La revolución burguesa que se asentó definitivamente en España, y por lo tanto en la recién nacida provincia de Guadalajara, a partir de 1833, supuso un cambio profundo en la mentalidad de la sociedad tradicional. El logro del máximo beneficio en vida sustituyó a la esperanza de la vida eterna como motor de la acción individual y social. La caridad cristiana se vio sustituida por la reprobación de la sociedad y la persecución del Estado; los pobres ya no tenían una función religiosa, ofrecer a los favorecidos la oportunidad de ejercer la misericordia y ganar el cielo, sino que eran vistos como peligrosos ejemplos para las clases populares, que podían caer en la ociosidad o renunciar a la laboriosidad que enriquecía a la pujante burguesía. Aquí reproducimos un artículo publicado en el Boletín legislativo, agrícola, industrial y mercantil de Guadalajara en sus números del 25 y 27 de noviembre de 1833, con motivo del establecimiento de la Junta de Beneficencia.
Al publicar este artículo, cuyo relato es histórico, estamos mui lejos de dar más fuerza a la animadversión que hoy escitan generalmente los mendigos viciosos, los pobres fingidos. Conviene inculcar esta sensación justa; pero no debe exagerarse, porque entonces vendríamos a parar al estremo opuesto: el de ser implacables contra la verdadera pobreza.
De tiempo inmemorial las almas benéficas se ocuparon de buscar los medios más a propósito para socorrer a los verdaderos pobres. Lo primero que ocurrió a aquellas personas caritativas, fueron los socorros pecuniarios; pero no tardaron en conocer que el hombre de todo abusa, y que lejos de verse estimulado por los beneficios que recibía, se abandonó a la más completa holgazanería, y al más pernicioso de todos los vicios, la ociosidad.
Así que vieron los pobres que recibían socorros sin necesidad de trabajar, abandonaron poco a poco los oficios a que antes estaban dedicados, y empezaron a correr de puerta en puerta, impetrando la beneficencia pública, para recibir ostensiblemente a la faz de sus convecinos, limosnas que antes la verdadera caridad cristiana distribuía a escondidas en el seno de las familias indigentes, sin que estas pudiesen averiguar el nombre de la persona generosa que las socorría.
Viendo los óptimos frutos que la pereza sacaba con sus importunos ruegos de las almas piadosas y cándidas, se hizo un arte el modo de sorprender y engañar a las personas crédulas, y este arte le enseñaban los padres a sus hijos, y estos a los suyos. No han faltado autores en todas las naciones, y particularmente en la nuestra, que arrancando la máscara que cubría a estos mendigos viciosos, descubrieron sus arterías y males ficticios, su vida regalada y su arrogancia. Esta llegó a tal estremo que miraban como un derecho lo que no es ni puede ser más que un acto de beneficencia, de pura caridad; murmuraban descaradamente cuando las limosnas solo bastaban para satisfacer sus necesidades, porque querían que sufragasen los gastos de todos sus vicios crapulosos. Dado el primer paso en el sendero del vicio, nada pudo contener a aquellos hombres que, virtuosos en otro tiempo y laboriosos y ejemplo de los demás obreros de su arte, vinieron a ser, por el hábito continuado de la haraganería, la plaga de la sociedad.
Sauval nos refiere que en 1660 había un congreso de mendigos en un antiguo y derruido salón gótico, mui espacioso, al estremo de un callejón sin salida sucio y asqueroso de una población grande que no designa. Para entrar, dice, era necesario bajar una cuesta larga, tortuosa y desigual. Allí había una gran sala medio enterrada en el cieno, donde vivían unas cincuenta parejas, cargadas de infinidad de chiquillos legítimos, naturales o robados a sus padres. Me aseguraron que en aquellas ruinas vivían más de quinientas familias amontonadas unas encima de otras. Parece que pocos años antes había tenido una población más numerosa; y allí se nutrían con las rapiñas, viviendo en la ociosidad, la glotonería y toda especie de vicios y crímenes. Allí, sin ninguna inquietud por el porvenir, cada cual gozaba a su guisa del presente, comiendo por la noche lo que durante el día, con bastante trabajo y, a veces, con no pocos palos, había grangeado; porque llamaban grangear a lo que las leyes entienden por hurtar; y era uno de los estatutos fundamentales del congreso de los milagros, como ellos llamaban a su reunión, no guardar nada para el día siguiente. Cada uno vivía con la mayor licencia, nadie guardaba fe ni lei; no conocían ningún sacramento.
Lejos de ser ecsajerada esta descripción de Sauval, aun está mui distante de lo que efectivamente sucedía en Europa por aquel tiempo. Sólo en París se contaban doce congresos de milagros al principio del último siglo. Hasta entonces nadie tampoco había podido penetrar en aquellas guaridas de los vicios más soeces, y los que lo intentaron pagaron su temeridad con la vida; allí el mendigo estaba al abrigo de toda persecución; allí vivía entre los suyos, únicamente con los de su mismo jaez, y se despojaba sin temor de la máscara hipócrita de que se había servido todo el día para engañar a los pasajeros. Una vez allí, el cojo andaba derecho. El paralítico danzaba, el ciego veía, el sordo oía, y hasta los ancianos decrépitos se rejuvenecían. A estas instantáneas y multiplicadas metamorfosis diarias debían aquellos congresos su nombre. ¿Quién, con efecto, a la vista de tan maravillosas mutaciones no hubiera creído que eran milagros? Aquellos mismos hombres, tan sobrecargados de trabajos y males, que se veían al anochecer retirarse a su yacija, aquellos miserables a quienes las llagas, las fracturas, las fievres, las parálisis apenas permitían arrastrarse a lo largo de las paredes apoyándose los unos en los otros, como si fueran a caerse, todas aquellas sombras humanas que se deslizaban silenciosas y tristes como la muerte, todos aquellos seres que parecían postrados por la edad, las enfermedades y la inopia más espantosa, apenas llegaban al umbral de su caverna que, como si les hubiese tocado con la varita de virtudes, recibían una nueva vida. Pasada la puerta de entrada, todos los males desaparecían con su aparato doloroso; pasada la puerta de entrada huían veloces los años que un momento antes abrumaban a aquellos seres: mujeres, niños, ancianos, jóvenes, todos parecían hallarse en una edad vigorosa de agilidad y salud. Aquel jabardillo que se precipitaba para entrar ha reemplazado el silencio con la algazara, las lágrimas con las risotadas, la tristeza con la alegría, la desesperación con la esperanza; impaciente por gozar de la vida, teme perder un momento y corre con una increíble velocidad a sumergirse en las numerosas revueltas de su madriguera, para entregarse con impunidad a toda la indecencia del vicio, a los escesos de la licenciosidad.
He aquí lo que formaba aquella masa de pueblo, a la vez tan miserable y favorecido, tan pobre y rico, tan feble y poderoso, tan tímido y temible, aquella masa que contaba millares de individuos, que obedecían a un rey, que tenía sus leyes, su justicia, su moralidad, y aún sus ejecuciones sanguinarias. Aquella masa llegó a ser tan numerosa, que les fue preciso dividirse en clases, estableciendo entre ellos ciertas gerarquías y privilegios. Aquellas clases, a las que dejaremos los nombres que ellas mismas se dieron en su jermanía o jerigonza, eran:
-Los horteras de arranque, semi-mendigos que solo tenían derecho de pordiosear y ratear durante el invierno.
-Los fulleros, encargados de mendigar en las tabernas, hosterías y sitios públicos de grande reunión, y de escitar a los pasageros al juego fingiendo perder su dinero contra algunos camaradas que les servían de compadres.
-Los tarmas francos, que fingían toda especie de enfermedades y poseían el arte de ponerse malos en las calles, con tal perfección que engañaban aún a los médicos que se afanaban por socorrerlos.
-Los hubertistas, que todos llevaban certificados de haber curado de la rabia para vender a precio elevado polvos de plantas de ninguna virtud.
-Los mercachifles, que por lo regular iban de dos en dos por las calles gritando que eran mercaderes arruinados por las guerras, algún incendio u otro accidente.
-Los macos, eran también enfermos fingidos, que aparentaban estar hidrópicos o bien se cubrían los brazos y piernas de ulceras ficticias. Pedían limosna a la puerta de los templos, con el fin, según decían, de emprender la peregrinación al punto donde suponían deberse curar.
-Los gerifaltes, provistos de un zurrón en el cual embaulaban las provisiones que sus importunidades arrancaban. Estos eran los provehedores de la asociación.
-Los pulidores, eran otra especie de guitones cuyas mujeres se daban a sí mismas el título de marquitas, y sus hijos se apellidaban manceres.
-Los matreras, se reclutaban entre los soldados y pedían con la espada al lado una limosna que más de cuatro veces fue peligroso rehusarles.
-Los huérfanos, eran muchachos casi desnudos, encargados de representar el papel de hallarse helados y de temblar de frío, aun en el estío.
-Los maltratados, otra especie de gandules que se fingían estropeados y andaban con muletas.
-Los guilopas, que vagaban de cuatro en cuatro, con una mala ropilla, sin camisa, con un sombrero sin copa y una botella en guisa de bandolera.
-Los ganforros, que siempre iban acompañados de un jabardillo de mujeres y niños, enseñando a cuantos encontraban un certificado que atestaba que el rayo había derruido sus casas y muebles, que bien entendido nunca habían tenido.
-Los conchíferos, figuraban ser peregrinos cubiertos de conchas, con barbas luengas y descomunales, que pedían limosna para continuar, según decían, su viaje de peregrinación, que ni aun siquiera pensaban comenzar.
-Los mogrollos, especie de peregrinos sedentarios, elegidos entre los que tenían más pobladas cabelleras, y que pasaban por haberse curado la tiña con remedios que vendían con mucho misterio y a precio escesivo.
-Los búhos o engaviadores. Estos eran los maestros encargados de enseñar la belitrería, y de instruir a los novicios en el arte de cortar las bolsas con sutileza, fingir llagas, etc.
-Por último, los zamarradores, mendigos que se golpeaban en el suelo revolcándose en él, y echando espumarajo javonoso por la boca, por un medio que ha llegado hasta nosotros, con locuaz colectaban abundantes limosnas.
Basta lo dicho para probar los vicios de los que pedían limosnas en los tiempos antiguos; los que deseen enterarse más por menor en este punto, pueden leer el Regimiento o Thesoro de pobres, que escribió maestre Juliano, médico del Papa, impreso en Valladolid en 4º, en el año de 1553.
Conocidos los vicios de los que se dedicaban a la holganza fiados en los socorros, no solo que la caridad cristiana derramaban a manos llenas sobre ellos, sino en los que por sus rapiñas se apropiaban bajo la máscara siempre de una desnudez absoluta, los particulares pusieron un freno a tamaño desorden, creando juntas de beneficencia encargadas de socorrer domiciliariamente a los verdaderamente necesitados. Aquellas juntas no contentas con el primer paso dado hacia el bien general, y particular de los individuos indijentes, dio otro que desterró casi en su totalidad los seres viciosos, que como las plantas parasitas, vivían a costa de los demás. Consistió esta disposición en prohibir no sólo la holganza, sino también pedir limosna, remitiendo de pueblo en pueblo hasta el de su naturaleza, donde debían ser bien conocidos, a aquellos que pordioseaban, y en él recibían, si realmente eran indigentes, el socorro que la junta parroquial distribuía a los de su especie.
Muchos años hace que estas juntas filantrópicas creadas en beneficio de la humanidad doliente y necesitada, se hallan establecidas en Europa, y aunque acaban de crearse en España, en los pueblos donde no ecsistían, es de esperar que produzcan los mismos frutos que en Madrid, Barcelona, Valencia y otras poblaciones, donde ya las había y que con ellas veamos desaparecer de entre nosotros la haraganería y la miseria; la primera por el trabajo que por uno de los artículos de su creación deben procurar las juntas a cuantos se hallen en estado de trabajar, y la segunda por los alimentos sanos que deben distribuir a los impedidos y enfermos.