entera á trabajar para nosotros, á producir los objetos de lujo que no han de poseer ellos, y que para nosotros constituyen, no una necesidad, sino una superfluidad.
* * *
No la ociosidad, sino el trabajo engendra la dicha. Un hombre no puede dejar de trabajar; es contra naturaleza. Lo mismo ocurre á todo animal, caballo ó abeja. Hay que desechar la superstición grosera que hace que únicamente consideremos feliz al que vive de sus rentas.
Todo hombre vive por la solidaridad del trabajo humano: otros hombres le han criado y educado y preservado de peligros; otros le preservan y le alimentan ahora. Así, cada individuo es criado y cuidado por otros; pero para que todos continúen preservando y alimentando á ese hombre, es necesario que á su vez sea útil y servicial. Los hombres, hasta los malvados, preservarán y alimentarán con solicitud al que trabaja por ellos.
* * *
Basta imaginar la conducta del hombre mientras caza, para convencerse de que, dando libre impulso á sus peores instintos, realiza actos cuya sola idea le avergonzaría en otras ocasiones.
Existe una serie de actos y de procedimientos que con razón se consideran indignos de un hombre honrado.
La superchería, la perfidia, las trampas, la emboscada, el ataque de muchos contra una solo, del débil por el fuerte, el robo de los hijos á sus padres y de los padres á sus hijos, son otros tantos actos viles por sí mismos, aun prescindiendo de la calidad de las víctimas. Sin embargo, por una contradicción inconcebible, todos estos actos viles y criminales, se realizan sin escrúpulo, abiertamente, en la caza, y contra seres inofensivos, por los mismos hombres que rehusarían dar la mano á quien obrara de igual modo con un hombre. Diríase que los hombres sienten tanto no poder dañarse entre sí, que van al campo y al bosque para vengarse de su abstinencia sobre seres vivientes y para dar rienda suelta á sus más bajos instintos.
Destripar, romper una cabeza contra un árbol, descuartizar, son los actos más comunes y necesarios en la caza. Es, sin embargo, natural compadecerse de los animales. ¿Por qué, pues, en la caza los hombres, no sólo no sienten lástima por los animales, sino que ni aun les avergüenza sorprenderles, perseguirles y atormentarles por todos los medios posibles?
* * *
Recientemente, durante un domingo lluvioso de otoño, atravesé en tranvía el mercado que existe cerca de la torre de Sukharev. En una extensión de medio kilómetro, el coche dividió una multitud compacta, que volvía á cerrarse detrás de nosotros. Desde la mañana hasta la noche, estos millares de hombres, casi todos hambrientos y andrajosos, pisan el suelo fangoso, disputan, se engañan y se aborrecen. Es lo mismo que lo que ocurre en todos los mercados de Moscou y de las otras ciudades. Esos hombres pasarán sus veladas en las tabernas, y por la noche se esconderán en sus agujeros y zahúrdas. El domingo es para ellos un gran día. El lunes vuelven á empezar su existencia maldita.
Reflexionando sobre la existencia de esos hombres, pensando en el estado que dejan y en el que escogen, considerad á qué trabajos se entregan, y veréis que son unos mártires.
Todos ellos han abandonado sus campos, sus casas, sus padres y sus hermanos, y á menudo á sus mujeres y á sus hijos.
Han renunciado á todo, y han acudido á la ciudad para adquirir lo que el mundo cree necesario.
Todos hacen lo mismo, desde el obrero de la fábrica, el cochero, la costurera, la prostituta, hasta el comerciante enriquecido, el empleado, y sus mujeres, sin hablar de las docenas de miles de desdichados que todo lo han perdido, y que viven de desperdicios y de aguardiente en los asilos de noche.
Examinad esa multitud desde el pobre al rico; buscad á quien se crea satisfecho y estime poseer lo que el mundo cree necesario, y no hallaréis uno entre mil. Todos se dirigen á adquirir lo que el mundo impone, y cuya ausencia constituye para ese mismo mundo una desdicha. Pero tan pronto como han adquirido lo codiciado, el mundo presenta otra cosa más necesaria, y el trabajo de Sísifo obra eternamente.
* * *
Recientemente ha publicado el Papa una encíclica sobre el socialismo. En este documento el jefe de la Iglesia, después de una pretendida refutación de la doctrina socialista sobre la ilegitimidad de la propiedad, dice expresamente que “nadie tiene la obligación de socorrer al prójimo si no tiene más que lo necesario para sí ó su familia ó si para hacerla, ha de disminuir en algo aquello que exigen las conveniencias mundanas. Nadie, en efecto, debe vivir prescindiendo de tales conveniencias”. (Esto está tomado de Santo Tomás: Nullus enim inconvenienter debet vivere). Pero después de haber satisfecho las necesidades y las conveniencias exteriores -dice al fin la encíclica- deber es de todos dar lo superfluo á los pobres”.
Así predica el jefe de la Iglesia más extendida hoy día; así predicaban los Padres de la Iglesia, que creían insuficiente la salvación por medio de la acción.
Junto á la predicación de esta doctrina egoísta, que prescribe dar al prójimo aquello que no le es á uno necesario, se predica el amor á ese mismo prójimo, y siempre se cita con énfasis las célebres palabras pronunciadas por Pablo en el capítulo XIII de su primera Epístola á los corintios.
* * *
Si tienes fuerzas, dedica toda tu actividad al amor; si careces de energía, haz que tu debilidad sea la debilidad del amor.
Lo mismo que un atleta observa atento el desarrollo de su musculatura, observa tú el aumento de tu amor, ó al menos, la disminución de la maldad y la mentira, y tu vida será hermosa y alegre.

25 de octubre de 2008

La coacción moral, de Ricardo Mella

Portada de La coacción moral (Archivo La Alcarria Obrera)

El gallego Ricardo Mella Cea (Vigo, 1861-1925), de quien ya hemos incluido algún texto, es el anarquista teórico más interesante en lengua castellana. De su mano salieron numerosos ensayos, multitud de artículos y diversas traducciones, todos destinados a concretar, aclarar y difundir el ideal libertario. Su intachable peripecia personal, reforzaba sus palabras: si el entierro de Fermín Salvochea en Cádiz fue la mayor demostración de duelo que se recuerda en la Baja Andalucía, el de Ricardo Mella paralizó la ciudad de Vigo y dejó una huella que aún no se ha borrado; hombres ejemplares cuya integridad moral cimentaba el arraigo del anarquismo. Precisamente, de su libro La coacción moral, editado en 1901, reproducimos sus últimas páginas que concluyen con una sugestiva cita de Mijaíl Bakunin.

Echamos, pues, abajo un mundo de autoridades artificiales, creadas y mantenidas por la fuerza, y levantamos sobre sus ruinas el mundo de la libertad con todas sus naturales consecuencias entre las que, ¿ por qué no decirlo? se encuentra la influencia y la autoridad, libremente aceptada, de la sabiduría y de la virtud, ya que nosotros no tratamos de destruir lo que es indestructible en la Naturaleza, sino todo aquello que el hombre ha creado, atándose de pies y manos, en la falsa creencia de que sin la supremacía de la fuerza o del número la vida social no era posible. Nosotros queremos destruir, no lo que es efecto propio de la vida de relación entre los hombres, sino cuanto éstos en los comienzos y en el desenvolvimiento de la animalidad han fomentado en guerra continua y sin tregua para afianzar los privilegios de la riqueza y la fuerza preponderante de todos los poderes, religioso, político, militar y jurídico. No creamos un mundo nuevo de nuevas autoridades, porque no concedemos al hombre de ciencia autoridad oficial, indiscutible; porque no instituimos un organismo de sabios, y mucho menos de santos, que nos gobierne. Aceptamos, sí, cuando bien nos parece, las opiniones de los más capaces por su saber o por su experiencia, lo mismo que aspiramos a que de igual modo sean aceptadas las nuestras, y procuramos llevar el conocimiento de la ciencia a todos los hombres, instruyéndolos integralmente, para hacer aún más imposible todo vestigio de servidumbre personal. Trabajamos, en fin, por la completa emancipación del cuerpo y de la inteligencia, o como diría un creyente, por la radical emancipación de la materia y del espíritu. Pero así como no podemos escapar a las leyes físicas que nos gobiernan, siquiera consista el verdadero progreso humano en emanciparse de toda ley aun en el orden mismo de la Naturaleza, así tampoco podemos desentendemos brutalmente del consejo de la ciencia o del sabio, aun cuando pongamos nuestro empeño en emancipamos por el conocimiento de aquélla de toda influencia de éste.
Nuestro ultramaterialismo nos lleva a considerar al hombre sujeto a las leyes físicas, pero en pugna, siempre que le perjudiquen, por romper esas mismas ligaduras y tratando constantemente de redimirse por la rebelión y por la sabiduría de la brutalidad de toda fuerza que sobre él actúe.
¿Cómo, pues, hemos de admitir la autoridad infalible ni indiscutible de ningún hombre? Su consejo es para nosotros simple materia de cambio, como lo es hoy mismo para los hombres cultos, para cuantos han abandonado la fe en todas las infalibilidades.
“En materia de zapatos -decía Bakounine, y le reproducimos para concluir- yo consulto la autoridad del zapatero; en todo lo concerniente a edificios, canales o vías férreas, solicito la del arquitecto o la del ingeniero. Para cada ciencia especial, yo me dirijo a tal o cual sabio. Pero no consiento que ni el zapatero, ni el arquitecto, ni el sabio, me impongan su autoridad. Los acepto libremente y con todo el respeto a que son acreedores por su inteligencia, por su carácter, por sus conocimientos, pero reservándome siempre el incontestable derecho de crítica y censura. Yo no consulto en cualquier materia una sola autoridad, sino varias; comparo sus opiniones y, finalmente, escojo la que me parece más justa. Por esto mismo no reconozco, aun en cuestiones especiales, autoridad alguna infalible; cualquier respeto que pueda tener a la sinceridad y honradez de tal o cual individuo no me induce a tener una fe absoluta en él. Semejante fe sería fatal a mi razón, a mi libertad y aun al desenvolvimiento de mis ideas; me convertiría inmediatamente en un esclavo estúpido, en un instrumento de la voluntad y de los intereses de otro.
Si me inclino ante la autoridad ajena en un asunto dado y acato en cierto modo y en tanto cuanto me parece necesario sus indicaciones y aun su dirección, es porque tal autoridad no me es impuesta por nadie, ni por Dios ni por los hombres. De otro modo yo la repelería con horror, dando al diablo sus consejos, su dirección y sus servicios, seguro de que tendría que pagar con la pérdida de mi libertad y de mi propio respeto tantos restos de verdad, envueltos en una multitud de falsedades como pudieran darme.
Acato la autoridad externa en materias determinadas, porque no me viene impuesta más que por mi propia razón y porque tengo conciencia de mi incapacidad para poseer en todos sus detalles, en todo su desenvolvimiento positivo, una gran parte de los conocimientos humanos. La más grande inteligencia individual no puede igualarse a la inteligencia de todos, a la razón colectiva. De aquí resulta para la ciencia, tanto como para la industria, la necesidad de la división y de la asociación del trabajo. Dar y recibir, tal es la vida humana. Cada uno dirige y es dirigido a su vez. Por esto no hay autoridad fija y constante, sino un cambio continuo de autoridad y subordinación mutua, temporal, y sobre todo voluntaria.
Esta misma razón me prohíbe reconocer una autoridad fija, constante y universal, porque no hay hombre alguno universal capaz de abarcar en toda la riqueza de detalles, sin los que la aplicación de la ciencia a la vida es imposible, todas las ciencias, todas las ramas de la vida social. Y si tal universalidad pudiera darse en un solo individuo, y éste, prevaliéndose de ello, quisiera imponer su autoridad al respeto de los hombres, sería necesario arrojar del mundo social a semejante ser, porque su autoridad reduciría inevitablemente a sus semejantes a la esclavitud y a la imbecilidad.
Yo no creo que la sociedad deba maltratar a los hombres de talento, como precisamente sucede en nuestra época; pero tampoco creo que debe llevar tan lejos su complacencia con ellos, y menos aún que les conceda privilegios o derechos exclusivos, cualesquiera que sean, y esto por tres razones: primera, porque frecuentemente podría tomarse a un charlatán por un hombre de genio; segunda, porque con tal sistema de privilegios podría convertirse en charlatán un verdadero sabio, y tercera, porque esto valdría tanto como darse la sociedad a sí misma un amo.
Mas si bien rechazamos la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de ciencia, nos inclinamos voluntariamente ante la autoridad respetable, aunque relativa, temporal y limitada, de los representantes de las ciencias especiales, pues nada mejor que consultarlos alternativamente, agradeciendo mucho los preciosos informes que nos faciliten, a condición de que ellos los reciban nuestros voluntariamente en todas las ocasiones y en todas las materias en las que nosotros seamos más competentes que ellos. En general, no hay nada mejor que ver a los hombres dotados de grandes conocimientos, gran experiencia, gran inteligencia, y, sobre todo, de gran corazón, ejerciendo sobre nosotros una influencia legítima y natural, libremente aceptada y nunca impuesta en nombre de una autoridad cualquiera, ya sea divina o humana. Nosotros aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, pero ninguna de derecho; toda autoridad o influencia de derecho, oficialmente impuesta, se convierte de un modo directo en opresión, en falsedad, llevándonos inevitablemente, como creo haber demostrado, a la esclavitud y al absurdo.
En una palabra: nosotros rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiada, oficial y legal, aun cuando provenga del sufragio, convencidos de que nunca podrá aprovechar más que a una minoría dominante y explotadora, en detrimento de los intereses de la inmensa mayoría a ella sujeta. ¡Tal es el sentido en que nosotros somos realmente anarquistas!”.