El 25 de julio de 1942,
cuando aún se daba por descontada la victoria de las potencias fascistas en la
guerra que asolaba a Europa y el mundo, los carlistas hicieron público un
manifiesto, que ahora reproducimos, que es, en nuestra opinión, tan
significativo como poco conocido. En él se pone de manifiesto la evidente
oposición de los carlistas al nuevo Estado salido de la Guerra Civil y a la
alianza de militares y falangistas que lo dirigía, el rechazo a colaborar con
las instituciones del régimen, a veces inspiradas en propuestas carlistas pero
siempre adulteradas, y las limitaciones a la libre organización y expresión del
carlismo. Pero también quedan en evidencia el peso de la Guerra Civil y de la
represión posterior, que ha creado un pacto de sangre entre los carlistas y el
general Franco, y la ingenuidad del carlismo, que se entretiene en
disquisiciones dinásticas y menudencias jurídicas, mientras los partidarios de
Juan de Borbón preparaban un golpe militar al mismo tiempo que negociaban con
las potencias aliadas. Esa ingenuidad, con aromas a un pasado que ya no iba a
volver, recorre todo el documento.
DECLARACIÓN DE LA COMUNIÓN TRADICIONALISTA
Unida y disciplinada, la Comunión Tradicionalista, que se
encuentra en plenitud de su fe, de su razón y de su fuerza, ha examinado de nuevo
la dolorosa realidad nacional y sus posibles remedios, y juzga necesario volver
a declarar su posición y sus soluciones a España, saliendo al paso de los
equívocos y confusiones que siembran los que sólo en este medio pueden
encontrar terreno propicio a sus maniobras.
El curso de los acontecimientos confirma el acierto de su
dirección política. Donde la Comunión Tradicionalista se colocó en 1937, está
hoy la nación entera. Podrán imponerse momentáneamente soluciones distintas a
las suyas, traídas por el nerviosismo, por el rencor o la improvisación; pero
frente a todas, se ofrecerá más sereno, más claro y firme el camino de
salvación que ella señaló y que nadie ha podido después superar ni mejorar.
Afirmada en él, la Comunión no encuentra medio de modificar su oposición
al actual estado de cosas. Cree que el daño producido puede ser irremediable si
tal situación se prolonga, y que llegará al mayor grado si en lugar de cambiar
el sistema desde sus fundamentos, se empeñase alguien en salvarlo de su
inevitable ruina, amparándolo en el prestigio de otras instituciones que, como
las Cortes orgánicas o la Monarquía, la nación anhela, precisamente porque
representan la antítesis de lo imperante.
Cuando un sistema fracasa, es desgraciadamente frecuente que
pretenda salvarse acogiéndose a las instituciones de otro. Pero en tales
intentos ninguno ha conseguido otra cosa que dejar en ellas su propio
descrédito.
Esto ha de ocurrir necesariamente con las Cortes que se quieren
instaurar, ridícula parodia de aquellas Cortes gloriosas Cortes de Castilla que,
como las no menos gloriosas de Aragón, Cataluña y Valencia, fueron expresión y
cauce de las legítimas libertades y de los derechos sagrados de los pueblos, y
dique razonable y justo de las posibles extralimitaciones y abusos del poder
real, que no puede ser un poder absoluto y personal como el que actualmente
impera en España, a cuyo arbitrio queda de modo directo o indirecto la
designación de los que llama Procuradores, nombre de estirpe tradicionalista,
pero que no convierte en verdaderas Cortes tradicionales a las que, por la ley
de su instauración, no son trasunto fiel del organismo nacional, ni reflejo de las
fuerzas vivas, morales y materiales de España. Por eso la Comunión
Tradicionalista no puede prestar su asentimiento a tales Cortes, que bien
pueden calificarse de “Cortes de Caudillaje”.
No, como antes decimos, aunque pretenda el régimen imperante
acogerse a instituciones tradicionales, lo hará sólo en el nombre, pero no
logrará otra cosa que transmitirle su propio descrédito.
A los sentimiento de todos para con España, apelamos, a fin de que
el cambio que por momentos se hace más inevitable, no sea de un hombre por
otros hombres, sino de un sistema por otro de verdaderas instituciones definitivas.
No es posible que afrontemos las profundas convulsiones que se
avecinan, ni los reajustes de pueblos y territorios que habrán de seguir a la
guerra y trastornar la faz del mundo, estando en una situación interina y
provisional, inseguros de nosotros mismos y a merced de los azares de un
porvenir lleno de incertidumbres.
La Comunión Tradicionalista siente la inquietud y la responsabilidad
más grave ante esta sola hipótesis y desea responder a ellas.
Precisamente por ser la restauración monárquica el final necesario
de este proceso y porque en la Comunión, la fuerza monárquica por excelencia,
está obligada a manifestar sin equívocos su posición con respecto a la misma.
Si, como se propuso al Generalísimo en los escritos del 10 de
marzo de 1939, el Ejército, presidido por él, hubiese instaurado, al concluir
la guerra, la Regencia legitimista y nacional, otra sería la situación de
España.
Una forma política definitiva, el Reino de España, hubiera dado a
la nación el convencimiento de haber alcanzado una meta digna de la guerra y
ofrecido cimientos firmes a la reconstrucción nacional, bajo un régimen para
todos y unas instituciones nacionales e históricas, la reconciliación y la
unidad se hubieran hecho fáciles y la restauración tendría un instrumento
autorizado y eficaz para realizarlas.
No se atendieron nuestras desinteresadas peticiones, y hoy que el
cambio se hace inevitable, los distintos proyectos de restauración ofrecen el
peligro gravísimo de comprometer la suerte de la futura Monarquía.
No se puede, en efecto, pensar que venga traída por lo actual. Si
este ensayo ha fracasado en su cometido propio, ¿cómo ha de pretender dar vida
a un régimen nuevo? La corriente monárquica que hoy existe, aparte del
Tradicionalismo, está constituida principalmente por la oposición a lo
imperante. Un Rey traído por “el partido” o por el Caudillo, sería el heredero
forzoso de todos los errores cometidos y no respondería a los anhelos de la
nación.
Un Rey traído por un golpe militar conseguiría, a lo más, derribar
la actual situación; pero sería igualmente funesto. Porque deudor a los que le
trajesen, prejuzgando con el hecho consumado un problema tan hondo como el
dinástico que afecta a toda la revisión histórica que tiene planteada España, acosado
por los intereses creados, vacilando entre las más distintas doctrinas y
principios, servido por una escuela monárquica tan extranjera como la del “Partido
único”, y sin más apoyo que la frivolidad de unas gentes trabajados por la
impaciencia o el rencor, e incapaces de sacrificio, volvería a reproducir, tras
las aclamaciones inconscientes de los primeros días, el triste espectáculo del poder
mendigando colaboraciones, improvisando ensayos y tanteando soluciones, para
concluir derrumbando miserablemente con sus manos la última esperanza de este
gran pueblo, al que unos pocos quieren poner al nivel de su oportunismo y de su
pequeña ambición.
La Comunión Tradicionalista necesita repetir que no colaborará
jamás en estos intentos y que con todas sus fuerzas, antes, en su momento
crítico o después se opondrá decididamente a ellos y trabajará contra su
realización.
A tal fin, advierte a todos la falsedad de los rumores que
atribuyen al Tradicionalismo, como se hace en un escrito recientemente
publicado, un acuerdo con los partidarios de D. Juan de Borbón, a base de
reconocimiento de éste.
La Comunión Tradicionalista ha marcado su camino y reitera que no
aceptará más restauración monárquica que la planteada sobre la base de la
Regencia Legitimista, único órgano nacional capacitado para llevarla a cabo y
cuya instauración se hace ya inaplazable.
El comienzo de cualquier actuación de D. Juan de Borbón el
reclamar el trono de España, intentando adelantarse a una solución
verdaderamente nacional, provocaría una repulsa total, completa y absoluta de
la Comunión Tradicionalista, aun aparte de sus dirigentes, que en tanto lo son
en cuanto sirven el pensar y el sentir de la misma, y que se vería en la necesidad
de recoger este sentimiento, declarando la incompatibilidad total de la
Comunión con la persona de D. Juan.
Ofrecida la fórmula de la Regencia como solución eminentemente
nacional, por virtud de la cual se instaura primeramente la Monarquía con todos
sus órganos fundamentales, para discernir, después, en función judicial y con
todas las posibles garantías de imparcialidad, quien sea el Príncipe de mejor
derecho, se ha brindado con ello la única y más eficaz fórmula de unión de
cuantos desean la restauración monárquica, apartando toda cuestión personal,
dinástica o de grupo.
La intransigencia no está, ciertamente, en esta actitud, sino en
la de quienes quieren la proclamación de D. Juan, anteponiendo lo personal a lo
institucional y resolviendo anticipada y prematuramente la cuestión en favor de
un candidato y de un grupo, sin imparcialidad alguna y sin la garantía de un
procedimiento que arranque de la misma legitimidad, manteniendo, por tanto, la
desunión al oponerse a la única solución y acuerdo verdaderamente nacionales.
Cree la Comunión Tradicionalista que cualquier Príncipe que sienta
la Monarquía Tradicional española en toda su realidad y grandeza, tiene que
considerar cuestión esencial el restablecimiento de las instituciones
características y fundamentales de la misma, superiores en orden y en necesidad
a su derecho personal, de tal modo que al anteponer este derecho, la restauración
monárquica queda reducida a una reivindicación patrimonial.
Igualmente es para el Tradicionalismo inconcebible que quien se considere
titular de la Monarquía Tradicional española en toda su realidad y grandeza,
pueda mirar con indiferencia el núcleo de lealtades que le apoyaron durante más
de un siglo a costa de los mayores sacrificios.
Nuestro empeño es mucho más profundo y generoso. Queremos
restaurar un pueblo en todas las manifestaciones de su vida y no sólo restaurar
a un príncipe en el trono. Estamos decididos a imponer desde el primer momento
unos principios de honradez y rectitud políticas, sin las cuales todo intento
de renovar nuestra vida nacional sería estéril, y buscamos en este momento,
verdaderamente trascendental, el ejemplo de las mayores virtudes y gestas
históricas en vez del fácil y trivial precedente del último golpe de Estado,
aunque sin perder jamás de vista a las realidades presentes.
Finalmente, la Comunión Tradicionalista, que ha ofrecido y que
mantiene la fórmula de la Regencia legitimista, proclama que se encuentra capacitada
para llevarla a cabo y puede hoy aceptar plenamente la responsabilidad de su
instauración y mantenimiento.
Acogiendo con profunda satisfacción las adhesiones que de todas
partes nos llegan cada día, invitamos a todos los sectores de la nación para
que se incorporen a la Regencia legitimista, como fórmula única de restauración
del patrimonio político y de las actividades de España.
Estamos seguros de que si pudiéramos exponer libremente a la
nación nuestro pensamiento y nuestras soluciones y explicarle nuestra conducta,
se pronunciaría unánimemente en nuestro favor. Es más, afirmamos que tiene
derecho a conocerlos, y que privarle de este conocimiento es impedirle que
encuentre el camino de su salvación y de su salud.
No se diga que nuestras doctrinas están incorporadas al nuevo
Estado. Lejos de eso, están por él desconocidas y adulteradas, y no ha habido
situación en que hayan sufrido más daño.
Las ideas que fueron buenas para llevar a los Requetés a la muerte
en aquel inolvidable Alzamiento, cuyo aniversario acabamos de celebrar, no
pueden ser repudiadas ni reducidas al silencio ahora, y tienen derecho a ser
libremente propagadas y defendidas.
Déjese hacerlo así y España juzgará de su acierto, de su
virtualidad y de la fidelidad con que han sido recogidas. No pedimos que se nos
deje manifestarnos sino sobre cosas lícitas, cuyo elogio se ha hecho mil veces
durante la guerra. Porque sin incurrir en viejos errores, es evidente que
contra el honrado sentir de todo un pueblo no se puede ir. Seguros de nuestra
razón y de nuestro derecho, no tenemos hoy inconveniente en invocarlo y
requerirlo.
Y así lo hacemos, respondiendo a la obligación sagrada que nos
impone la sangre de tantos Requetés muertos en la guerra; el sacrificio de
tantos mártires y perseguidos por sustentar y defender nuestros sacrosantos ideales,
la constancia en la defensa de estos mismos ideales del pueblo, del verdadero
pueblo español de todas las regiones, si diversas en usos, costumbres e
instituciones jurídicas, unidas estrechamente en el amor a Dios, a nuestra
patria España y al Rey, encarnación y remate de la gloriosa Monarquía tradicional
española, con todas sus venerandas instituciones populares.
Hora es ya de que se nos oiga y se nos atienda.
Apelamos al juicio de todos los españoles. Todos reconocen cuán
decisiva fue para el éxito del glorioso Alzamiento nacional la participación en
él de millares y millares de Requetés. ¡Notoria injusticia es olvidar aquellos
sacrificios, como de hecho se han olvidado por los actuales dirigentes del
Estado!
Ante tal injusticia, nuestro silencio sería un crimen y una
traición. Queremos ser dignos hermanos de cuantos derramaron su sangre por la
Patria.
En su nombre, pues, levantamos nuestra voz, llamando a todos los
españoles a la unión que representan estos gritos, con los cuales en los labios
murieron tantos valientes:
¡Viva Cristo Rey!
¡Viva España!
¡Viva el Rey!
A 25 de julio de 1942, festividad de Santiago Apóstol, Patrón de España