Nadie niega que León Tolstoi es uno de los grandes escritores de la literatura universal; algunas de sus obras son ya clásicos de la novela: Guerra y Paz, Anna Karenina, La sonata Kreutzer… Sin embargo, casi siempre se oculta su faceta de ideólogo del anarquismo, evidente en libros como La escuela de Yasnaia Poliana, donde explica la realidad cotidiana de su proyecto pedagógico libertario, o Lo que yo pienso de la guerra, donde critica el militarismo en medio del fragor de la guerra ruso-japonesa. Su religiosidad, alejada de dogmas y de iglesias, y su pacifismo, no siempre bien entendido en los años de la propaganda por el hecho, no le hicieron ganar la simpatía de muchos anarquistas de su época, a pesar del reconocimiento de Piotr Kropotkin. En la primera edición española de Lo que yo pienso de la guerra se incluyeron estos "Pensamientos y Fragmentos" que reproducimos.
No es el camino de la violencia el que nos conducirá a la paz deseada; es la misma paz, o mejor, la rebeldía pasiva.
Con que los esclavos, todos los esclavos víctimas de los modernos fariseos, que envenena y explotan las almas, se cruzaran de brazos, la hora del humilde habría llegado. De modo tan sencillo rodarían por el suelo los ídolos, los dioses personales que han venido a substituir a los impersonales del verdadero cristianismo.
Y sin embargo, la sangre continua derramándose en todas partes, como en los mejores tiempos de la barbarie. Las clases directoras civilizan y educan a cañonazos; los dirigidos procuran su bienestar armándose de aprestos destructores.
No es el camino.
Moriré sin ver bien inclinados a los hombres. No será por mi culpa y esto me consuela.
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Los hombres poderosos son los que exigen tributos, y a ellos los pagamos. Emplean, en verdad, una parte de estos dones que se llaman impuestos o contribuciones, a la realización de obras que importan a la sociedad entera. Pero en general, estas obras resultan funestas para la mayoría de los hombres.
En Rusia, por ejemplo, se toma a la nación la tercera parte de sus rentas; pero no se emplea en instrucción pública, las más importante de todas las necesidades, sino 1/50 del producto total del impuesto, sin contar además que la escasa instrucción que se da al pueblo es embrutecedora, y mucho más dañina que fecunda en buenos resultados. Los 40/50 de las rentas del Estado sirven, con daño del país, para los armamentos militares, la construcción de caminos estratégicos, de fuertes, de prisiones, para mantener al clero, a la corte, a los oficiales y funcionarios, es decir, para el bienestar de cuantos tienen por cometido operar o garantizar la inversión de estas formidables sumas de dinero.
Lo mismo sucede no sólo en Persia, Turquía y la India, sino también en todas las naciones cristianas, sin exceptuar las que recibieron cartas de Constitución, o están reputadas como repúblicas democráticas. En todas partes, los gobiernos exprimen al pueblo, le toman cuanto puede dar, sin medir nunca sus exigencias por las necesidades de la sociedad.
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Hoy, como en otras épocas, cuando unos hombres gobiernan a otros hombres, puede asegurarse que aquéllos están armados, y que éstos no lo están.
Todos los guerreros que iban con sus jefes a atacar pueblos indefensos y los sometían y despojaban de sus bienes, recibían una parte del botín, proporcionada a sus servicios, al valor, a la crueldad de cada uno, y así sacaban un provecho positivo de su victoria. Pero ahora, los hombres, obreros en su mayoría, a quienes se hace tomar las armas para atacar a gentes indefensas, a huelguistas, a sublevados, a habitantes de otros países, y someterlos y forzarlos a dar su trabajo, que es toda su riqueza, esos hombres, por sus violencias, no sirven sus propios intereses, sino los de algunos ambiciosos que no han compartido ni siquiera sus peligros.
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En las Mil y una noches se cuenta que un viajero que llegó a una isla desierta, encontró a un anciano con las piernas inútiles, que estaba sentado en el suelo junto a un arroyo. El viejo rogó al viajero que le pasara sobre sus hombros a la orilla opuesta. Habiendo obtenido una respuesta favorable, el viejo se encaramó sobre los hombros del viajero, y en seguida le ciñó las piernas sólidamente alrededor del cuello, negándose a soltarle. Una vez dueño del viajero, el anciano hizo de él cuanto deseaba. Le hacía correr a su voluntad, le obligaba a acercarse a los árboles, de los que recogía y comía los frutos, sin que le recompensara más que con injurias.
La aventura de este viajero tiene muchos puntos de semejanza con la de los pueblos que han dado a sus gobiernos dinero y soldados. Este dinero sirve a los gobiernos para comprar armas y para hacer educar especialmente y pagar después a jefes militares irresponsables y feroces. Estos jefes, por procedimientos ingeniosos de idiotización perfeccionados en el transcurso de los siglos, forman con todos los hombres, que proporcionan los reemplazos, ejércitos disciplinados.
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Los gobiernos, como las iglesias, no pueden inspirar sino piedad o disgusto. Mientras el hombre no ha comprendido lo que es un gobierno o una iglesia, lo natural es que sienta hacia ellos un piadoso respeto. En tanto que se deja guiar por ellos, debe creer, para satisfacción de su amor propio, en su grandeza y santidad. Pero desde que advierte que no hay en el gobierno ni en la iglesia nada absoluto ni sagrado, y que son simplemente invenciones de los malos para imponer al pueblo, de un modo disimulado, un método de vida que sea útil a sus intereses, siente en seguida una impresión de asco por los que le engañan indignamente, y su decepción es tanto más profunda, cuanto que la ficción de la cual descubre la vanidad que le guiaba en otro tiempo en las cuestiones más graves.
Los hombres experimentarán este disgusto hacia los gobiernos cuando hayan comprendido el verdadero sentido de estas instituciones.
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Uno de los prejuicios más generales y arraigados consiste en creer que cada hombre tiene cualidades que le son propias: así se dice que uno es bueno ó malo, tonto ó inteligente, enérgico ó apático. Esto no es verdad en absoluto. Podemos decir que un hombre más bien es bueno que malo, inteligente que torpe, enérgico que apático ó viceversa. Pero diremos una tontería si sostenemos que un hombre es siempre bueno é inteligente y otro siempre malo y torpe, y sin embargo, siempre clasificamos así á los hombres, y esto es ilógico. Las personas son parecidas á los ríos. El agua corre igualmente en todos ellos; pero un mismo río puede ser tortuoso y rápido ó ancho y manso, limpio ó turbio, frío y caliente. Así los hombres; cada cual guarda en sí el germen de todos los vicios y todas las virtudes; tan pronto domina uno como otro; ocurre que un hombre no es siempre igual, siendo siempre el mismo.
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Se admira la gente de que ocurran 60.000 suicidios al año en Europa, sin contar los que se perpetran en Rusia y Turquía. Hay que extrañar, por lo contrario, que no ocurran más. Todos los hombres de nuestra época, si se dan cuenta de la contradicción que existe entre su conciencia y su vida, hállanse en situación muy cruel. Dejando aparte todas las otras contradicciones que existen entre la vida real y la conciencia, basta este estado de paz armada permanente, contrapuesto á su religión católica, para que el hombre se desespere, dude de la razón humana y renuncie á la vida en este mundo insensato y bárbaro. Esta contradicción, que viene á ser como la quinta esencia de las otras, es tan terrible, que no es posible vivir á menos de olvidada.
¡Cómo! Nosotros los cristianos, no sólo profesamos el amor por el prójimo, no sólo vivimos realmente con vida común, sino que tratamos de instruirnos unos á otros para nuestra dicha mutua, acercándonos con amor, y en cambio, mañana, un enloquecido jefe de Estado dirá una estupidez cualquiera, otro le contestará, con otra gansada, y yo y mis semejantes marcharemos á la muerte para matar hombres que no sólo no nos han causado ningún daño, sino que, por el contrario, nos son queridos. Y esto no es una probabilidad lejana, sino una certidumbre inevitable, para la cual nos preparamos todos.
Basta tener conciencia de ello, para volverse loco ó suicidarse.
Basta volver en sí durante un momento, para comprender la necesidad de tal resolución.
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Los hombres han pensado, han creído hasta fines de este siglo, que no podrían vivir sin gobierno. Pero la vida progresa y las condiciones de la vida, como las opiniones de los hombres, se transforman. A pesar de los esfuerzos de los gobiernos para mantener á los pueblos en un estado tal de idiotismo que el individuo maltratado se felicite de tener á su lado á alguien que acoja sus quejas, los hombres, y en particular los obreros, tanto en Rusia como en Europa, ven desaparecer su tontería y empiezan á comprender las verdaderas condiciones de vida.
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No puedo menos de repetir siempre lo mismo, á pesar del silencio frío y hostil con que se acogen mis palabras.
Un hombre moral que goza de todas las comodidades, y hasta el hombre de la clase media -excepción hecha del hombre rico que gasta para sus caprichos centenares de jornadas de trabajo cada veinticuatro horas- no puede vivir tranquilo sabiendo que todo aquello de que goza es fruto del trabajo de generaciones obreras, oprimidas bajo el peso de una existencia abrumadora y que mueren ignorantes entregadas á la borrachera y al libertinaje, medio salvajes, en las minas, en las fábricas, en los talleres, al pie del arado, produciendo los objetos que sirven para el hombre de condición superior. Yo, que escribo esto, y vosotros que me leeréis, tenemos una alimentación suficiente, á menudo abundante, delicada, aire puro, vestidos de invierno y de verano, toda clase de distracciones, diversiones durante el día, y reposo completo por la noche, Y junto á nosotros, vive el pueblo trabajador que no tiene ni alimentación ni habitación sana, ni vestidos suficientes ni distracciones y que, muy á menudo, no goza ni siquiera del descanso durante la noche; viejos, niños, mujeres, extenuados por el trabajo, por las noches sin sueño, por las enfermedades, se ven obligados durante su vida entera á trabajar para nosotros, á producir los objetos de lujo que no han de poseer ellos, y que para nosotros constituyen, no una necesidad, sino una superfluidad.
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No la ociosidad, sino el trabajo engendra la dicha. Un hombre no puede dejar de trabajar; es contra naturaleza. Lo mismo ocurre á todo animal, caballo ó abeja. Hay que desechar la superstición grosera que hace que únicamente consideremos feliz al que vive de sus rentas.
Todo hombre vive por la solidaridad del trabajo humano: otros hombres le han criado y educado y preservado de peligros; otros le preservan y le alimentan ahora. Así, cada individuo es criado y cuidado por otros; pero para que todos continúen preservando y alimentando á ese hombre, es necesario que á su vez sea útil y servicial. Los hombres, hasta los malvados, preservarán y alimentarán con solicitud al que trabaja por ellos.
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Basta imaginar la conducta del hombre mientras caza, para convencerse de que, dando libre impulso á sus peores instintos, realiza actos cuya sola idea le avergonzaría en otras ocasiones.
Existe una serie de actos y de procedimientos que con razón se consideran indignos de un hombre honrado.
La superchería, la perfidia, las trampas, la emboscada, el ataque de muchos contra una solo, del débil por el fuerte, el robo de los hijos á sus padres y de los padres á sus hijos, son otros tantos actos viles por sí mismos, aun prescindiendo de la calidad de las víctimas. Sin embargo, por una contradicción inconcebible, todos estos actos viles y criminales, se realizan sin escrúpulo, abiertamente, en la caza, y contra seres inofensivos, por los mismos hombres que rehusarían dar la mano á quien obrara de igual modo con un hombre. Diríase que los hombres sienten tanto no poder dañarse entre sí, que van al campo y al bosque para vengarse de su abstinencia sobre seres vivientes y para dar rienda suelta á sus más bajos instintos.
Destripar, romper una cabeza contra un árbol, descuartizar, son los actos más comunes y necesarios en la caza. Es, sin embargo, natural compadecerse de los animales. ¿Por qué, pues, en la caza los hombres, no sólo no sienten lástima por los animales, sino que ni aun les avergüenza sorprenderles, perseguirles y atormentarles por todos los medios posibles?
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Recientemente, durante un domingo lluvioso de otoño, atravesé en tranvía el mercado que existe cerca de la torre de Sukharev. En una extensión de medio kilómetro, el coche dividió una multitud compacta, que volvía á cerrarse detrás de nosotros. Desde la mañana hasta la noche, estos millares de hombres, casi todos hambrientos y andrajosos, pisan el suelo fangoso, disputan, se engañan y se aborrecen. Es lo mismo que lo que ocurre en todos los mercados de Moscou y de las otras ciudades. Esos hombres pasarán sus veladas en las tabernas, y por la noche se esconderán en sus agujeros y zahúrdas. El domingo es para ellos un gran día. El lunes vuelven á empezar su existencia maldita.
Reflexionando sobre la existencia de esos hombres, pensando en el estado que dejan y en el que escogen, considerad á qué trabajos se entregan, y veréis que son unos mártires.
Todos ellos han abandonado sus campos, sus casas, sus padres y sus hermanos, y á menudo á sus mujeres y á sus hijos.
Han renunciado á todo, y han acudido á la ciudad para adquirir lo que el mundo cree necesario.
Todos hacen lo mismo, desde el obrero de la fábrica, el cochero, la costurera, la prostituta, hasta el comerciante enriquecido, el empleado, y sus mujeres, sin hablar de las docenas de miles de desdichados que todo lo han perdido, y que viven de desperdicios y de aguardiente en los asilos de noche.
Examinad esa multitud desde el pobre al rico; buscad á quien se crea satisfecho y estime poseer lo que el mundo cree necesario, y no hallaréis uno entre mil. Todos se dirigen á adquirir lo que el mundo impone, y cuya ausencia constituye para ese mismo mundo una desdicha. Pero tan pronto como han adquirido lo codiciado, el mundo presenta otra cosa más necesaria, y el trabajo de Sísifo obra eternamente.
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Recientemente ha publicado el Papa una encíclica sobre el socialismo. En este documento el jefe de la Iglesia, después de una pretendida refutación de la doctrina socialista sobre la ilegitimidad de la propiedad, dice expresamente que “nadie tiene la obligación de socorrer al prójimo si no tiene más que lo necesario para sí ó su familia ó si para hacerla, ha de disminuir en algo aquello que exigen las conveniencias mundanas. Nadie, en efecto, debe vivir prescindiendo de tales conveniencias”. (Esto está tomado de Santo Tomás: Nullus enim inconvenienter debet vivere). Pero después de haber satisfecho las necesidades y las conveniencias exteriores -dice al fin la encíclica- deber es de todos dar lo superfluo á los pobres”.
Así predica el jefe de la Iglesia más extendida hoy día; así predicaban los Padres de la Iglesia, que creían insuficiente la salvación por medio de la acción.
Junto á la predicación de esta doctrina egoísta, que prescribe dar al prójimo aquello que no le es á uno necesario, se predica el amor á ese mismo prójimo, y siempre se cita con énfasis las célebres palabras pronunciadas por Pablo en el capítulo XIII de su primera Epístola á los corintios.
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Si tienes fuerzas, dedica toda tu actividad al amor; si careces de energía, haz que tu debilidad sea la debilidad del amor.
Lo mismo que un atleta observa atento el desarrollo de su musculatura, observa tú el aumento de tu amor, ó al menos, la disminución de la maldad y la mentira, y tu vida será hermosa y alegre.