Fuente de la Niña, Guadalajara, hacia 1920
Miguel Alonso Calvo perteneció a la magnífica generación de alcarreños de 1936, a ese grupo de jóvenes artistas y literatos de Guadalajara que se dieron a conocer durante la Guerra Civil: Antonio Buero Vallejo, José Herrera Petere... La victoria de la reacción y el régimen de terror impuesto sobre los vencidos, entre los que se encontraban estas jóvenes realidades, truncó su labor creativa y les condenó a la cárcel, al destierro y, sobre todo, a la renuncia o al olvido. Miguel Alonso Calvo salió de la prisión reconvertido en Ramón de Garciasol, y con este nombre firmó una obra poética en la que la calidad, el sentimiento y el compromiso se mezclaban a partes iguales. Censurado y ninguneado como tantos de su generación, en 1978 publicó uno de sus mejores libros de poemas: Memoria amarga de la paz de España, en el que rescataba esos poemas que durante esos "cuarenta años de paz" nunca pudo publicar pero que no dejó de escribir. Los acompañaba un prólogo que es al mismo tiempo una declaración de intenciones poética y un manifiesto personal que resume, mejor que casi todos, a qué llamamos ahora "memoria histórica" y que por eso mismo reproducimos.
Remato caminos muy ásperos en estas palabras testamentarias. He sufrido mucho al revivir en mis poemas o sangrías los años útiles de mi vida quemados entre el temor y la esperanza. En las manos apenas polvo y frustración: plazo cumplido que no trajo lo que pudo. O manera de conllevar mi pequeñez. Aunque si digo mi verdad última alcanzable por ahora, tengo la convicción de que podía haber dado más de sí, no para estatua y vanidad, para consuelo de otros. Perdonadme que me pregunte: ¿Qué habría sido mi vida y mi obra -y no cabe escisión- de no haberse dado la guerra civil de España? Y, apurando fondos que salmuerizan la duda ¿Habría tenido coartada mi real ser y valer sin la ocasión sangrienta que signó para un siglo a mi pueblo? En la naturaleza humana está el transferir la culpabilidad de uno al prójimo. Y si no la culpa -no nos hemos hecho-, la insatisfacción de nuestra verdadera talla. ¿Hay alguien permanentemente contento consigo mismo, no harto de sí a ratos? ¿Nos despreciamos tanto como para destruimos? ¿No son circunstancias aleatorias, al margen de los límites implantados -en los que, por otra parte, se da la única libertad y no rechazo de sí-, las que impiden a los hombres su cumplimiento plenario? Dejemos ucronismos y especulaciones y atengámonos a lo que ha sido, a lo irreversible.
¿Debo romper estas confesiones tan poco laudatorias, aunque tal vez ejemplares? Sería más cómodo para mí, pero me destruiría moralmente, lo único restante. Como hombre que agradece la vida, como español que ama a su Patria, creo que debo publicarlas. No echo leña a ningún fuego de rencores. Pongo una criatura ante vosotros, en la mesa de disección, heroísmo no envidiable, por si vale de algo para que nunca se repita la tragedia. Hago anatomía en vivo de mis entrañas, sin demasiada anestesia retórica. No miro atrás para encizañar. Recojo algo histórico para que no se pierda un documento verificado que contradice amaños oficiales y oficiosos, tanta prueba auténtica descalificada por la realidad. Publico un escarmentatorio.
Mis poemas -y los de tantos sin voz- son la otra cara del tapiz, el terror de los violentados, el sabor de quienes fueron destruidos, puestos lejos de la casa del padre por sus hermanos -que se repartieron la herencia-, dispersos por el odio de la misma sangre. (¿Lo mismo puede reaccionar tan encontradamente?)
Detrás de inevitables palabrotas rezuma un amor que no pudo ser libre, cargó cruces propias y ajenas sin ningún merecimiento, falto de fuerzas: no supo transmutar en hermosura la sangre y el cerco y pide perdón por ser hombre, no santo, como desearía. (Miró alrededor y el mundo, su parcela, no era bueno.)
Al escribir ahora aún me tiemblan el cuerpo y la tinta, se me doblan las piernas a cada escalón que subo, quisiera estar muerto para no herir ni tener que exhibirme tan poco decentemente. Mas si quito un filo alodio, hago caer un resentimiento o una piedra asesina, desato un nudo ahogador, liberto algún paso y pongo alguna lágrima de arrepentimiento en alguien, una oración perdonadora, una mano abierta y amistosa habré ganado buen descanso. Juro que no apetezca -por fortuna ya no vale- volver a vivir otra locura y torpeza, vida tan poco deseable como la mía aunque otras vayan más castigadas con menos razón. He tenido -y tengo- más de lo merecido en el orden privado -gracias, amor-, si bien comí siempre vergüenza por mi falta de capacidad para valer a los demás. He tocado y sabido cruelmente mis fronteras: incomprensión y soledad entre los restantes españoles. Y como no estaba contado podía desaparecer sin que se me echase de menos ni lo advirtiese nadie. No pertenecía a valores catalogados. El llanto de los míos no hubiese alcanzado la puerta de la calle, sofocado por himnos y marchas triunfales y silencios lagrimados, seco por un soplo inmisericorde.
¿Qué presento, qué ofrezco? ¿Una larga y avellanada epístola moral o, peor, moralizante? ¿A quién, por quién, de quién hablo? Los pueblos no tienen memoria, menos el nuestro, como si fuese feliz. Poesía conceptual más que lírica. Crónica, narrativa de hechos donde se entremezcla lo particular y lo colectivo en una voz asumidora de la dolencia común, con mejor intención que acierto. Alguien debía hacerla, dejar constancia para reflexión y escarmiento. Debajo del silencio decretado con tan ingenua crueldad -la máxima crueldad pertenece a la ignorancia: sólo puede ser injusto lo eterno, proposición que contradice la esencia de lo humano: no hay justificaciones para el mal: no hay irresponsabilidad ni en el propio Dios, que se anularía-, sofocada, no extinta, proseguía la conciencia, el juicio desvelado que anota. Y ahora habla en mitad de la plaza a destiempo, sin valer para enmendar lo que fue, lo irrectificable y a tener en cuenta para luego: cuando la vida y la sangre se han vuelto retórica, costra de tiempo y olvido.
Testimonio mis días españoles y el exclusivo tiempo mío antes de que sea tarde y se pierda una experiencia cuya lección no debemos menospreciar para raer demoledoras repeticiones, dolores innecesarios.
No pretendo resolver algo ni dejo de pretenderlo. Aporto al careo de cada cual consigo, mi testimonio y sudar titubeos. Y sé que el miedo alecciona, no castra. Mis poemas, gritos, desgarraduras y nostalgias, imprecaciones y ruegos nacieron por necesaria solidaridad con mi pueblo y mis gentes derrotadas en una lucha inútil: al final fuimos menos que éramos al principio en número y calibre: la voz de España llegaba débilmente, a veces deformada y sin respeto a la comunidad de naciones: tuvimos que desandar mal un camino ya bien andado. En su momento -por eso mis poemas van referidos a día, mes y año, a circunstancias no inventadas- me salvaron de riesgos quizá irremediables contra mí, en acuciosa búsqueda de entendimiento y, por consiguiente, de estabilidad, de ganas de proseguir aun sin aliento. También he purgado en ellos los malos dictados, toxinas de cuerpo y de alma. He segregado anticuerpos morales que me han quitado de la mano el hacha de sílex, devuelto la sonrisa de mi madre, la compañía sostenedora de mi mujer. Son más que pobre indignación, por desgraciado que sea el logro. No olvido que
Suele la indignación componer versos.
pero si el indignado es algún tonto
ellos tendrán su punta de perversos.
De mi posible tontería -y todo lo accesorio-- no respondo, sino de mi saludable intención. Por mis poemas, o lo que sean, puede haber ineptitud, no perversidad: no achacan lo que no hay, no fabrican maniqueos para justificar pequeñeces o sevicias, para ahorrarse el trabajo de superar las propias torpezas. Y se atreven -¿valor o descoco?- a quedarse desnudos ante los demás, no para escandalizar: para convocar al llanto y al perdón. La poesía no es oficio prostituyente, sino mester de amor, de salvación.
Aquí se narra la historia de una mutilación implacable, la mía y la de mujeres y hombres españoles a quienes se impidió su posibilidad, su perfección. (“Entré virgen en la cárcel y salí menopáusica”) A más del terror y de la persecución.
No me ha nacido -el plan no es mío, sino impuesto- una obra de arte distante, ajena, para encantar. Esto se asemeja a un pliego de quebrantos humanos. Más que fascinación comporta limpio duelo, a ratos con espanto en la cara y en el verbo: notaría del tiempo.
De lo ocurrido canto, protocolizo, me estremezco y conduelo. Me conformo si el precipitado de tanto martirio da un vaso del sobrio decoro de quienes le hicieron respetable. (Decoro, no decoración.) Proclamo un título colectivo detrás del inevitable yo de la autoría, pena -sufrimiento y condenación- de todos: vosotros también, los que por acción u omisión, por trivialidad, le posibilitasteis, asimismo sin tiempo más que para rectificar en vuestros hijos. ¿Qué fue de tanto terror como trajeron, don Jorge? Los cementerios no contestan, aunque hablan y es preciso escucharles para no rebutirlos de nuevo por suposiciones: mató el miedo.
Hay monodia en mi libro, incesante supuración de excesivos años atado al madero contra voces echadizas, de supurar heridas que no se quisieron cicatrizar. Lo que importa -al menos a mí y al lector que sepa de la unidad de cada poema y de todos juntos: la suma como entidad superior y otra a los sumandos-, lo decente es que mi hacecillo de lágrimas y desesperas, la agonía por ver y continuar limpio sepa a hombre, como escribió el hispanorromano Marcial de su libro.
De no patentizarse la buscada humanidad la culpa será mía: mis versos no han sido engendrados en lechos de estética y marginación, de huida, sino en mi sangre y en mi vida, en mi única propiedad. (Por desdicha, no toda autenticidad es valiosa. Y entiendo que nuestra desventura española, nuestro tiempo desasosegado y en peligro resultan superiores a mi capacidad. Mas por mí no queda.) No creo belleza -aunque alguna resulte-, asepsia, sino algo más terrible que el ángel del poeta que luchó con su divinidad, no con sus tremendas miserias, las de uno y las acumuladas: no es resultado de bregas por la perfección y sí por la supervivencia, previa a todo lo demás. Cuento -y procuro cantar a fin de que la música no haga tan nauseabundo lo real- sucesos que han cambiado la historia de mi Patria, que ya no será como fue: nada será lo mismo nunca más, aumentado el daño. (La espada atómica pende de un hilo, el mundo se degrada biológicamente, el hombre anda desesperado hasta la destrucción, el suicidio y el crimen. ¿Dónde lograr futuro y sosiego creador? ¿Estamos en el fin del mal o en el comienzo del fin de todo fin terrestre?)
En mi tocata hay soplo y continuidad -mandato y futuro-, tradición y novedad. El caso español me impulsó, escogiéndome más que yo a él, sin excesiva fortuna. Soy nieto moral del 98, hijo de ese hilo teñido de rojo doloroso que viene a mi palabra por mandatos que no conozco y hago míos, que son y aún no descifro del todo, aunque esté inquieto y desvelado de barruntos. Por esos dictados tan complejos y oscuros canto y lloro, confusa la historia / y clara la pena.
Quizá haya cierto didactismo en mis explicaciones y sermoneo en el poemario. Ya no puedo maridarme -menos amancebarme- con la belleza, imposible exclusivamente para mi generación machacada, aunque la haya rondado en ocasiones y la añore siempre. Acepto ambos reproches y cuantos se me imputen. Me los habría ahorrado callándome. Los riesgos que conllevan no se me escapan: debo aclarar más que fascinar o encantar. Ante la madre muerta el ingenio es insultante. Quiere decirse que hay valores primeros a más de primarios: la vida. Luego, como añadido de gracia, viene el arte. Para algunas generaciones no es posible escoger. Nosotros no hemos vivido en libertad, sino en necesidad, que es vivir como se puede.
Aspiro -y ni eso a veces- a más convivencia que pedestales. Y no dispongo de medio más mío que el poema para realizar mi empeño de llegar y hacer problema de sí a quienes busco.
No me resigno a suponer que todos son inferiores a mí. Cuando los otros no alcancen ni compartan mi confesión, el torpe seré yo, falto de padecimiento bastante para conseguir más luz a la ebullición existencial. Tampoco admito que la metáfora sea superior al concepto, el hermetismo a lo compartido, la esfinge al teorema, lo claro a lo confuso. Incluso renuncio a conmover a nadie, a encontrar audiencia, corroboración de lo mío en alguien. Al fin me consuelo creyendo que estos poemas dan cuenta de mi solidaridad y buen deseo para con el común de los hombres que padecieron y padecen por lo mismo que yo. Si más tuviese más daría. (Y no acudo a partidismos, ideologías y superficialidades de lo radical fundamentante. Quien ponga política es que quiere seguir imperando y responde rompiendo el espejo. Si estos poemas resultasen demagogia o panfleto yo sería un imbécil.)
Estoy en terreno metaestético. ¿De verdad la estética de hoy es la ética de mañana como se acuñó? Hay muchas estéticas que tras la máscara de la rebeldía formal y del experimentalismo son meras marginaciones, desprecio y reacción: insolidaridades cuando no cobardía o complicidad vestidas de pureza, impotencia afectiva e invertebración moral. ¿Quién no conoce rostros excesivamente rasurados para que no sean lampiñismo y deficiencia hormonal? Casi todos realizamos lo que no podemos dejar de hacer más allá de cómodos e irresponsables determinismos. No postulo decapitaciones de la experimentación artística, sin olvidar que lo experimental no es aún. Y que no todos los tiempos son uno. Y quien no responde al suyo se queda anacrónico o fantasmagórico.
En la poesía actual, para quebranto de lectores y alharaqueo de oscuros no profundos -los sin aclarar- se da por obra hecha lo todavía no configurado, como si el feto inicial no maduro fuese criatura. “Dícese del feto con figura humana que vive al menos veinticuatro horas, desprendido enteramente del seno materno.”) Tampoco es arte lo obvio repetitivo, ni regla la abolición de las reglas contrastadas.
Es imprescindible investigar para conseguir claves y recoger seguridades, por momentáneas que sean: la vida consiste en asentarse sobre una fluencia. Mas no emparejemos el color alocado con el cuadro expreso, la falta de oficio y formación con lo espontáneo, auténtico y genial: para hacer contracultura se precisa mucha cultura y pulcritud. Quienes hemos vivido bastante recordamos cómo pasaron ante nuestra puerta mascaradas sin rostro declarado dejando pequeñas polvaredas: rebaños, no ejércitos. (Oído a la copla: ... el mundo da muchas vueltas / y ayer se cayó una torre.) El arte es claridad o se queda en acertijo. Principalmente la poesía, no sólo su hermana la filosofía. El batiburrillo, en el caso más respetable, equivale a inmadurez, apresuramiento. Y no haber dado tiempo al tiempo. Y quien no tiene espera que renuncie a la esperanza. Debe padecer agonía el poeta, no el lector. Es verdad que no siempre merecemos la revelación -de haberla-. Por eso el poema es inviolable: sólo se entrega a la atención, otro nombre del amor. Tampoco ha de tenerse en cuenta a nadie al escribir o pensar, sino al rimado interior, a la voz que manda. En principio se escribe, se obra para aclararse y conseguir alguna certidumbre librándose de monstruos y fantasmas: para poner en acto la energía latente e identificarse: ser igual a sí.
Lo convencional se queda en capillismo y compadrazgo. No postulo una poesía pedagógica indigesta, patriotera o servil, sacristana de horrendas farsas, zarzuelera y de rataplán. Digo que en tanto no haya formación cultural suficiente -saber distinguir, valorar y tener respeto- estaremos al borde del enfrentamiento, de la reacción tribual, de lo nefelibata y subnormal. La gran revolución pendiente de España -y mi tarea, con mis medios, continúa doctrinas y conductas egregias próximas: Sanz del Río, Giner, Unamuno, Ortega, Machado, Américo Castro... - pondría al hombre de nuestro país en posesión de sí mismo, no a marcar el paso en semoviente secuacidad o griterío para asustar corazones pusilánimes que confunden la ópera con la Historia. No halagar al pueblo, demagogia para su degradación y servilismo. Hay que libertarle de ignominiosas ignorancias manipuladas, de cegueras para lo sensitivo y conceptual: la mano, el lenguaje racional -la lectura- y el amor -no esclavizado en sexo- diferencian al hombre de la bestia.
La materia prima no trabajada se queda inoperante. Nacemos con la ignorancia, pecado original. Y de nada sirven declaraciones y platonismos, incluso leyes -precisas, claro- si no son obra continua y reglada: consciente y amorosa. He nacido en el pueblo y soy pueblo. Por eso no puedo engañarle y sí morir con él. Y conozco las tretas utilizadas para alcoholizarle mediante grandilocuencias y patrioterías. Si no se prepara seriamente, desde el primer escalón escolar, supera el hambre y la ignorancia, estará alienado permanentemente, será objeto, no persona. Esa es la cuestión de las cuestiones.
De otro modo -nunca se insistirá bastante- grupúsculos y cenáculos -elitismos y minorías selectas egoístas- seguirán cantando crípticamente sobre las espaldas de mis hermanos -sobre las de mi sangre-, escándalo permitido por impreparación. Cuando miro en torno y veo más allá de las formas y de los sonidos, me aterro. Siempre será factible, mientras no haya una seria y honesta justicia mental, la brutalidad tecnificada, la cosificación de lo humano, la presión armada irresistible a fin de que la posibilidad no consiga su perfección. Incluso muchos utopistas destructivos, demoledores sin opción, instalados en sus sueños y en sus comodidades ayudan a los esclavistas, a los tratantes en hombres. ¿Cómo los más -si fuesen iguales- iban a permitir que los menos se impusieran, les sacasen el individuo poniendo en su lugar al siervo? Unos pocos lo tienen todo y casi todos carecen de algo. Aún no sabemos morir, todavía no conocemos todos para que haya felicidad, el asunto más atañedero detrás de tanta desazón, palabrería y darle vueltas, ajetreo y no caminar.
Posiblemente no sea capaz de defender en público con teorías y doctrinas válidas para mis oponentes lo que practico. Cuando me encaro conmigo en mi soledad, sin dejaciones o tentado por pequeñeces propaganderas, sin la presión en monopolio afirmo lo que hago. Sirvo así mejor que adulando personas, instituciones o corrientes doctrinarias y estéticas al margen de la calle y del dolor. Y no por superioridad y menosprecio ajeno, por depositario de la verdad -sé que ignoro, mas el rojo de mis heridas es sangre, no colorete o caracterización tramposa-. Hago lo que se me alcanza y reputo más estable y convocante, más compañero. Estoy con la persona, con las personas que se distinguen con nombre y apellidos más que con la escolástica y la abstracción. Milito más en la vida que en el arte, que además de largo respecto a la brevedad de aquélla, no importa a la terrible hora de la muerte. ¿Luego la vida puede ser mejor sin arte? Afirmo un sistema urgente de prioridades: sin vida no hay arte. Y es patente que no nos estamos jugando el arte, sino la vida en esta España que no tendrá solución duradera mientras cada español no sea dueño de sí en lugar de eterno menor de edad tutelado suciamente por administradores capaces de matar y absolverse. Y sólo el pensamiento permanece y dura, únicamente es libre el que sabe y puede, quien elige de modo racional, sin confusión ni miedo. Y dirá la última palabra, justa y grave palabra. Si no viviese tal fe -y muy razonada-, hace mucho que no alentaría, harto de tanta enloquecedora apariencia, mentira y selvatisrno, aburrido de incapacidad, roto de hablar a paredes, sin encontrar salida.
¿Se advierte manía persecutoria en estos poemas? ¿Cobardía, asco? (“La conciencia nos hace cobardes”, estremece la lucidez shakesperiana y explica el triunfo de la sangre joven y bárbara, inicial Historia.) Me gustaría más que estuvieseis ante un caso de maniaco, patología a disolverse en el tiempo.
Quienes hayan vivido conscientes y marginados mis años de España en continua sospecha, podrán opinar con derecho y verdad. Mis poemas son, al menos, catálogo de injurias, temores y humillaciones a la criatura hispana ante la imposibilidad de reacción de los sufrientes, que debían allegar los medios para su tortura. (El maniatado que no se defiende no es capón.)
¿Qué me manifiesto parcial y tomo posiciones? Repito que soy pueblo soyugado y no voy contra mis orígenes, me conduelo con los otros míos. Mas no predico oscuros resentimientos y revanchas. Publico razón y amor. Juzgo -más bien manifiesto- por haber sido juzgado. No me salvé de la ignorancia de mis gentes para unirme a los depredadores y aprovecharme de sus cegueras. Proclamo que como yo -y en más alta medida-, aunque azarosamente, el resto podía haber llegado a más conocimiento y felicidad. Y a mayor seguridad para todos. El pueblo nunca ataca: se defiende. No entenderá la Historia y su mandato quien no distinga con pulcritud moral la diferencia entre legítima defensa y homicidio, entre cruzadas y genocidios. La cultura hace más barata y gozosa la vida -¡quinientos mil millones de dólares quemados en la guerra del Vietnam, sin contar las muertes, que no se reponen “en una noche de amor en París”!-. El saber posibilita la convivencia a más de procurar satisfacciones gratuitas comunales de superior gálibo y equidad. Y el vino es más barato que la sangre. Y la alegría que el llanto. Y las canciones que el luto.
La necesidad y la ignorancia son los verdaderos peligros -en grado próximo el bruto armado-, impedidos con justicia igualatoria, no con uniformidad: cada uno igual a sí. El libre, quien conoce y pondera, no puede escoger lo peor. Libertad sin cultura es imposible, caos y desorden provocados, coartada para todas las represiones, para que los pillos supriman la libertad y degraden al hombre a coro y anonimato.
Espero probar, a quienes me lean con ojos limpios y corazón sin rabia, que amo a España porque creo en sus hombres -empezando por mí- tan combatidos por contradicciones. Por lo mismo no me he expatriado -no pude, en su momento-, ni autodestruido, y no por falta de motivos a ratos. Corno dijo un grandísimo español a principios de siglo, cuando eran razonables la desilusión y la cansera: “Amemos a la Patria aunque no sea más que por sus desgracias” y se puso a trabajar.
Madrid, enero 1978.