Manifiesto-Programa aprobado en el
VI Congreso del PCE (Archivo La Alcarria Obrera)
En la segunda mitad de la década
de los años 50 del siglo pasado el PCE acordó un giro de 180º en su acción
política en el interior de España. Aunque antes de que acabase la década
anterior ya había renunciado a la lucha guerrillera, aún mantenía la retórica
de la Guerra Civil y una oposición frontal no sólo contra el régimen franquista
sino también contra todos los grupos y organizaciones sociales que había
cooperado para derribar la Segunda República. Sin embargo, a partir de 1956,
aproximadamente, decidió dar por liquidado el conflicto político y social que había
desencadenado esa contienda fratricida y, como afirma en el texto que
ofrecemos, considerar que la fractura de la sociedad española ya no seguía la
misma línea de trincheras de 1939 sino que ahora enfrentaba al capitalismo
monopolista y al conjunto de los españoles, entre los que se encontraban juntos
vencedores y vencidos. Nació así la llamada política de reconciliación
nacional, que ha sido alabada y vituperada hasta el agotamiento. Reproducimos
aquí el Manifiesto que fue aprobado en el VI Congreso del PCE, celebrado en
Praga en enero de 1960, que servía de introducción al nuevo Programa comunista,
que incluía la política de reconciliación nacional, dando a conocer las razones
que llevaron a la dirigencia comunista a impulsar este viraje político tan
inseperado.
PROGRAMA DEL PARTIDO COMUNISTA DE ESPAÑA
El Programa del Partido Comunista de España define las aspiraciones
inmediatas y los objetivos finales del Partido; presenta las soluciones de los
comunistas a los problemas políticos y sociales, económicos y culturales del
país.
Este Programa no es un conjunto de buenas intenciones sin base real,
ni persigue simples fines de propaganda; es el fruto del estudio marxista-leninista
de la realidad española y de las circunstancias internacionales que influyen
en ella. El marxismo permite descubrir los procesos objetivos que tienen lugar
en esa realidad social y fijar los fines del Partido en consonancia con esos
procesos, es decir, sobre una base científica.
I
En los primeros decenios del siglo actual España se
convirtió en un país de nivel capitalista medio, pero con fuertes
supervivencias feudales en su economía y en su superestructura. El capital
extranjero detentaba posiciones clave en la economía española, que colocaban a
ésta en una situación dependiente. Ambos factores combinados constituían un
gran obstáculo para el progreso del país, ya que se traducían en el
estancamiento de la agricultura y de otros importantes sectores de la economía,
en el bajo nivel de vida de la mayoría de la población y, por tanto, en la estrechez
del mercado interior, En esas condiciones era vano todo intento de industrialización.
A la revolución democrático-burguesa que en 1931 derribó la Monarquía
correspondía históricamente eliminar esos obstáculos y despejar el camino para
el desarrollo capitalista de España dentro del marco político de una República
parlamentaria. Pero contra esta perspectiva se confabularon la aristocracia
terrateniente, el capital financiero español, que había alcanzado ya relativa
importancia, y el capital monopolista extranjero.
La debilidad de los gobernantes republicanos pequeño-burgueses y la
política oportunista del Partido Socialista, a remolque de la burguesía liberal
-política que impedía a la clase obrera desempeñar el papel dirigente en la
revolución democrática, a lo que contribuía también la actitud del
anarcosindicalismo- facilitaron la conspiración contra la República, que
desembocó en el levantamiento fascista de julio de 1936 apoyado en la
intervención armada de las dictaduras fascistas de Alemania e Italia, y
propiciado por la intervención indirecta de los Gobiernos imperialistas de
Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
Pese a esta coalición de la contrarrevolución interior y del
imperialismo internacional, el pueblo español no se resignó a capitular y
empuñó las armas en defensa de la democracia y de la independencia nacional. La
duración y el heroísmo de la lucha armada del pueblo, en condiciones sumamente
adversas, reflejaron hasta qué punto había madurado en las masas populares la
conciencia de la necesidad histórica de liquidar las supervivencias feudales y
la dependencia del imperialismo extranjero, la necesidad de un desarrollo
democrático e independiente de España. La derrota de la República cerró
transitoriamente ese camino, pero no representó la simple vuelta al precedente
tipo de desarrollo capitalista.
En el capitalismo español de antes de la guerra civil el capital
monopolista tropezaba con grandes obstáculos para su expansión. El mercado
interior era muy reducido, por las razones antes expuestas -derivadas, en lo
esencial, del compromiso entre el capital financiero y la aristocracia
terrateniente- ; por otra parte, el capital monopolista no disponía de más
colonias que el pequeño protectorado marroquí y posesiones africanas de difícil
explotación. El peso específico de la agricultura, de la industria ligera, en general
de tipo medio y pequeño, y de la libre concurrencia, eran muy considerables.
Este conjunto de circunstancias daba como resultado una renta nacional muy baja
y un ritmo de acumulación capitalista sumamente lento.
Para el capital monopolista era indispensable forzar ese ritmo,
acelerar el proceso de concentración y centralización del capital; y, en
aquellas condiciones de España, esto sólo podía lograrlo mediante la intervención
drástica del poder público recurriendo al capitalismo monopolista de Estado. La
dictadura de Primo de Rivera fue el primer intento en esa dirección, pero la
revolución de 1931 vino a interrumpirlo. La derrota de la República en 1939, permitió
reanudarlo en escala mucho mayor.
El sistema llamado capitalismo monopolista de Estado significa la utilización
a fondo del aparato estatal por los monopolios para intervenir la totalidad de
la vida económica y política y asegurar a todo trance los altos beneficios del
capital monopolista. Para conseguir esos fines no vacila en recurrir a medios
ilegales, a la corrupción y la violencia, al terror y la guerra. En España, la
instauración de la dictadura fascista y el estado de agotamiento en que
quedaron las fuerzas obreras y democráticas, desangradas y
desorganizadas por la derrota
militar y la salvaje represión que la siguió, despejaron el camino a la
oligarquía financiera permitiéndole aplicar ese sistema en sus formas más
perjudiciales para las masas trabajadoras y las capas medias. Los principales
procedimientos empleados en España por el capital monopolista, valiéndose del
Estado fascista, han sido los siguientes:
En primer lugar, extremar la explotación de la clase obrera con las
formas más reaccionarias e inhumanas; reducir su salario real al más bajo nivel
de Europa; introducir diversos métodos, en particular complicadas formas de
pago, para obligar al obrero a intensificar su esfuerzo físico y a producir más
con un utillaje anticuado; prolongar la jornada de trabajo hasta diez, doce y
más horas en los períodos de coyuntura económica favorable; dejar reducidos a
los obreros a un salario base de hambre mediante la supresión de las horas
extraordinarias, las primas y otras bonificaciones en los períodos de crisis, o
lanzarlos al paro y a la miseria.
En segundo lugar, esquilmar a los campesinos mediante el
envilecimiento de los precios agrícolas pagados al productor, la intervención
en la comercialización de los productos del campo, tanto en el mercado interior
como en el exterior, el crédito usurario, las múltiples cargas fiscales, los
arriendos leoninos, etc. Y mientras se aceleraba, por éstos y otros medios, el
proceso de expropiación de las masas campesinas y de concentración de la
propiedad agraria, forzando el desarrollo capitalista en el campo por el camino
más penoso para los campesinos, se protegía a los latifundistas absentistas,
que iban transformándose cada vez más en financieros y monopolistas, sin dejar de ser
aristócratas y terratenientes. A través de este proceso, la tela de araña del
capital financiero se extendió a la totalidad del agro, sometiendo a su
explotación no sólo a los campesinos pobres y medios, sino también a los ricos.
En tercer lugar, estrujar a las pequeñas y medias empresas
industriales y comerciales recurriendo a la intervención de los precios, la
distribución de las materias primas, el control del comercio exterior y del
crédito, el aumento de los impuestos y otros procedimientos que, al mismo
tiempo que permitían a la oligarquía financiera apropiarse una parte de los
beneficios de esas empresas, forzaba la concentración monopolista en la
industria y en el comercio. Víctimas de esos procedimientos, innumerables
empresas pequeñas y medias han sido liquidadas y otras se han transformado en
simples apéndices de los monopolios.
En cuarto lugar, condenar a un bajísimo nivel de vida a la gran masa
de los funcionarios y empleados, maestros, médicos, profesionales de todo tipo
e inclusive a parte considerable de los miembros de la Magistratura, de las
Fuerzas Armadas y de Orden Público.
Finalmente, como uno de los métodos más importantes, que ha acompañado
inseparablemente a los anteriores, la inflación, con sus efectos de carestía
crónica, de desvalorización continua de los ingresos de los obreros y
campesinos y de los beneficios de la burguesía no monopolista. Cuando la
evolución económica, nacional e internacional, ha hecho imposible continuar
recurriendo a la inflación sistemática y en gran escala, la devaluación y
la “austeridad”, se han encargado
de perseguir, con otros medios, idénticos fines.
Así acumuló el capital monopolista los recursos que habría de invertir
en sus empresas o en las empresas estatales que controlaba directa o
indirectamente; así financió el mercado estatal -en el que los pedidos bélicos
ocupan lugar preferente- encargado de garantizar a las empresas de la
oligarquía la colocación ventajosa de una parte de su producción. Así se han
realizado a través de los procedimientos sumariamente enumerados, cambios
radicales en la distribución de la riqueza y de la renta nacional, pero no a
favor de los más débiles, como prometió el franquismo, sino de los más fuertes,
de la oligarquía financiera.
Ese desarrollo forzado del capitalismo monopolista, utilizando a fondo
la palanca estatal, es lo que Franco y los panegiristas de la dictadura
presentan como “revolución nacional” y “justicia social”, como “industrialización”
de España y “dirección y planificación de la economía”, como plasmación de
otros ideales no menos sonoros.
Pero la realidad es que España no ha dado ningún paso importante para
liquidar su retraso crónico. Hoy, como hace veinte años, la mayor parte del
equipo industrial tiene que seguir importándose del extranjero, dependiendo de
las oscilaciones de las cosechas. España no sólo ha quedado muy rezagada
respecto a los países que han pasado al socialismo -la mayoría de los cuales
estaban menos desarrollados cuando iniciaron su transformación-, no sólo se ha
hecho mayor su atraso en relación con los países capitalistas más avanzados,
sino que incluso países recién salidos del yugo colonial progresan a un ritmo
mayor que el de España.
La verdad estricta es que la dictadura de Franco no se propuso en
ningún momento sacar a España de su atraso secular. Su móvil ha sido siempre
asegurar a los monopolios la obtención de los máximos beneficios explotando a
la clase obrera, expoliando a los campesinos y a las capas medias. Otro móvil
ha sido reforzar el potencial militar del país; según los planes estratégicos
del Pentágono, con el designio de preparar la guerra contra los países
socialistas. A eso y sólo a eso se han reducido sus móviles. El relativo
desarrollo industrial que haya podido lograrse en algunos casos es una
consecuencia y no un fin. La retórica acerca de la “industrialización” no tenía
otra finalidad que revestir con colores patrióticos los más sórdidos intereses.
Los cambios operados en 1959 en la política económica de la dictadura
equivalen al reconocimiento oficial del fracaso de la línea de “industrialización”,
a la confesión de que por ese camino el país iba a la catástrofe económica. Sin
embargo, la verdadera industrialización de España es mas necesaria y urgente
que nunca pero no podrá llevarse a cabo mientras sea el capital monopolista
quien dicte despóticamente su ley en la economía y en la política españolas.
En otros países, merced al más temprano y rápido desarrollo capitalista
-determinado por el triunfo de las revoluciones burguesas- y a la colonización
de otros pueblos, el capitalismo monopolista encontró amplía base para su
expansión, y, durante cierto período, una parte considerable de la sociedad en
las metrópolis, incluyendo algunos sectores de la, clase obrera se benefició
con las migajas de fa explotación colonial.
En España, el capital monopolista tropezó con las desfavorables
condiciones antes indicadas. Cuando, por fin, después de haber encontrado en la
dictadura franquista el instrumento que necesitaba intentó apartar, a su
manera, los obstáculos que impedían su expansión, halló un mundo muy distinto
al que había soñado en 1936, al emprender la guerra contra el pueblo. En vez de
la victoria de la coalición hitleriana, con la que esperaba abrirse camino a la
expansión colonial en África y en América del Sur, se encontró con el
derrumbamiento del sistema colonial del imperialismo; en vez de un sistema
capitalista que, destruida la Unión Soviética, dominara de nuevo sin
restricción sobre el orbe, se vio en un mundo capitalista debilitado,
constreñido, en el que la encarnizada competencia intermonopolista hacía más
ilusorias que nunca las esperanzas expansionistas del enclenque imperialismo español.
Y ante éste no quedó otra salida que la que ha seguido: hacer de España misma
su colonia, realizar a costa de las generaciones españolas que viven en el mundo
del siglo XX, ya mediado, una acumulación capitalista que recuerda por su
brutalidad e inhumanidad algunos rasgos de la “acumulación primitiva”
realizada por el capital en otros
países, siglos atrás, a costa de los campesinos y de los pueblos coloniales.
Así es como el capital monopolista pudo, durante algún tiempo, no sólo
acumular e invertir capital en los sectores susceptibles de rendirle mayor
beneficio, sino desarrollar cierto mercado en la esfera de los bienes de
producción, valiéndose de los recursos del Estado y de que la gran producción industrial
capitalista crea ella misma, hasta cierto límite, su propio mercado.
Otros factores contribuyeron también, transitoriamente, a ampliar el
mercado, incluso el de artículos de consumo: las destrucciones causadas por la
guerra civil, las necesidades congeladas por ésta y por la guerra mundial; la
incorporación a la industria, como asalariados, de una masa importante de
obreros agrícolas y campesinos pobres que antes se abastecían principalmente de
su economía natural; y el crecimiento demográfico.
Pero los efectos de estos factores ampliativos del mercado se vieron
contrarrestados poco a poco y, finalmente, rebasados por las consecuencias que
para el nivel de vida de los trabajadores y de las capas medias tenían los
métodos de acumulación empleados; por la persistencia del estancamiento
agrícola, derivado de las supervivencias feudales no liquidadas y por la
acentuación de la dependencia del capital monopolista extranjero,
principalmente del norteamericano.
De esa manera, el crecimiento de la capacidad productiva en una serie
de ramas, aunque insuficiente para industrializar el país, fue, sin embargo, lo
bastante grande para chocar de nuevo, como en las décadas anteriores a la guerra
civil, si bien en grado mucho mayor, con la estrechez del mercado interior y la
falta de mercados exteriores.
Por tanto, la causa inmediata de la grave crisis, que en 1959 se hizo
del todo evidente, no es que en España.se consumiera demasiado, como decían las
explicaciones oficiales, sino que se consumía demasiado poco, aunque
esta realidad apareciera invertida, mistificada, por los efectos de la
inflación. Y las motivaciones profundas residen en la naturaleza misma del
sistema económico-social, cuyo rasgo más característico, como se deduce del
análisis precedente, es que sobre la frágil base de una economía atrasada, con
grandes supervivencias feudales, como sigue siendo la economía española, se ha
erigido una enorme, rapaz y onerosa estructura monopolista.
Además de los efectos económico-sociales directos enumerados, ese
sistema, sobre todo en las condiciones de la dictadura franquista, ha llevado a
la creación de un enorme aparato burocrático, para regimentar y
controlar la vida económica y
política del país, así como al mantenimiento de una gran máquina militar y represiva.
La enorme carga financiera que todo ello representa, incrementada por las
obligaciones militares contraídas en los pactos con Estados Unidos, contribuye en
medida considerable a obstruir toda vía de progreso económico.
Por otro lado, desde el momento en que para triunfar sobre el
competidor hace falta contar con gran influencia sobre los órganos del Poder,
el sistema del capitalismo monopolista de Estado significa el imperio de la
corrupción en todas sus manifestaciones: el soborno de los ministros y de otros
funcionarios, la contabilidad falsa, el fraude y las maquinaciones financieras
se convierten en norma de la vida económica. Los escándalos que han jalonado la
existencia del franquismo no son otra cosa que el pálido reflejo de esa
situación, anclada en la naturaleza misma del sistema. Además de la
descomposición moral que ello irradia a toda la vida nacional, entraña el
despilfarro de grandes recursos y es un freno considerable para el progreso
técnico, puesto que los beneficios de las empresas dependen más de su capacidad
de maniobra en el engranaje de la corrupción imperante, que de la renovación
del equipo técnico o de la mejor organización del trabajo.
A los factores expuestos, suficientes por sí solos para cerrar el
camino a la industrialización de España, se agrega la imposibilidad de toda
verdadera dirección y planificación de la economía. Dirección y planificación
implican subordinación de los intereses privados al interés nacional, mientras
que la intervención del Estado franquista supone sacrificar a los monopolios
los intereses nacionales y sus principales representantes, los trabajadores,
creadores directos de todas las riquezas.
Ni siquiera al precio de este sacrificio es posible la planificación de
la economía porque el capitalismo monopolista de Estado, si bien liquida, en lo
fundamental, la libre concurrencia, no pone fin a la concurrencia en general,
sino que, por el contrario, la hace más enconada. Entre los monopolios y las
empresas no monopolistas, y entre los mismos grupos y empresas monopolistas se
libra una encarnizada lucha por el control del mercado, de las materias primas,
de los resortes estatales. En cada momento, según quien domina en esa
contienda, la “dirección” y la “planificación” tienen lugar en su beneficio. La
consecuencia, en este sentido, es hacer aún más caótica la anarquía típica del
capitalismo, cuya raíz está en la propiedad privada de los medios de producción.
Ese conjunto de factores, al actuar en el marco de la débil economía española,
ha originado las agudas deformaciones y desequilibrios, las crisis de superproducción
y las convulsiones financieras, las crisis agrarias y comerciales que han ido
produciéndose a lo largo del período franquista.
Pero, al forzar el proceso de concentración y centralización de la producción y del
capital, al someter a la intervención y control del Estado toda la vida
económica del país, el capital monopolista ha acentuado considerablemente el
carácter social de la producción. El proceso productivo y distributivo aparece
cada día más estrechamente unificado y controlado por el capital
financiero. Y todo nuevo intento, por uno u otro medio, dirigido a acelerar el
proceso de centralización y concentración -el “plan de estabilización” es uno de
ellos- reforzará ese carácter social de la producción que, objetivamente, exige
planificación y dirección, y por tanto entra en conflicto cada vez más agudo
con el carácter privado, capitalista, de la apropiación, generador de la
anarquía que imposibilita dicha planificación.
De este modo, la dictadura fascista de la oligarquía financiera que,
según los ideólogos franquistas, iba a superar las contradicciones del
capitalismo y a
liquidar la lucha de clases, ha llevado en realidad a una profundización, sin precedentes
en España, de la contradicción principal del capitalismo puesta al descubierto
por el marxismo: la contradicción entre el carácter social de la producción y
el carácter privado de la
apropiación. Ello ha tenido como consecuencia la exacerbación de los conflictos
y contrastes
que se derivan de esa contradicción principal: la concentración de la riqueza
en un polo y de
la miseria en, otro; el conflicto entre la ampliación de la capacidad productiva
del país y la insuficiencia del mercado, limitado por la baja capacidad
adquisitiva de las masas, las crisis económicas, etc.
Aunque las fuerzas productivas en España estén menos desarrolladas que
en otros países capitalistas, chocan más radicalmente con las supervivencias
feudales y el atraso general de la economía española, lo que hace más
virulentos las contradicciones y conflictos engendrados por el capitalismo
monopolista, agudizando la necesidad objetiva de que los instrumentos básicos
de producción, hoy en manos de los monopolios, pasen a ser propiedad de todo el
pueblo; es decir, la necesidad objetiva de la transformación socialista de la
sociedad española.
Ese conjunto de contradicciones hace que, en la etapa actual, la
contradicción que se sitúa en el primer plano de la realidad económico-social,
como se deduce de todo el precedente análisis, es la que opone los intereses de
la oligarquía financiera y terrateniente, monopolista, a los intereses
económicos de las clases y capas sociales explotadas y expoliadas por aquélla, desde el
proletariado a la burguesía no monopolista. Esta contradicción ha llegado a un
punto crítico en el momento en que ve la luz el presente Programa y exige
medidas que permitan superar, sin sacrificar al pueblo, la crisis actual, que
no es sólo una crisis cíclica de superproducción, sino una crisis de
estructura.
Si, como hemos visto, la ampliación -dentro de su persistente atraso-
del potencial productivo ha chocado con la insuficiencia del mercado, la
solución no puede ser, como pretende la oligarquía monopolista, destruir parte
del aparato productivo, para que la parte restante, perfeccionándose, sea
colocada en condiciones de competir en el mercado interior y
exterior con los monopolios
extranjeros. Semejante “solución” entraña para los trabajadores el paro y
salarios de hambre, y para
multitud de pequeños y medios industriales, comerciantes, artesanos y
campesinos, la ruina y la proletarización.
Pero, además, dado el atraso técnico de la producción española y
la dominación de los grandes
trusts internacionales en el mercado exterior, es ilusorio pensar que la generalidad
de las empresas españolas supervivientes del “saneamiento” podrían conquistar “un
puesto bajo el sol” de alguna importancia;
en el mejor de los casos, su destino sería convertirse en apéndice de los
trusts internacionales que ampliarían considerablemente su penetración en la
economía española. En definitiva, incluso el insuficiente desarrollo industrial
de los años pasados sería frenado y sustituido por una tendencia a la agrarización
y a acentuar la colonización de España en beneficio del capitalismo monopolista
internacional.
Frente a esa orientación de la oligarquía financiera, la única
solución que corresponde a los intereses nacionales, coincidentes con los
intereses de los trabajadores y de la burguesía no monopolista, es la
ampliación del mercado interior y el acceso a nuevos mercados exteriores no dominados
por los monopolios. Para conseguirlo es preciso la elevación del poder
adquisitivo de los obreros y de las capas medias, el desarrollo de la agricultura
y una industrialización inspirada en las necesidades reales del país.
Esto, a su vez, no puede lograrse sin la liquidación de las supervivencias
feudales, la limitación del poder de los monopolios y una política de
coexistencia pacífica y de relaciones económicas y culturales con los países
socialistas.
II
El obstáculo esencial para que esas necesidades objetivas de la sociedad
española se abran paso, para que puedan realizarse las medidas y reformas que
exige la crisis del actual sistema económico-social, es el poder político de la
oligarquía financiera, el Estado fascista del general Franco.
Pero al mismo tiempo que ha creado las condiciones materiales,
económicas, qué exigen su desaparición, la dictadura fascista del capital
monopolista ha desarrollado también las fuerzas sociales llamadas a realizar
esa necesidad histórica.
Para asegurar la dominación absoluta de la oligarquía financiera, la
dictadura fascista de Franco tuvo que recurrir desde, el primer momento al
terror más bárbaro
que recuerda la historia de España; hubo de abolir todas las libertades fundamentales,
incluidas las libertades autonómicas, y no sólo poner fuera de la ley a
los sindicatos y partidos obreros y democráticos, sino incluso suprimir la existencia
independiente de los partidos políticos que de manera más peculiar
representaban a los grupos conservadores tradicionales.
La retórica falangista sobre la “democracia orgánica basada en las
instituciones naturales” puesta en circulación, sobre todo, después que el
hundimiento de las principales potencias fascistas aconsejó dejar de llamar a
las cosas por su nombre, la escenificación teatral de las Cortes y
de otros institutos del régimen,
son la simple envoltura demagógica de la fría regimentación de toda la sociedad
en el encasillado de la organización corporativa, bajo el mando arbitrario y
despótico de los jerarcas, designados
desde arriba y franqueados por la máquina policiaca de la dictadura.
Este régimen policíaco y terrorista ha ido acompañado en lo cultural por el
imperio del oscurantismo, la vuelta a la milagrería medieval, la supeditación
de la ciencia a los dogmas teológicos, la degeneración de todo el sistema de
enseñanza, desde la escuela a la universidad, la decadencia de la investigación
científica y el atraso técnico, el exilio forzoso o voluntario de muchos de los
mejores valores de la Ciencia y la Cultura nacionales.
La misma debilidad interior que obligó a erigir el terror policíaco en
norma de gobierno, obligó también al régimen franquista a convertir el
vasallaje respecto a la potencia imperialista dominante en norma de su política
exterior; primero fue Alemania,
luego Estados Unidos. Y así la retórica imperial se tradujo en la subordinación
servil a la potencia que en 1898 hizo la guerra a España para apropiarse los últimos
restos del viejo imperio español. Además de remachar la dependencia con respecto
al capital monopolista internacional -dependencia que se profundizaría si llegara
a consumarse la integración en las uniones monopolistas de la Europa Occidental-
esa política exterior, ha transformado España en una base atómica del Estado
Mayor norteamericano, con evidente menoscabo de la soberanía nacional y
grave riesgo para la seguridad del
país.
Pero esa política de terror, de opresión, dé oscurantismo, de claudicación
nacional, acompañada siempre de la más cínica demagogia, si bien ha permitido a
la dictadura de Franco prolongar su dominación, ha engendrado y
acumulado contra ella un enorme potencial
revolucionario.
El pueblo español no podía resignarse y no se ha resignado jamás a la
esclavitud fascista. El pueblo que dio al mundo los ejemplos de la Guerra de
Independencia y de la revolución liberal de comienzos del siglo XIX; que a
lo largo de éste tomó varias veces
las armas en las
guerras civiles y en las barricadas en defensa de la libertad; que en 1873 proclamó
la primera República, en 1917 intentó de nuevo derribar la Monarquía y en 1931 lo
logró, instaurando la segunda República; que durante cinco años luchó por afianzar
el régimen democrático frente a la contrarrevolución fascista y en 1936 no
vaciló en recurrir a las armas para defender la República y
la independencia nacional,
escribiendo durante tres años, las páginas más gloriosas de la historia
contemporánea de España, este pueblo no podía avenirse a vivir bajo la
dictadura fascista.
Desangrado por cien heridas -un millón de muertos en la guerra Civil,
medio millón de exiliados, decenas de miles de presos, fusilados, torturados,
asesinados- el pueblo español sufrió años de agotamiento y
postración pero poco a poco fue
recuperando sus fuerzas y la confianza en ellas. Las luchas guerrilleras de
los primeros años, prolongación de la guerra civil y expresión española de la guerra
mundial antifascista; los movimientos de masas que se iniciaron después; la
hábil utilización de las posibilidades y organizaciones legales, combinada
con la acción clandestina; las huelgas económicas y las jornadas nacionales de
protesta, las huelgas políticas, han ido jalonando el despertar combativo del pueblo
español, de nuevo en pie, en marcha hacia la libertad.
Al mismo tiempo, los cambios históricos operados en la situación
internacional; la correlación de fuerzas cada día más favorable al campo del
socialismo, a los pueblos que se liberan del yugo colonial y
a los defensores de la paz y
la democracia en el mundo
entero, representan una ayuda
creciente a la lucha del pueblo español contra la dictadura fascista.
Durante un período, el franquismo contó con cierto apoyo o con la
neutralidad de sectores de las clases medias, urbanas y rurales, que se dejaron
seducir por las promesas y atemorizar por la aparente fortaleza de la
dictadura. Pero poco a poco dichos sectores fueron comprobando que el
franquismo hacía la política más conveniente para los intereses del capital
monopolista y de la aristocracia terrateniente. Al mismo tiempo fueron
percatándose de que la dictadura no era tan fuerte como parecía. La naturaleza
de clase del régimen franquista y su debilidad interna se fueron haciendo más
evidentes.
El proceso más arriba descrito, de expansión del capital monopolista a
costa de la reforzada explotación de la clase obrera y de la expoliación de las
capas medias, campesinas y urbanas; a costa también de los intereses de la
burguesía no monopolista, tuvo repercusiones cada vez más netas en la conciencia
de las clases y sectores sociales lesionados, traduciéndose en hostilidad
política contra la dictadura. Los métodos despóticos, arbitrarios y terroristas
de ésta chocaban cada vez más con la repulsa de la gran mayoría de la población
y, al mismo tiempo, se mellaban, no sólo porque el pueblo perdía el miedo, sino
porque el ambiente general antifranquista contagiaba a los mismos órganos
represivos del Estado.
La inmensa mayoría de los que habían combatido junto a Franco no por
eso resultaban menos perjudicados por los monopolios y aprendían en la realidad
cotidiana que los que habían ganado la guerra no eran ellos, sino los grandes
capitalistas y la aristocracia terrateniente. Fueron restañándose las heridas y
relegándose al olvido los odios abiertos por la guerra civil entre sectores del
pueblo, debido a que una parte de éste, engañada o forzada, sirvió de
instrumento al franquismo para la lucha contra la otra parte.
Lo esencial, para cada uno, pasó a ser su posición social frente a los
monopolios, y no el bando en que combatiera durante la guerra civil. A este
proceso contribuyó poderosamente el papel creciente desempeñado en la sociedad
por las jóvenes generaciones no participantes en la guerra, que han llegado a constituir
la parte más activa, política y socialmente, del pueblo. Para estas generaciones
es más fácil ver la guerra civil como un hecho histórico y
percibir que hoy la divisoria de
la sociedad española no pasa por las trincheras de la guerra, sino entre la
oligarquía monopolista y el resto de la población.
A medida que se hacía más pesado el yugo de la oligarquía monopolista
en el terreno económico-social, a las distintas clases y
grupos sociales les resultaba más insoportable
la opresión política, la privación de libertades, y más apremiante la necesidad
de disponer de organizaciones políticas y profesionales propias para defender sus
intereses.
El sentimiento nacional y la aspiración de recobrar las libertades autonómicas
perdidas fue renaciendo en Cataluña, Euzkadi y Galicia frente a la opresión del
ultracentralista y burocrático Estado franquista.
En el curso de todo ese proceso iba cristalizando en la conciencia de
muchos españoles, como reacción frente a siglo y medio de incesantes guerras
civiles, la imperiosa necesidad
nacional de instaurar un régimen de convivencia cívica que abriese cauce, sin nuevos
baños de sangre, al renacimiento de España.
En resumen, antes hemos visto cómo en la base económica de la sociedad
española la dominación del capital monopolista y de la aristocracia
terrateniente ha entrado en profunda contradicción con las exigencias del
desarrollo de las fuerzas productivas. Ahora vemos cómo esa contradicción ha
ido reflejándose, en distintas formas, en la conciencia de vastos sectores, y
repercutiendo en el terreno político. Así se ha situado en el primer plano, no
sólo de la economía, sino de la conciencia de las masas y de la lucha política,
la contradicción que divide a la España de hoy en dos campos opuestos:
A un lado, la oligarquía financiera, monopolista, que incluye a la aristocracia
terrateniente absentista, con su instrumento de Poder, la dictadura fascista
del general Franco.
Al otro, la inmensa mayoría de los españoles: obreros, industriales y
agrícolas; campesinos medios, pobres y ricos; burgueses pequeños y medíos de la
Industria y del comercio; intelectuales, funcionarios, etc.
Subsisten en éste segundo campo las contradicciones, antagónicas por su
esencia de clase, entre proletariado y burguesía no monopolista, entre
obreros agrícolas y campesinos ricos, pero los intereses comunes engendrados
por la opresión del capital monopolista se adelantan al primer plano en la
etapa actual, y dictan la necesidad de un compromiso político para la lucha
común contra la dictadura del general Franco que abra el camino a un régimen democrático,
de convivencia civil, en cuyo marco se inicie la recuperación económica y
cultural de España.
Las mismas contradicciones básicas que
han hecho nacer y desarrollarse las tendencias a la reconciliación nacional de signo
democrático, han determinado la descomposición de las fuerzas sociales y políticas
de la dictadura. Son dos aspectos de un mismo proceso.
Falange murió como partido de masas -sin haberlas tenido nunca en
abundancia- y quedó reducida a un esqueleto burocrático, carcomido por luchas
de capillas y personas. Los intentos de vitalizar el “movimiento” han fracasado
sin remisión. La sorda lucha entre el Opus, los restos del naufragio
falangista, la fracción monárquica franquista, los ultras católicos y el
carlismo, tal es la desgarrada realidad de ese “movimiento”
que Franco trata, vanamente, de
recomponer. Esta descomposición política de la dictadura tiene manifestaciones
cada día más profundas en las instituciones que han sido su soporte esencial:
la Iglesia, el Ejército y
los órganos de represión.
Para defenderse, la dictadura, auxiliada en esta tarea por los servicios
propagandísticos, diplomáticos y secretos de las potencias imperialistas que la
protegen, concentra sus esfuerzos en impedir por todos los medios que
cristalicen y adquieran expresión política concreta las tendencias objetivas de reconciliación nacional, anti-franquista
y democrática. Y el recurso principal de que se vale es fomentar el
anticomunismo en las filas de los partidos y organizaciones de la oposición,
agitar el falso dilema de: “Franco o comunismo”.
La política de reconciliación nacional del Partido Comunista se apoya
en las indicadas tendencias objetivas que impulsan el entendimiento de todas
las fuerzas de oposición y determinan la creciente descomposición del
franquismo. La finalidad esencial de esta política es facilitar la unidad y la
acción común del máximo posible de fuerzas contra la dictadura; aprovechar
todas las disensiones y fisuras que se manifiestan entre los elementos franquistas.
Con esta táctica el Partido Comunista trata de lograr la liquidación de la
dictadura y el tránsito a la democracia de la manera más pacífica posible, con
el menor quebranto para el pueblo.
En el conjunto de fuerzas sociales que luchan por la democracia la
principal es la clase obrera, a la que el mismo proceso de concentración del
capital fortalece numéricamente y ayuda a organizarse, concentrándola en
grandes empresas, mientras que las clases y grupos sociales intermedios entre
ella y la
oligarquía monopolista, sufren un constante proceso de disgregación, La clase obrera
es, además, la más consecuente en la lucha por la democracia, porque tanto para
defender sus intereses inmediatos de clase, como para cumplir su misión
histórica -la transformación socialista de la sociedad- le conviene el
desarrollo ininterrumpido de la democracia hasta que maduren las condiciones para
el paso de la democracia burguesa a la democracia socialista. En cambio, las
fuerzas burguesas y pequeño-burguesas interesadas en la democracia son
esencialmente vacilantes cuando se trata de instaurarla y
de defenderla, como lo demuestra
una larga experiencia histórica y, en particular, la experiencia de la segunda
República española. Por otra parte, coincidiendo sus intereses como clase con
las tendencias objetivas del desarrollo histórico, la clase obrera es la única
que puede dar a su lucha un fundamento científico, la única capaz de utilizar
plenamente las posibilidades de previsión que proporciona la ciencia
marxista-leninista.
Por las razones expuestas, la clase obrera es la fuerza más cohesionada,
más organizada, más revolucionaria, en mejores condiciones objetivas para
dirigir la lucha de todo el pueblo por la transformación democrática de España.
De ahí se deriva el papel de vanguardia que corresponde al Partido Comunista,
como partido de la clase obrera, papel que la práctica de la lucha social y
política en la España actual ratifica a cada paso.
Por su número y por el peso específico de la agricultura en la economía
española, los campesinos constituyen, después de la clase obrera, la fuerza
social más importante de la revolución. La explotación de que son objeto por
parte de los terratenientes y del capital monopolista hace de los campesinos
pobres y medios los aliados más próximos de la clase obrera. Sin ellos no es
posible la victoria de la democracia hoy, ni del socialismo mañana.
Tienen asimismo gran importancia como aliados de la clase obrera las
capas medias urbanas que sufren también la opresión de la oligarquía financiera
y, en particular, la intelectualidad que, en la medida en que es consciente de
su misión al lado del pueblo, está llamada a desempeñar un papel ideológico y
político de primer orden.
Por eso en el Partido Comunista se agrupan no sólo
las fuerzas más avanzadas de la clase obrera, sino también de la intelectualidad,
de los campesinos y de las capas medias. Y en el Programa del Partido Comunista
no se incluyen solamente las reivindicaciones obreras, sino además las
reivindicaciones específicas de esas clases y grupos sociales en los que la
clase obrera ve sus aliados naturales.