El 20 de junio de 1868, y en su exilio de París, Francisco Pi y Margall ponía punto final a su prólogo de la primera edición española del libro De la capacidad política de las clases jornaleras, de Pierre Joseph Proudhon, que también había traducido. Más conocido en ediciones posteriores por La capacidad política de la clase obrera, ésta sólo fue una de las obras del teórico anarquista francés que el padre del republicanismo federal hispano tradujo durante esos años: El principio federativo, Filosofía popular, Filosofía del progreso... volúmenes publicados por la Librería Durán de Madrid que sirvieron de orientación a muchos trabajadores inquietos en unos tiempos turbulentos. De este modo, el ideario libertario se introdujo en España de la mano del republicanismo federal más avanzado, una estrecha relación que produjo abundantes frutos. Reproducimos el prólogo de Pi y Margall para esta última obra de Proudhon, que fue editada en España solo tres años después de ver la luz en Francia.
Para todo el que sigue atentamente, así los pequeños como los grandes sucesos, Europa entraña una de las más importantes revoluciones que haya consignado la historia. Esa inmensa y confusa plebe, que á principios del siglo se presentaba aún incoherente y se resignaba dócil y sumisa á su suerte, está hoy contándose en todos los pueblos cultos, organizándose acá á la luz, allá en secreto, dándose la mano del uno al otro extremo del continente, prorrumpiendo hoy en amargas quejas, formulando mañana aspiraciones ayer incoloras y vagas, sentando al otro día principios y doctrinas que pugnan con leyes seculares é ideas tenidas hasta aquí por de absoluta certidumbre, y dando, por fin, de vez en cuando, señales evidentes de su impaciencia y de su fuerza, ya en coaliciones imponentes, ya en desórdenes que llenan de sangre y luto las ciudades. No es ya una vil multitud, sino una clase, un organismo que se siente y se conoce, un nuevo Estado, un nuevo poder que se levanta del fondo de las sociedades, y amenaza absorberlo y devorarlo todo. Un tiempo esclava, después sierva, hoy proletaria, se muestra decidida á romper sus últimas ataduras, y á conquistar, apoyada á la vez en el derecho y la fuerza, la libertad social y la libertad política. Barreré, dice, una organización basada en el privilegio y el egoísmo, y pondré á los hombres todos bajo el nivel de la justicia; restableceré la moral en las conciencias, y arrojaré la luz del derecho sobre la economía pública.
Mas ¿dónde, tal vez se me pregunte, notáis ese gran movimiento de la clase jornalera?, ¿de qué luchas habláis?, ¿dónde está ese cuerpo de doctrina? Reina en casi toda Europa, no sólo el orden, sino también un silencio profundo; la revolución está casi en todas partes amedrentada y confusa. La clase jornalera, no creo que lo haya olvidado nadie, el año 1848 entró por primera vez compacta y armada en el teatro de la vida política. Un año después, presentaba ya en Paris al poder constituido la más terrible y sangrienta batalla que haya podido darse jamás en el recinto de ciudad alguna. Fue derrotada; pero no por eso abjuró sus opiniones ni renunció á sus secretos deseos. Harto hubo de comprenderlo su mismo vencedor, cuando caliente aún la sangre en su espada, se dirigió al Instituto de Francia diciendo, que vencida la revolución en las calles, faltaba vencerla en las cabezas.
Por grande y señalada victoria tuvieron entonces, aun los demócratas, la obtenida en las jornadas de Junio; pero, han debido confesarlo más tarde, al paso que dejó en pié la cuestión, precipitó la caída de la República é hizo posible el segundo Imperio. Como César había buscado la dictadura en la descontenta y tantas veces humillada plebe de Roma, Napoleón III, al tratar de recoger de entre el polvo de Waterloo la corona de su tío, desarmó á la descontenta y humillada clase jornalera de Francia, ofreciéndose á levantarla y protegerla, y empezando por devolverle la entrada en los comicios. La clase jornalera ha conservado así su cohesión y su fuerza bajo Napoleón III. Ha debido enmudecer como las demás por no turbar con sus palabras los sueños del déspota; pero se ha visto sin tregua respetada, acariciada, alimentada y servida á la vez por la bolsa del emperador y las arcas del Tesoro. Para ella se ha reconstruido París y se han emprendido obras gigantescas; para ella en gran parte se ha levantado uno tras otro empréstitos.
La clase jornalera no se ha resignado, con todo, á vivir de la limosna de los Césares. Creyendo un día ver en las sociedades cooperativas el término de su servidumbre, las abrazó con ardor, rechazando para fundarlas el apoyo de los poderosos; y no bien pareció renacer la libertad en Francia, cuando dijo en un manifiesto célebre, origen del presente libro, que quería vivir, no de la caridad, sino de la justicia: palabras que ha repetido luego cien veces, no sólo en Francia, sino también en otras naciones. ¡Con qué vigor no ha reanudado por otra parte su lucha con el capital, apenas se le ha concedido la facultad de coligarse! En solemnes y numerosas asambleas, que no han tardado en llevar el temor y la alarma al corazón del Imperio, ha dejado ver entonces que, depuestas vanas preocupaciones de nacionalidad y de raza, no vacila en hacer causa común con los jornaleros de los demás pueblos para sostener el combate y asegurar su triunfo. Ha firmado con entusiasmo un pacto de alianza con los de Inglaterra, que antes miraba con odio, y recibido con salvas de aplausos la protección que le ofrecían los de Berlín, precisamente cuando más enconados parecían estar unos contra otros, prusianos y franceses.
En Inglaterra, la clase jornalera se presenta aún más compacta y activa. No ha dado aún batallas como la de Junio; pero ¿quién duda ya de que podría darlas? Veíasela antes confundida con las demás clases, que la llevaban como á remolque; hoy marcha sola y á la cabeza del movimiento. Pone atrevidamente la mano en todas las cuestiones, é inclina de su lado la balanza. Paseaba hace poco por todo el reino el pendón de la Reforma; protestaba ayer enérgicamente contra la ejecución de los fenianos; apoya hoy la separación de la Iglesia y del Estado: la Reforma es un hecho, los fenianos apenas espiran ya en los cadalsos, Irlanda va á verse libre de la tiranía religiosa. Para sus luchas contra el capital, ¿con qué elementos no cuenta además esa poderosa clase? Tiene millones de obreros que obedecen á una consigna, una red de sociedades que se extiende por toda la monarquía, hombres de entendimiento y nervio que la dirigen, el apoyo del fenianismo, una junta internacional que lleva su idea y su acción á todos los ámbitos de Europa. ¿Sería tan de extrañar que empezase en Inglaterra la gran revolución que presiento?
La clase jornalera de Bélgica, de Alemania, de Suiza, de Italia sigue el impulso. La liga se generaliza, los vínculos se estrechan, los trabajos no paran, los efectos se dejan de improviso sentir en todas partes. No hace mucho que Charleroi en Bélgica, Ginebra en Suiza, Bolonia en Italia, fueron casi á la vez teatro de unos mismos desórdenes. Ha intentado Schulze-Delitzsch, en Prusia, detener el movimiento por medio de sus bancos populares, tan celebrados como mal comprendidos; pero Lasalle, arrancándole el antifaz con que se encubría, ha logrado, antes de su temprana muerte, comunicar á los jornaleros tal ímpetu y tal fuerza, que hoy cuentan ya con representantes en la Cámara de la Alemania del Norte.
Es grande, es vigorosa, es rápida la marcha ascendente de la clase jornalera. ¡Y qué!, ¿camina acaso á ciegas?, ¿ignora acaso que para su triunfo necesita estar armada de una idea y conocer los medios de realizarla? Celebra anualmente congresos europeos, en que discute con calma las más arduas cuestiones sociales. Sin el tumulto, sin el escándalo de otros congresos, somete allí á juicio la asociación, el trabajo, el capital, la propiedad, el crédito, las relaciones de la economía con la moral y la política. Se pretende en vano detenerla, hoy en las coaliciones, mañana en las sociedades cooperativas; las toma como punto de parada y prosigue su camino. No tiene todavía un dogma, pero sí un principio: cree violada la justicia en todo contrato donde no sean recíprocos los deberes y los derechos, y quiere que se establezca esa reciprocidad en todas las relaciones humanas.
Al desarrollo de este principio está consagrado el presente libro, y de aquí que nos hayamos decidido á traducirlo. La revolución de que hablamos es á nuestros ojos lógica, y por consecuencia inevitable: conviene, no combatirla, sino encauzarla. Será terrible si estalla cuando la clase jornalera no haya determinado aún las aplicaciones de su principio; no, si sobreviene cuando estén ya indicadas hasta las leyes escritas que deben ser objeto de reforma, y las alteraciones que en ellas hayan de hacerse. Las revoluciones que no saben á dónde van, esas son las peligrosas. Aptas para destruir, no aciertan á edificar, y sumergen las sociedades en la anarquía y el caos. Después de todo, ni á destruir alcanzan; porque, como decía Dantón, no se destruye sino lo que se reemplaza.
No baja aún el presente libro á todas las aplicaciones de que el principio es susceptible; pero determina muchas, y hasta demuestra la posibilidad de hacerlas sin lastimar intereses legítimos. Intereses legítimos, digo, porque no lo son los creados á la sombra del monopolio, bajo la égida de privilegios absurdos. La clase media, después de haber justamente destruido el feudalismo militar, ha constituido á sabiendas, ó sin saberlo, otro de peor género, que explota á los pecheros de hoy y los hidalgos de ayer, sin creerse nunca obligado á protegerlos ni á defenderlos. Este feudalismo ha de caer, como cayó el de la Edad Media; estos privilegios desaparecerán, como desaparecieron los derechos señoriales. Pero es evidente que no cabe confundir en el mismo anatema los intereses creados á la sombra de las leyes que vienen rigiendo la propiedad y el trabajo. Se regenera el derecho modificándole, no violándole; y la revolución que empezara por destruirlos, labraría con sus propias manos su sepulcro. La misma clase media supo hacer esta diferencia. Desamayorazgó los bienes de los antiguos barones, no intentó nunca usurparlos; abolió los derechos del señor, no los del propietario. Proudhon manifiesta que puede hacer otro tanto la clase jornalera sin faltar á su objeto, y esto añade importancia al libro.
Mas ese libro, se me dirá, sí puede ser de alguna utilidad en Francia, en Inglaterra, en Alemania; no en España, donde la clase jornalera dista de participar de la agitación ni de las aspiraciones de la de otros pueblos. Fomenta, además, la guerra social, en vez de procurar el triunfo de la revolución política; despierta, ó por lo menos aviva las rivalidades de clase, cuando todo debería conspirar á debilitarlas y apagarlas. Habla, por fin, del principio de la reciprocidad y de sus aplicaciones, como si no hubiera nunca existido, cuando es innegable que constituye hoy mismo la base del derecho, cargos todos á que no puede menos de contestar en este prólogo.
Parece verdaderamente imposible la facilidad con que se olvidan los más graves sucesos. Antes de los del año de 1854, la clase jornalera estaba organizada en Cataluña, como no lo había estado la de ningún otro pueblo de Europa. Las artes y los oficios todos, asociados cada uno de por sí, obedecían á un centro común, cuyas palabras bastaban para que, en un momento dado, los obreros de toda una provincia abandonasen los talleres, y derramándose por las calles, llevasen á todos los ánimos la consternación y la alarma. Testigos las dos formidables manifestaciones de 1854 y 1855, que afectaron al mismo Gobierno y produjeron una honda y general sensación en el reino. La sensación fue tal, que el Gobierno y las Cortes Constituyentes se creyeron obligados á legislar sobre las sociedades jornaleras y establecer una jurisdicción especial para las cuestiones de salarios. La clase jornalera de Cataluña nombró desde luego una comisión, que pasó á exponer sus quejas y sus deseos ante la de las Cortes.
Aquellas mismas Cortes recibieron en 1855 un memorial donde se les pedía la libertad de asociación en términos absolutos. Firmábanlo nada menos que 3.1.000 trabajadores de distintas provincias, entre ellos miles de jornaleros del campo. El bracero agrícola no manifestaba menos impaciencia que el fabril por sacudir el yugo del propietario.
Ejercióse después una gran presión sobre unos y otros, y se les redujo al silencio; pero ¿cabe por esto abrigar la ilusión de que se hayan resignado á su suerte? Los incendios de Castilla, los sucesos de Arahal y Utrera, la tan fugaz como imponente sublevación de Loja, los recientes disturbios de Andalucía, las coaliciones que acá y acullá surgen de vez en cuando, no son sino llamaradas del fuego interior que los trabaja. ¡Ah! A la primera ocasión que se les ofrezca, se desbordarán como un torrente por toda la haz de la Península.
En España, la clase jornalera, lejos de poder esperar que siga aislada en medio del movimiento europeo, es más de temer en sus arranques que la de otros pueblos, por venir en ella más íntimamente enlazadas la cuestión de la propiedad y la del trabajo. Propúsose no hace muchos años el duque de Osuna dividir sus vastos y numerosos cortijos de Andalucía, y repartirlos á título de arrendamiento entre los braceros destinados á su cultivo. Los braceros no tardaron en pedirle que se los diera á censo. Anticipáronse de mucho á Stuart-Mill, que acaba de proponer la misma reforma para mejorar la suerte de los infelices colonos de Irlanda.
Y ¿se pretendería que el libro de Proudhon no es útil en España? Es de todo punto inexacto que venga á retardar el triunfo de la revolución política. No hay revoluciones meramente políticas sino en la apariencia; en el fondo son todas sociales. Son todas, inútil es ocultarlo, luchas de clase á clase. ¿Qué fue esa larga serie de discordias civiles que agitaron la república de Roma, sino un combate incesante entre el patriciado y la plebe? No buscaba la plebe como fin, sino como medio, los derechos políticos. Porque no consentía el Senado en condonarle sus deudas personales, se retiró al Monte-Sacro y le impuso desde allí sus tribunos. Parapetada luego detrás de esos magistrados, pidió una y otra vez la distribución de las tierras de conquista y el reparto del ager publicus. Elevarse al conocimiento de las fórmulas del derecho, al matrimonio, á la propiedad, á las primeras magistraturas, al patriciado, por fin, fue el constante objeto de la plebe. Cuando desesperó de alcanzarlo por los tribunos, se echó en brazos de los dictadores.
No presenta otro carácter la revolución moderna. La de Francia de 1789 no fue sino la crisis de la lucha entablada desde el siglo XII contra el feudalismo. ¿Fue tampoco esa lucha más que un combate incesante entre la nobleza militar y la clase media? La clase media, para dominar á su antagonista, no vaciló de pronto en aliarse con los reyes, aun á riesgo de caer, como cayó más tarde, bajo el más insolente despotismo. Oprimida después, vejada é insultada por esa misma aristocracia, que había terminado por transigir y hacer causa común con la Corona, se alzó, y llena de cólera decapitó á los reyes. ¿Se limitó tampoco á conquistar los derechos políticos? Despojó á la nobleza de sus privilegios, y le quitó con las vinculaciones la base de su fuerza; y deseosa de armarse del poder que ha dado en todos tiempos la propiedad, expropió á la Iglesia. Los derechos políticos han sido para ella secundarios, después como antes de su triunfo. Cuando ha creído ver en peligro su posición social, se ha abrazado también á todos los tiranos.
Toca ahora su vez á la clase jornalera. Como la clase media no pudo avenirse al yugo de la aristocracia, no puede hoy avenirse aquella al de la clase media. ¿Es culpa de Proudhon ni de nadie que así estén las cosas?, ¿que, á pesar de los esfuerzos por conciliar las dos clases, el antagonismo subsista y conduzca á la guerra? Proudhon parte del hecho existente, á todas luces innegable, y trata, ya que no puede impedir la lucha, de encaminarla y dirigirla. ¿Cómo, repito, no ha de ser útil el conocimiento de su libro?
Vengamos al principio que Proudhon desarrolla. Principio más universalmente aceptado puede difícilmente concebirse. Se le encuentra en casi todas las religiones y en casi todas las teorías filosóficas. Sus formas son infinitas, su fondo el mismo. Haz para tu prójimo lo que para ti quieres, respetad la dignidad ajena y tendréis derecho á hacer respetar la vuestra, esas y otras muchas máximas fundamentales de diversos sistemas de moral, no son al fin más que distintas traducciones de este principio.
Pero este precepto, como ha hecho observar el mismo Proudhon, apenas si ha entrado en el dominio de la ley escrita. Importa poco que, entre los preceptos primordiales del derecho, figure desde remotos siglos la de jus suum cuique tribuere, dar á cada uno lo suyo. Importa poco que esta regla haya venido á formar parte de la definición misma de la justicia. Justitia est constans ac perpetua voluntas jus suum cuique tribuendi, ó, como dicen nuestras Partidas: Justicia es raigada virtud que dura siempre en los corazones de los hombres é da é comparte á cada uno su derecho. El legislador ha debido pasar luego á determinar cuál es el derecho de cada uno, y aquí es donde se ha faltado al precepto, dejando de establecer una perfecta reciprocidad entre los hombres.
¿Ni cómo podría ser de otra manera? Los códigos han debido reflejar, y han reflejado efectivamente, en todas las épocas de la historia, esos antagonismos de clase á clase de que hace poco hablábamos. Sin contar que los esclavos estaban por la ley romana fuera del derecho, y considerados al par de cosas, hubo por mucho tiempo en Roma una justicia para los nobles y otra para los plebeyos, un derecho quiritario y otro bonitario. Más tarde, cuando la plebe empezaba á imponerse al patriciado, vino el derecho pretorio á suavizar y corregir las iniquidades que de esta diferencia resultaban; pero, no desaparecieron del todo, ni aun cuando el imperio y el cristianismo hubieron cercado las dos clases.
¿Qué no podría decir ahora de las leyes de los bárbaros, leyes que llevaban la distinción jerárquica al extremo de castigar al homicida con muy distintas penas, según la clase, la raza á que pertenecía la víctima? ¿Qué de las leyes feudales, por las que el hombre de la plebe formaba parte de la tierra que fecundaba con el sudor de su frente, y era con ella objeto de donación y de venta? Pero no es mi ánimo referirme á tiempos que ya pasaron. Ni aún hoy existe en el derecho esa reciprocidad de que se trata. Tomaré por ejemplo la propiedad, y verá el lector si es ó no cierto.
En todas las naciones, está hoy una gran parte de la tierra en manos de propietarios que no la cultivan y tendrían hasta á mengua cultivarla. Sin el trabajo del hombre, la tierra es un valor muerto: la dan esos propietarios á labradores expertos, para que la hagan productiva. Recíbela de ordinario el labrador á titulo de arrendamiento; y si bien hace suyos los frutos, es bajo la condición de pagar anualmente al propietario una cantidad alzada, que reduce no poco sus beneficios. Ha de satisfacer el arrendatario esa cantidad, que sea buena que sea mala la cosecha, y sólo queda por nuestras leyes libre de entregarla cuando calamidades extraordinarias, tales como guerras, avenidas, granizo, le destruyan por completo los frutos. En cambio, por un favor especial de la naturaleza viniese algún año a recoger una cosecha doble de la ordinaria, debería doblar la renta.
El labrador es aquí el que trabaja, el que convierte la tierra de valor muerto en valor vivo, é impide que degenere de valor vivo en valor muerto: suyo es todo el afán, y no, sin embargo, suyo todo el provecho. ¿Qué digo? De ese provecho, lo más es para el propietario; para el colono, lo menos. Para él, es casi siempre eventual; para el propietario casi siempre cierto. ¿Dónde está aquí la reciprocidad?, ¿dónde la justicia?
El colono, mero poseedor natural y temporal de la tierra, no basta que pague la renta; es preciso que cuide la finca, como un diligente padre de familia, que no la deje caer en deterioro, que reponga la cepa que muere y el árbol que abate el viento, que abone el campo, que haga continuos gastos. El propietario, en cambio, no está obligado sino á reparar los daños que no haya podido evitar el colono é impidan el uso de la finca arrendada. ¿Hay aquí tampoco la reciprocidad debida?
Funda el propietario su derecho en el dominio que sobre la tierra tiene. Mas ese dominio, para ser justo, debe tener una causa justa. ¿Cuál es esa causa? Convienese hoy casi generalmente en que es el trabajo. Tierras yermas que á nadie pertenecían, se dice, han sido un día descuajadas por hombres activos que las redujeron á cultivo. Han creado esos hombres un verdadero valor, y las han hecho suyas. Pasemos en hora buena porque la tierra haya podido ser en algún tiempo res vere nullius, y porque dar valor á las cosas baste para hacerlas propias, aun tratándose de las que como la tierra, son de absoluta necesidad para la vida de la especie humana. ¿Cómo el trabajo de uno, de diez, de veinte, de treinta años, ha bastado para transferir á unos hombres el dominio de la tierra, y no basta hoy el de siglos para transferirla á una familia de colonos? ¿Cómo, si la tierra no es un valor, sino mientras se la continúa trabajando, hombres que han dejado de trabajarla ya, siguen siendo sus dueños?
Aquí el colono trabaja y paga; y es obvio que si el trabajo es causa de la propiedad, eso que paga no puede ser sino el precio de las labores hechas anteriormente. Ese trabajo constituye un valor definido: ¿cómo se concibe que el colono no sólo no llegue nunca á hacer suya la tierra que labra, sino también que haya de pagar indefinidamente, por los siglos de los siglos, una renta al propietario? ¿Es esto reciprocidad?, ¿es esto justicia?
No entraré ahora en las tristes consecuencias que de aquí nacen para la agricultura y el bienestar general de las naciones. La falta de reciprocidad es evidente, y esto basta á mi propósito. ¿Sería tan difícil corregirla? Sin que lleguen a consolidarse la posesión y el dominio, tenemos dentro del mismo derecho actual contratos más equitativos que el arrendamiento: la aparcería y el censo. Se va hoy, por otra parte, generalizando en el préstamo de numerario, que tantas y tan íntimas relaciones tiene con el hecho de desprendernos de la tierra para que otros la cultiven, el sistema de amortización del capital, que suaviza en mucho el rigor de los antiguos préstamos. Sin lastimar en nada los intereses, ni violar el derecho de los propietarios, ¿cómo no se había de poder llegar, por cualquiera de esos caminos, á la reciprocidad que se desea?
Todo libro que á esto tienda es hoy de un interés inmenso. No, no es posible que nos arrepintamos nunca de haber publicado La capacidad política de las clases jornaleras.