Quizás uno de los más agudos problemas que hayan tenido los regímenes de la Primera y la Segunda República en España haya sido la ausencia de republicanos, de un partido tan numeroso como consolidados de auténticos republicanos. Tanto en 1873 como en 1931 la República vino más de los errores y descréditos de la monarquía que de las virtudes y aciertos de los republicanos, que en ambas ocasiones se encontraron con un poder en sus manos que ni tenían previsto ni estaban, muy seguramente, preparados para ejercer. Dependieron así en el siglo XIX de los radicales, amadeístas hasta la víspera, y en el siglo XX de los socialistas, muchos de los cuales solo veían en la República burguesa un breve período de transición. Como prueba, publicamos dos artículos de La Discusión, un periódico republicano de gran tirada y prestigio que era portavoz del republicanismo menos exaltado, en el que si el 4 de febrero de 1873 veía más fácil una tiranía que la república, una semana después celebra alborozado la caída de la monarquía.
NO HAY QUE HACERSE ILUSIONES
No cabe duda que atravesamos un período terrible de descomposición, en el cual, si es cierta la ruina de todas las antiguas instituciones, seguro el desprestigio de los fundamentos en que se apoyan e imposible por lo tanto su reorganización después de la derrota, también es fácil el descrédito de las nuevas teorías, merced a los abusos o torpezas de los hombres encargados de plantearlas; también es indudable que no se halla tan asegurada la libertad en el presente momento histórico que no podamos perderla.
Nosotros abrigamos el profundo convencimiento de que el creciente desarrollo de las ideas modernas; el espíritu de los grandes filósofos del pasado y presente siglo que se vive ya en la política y con el cual se van familiarizando los pueblos; los medios de comunicación entre unas y otras razas, que llevan á todas la civilización y la cultura, han hecho imposible las monarquías, han dado el golpe de muerte á los Gobiernos despóticos.
Pero bien mirada la cuestión, no se deja de comprender al mismo tiempo, que por más que eso sea verdad en absoluto, aunque sea de una certeza incontrovertible en tesis general, puede en el terreno de la práctica y parcialmente verse desmentida. No hay más que descender al terreno de los hechos, que es la fuente de donde el político saca en último término más provechosas enseñanzas, y se verá confirmado esto que decimos.
El pueblo español es verdad que no se halla en condiciones para ser gobernado por la monarquía. Pero ¿no hay otros pueblos que alcanzan el mismo grado de ilustración por lo menos, y viven sin embargo bajo ese férreo yugo, con menores probabilidades de romperlo que nosotros?
No está el pueblo ya dispuesto para consentir el gobierno de los reyes. Pero ¿lo estaba en enero de 1871? Mil veces hemos dicho y convenido todos en que no. Pues sin embargo, vino Amadeo, a pesar de que muchos con razón afirmaban que no vendría, y ya lleva dos años en el trono, cuando ni probabilidades de reinar dos meses tenía.
Esto demuestra que los pueblos no se mueven con la facilidad que los individuos; que sus pasiones, si son más terribles cuando estallan, en cambio permanecen más tiempo dormidas; que muy bien puede pasar la vida de una generación sin que un pueblo logre realizar las aspiraciones ya en todos los ánimos encarnadas.
Esto dice que en política se ha de proceder con mucho tino y con mucha prudencia para desarrollar los principios, por más que fuesen justos y contaran con el amor y convicciones de los que con arreglo a ellos hubieran de ser gobernados.
Sabemos nosotros que hoy es imposible la reacción, que la aguja política va irresistiblemente hacia el polo de la República. Pues esto no obsta para que afirmemos que por una imprudencia nuestra pudieran apoderarse del mando los conservadores, y pasar aún por un periodo de despotismo antes de llegar al cumplimiento de nuestro dogma.
Si Amadeo era imposible en 1871 y vino, ¿por qué siendo imposible en 1873 que perdamos nuestras libertades, no habíamos de poderlas perder? En verdad que no serian los conservadores dueños por mucho tiempo de nuestros destinos. Pero ¿no había iguales dificultades ó mayores para que Amadeo reinara y lleva ya dos años en el trono?
Es preciso que nuestros correligionarios se convenzan de esto y arrojen ese exagerado optimismo que tanto nos perjudica. Somos fuertes; ¡como que el número y la idea vienen con nosotros! pero es necesario no malversar nuestra fuerza en aventuras, no perderla en declamaciones, ni confiar demasiado en ella.
Cuantos en más ó en menos concurran a la obra de nuestra regeneración social y política; cuantos lleven un grano de arena a la gran obra de libertad del pueblo, son nuestros hermanos, son nuestros amigos, y en vez de rechazarlos y escarnecerlos, hemos de alentarlos y aplaudirlos.
Ya se ve que en esto nos referimos a los radicales. Nosotros no podemos ni debemos esperar que ellos nos den la República. Pero sí que cumplan su misión en la monarquía. Nuestra empresa es común en muchos puntos con la suya; no hay para qué privarnos, al privarlos a ellos, de elementos para acabarla felizmente.
La política de repulsión y exclusivismo en el partido republicano atraería hondos males a España y terribles conflictos para la libertad y para la República.
La Discusión, 4 de febrero de 1873.
LA REPÚBLICA HA TRIUNFADO
Nuestra patria se halla hoy en una de las situaciones más solemnes que registra la historia. Sin movimiento brusco, sin cambio violento, por la fuerza de la razón, por la furia de las circunstancias, por la virtud del tiempo, que ha coronado nuestra política y nuestros esfuerzos, pasamos de la monarquía a la República.
¡Qué grato desengaño para los impacientes! ¡Qué satisfacción para todos! Se ven cumplidos nuestros pronósticos, justificada nuestra conducta, probada nuestra política. Ha triunfado la República, nuestra forma de gobierno. Todos los republicanos hemos alcanzado nuestro fin.
Ya no debemos preguntarnos por el medio empleado, pues que hemos conseguido el común propósito; sólo nos debemos concertar para asegurarle y arraigarle.
Nuestra actitud ha impulsado al partido radical por el camino de las reformas. Ya sabíamos que estas eran incompatibles con la monarquía. Sabíamos que la democracia minaba sus cimientos, y los ha minado, y ha caído por su propia pesadumbre, por la lógica de la historia. Sabíamos que, apartando a los radicales de los conservadores de la Revolución, partíamos por la mitad los cimientos del trono, y el trono ha reconocido al cabo que asentándose sobre tan flaco asiento era inevitable su caída.
¿Qué importa ya? ¿Qué debe importarnos?
Poner en consonancia con esa forma de gobierno, genuina representación de la soberanía nacional, los derechos del pueblo, todos los derechos del pueblo.
Ante este alto fin patriótico se nos viene a las mientes una consideración importantísima. Pensemos que al triunfar la causa del derecho tenemos en contra de nosotros a todos los enemigos del pueblo, a todos los enemigos de la libertad.
Unámonos con firmeza y tengamos en cuenta que ya no hay sino dos partidos en España; el partido de la libertad, que es el partido de la República, y el partido de la reacción.
Todos los liberales son hoy, no pueden menos de ser en fuerza de sus principios republicanos, porque la República es la única forma de gobierno propia de las libertades democráticas.
La República, que es el partido del derecho, el partido que ha matado la monarquía, acabará por matar las sombras de la reacción, acabará, con todos los partidos históricos absorbiéndolos en su seno, porque el derecho no reconoce diferencias ni orígenes ni jerarquías; a todos los abraza como iguales.
Ahora se persuadirán todos nuestros detractores de que sólo dentro de la libertad completa es posible el orden; pero para mostrarles que el orden es resultado de la práctica del derecho, debemos comenzar dando señales de cordura, de prudencia, de patriotismo, sin comprometer nuestra causa en los primeros momentos por sobra de impaciencia.
Nada deben importarnos las procedencias políticas. Lo que nos importan son los principios. A fin de establecerlos en toda su pureza y a fin de arraigarlos en las entrañas de la sociedad, menester es rehacer la Constitución en toda la pureza de sus bases democráticas. El Gobierno provisional republicano que ha de presidir á esta trascendental elección, producto espontáneo, habrá de ser de las actuales Cámaras.
No nos importen las personas, repetimos. Miremos sólo a los principios.
La República no admite ni mancha ni mistificaciones. La República ó se acepta como es, o se rechaza.
¡AL FIN!
La Discusión, 11 de febrero de 1873


