En muy pocas ocasiones han llegado hasta nosotros textos de escritos, artículos o discursos redactados por mujeres, y mucho menos si pertenecían a la clase trabajadora, pues al ocultamiento general de la labor intelectual de las clases populares se le suma el también general menosprecio por la tarea cultural realizada por las mujeres. Por eso es raro, sino extraordinario, que la Revista Social, en su número del 3 de agosto de 1882, reproduzca el “discurso pronunciado por la compañera Manuela Díaz en el Centro de trabajadores del barrio de la Macarena de Sevilla”, espacio de socialización obrera de inspiración anarquista como la propia Revista Social. No serán fáciles de entender o de compartir hoy en día los argumentos de la compañera, pero no podemos obviar que son un fiel reflejo de las inquietudes y opiniones de algunas de las mujeres más avanzadas y organizadas de su época.
Salud a la flor de eternos y suaves perfumes.
Salud, ¡oh, hijas eternas del amor y del sufrimiento!
Esclavas del deber y del egoísmo social, yo os saludo con vacilante voz para que llegue a vuestros corazones como la trémula mano del inspirado artista toca las tirantes cuerdas del sonoro instrumento y con él llena los ámbitos de sublimes melodías...
Saludo a la flor que está llamada a regenerar la sociedad por medio del estímulo y la enseñanza de sus tiernos capullos, para que después de abrir sus corolas embalsamen con su fragancia la atmosfera social, corrompida por la ambición, la ignorancia y por viejas instituciones, símbolo del error y de las tinieblas, que traidoras nos han arrebatado hasta los derechos que por ley natural nos pertenecen, los cuales debemos conquistar palmo a palmo por medio de las corrientes civilizadoras hasta que podamos elevar el pendón de la Razón, de la Libertad y de la Justicia.
Sí; volved la vista a los pasados siglos y recorred la historia de mujeres celebres y en ella encontrareis que, cual los rayos del sol hacen brillar el zafiro o la perla, de igual manera convierten las circunstancias en diamante, fuego vivísimo de la imaginación de la mujer, que acaso se hubiera agostado en el silencio y en el olvido.
En ella encontrareis, entre las nobles matronas de la antigüedad, a la más ilustre y digna de ceñir la corona de laurel y siempreviva por el heroísmo y enérgico valor que supo poner en juego para defender su honor de las asechanzas del pretor romano, Leuconnia, o sea la joven lusitana, después mujer de Viriato, de ese gran hombre que, dormido para libertad de los pueblos al lado de sus ovejas, lo despierta la ambición de su mano, y por hacerse digno de ella, fue el terror de Roma y de la religión Druida, y su nombre en la Historia ocupa un lugar cual los primeros, y para nuestra Nación, de gloria.
Saludo también, como mártir dada fe conyugal y emblema de virtudes esclarecidas, a Lucrecia, hija del patricio Sexto; Lucrecia, do naturaleza romana en tiempo de Tarquino, y cuando gemía el pueblo rey, esclava del yugo de su tiranía.
SI, compañeras: Es necesario que arda en nuestros pechos el fuego sacrosanto del amor a una causa tan justa; dedicaos al cultivo de vuestros hijos con la esplendente belleza que sabe hacerlo una madre que aspira a que se embriague la humanidad en sus aras tributándole un recuerdo indeleble y eterno.
Dedicaos en los efímeros ratos que no os encontréis consagrada a vuestros deberes de esposas y madres, a recorrer una por una las paginas de la Historia universal, y hallareis un millón de celebridades de nuestro sexo, como Pautea, Juana de Aragón, Artemisa, Paulina, mujer de Seneca, Catalina II de Rusia, Juana Grey, Cleria, dama romana, la madre de Lamartine y otras mil eminentes, cual la heroína Jael, sombra gigantesca que, cual palmera, descuella por encima de la familia humana para justificar a la mujer de todos los tiempos, desde el primitivo, y bajo aquella dura ley y en medio de los feraces bosques primitivos y rodeada de aquellas rudas tribus de atesorada faz y continente agreste, se proclamaba el derecho humano, tanto en el Gólgota por el mártir de la igualdad, como por Jael en la selva, do se confundía su eco con el estridente rugido de la pantera.
Sí, compañeras: Si queremos ocupar el lugar que en la sociedad nos pertenece, y desempañarle cual debemos, es preciso ante todo que volvamos la espalda al hombre de los pies negros, o sea al jesuitismo; que desoigamos sus consejos; que huyamos de sus confesionarios, pues al llegar a ellos, nuestras conciencias fanatizadas no ven que contribuimos y ayudamos e labrar nuestras cadenas, y con sus eslabones forman ellos las que han de aprisionar luego a nuestros queridos hijos.
¡No veis con sentimiento, dulces amigas, que todavía hay hombres que siendo padres de familia y careciendo de lo más preciso para su sostenimiento, roba su alimento para contribuir a la elaboración de un gran manto riquísimamente bordado con oro para engalanar esta o aquella imagen, los cuales riegan la tierra con el sudor de su tostada frente, dedicando el producto de sus afanes para dicho objeto, mientras sus hijos, careciendo de lo más preciso para la vida, lo ven muy satisfecho con tal que lleven una vela o cirio en las cofradías o procesiones!
Sí, compañeras: Si estos hombres estuviesen educados en la escuela de libre pensadores, no estarían sus conciencias fanatizadas ni servirían cual maniquí a esa clerigalla que, pavesas de la inquisición, no pueden traer otra tendencia en la sociedad que el oscurantismo y el embrutecimiento.
No permitáis que vuestros hijos vayan a sus escuelas; que no harán más que perder el tiempo estudiando hoy lo que por necesidad tienen que olvidar mañana.
Ya que no tengamos la satisfacción de llevarlos a la escuela de libre pensadores, al menos que sean a las que estén en más armonía y al alcance de nuestros principios.
Es necesario que, no olvidando e| puesto que ocupamos en la sociedad, inspirándonos en los principios de la Federación [de Trabajadores de la Región Española], contribuyamos con nuestro grano de arena al gran banco, de donde deben sepultarse las viejas instituciones, por no estar conformes con la ley del Progreso.
¡Cuán grato no seria para nosotras, compañeras, las que mal vestidas y peor alimentadas, hubierais de transformar las leyes de este orden social por haber contribuido al derrumbamiento de un edificio ya carcomido, fundándolo de nuevo en la razón natural y dentro del derecho!
¡No veis que mientras nosotras, envueltas en el sudario de nuestra honra nos revolvemos dentro de la más espantosa miseria después de los sacrificios hechos por nuestros desdichados esposos, productores de todo lo bello y lo ideal, y cuando vuelven de sus rudas faenas a descansar en nuestra presencia de los sinsabores de su existencia, solo encuentran tedio y menosprecio debido a la falta de recursos, mientras que los que se han abrogado la ciencia como exclusivo patrimonio triunfan y derrochan!
¡Creéis que el cristal de la India, la porcelana oriental, el zafiro, la alfombra de Persia y el decorado de tisú, unido a las ánforas de Venecia y otros mil objetos que representan el gusto artístico, solo se han hecho para que los disfruten unos cuántos zánganos de la colmena social!
No compañeras: Solo los que al estímulo de la ciencia y las artes se consagran, son los que deben tenor derecho a tantas preeminencias y goces.
Si proclamamos como base o cimiento de nuestros principios el sagrado emblema de “No más derechos, sin deberes”, no más otro fiamiento en ser humano, reina y señora de la creación.
La mujer ha nacido con todos sus atributos, y en ella brilla el espíritu del bien, que vivifica a la familia cual casta vestal o sacerdotisa encargada de dar culto a sus tiernos hijos con sabios consejos, para que por este medio lleguen a ser discretos, instruidos y modestos, y sepan inspirar un respeto profundo al par que aspiren a la gloria y bienestar de las futuras generaciones.
La grandeza no es sinónimo de felicidad, como se cree, cuando germina en la conciencia ese gusano roedor que, sin cesar, atormenta a los poderosos de la tierra.
¡Oh, dulces amigas mías! No envidiéis jamás el aterciopelado vestido, los collares de brillantes y diamantes, los numerosos criados, el suntuoso palacio edificado a costa de la sangre del obrero que gime bajo las cadenas de sus opresores.
¡No lo ambicionéis!, sino cuando al rendiros, vuestros esposos os digan con los más dulces halagos: he aquí el producto íntegro de mis ansias y desvelos.
No lo ambicionéis, porque empañan el alma; palabra demostrativa de un espíritu que siente las fuertes sacudidas de la materia, o sea el movimiento locomotor, impresionable y eterno.
No lo ambicionéis ni os dejéis seducir por apreciaciones y exterioridades engañosas, pues vuestro honor es preciada joya hasta extinguirse su brillo, pasando a ser escarnio y ludibrio de cuantos les rodean.
Ambicionad y sostened con verdadera fe y entusiasmo la importancia social de la mujer y la omnímoda influencia sobre las costumbres, sin que necesite salir de la órbita del hogar doméstico.
Ambicionad que renazca en nosotras la primavera de la vida cuando contemplamos con éxtasis los primeros rayos del sol que hacen germinar las flores, trocando en diamantes los helados témpanos que cubren las montañas ¡Cuantas veces, melancólicas y tristes, no habéis evocado el nombre de algún tierno amante, vosotras las que aun no habéis vestido el sayal del himeneo para consagrarse a la fecundación de su especie, don sacrosanto con qua ha dotado a la mujer como complemento de la ley natural!
Sí, compañeras: Nuestra misión en la vida, ocupa un lugar sacratísimo en la humanidad, y no debe turbarlo el vértigo de una turbulenta pasión, sino las dulces emociones del casto y puro amor, que constituye la felicidad de la humanidad; y solo por este medio cuando al exhalar el último suspiro bajemos a la fosa eterna las generaciones venideras depositaran un recuerdo de laurel y siempreviva al bello sexo del siglo XIX.
(REVISTA SOCIAL, 3 de agosto de 1882)