José Deleito y Piñuela fue un historiador español que vivió a caballo de los siglos XIX y XX; prestigioso entre sus colegas pero alejado del foco público por ser catedrático en la Universidad de Valencia, krausista y de izquierdas pero sin militancia partidaria y un hombre bueno en la España de Caín, no es hoy en día especialmente leído y recordado, un olvido también forzado porque fue depurado por el franquismo implacable y alejado del aula desde 1940, cuando ya había cumplido los 60 años de edad. Conoció de primera mano como espectador y analizó acertadamente como historiador el desastre de 1898 y compartió el espíritu regeneracionista de aquel tiempo. En la revista El Cardo, en su número del 30 de agosto de 1899, publicó un artículo crítico con el triunfalismo imperialista español y apostaba por la apertura y la incorporación a Europa de una España que, parafraseando a Antonio Machado, “desprecia cuanto ignora”. En este país donde vuelven a oírse los ecos de apolilladas gestas sin base histórica esta reflexión de Deleito y Piñuela parece de plena actualidad.
EXTRANJEROFOBIA
Las auras modernistas pretenden renovar nuestra viciada atmósfera y, aunque tarde, se inicia en la prensa, en el folleto, en la tribuna, en todas partes, una campaña enérgica contra nuestro decantado españolismo, que ha paralizado tantas saludables reformas y nos ha mantenido tantos siglos en estacionamiento estéril, inficionados por malsanas tradiciones seculares, aislados y prevenidos contra todo extraño influjo.
Consúltese nuestra historia, léanse nuestros autores clásicos, analícense los sentimientos más visibles y las más recónditas ideas de todo español de raza en las épocas más diversas de la vida de nuestro pueblo, y la síntesis de este estudio acusará un orgullo risible, fomentado por la creencia en una falsa superioridad, un espíritu estrecho, intolerante, poco afecto á cambios ni alteraciones, como buen pueblo agreste y montañoso, y un recelo sistemático contra innovaciones de allende el Pirineo. Un castellano viejo de hace dos siglos no hubiera cambiado su castizo origen por la más linajuda prosapia extranjera, y no es que se ufanase de meritísima ascendencia, sino que conservaba la idea, de niño inculcada, de que España era el país por excelencia, la tierra por Dios predestinada para las más grandes empresas, el baluarte inquebrantable del catolicismo, la nación predilecta del cielo.
El duque de Rivas, que de tan maravilloso modo encarnó en sus obras el espíritu romancesco de la España medioeval y legendaria, hace decir al viejo conde de Benavente, refiriéndose al francés duque de Borbón:
“... llevándole de ventaja, / que nunca jamás manchó / la traición, mi noble sangre / haber nacido español”,
He aquí una frase que retrata de mano maestra la vanidad española, nuestras eternas y típicas arrogancias.
El ser español era todo para nosotros. Caían en Rocroy y en Montesclaros nuestros viejos tercios, empañando su brillante historia, y nadie, sin embargo, osaba poner en entredicho las excelencias de la española infantería; propagábase por Alemania, Holanda é Inglaterra el renovador movimiento intelectual del siglo XVI, consecuencia brillante del Renacimiento, y entre tanto, España cerraba sus puertas á los maestros extranjeros, y nuestro Felipe II, digno hijo de la España inquisitorial, prohibía á los jóvenes españoles salvar la frontera para vislumbrar más amplios horizontes y restaurar sus entumecidos cerebros con la vivificante savia de la nueva ciencia.
Podían devastar nuestros soldados las más bellas ciudades de Flandes y de Italia; esto no ponía en riesgo la inalterabilidad de rancias costumbres, de rutinarias ideas; pero el comercio intelectual y científico hubiera arruinado monásticas preeminencias, privilegios intangibles, y era preciso oponerle insuperables valladares. Para muchos de nuestros venerables antepasados, que temían del extranjero trato la propagación de doctrinas heréticas y corruptoras de juveniles corazones, hubiera sido el ideal más bello la realización de esta frase brutalmente estacionaria del filósofo chino Lao-tseu: “Si otro reino se hallase frente al mío, el canto de los gallos y el aullido de los perros se oyesen del uno al otro, mi pueblo llegarla á la vejez y a la muerte sin haberle visitado”.
Los judíos y los moriscos, aparte de sus diferencias religiosas de los cristianos viejos, eran en cierto modo extranjeros, y nada importó que fueran las únicas fuerzas vivas que al país sustentaban. Con su expulsión se arruinaron las ciudades y los campos, huyeron de nosotros las industrias, la despoblación consumó la ruina, y España se trocó en un cadáver ¿Qué importaba esto? Estaba sola, sin odiosos huéspedes, y, aunque reducida a un puñado de hombres extenuados y andrajosos, que apenas hallaban tierra bajo sus plantas, éstos, no obstante, miraban casi con desdén á la poderosa Francia de Luis XIV, felices con mantener incólumes sus sagrados dogmas y con llamarse hijos de Pelayo y del Cid.
Los extranjeros que nos visitaban quedaban absortos por nuestro espantoso atraso. Los españoles castizos nunca se bañaban; el agua les causaba susto, por ser las abluciones prácticas mahometanas y judías; y el trato de nuestras mujeres con extranjeras damas parecía un peligro para aquella virtud y aquel honor vidrioso de nuestras doncellas semimonjas y semiárabes odaliscas, cantado por Calderón y Lope. Decididamente España poseía el monopolio de la honestidad, del valor, de los sentimientos piadosos y de otra porción de excelencias.
Cuando nuestra patria se echó en brazos de los Borbones, como náufrago que teme por su vida, no lo hizo sin cierto disgusto, manifestado en la oposición á los entonces modernismos de Carlos III, fiel devoto de las italianas tendencias de Tanuci y Esquilache, á la influencia literaria francesa, personificada en los Moratines, y á cuanto significaba salir del viejo patrón español. Los afrancesados de últimos del pasado siglo y principios de éste excitaban las iras populares, y fueron pocos los que pudieron permanecer tranquilos sin trasponer la frontera, en medio de los furores de exaltados patriotas, que llamaban á Napoleón gabacho; Pepe Botella al cultísimo y y virtuoso rey José, cuyo sólo delito era ser extranjero; y nuestro Fernando el Deseado, al funesto monarca que felicitaba al emperador francés por el triunfo que sus tropas obtenían sobre los puñados de ilusos y heroicos hijos de este pueblo, que daban su vida al grito de ¡Viva Fernando VII!
En todo este siglo se ha mantenido perenne la antipatía al extranjero. La gente rústica, peor educada aquí que en parte alguna, la ha demostrado con pullas soeces, teniendo como gracia reír las deficiencias de pronunciación y, lo que es peor, las superioridades de cultura de los no españoles, cosa que, aparte de demostrar pésimo gusto, es verdaderamente bufa en quien, como nosotros, nada, ó muy poco, sabe hacer sin extraña ayuda. Causa lástima y quila todo entusiasmo que, con todas nuestras ínfulas, sean los extranjeros los que exploten nuestras minas, fomenten nuestras especulaciones mercantiles, dirijan nuestras fábricas y nuestros talleres, mejoren nuestros productos y estimulen nuestra peculiar desidia. Tenemos una historia nacional que, sin conocerla, es sacada á relucir, como arma de combate, por el último quídam, siempre que alguien pone en tela de juicio nuestra decantada grandeza, nuestros heroísmos legendarios; y, para completo escarnio, ha sido preciso que hagan esa historia holandeses, ingleses y franceses; Dozy, Robenson, Macaulay, Mignet, Fomerón, etc. mientras nuestra Academia produce, con excepciones raras, meditadas trivialidades, y se da el caso de que sean los extranjeros los que tienen más exacta idea de cuántos somos y hemos sido.
Aunque de antipatriotas se nos tache, creo que es un gran bien decir la verdad sin rodeos, ya que los hechos, con abrumadora evidencia, propagan lo que en vano querrían encubrir las palabras y la pluma en esta hora decisiva en que Europa, antes confiada en nuestros desplantes bélicos, sólo ve de España, con justificada burla, nuestras corridas de toros y nuestros flamantes diplomáticos, que pasean por las grandes capitales el recuerdo de nuestro imperio colonial deshecho y de aquella montaña dorada de épicas glorias reducida á cenizas.
José Deleito y Piñuela