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28 de abril de 2008

Editorial del primer número de Hoz y Martillo

El día 8 de enero de 1937 se publicaba el primer número de Hoz y Martillo, el órgano del Comité Provincial del Partido Comunista de España en la provincia de Guadalajara. El carácter minoritario de los comunistas en tierras alcarreñas, a pesar de su creciente influencia en la Unión General de Trabajadores (UGT), había impedido al PCE tener su propio órgano de prensa hasta ese momento, a pesar de que su Secretario Provincial, Vicente Relaño, colaboraba en otros periódicos de la izquierda política desde años tras. En su primer editorial, carta de presentación del nuevo semanario, insiste en el proceso de militarización del ejército, centralización de la dirección política y liberalización de la economía, en abierta oposición a las colectivizaciones anarcosindicalistas, una línea de enfrentamiento con la CNT que le arrastra a pedir la depuración de las organizaciones obreras y el respeto para los campesinos católicos.

Nuestro Comité Central ha hecho público, recientemente, un magnífico manifiesto, cuya mejor glosa ha sido el aplauso unánime de toda la opinión antifascista. Nuestro órgano central, Mundo Obrero, en sus ediciones diarias, plantea la justa situación de la guerra y sus relaciones, orientando al pueblo en armas y ligando, cabalmente, la retaguardia con los frentes. Nuestros Comités Provinciales, nuestros Radios locales, nuestras células, toda la armadura de nuestro Partido, rebosante de sustantiva vitalidad, se moviliza ardorosamente hacia un solo fin: ganar la guerra. Cientos de militantes comunistas han dado ya su vida a la causa antifascista y cientos de militantes comunistas forman hoy legiones de combatientes abnegados, disciplinados, conscientes, dando con su ejemplo al nuevo Ejército Popular el aglutinante preciso, necesario para soldarle en moldes de homogeneidad eficiente. Lo decimos con orgullo, sin jactancia, con las pretensiones derivadas exclusivamente de nuestro deseo, de la obsesión de vencer al fascismo. De arriba abajo y de abajo a arriba, nuestro Partido, que es un Partido de clase, que tiene sus formas y sus modos peculiares, que constituye la vanguardia organizada del proletariado, ha sido, en las palabras y en los hechos, el más decidido defensor de la democracia, el más firme puntal del Frente Popular, sincero defensor de las libertades del pueblo. Su lealtad, su sacrificio, su desinterés, todo el torrente de sus esencias vertidas para obtener la victoria sobre el esqueleto de la España muerta le han granjeado las simpatías generales del pueblo y el respeto y la admiración de todas las organizaciones que forman el Frente Popular.
Para continuar esta tradición gloriosa de nuestro Partido, cuajada en la conciencia popular, aparece Hoz y Martillo. Para gritar la verdad y clavarla, como un jalón de conquista, en cada parapeto, en cada Batallón, en cada pueblo, en cada finca, en cada Sindicato, allí donde late el espíritu de la nueva España, y donde el crimen y la barbarie han hecho del coraje un deber, y del odio una afirmación. Para decir al Miliciano, al Soldado de la República popular que el mundo trabajador pende de su fusil, y que multiplique, con rabia, su heroísmo disciplinado; y a los mandos que, de nuestra parte, trabajaremos incansablemente por perfeccionar, aún más, el Ejercito de la República. Para acabar con el sectarismo en el campo. Cientos y cientos de pequeños campesinos y arrendatarios todavía no han comprendido que el fascismo es su enemigo mortal, y que nosotros, los antifascistas, llevamos en nuestros banderines de combate el emblema de la libertad. Hay que marcar a los Sindicatos sus obligaciones y sus tareas, extirpando los mezquinos odios rurales. Que sepan que no puede atropellarse al pequeño campesino, aunque se llame católico, aunque votase a las derechas: que no puede desahuciarse al colono por las mismas causas en nombre de una colectividad que empieza no siéndolo. Los Sindicatos –también- deben ser los mejores propagandistas y estimulantes de la producción. Hay que recoger toda la oliva para ganar la guerra. Hay que sembrar todo el terreno para ganar la guerra. Hay que carbonear para la guerra. Todos nuestros esfuerzos, todos nuestros entusiasmos, todos nuestros pensamientos hacia un solo fin, con un solo objetivo obsesionante: ganar la guerra, acabar con el fascismo, liberar a los oprimidos, reconquistar la democracia para el mundo.
Para eso, y para más, sale Hoz y Martillo. Para desenmascarar a cuantos olviden sus deberes de antifascistas. Para impedir que la incorporación del campesinado a las corrientes liberadoras de esta guerra suponga la entrega descarada de la dirección política en los pueblos, en las aldeas a lo mas podrido, a los caciques tradicionales del romanonismo y de la reacción. Para pedir la depuración honrada de todas las organizaciones. Para dar justamente un sentido de unidad y de acción dentro de la lógica antifascista a todas las masas populares, acabando con toda idea o atisbo de competencia perjudicial.
Y también afirmando toda responsabilidad para robustecer la autoridad del Gobierno del Frente Popular. Nadie, ni organizaciones ni individuos, pueden salirse de la órbita de la autoridad gubernamental. Un solo mando, una sola dirección. Un solo criterio dentro de la democracia del Frente Popular.
Para luchar por todo esto aparece Hoz y Martillo, órgano del Partido Comunista en Guadalajara y su provincia, siguiendo la flecha certera de nuestro Partido, clavada mortalmente en el corazón del fascismo. Con una retaguardia organizada, preparada, ligada a la guerra y con un frente de lucha como el nuestro, valiente, disciplinado, consciente, derrotaremos al fascismo, haciéndole morder el polvo de nuestras sierras y pinares. Sobre pirámides de muertos traidores, de terratenientes, de extranjeros, de usureros, de caciques y curas renegridos clavaremos, a golpe de puño, la bandera de nuestra victoria, la victoria de la democracia popular sobre la tiranía criminal del fascismo.
Camaradas del frente, Hoz y Martillo, el primer semanario comunista que sale a la publicidad en nuestra provincia como órgano de expresión directa del Partido, nace en un periodo de guerra que ilumina ante el mundo el extraordinario heroísmo de nuestras grandes masas populares movilizadas. Este es su destino más honroso ahora: aparecer en plena lucha revolucionaria del pueblo contra el fascismo invasor de nuestro país y en defensa de las libertades proletarias. Vosotros, fusil al brazo y en el corazón de luchadores la fe comunista, estáis siendo los forjadores del futuro social del pueblo productor; sois lo más abnegado de este propio pueblo productor. La España trabajadora se siente confiada y fortalecida en vuestros sacrificios mismos, precursores de la gran victoria antifascista.
Hoz y Martillo, vuestro periódico comunista de la provincia, os envía, al frente, el aliento combativo de su dedicatoria más fraternal. Ayudadnos a colaborar, también, en nuestra entusiasta aspiración.
Salud, camaradas.

26 de abril de 2008

De la capacidad política de las clases jornaleras

El 20 de junio de 1868, y en su exilio de París, Francisco Pi y Margall ponía punto final a su prólogo de la primera edición española del libro De la capacidad política de las clases jornaleras, de Pierre Joseph Proudhon, que también había traducido. Más conocido en ediciones posteriores por La capacidad política de la clase obrera, ésta sólo fue una de las obras del teórico anarquista francés que el padre del republicanismo federal hispano tradujo durante esos años: El principio federativo, Filosofía popular, Filosofía del progreso... volúmenes publicados por la Librería Durán de Madrid que sirvieron de orientación a muchos trabajadores inquietos en unos tiempos turbulentos. De este modo, el ideario libertario se introdujo en España de la mano del republicanismo federal más avanzado, una estrecha relación que produjo abundantes frutos. Reproducimos el prólogo de Pi y Margall para esta última obra de Proudhon, que fue editada en España solo tres años después de ver la luz en Francia.

Para todo el que sigue atentamente, así los pequeños como los grandes sucesos, Europa entraña una de las más importantes revoluciones que haya consignado la historia. Esa inmensa y confusa plebe, que á principios del siglo se presentaba aún incoherente y se resignaba dócil y sumisa á su suerte, está hoy contándose en todos los pueblos cultos, organizándose acá á la luz, allá en secreto, dándose la mano del uno al otro extremo del continente, prorrumpiendo hoy en amargas quejas, formulando mañana aspiraciones ayer incoloras y vagas, sentando al otro día principios y doctrinas que pugnan con leyes seculares é ideas tenidas hasta aquí por de absoluta certidumbre, y dando, por fin, de vez en cuando, señales evidentes de su impaciencia y de su fuerza, ya en coaliciones imponentes, ya en desórdenes que llenan de sangre y luto las ciudades. No es ya una vil multitud, sino una clase, un organismo que se siente y se conoce, un nuevo Estado, un nuevo poder que se levanta del fondo de las sociedades, y amenaza absorberlo y devorarlo todo. Un tiempo esclava, después sierva, hoy proletaria, se muestra decidida á romper sus últimas ataduras, y á conquistar, apoyada á la vez en el derecho y la fuerza, la libertad social y la libertad política. Barreré, dice, una organización basada en el privilegio y el egoísmo, y pondré á los hombres todos bajo el nivel de la justicia; restableceré la moral en las conciencias, y arrojaré la luz del derecho sobre la economía pública.
Mas ¿dónde, tal vez se me pregunte, notáis ese gran movimiento de la clase jornalera?, ¿de qué luchas habláis?, ¿dónde está ese cuerpo de doctrina? Reina en casi toda Europa, no sólo el orden, sino también un silencio profundo; la revolución está casi en todas partes amedrentada y confusa. La clase jornalera, no creo que lo haya olvidado nadie, el año 1848 entró por primera vez compacta y armada en el teatro de la vida política. Un año después, presentaba ya en Paris al poder constituido la más terrible y sangrienta batalla que haya podido darse jamás en el recinto de ciudad alguna. Fue derrotada; pero no por eso abjuró sus opiniones ni renunció á sus secretos deseos. Harto hubo de comprenderlo su mismo vencedor, cuando caliente aún la sangre en su espada, se dirigió al Instituto de Francia diciendo, que vencida la revolución en las calles, faltaba vencerla en las cabezas.
Por grande y señalada victoria tuvieron entonces, aun los demócratas, la obtenida en las jornadas de Junio; pero, han debido confesarlo más tarde, al paso que dejó en pié la cuestión, precipitó la caída de la República é hizo posible el segundo Imperio. Como César había buscado la dictadura en la descontenta y tantas veces humillada plebe de Roma, Napoleón III, al tratar de recoger de entre el polvo de Waterloo la corona de su tío, desarmó á la descontenta y humillada clase jornalera de Francia, ofreciéndose á levantarla y protegerla, y empezando por devolverle la entrada en los comicios. La clase jornalera ha conservado así su cohesión y su fuerza bajo Napoleón III. Ha debido enmudecer como las demás por no turbar con sus palabras los sueños del déspota; pero se ha visto sin tregua respetada, acariciada, alimentada y servida á la vez por la bolsa del emperador y las arcas del Tesoro. Para ella se ha reconstruido París y se han emprendido obras gigantescas; para ella en gran parte se ha levantado uno tras otro empréstitos.
La clase jornalera no se ha resignado, con todo, á vivir de la limosna de los Césares. Creyendo un día ver en las sociedades cooperativas el término de su servidumbre, las abrazó con ardor, rechazando para fundarlas el apoyo de los poderosos; y no bien pareció renacer la libertad en Francia, cuando dijo en un manifiesto célebre, origen del presente libro, que quería vivir, no de la caridad, sino de la justicia: palabras que ha repetido luego cien veces, no sólo en Francia, sino también en otras naciones. ¡Con qué vigor no ha reanudado por otra parte su lucha con el capital, apenas se le ha concedido la facultad de coligarse! En solemnes y numerosas asambleas, que no han tardado en llevar el temor y la alarma al corazón del Imperio, ha dejado ver entonces que, depuestas vanas preocupaciones de nacionalidad y de raza, no vacila en hacer causa común con los jornaleros de los demás pueblos para sostener el combate y asegurar su triunfo. Ha firmado con entusiasmo un pacto de alianza con los de Inglaterra, que antes miraba con odio, y recibido con salvas de aplausos la protección que le ofrecían los de Berlín, precisamente cuando más enconados parecían estar unos contra otros, prusianos y franceses.
En Inglaterra, la clase jornalera se presenta aún más compacta y activa. No ha dado aún batallas como la de Junio; pero ¿quién duda ya de que podría darlas? Veíasela antes confundida con las demás clases, que la llevaban como á remolque; hoy marcha sola y á la cabeza del movimiento. Pone atrevidamente la mano en todas las cuestiones, é inclina de su lado la balanza. Paseaba hace poco por todo el reino el pendón de la Reforma; protestaba ayer enérgicamente contra la ejecución de los fenianos; apoya hoy la separación de la Iglesia y del Estado: la Reforma es un hecho, los fenianos apenas espiran ya en los cadalsos, Irlanda va á verse libre de la tiranía religiosa. Para sus luchas contra el capital, ¿con qué elementos no cuenta además esa poderosa clase? Tiene millones de obreros que obedecen á una consigna, una red de sociedades que se extiende por toda la monarquía, hombres de entendimiento y nervio que la dirigen, el apoyo del fenianismo, una junta internacional que lleva su idea y su acción á todos los ámbitos de Europa. ¿Sería tan de extrañar que empezase en Inglaterra la gran revolución que presiento?
La clase jornalera de Bélgica, de Alemania, de Suiza, de Italia sigue el impulso. La liga se generaliza, los vínculos se estrechan, los trabajos no paran, los efectos se dejan de improviso sentir en todas partes. No hace mucho que Charleroi en Bélgica, Ginebra en Suiza, Bolonia en Italia, fueron casi á la vez teatro de unos mismos desórdenes. Ha intentado Schulze-Delitzsch, en Prusia, detener el movimiento por medio de sus bancos populares, tan celebrados como mal comprendidos; pero Lasalle, arrancándole el antifaz con que se encubría, ha logrado, antes de su temprana muerte, comunicar á los jornaleros tal ímpetu y tal fuerza, que hoy cuentan ya con representantes en la Cámara de la Alemania del Norte.
Es grande, es vigorosa, es rápida la marcha ascendente de la clase jornalera. ¡Y qué!, ¿camina acaso á ciegas?, ¿ignora acaso que para su triunfo necesita estar armada de una idea y conocer los medios de realizarla? Celebra anualmente congresos europeos, en que discute con calma las más arduas cuestiones sociales. Sin el tumulto, sin el escándalo de otros congresos, somete allí á juicio la asociación, el trabajo, el capital, la propiedad, el crédito, las relaciones de la economía con la moral y la política. Se pretende en vano detenerla, hoy en las coaliciones, mañana en las sociedades cooperativas; las toma como punto de parada y prosigue su camino. No tiene todavía un dogma, pero sí un principio: cree violada la justicia en todo contrato donde no sean recíprocos los deberes y los derechos, y quiere que se establezca esa reciprocidad en todas las relaciones humanas.
Al desarrollo de este principio está consagrado el presente libro, y de aquí que nos hayamos decidido á traducirlo. La revolución de que hablamos es á nuestros ojos lógica, y por consecuencia inevitable: conviene, no combatirla, sino encauzarla. Será terrible si estalla cuando la clase jornalera no haya determinado aún las aplicaciones de su principio; no, si sobreviene cuando estén ya indicadas hasta las leyes escritas que deben ser objeto de reforma, y las alteraciones que en ellas hayan de hacerse. Las revoluciones que no saben á dónde van, esas son las peligrosas. Aptas para destruir, no aciertan á edificar, y sumergen las sociedades en la anarquía y el caos. Después de todo, ni á destruir alcanzan; porque, como decía Dantón, no se destruye sino lo que se reemplaza.
No baja aún el presente libro á todas las aplicaciones de que el principio es susceptible; pero determina muchas, y hasta demuestra la posibilidad de hacerlas sin lastimar intereses legítimos. Intereses legítimos, digo, porque no lo son los creados á la sombra del monopolio, bajo la égida de privilegios absurdos. La clase media, después de haber justamente destruido el feudalismo militar, ha constituido á sabiendas, ó sin saberlo, otro de peor género, que explota á los pecheros de hoy y los hidalgos de ayer, sin creerse nunca obligado á protegerlos ni á defenderlos. Este feudalismo ha de caer, como cayó el de la Edad Media; estos privilegios desaparecerán, como desaparecieron los derechos señoriales. Pero es evidente que no cabe confundir en el mismo anatema los intereses creados á la sombra de las leyes que vienen rigiendo la propiedad y el trabajo. Se regenera el derecho modificándole, no violándole; y la revolución que empezara por destruirlos, labraría con sus propias manos su sepulcro. La misma clase media supo hacer esta diferencia. Desamayorazgó los bienes de los antiguos barones, no intentó nunca usurparlos; abolió los derechos del señor, no los del propietario. Proudhon manifiesta que puede hacer otro tanto la clase jornalera sin faltar á su objeto, y esto añade importancia al libro.
Mas ese libro, se me dirá, sí puede ser de alguna utilidad en Francia, en Inglaterra, en Alemania; no en España, donde la clase jornalera dista de participar de la agitación ni de las aspiraciones de la de otros pueblos. Fomenta, además, la guerra social, en vez de procurar el triunfo de la revolución política; despierta, ó por lo menos aviva las rivalidades de clase, cuando todo debería conspirar á debilitarlas y apagarlas. Habla, por fin, del principio de la reciprocidad y de sus aplicaciones, como si no hubiera nunca existido, cuando es innegable que constituye hoy mismo la base del derecho, cargos todos á que no puede menos de contestar en este prólogo.
Parece verdaderamente imposible la facilidad con que se olvidan los más graves sucesos. Antes de los del año de 1854, la clase jornalera estaba organizada en Cataluña, como no lo había estado la de ningún otro pueblo de Europa. Las artes y los oficios todos, asociados cada uno de por sí, obedecían á un centro común, cuyas palabras bastaban para que, en un momento dado, los obreros de toda una provincia abandonasen los talleres, y derramándose por las calles, llevasen á todos los ánimos la consternación y la alarma. Testigos las dos formidables manifestaciones de 1854 y 1855, que afectaron al mismo Gobierno y produjeron una honda y general sensación en el reino. La sensación fue tal, que el Gobierno y las Cortes Constituyentes se creyeron obligados á legislar sobre las sociedades jornaleras y establecer una jurisdicción especial para las cuestiones de salarios. La clase jornalera de Cataluña nombró desde luego una comisión, que pasó á exponer sus quejas y sus deseos ante la de las Cortes.
Aquellas mismas Cortes recibieron en 1855 un memorial donde se les pedía la libertad de asociación en términos absolutos. Firmábanlo nada menos que 3.1.000 trabajadores de distintas provincias, entre ellos miles de jornaleros del campo. El bracero agrícola no manifestaba menos impaciencia que el fabril por sacudir el yugo del propietario.
Ejercióse después una gran presión sobre unos y otros, y se les redujo al silencio; pero ¿cabe por esto abrigar la ilusión de que se hayan resignado á su suerte? Los incendios de Castilla, los sucesos de Arahal y Utrera, la tan fugaz como imponente sublevación de Loja, los recientes disturbios de Andalucía, las coaliciones que acá y acullá surgen de vez en cuando, no son sino llamaradas del fuego interior que los trabaja. ¡Ah! A la primera ocasión que se les ofrezca, se desbordarán como un torrente por toda la haz de la Península.
En España, la clase jornalera, lejos de poder esperar que siga aislada en medio del movimiento europeo, es más de temer en sus arranques que la de otros pueblos, por venir en ella más íntimamente enlazadas la cuestión de la propiedad y la del trabajo. Propúsose no hace muchos años el duque de Osuna dividir sus vastos y numerosos cortijos de Andalucía, y repartirlos á título de arrendamiento entre los braceros destinados á su cultivo. Los braceros no tardaron en pedirle que se los diera á censo. Anticipáronse de mucho á Stuart-Mill, que acaba de proponer la misma reforma para mejorar la suerte de los infelices colonos de Irlanda.
Y ¿se pretendería que el libro de Proudhon no es útil en España? Es de todo punto inexacto que venga á retardar el triunfo de la revolución política. No hay revoluciones meramente políticas sino en la apariencia; en el fondo son todas sociales. Son todas, inútil es ocultarlo, luchas de clase á clase. ¿Qué fue esa larga serie de discordias civiles que agitaron la república de Roma, sino un combate incesante entre el patriciado y la plebe? No buscaba la plebe como fin, sino como medio, los derechos políticos. Porque no consentía el Senado en condonarle sus deudas personales, se retiró al Monte-Sacro y le impuso desde allí sus tribunos. Parapetada luego detrás de esos magistrados, pidió una y otra vez la distribución de las tierras de conquista y el reparto del ager publicus. Elevarse al conocimiento de las fórmulas del derecho, al matrimonio, á la propiedad, á las primeras magistraturas, al patriciado, por fin, fue el constante objeto de la plebe. Cuando desesperó de alcanzarlo por los tribunos, se echó en brazos de los dictadores.
No presenta otro carácter la revolución moderna. La de Francia de 1789 no fue sino la crisis de la lucha entablada desde el siglo XII contra el feudalismo. ¿Fue tampoco esa lucha más que un combate incesante entre la nobleza militar y la clase media? La clase media, para dominar á su antagonista, no vaciló de pronto en aliarse con los reyes, aun á riesgo de caer, como cayó más tarde, bajo el más insolente despotismo. Oprimida después, vejada é insultada por esa misma aristocracia, que había terminado por transigir y hacer causa común con la Corona, se alzó, y llena de cólera decapitó á los reyes. ¿Se limitó tampoco á conquistar los derechos políticos? Despojó á la nobleza de sus privilegios, y le quitó con las vinculaciones la base de su fuerza; y deseosa de armarse del poder que ha dado en todos tiempos la propiedad, expropió á la Iglesia. Los derechos políticos han sido para ella secundarios, después como antes de su triunfo. Cuando ha creído ver en peligro su posición social, se ha abrazado también á todos los tiranos.
Toca ahora su vez á la clase jornalera. Como la clase media no pudo avenirse al yugo de la aristocracia, no puede hoy avenirse aquella al de la clase media. ¿Es culpa de Proudhon ni de nadie que así estén las cosas?, ¿que, á pesar de los esfuerzos por conciliar las dos clases, el antagonismo subsista y conduzca á la guerra? Proudhon parte del hecho existente, á todas luces innegable, y trata, ya que no puede impedir la lucha, de encaminarla y dirigirla. ¿Cómo, repito, no ha de ser útil el conocimiento de su libro?
Vengamos al principio que Proudhon desarrolla. Principio más universalmente aceptado puede difícilmente concebirse. Se le encuentra en casi todas las religiones y en casi todas las teorías filosóficas. Sus formas son infinitas, su fondo el mismo. Haz para tu prójimo lo que para ti quieres, respetad la dignidad ajena y tendréis derecho á hacer respetar la vuestra, esas y otras muchas máximas fundamentales de diversos sistemas de moral, no son al fin más que distintas traducciones de este principio.
Pero este precepto, como ha hecho observar el mismo Proudhon, apenas si ha entrado en el dominio de la ley escrita. Importa poco que, entre los preceptos primordiales del derecho, figure desde remotos siglos la de jus suum cuique tribuere, dar á cada uno lo suyo. Importa poco que esta regla haya venido á formar parte de la definición misma de la justicia. Justitia est constans ac perpetua voluntas jus suum cuique tribuendi, ó, como dicen nuestras Partidas: Justicia es raigada virtud que dura siempre en los corazones de los hombres é da é comparte á cada uno su derecho. El legislador ha debido pasar luego á determinar cuál es el derecho de cada uno, y aquí es donde se ha faltado al precepto, dejando de establecer una perfecta reciprocidad entre los hombres.
¿Ni cómo podría ser de otra manera? Los códigos han debido reflejar, y han reflejado efectivamente, en todas las épocas de la historia, esos antagonismos de clase á clase de que hace poco hablábamos. Sin contar que los esclavos estaban por la ley romana fuera del derecho, y considerados al par de cosas, hubo por mucho tiempo en Roma una justicia para los nobles y otra para los plebeyos, un derecho quiritario y otro bonitario. Más tarde, cuando la plebe empezaba á imponerse al patriciado, vino el derecho pretorio á suavizar y corregir las iniquidades que de esta diferencia resultaban; pero, no desaparecieron del todo, ni aun cuando el imperio y el cristianismo hubieron cercado las dos clases.
¿Qué no podría decir ahora de las leyes de los bárbaros, leyes que llevaban la distinción jerárquica al extremo de castigar al homicida con muy distintas penas, según la clase, la raza á que pertenecía la víctima? ¿Qué de las leyes feudales, por las que el hombre de la plebe formaba parte de la tierra que fecundaba con el sudor de su frente, y era con ella objeto de donación y de venta? Pero no es mi ánimo referirme á tiempos que ya pasaron. Ni aún hoy existe en el derecho esa reciprocidad de que se trata. Tomaré por ejemplo la propiedad, y verá el lector si es ó no cierto.
En todas las naciones, está hoy una gran parte de la tierra en manos de propietarios que no la cultivan y tendrían hasta á mengua cultivarla. Sin el trabajo del hombre, la tierra es un valor muerto: la dan esos propietarios á labradores expertos, para que la hagan productiva. Recíbela de ordinario el labrador á titulo de arrendamiento; y si bien hace suyos los frutos, es bajo la condición de pagar anualmente al propietario una cantidad alzada, que reduce no poco sus beneficios. Ha de satisfacer el arrendatario esa cantidad, que sea buena que sea mala la cosecha, y sólo queda por nuestras leyes libre de entregarla cuando calamidades extraordinarias, tales como guerras, avenidas, granizo, le destruyan por completo los frutos. En cambio, por un favor especial de la naturaleza viniese algún año a recoger una cosecha doble de la ordinaria, debería doblar la renta.
El labrador es aquí el que trabaja, el que convierte la tierra de valor muerto en valor vivo, é impide que degenere de valor vivo en valor muerto: suyo es todo el afán, y no, sin embargo, suyo todo el provecho. ¿Qué digo? De ese provecho, lo más es para el propietario; para el colono, lo menos. Para él, es casi siempre eventual; para el propietario casi siempre cierto. ¿Dónde está aquí la reciprocidad?, ¿dónde la justicia?
El colono, mero poseedor natural y temporal de la tierra, no basta que pague la renta; es preciso que cuide la finca, como un diligente padre de familia, que no la deje caer en deterioro, que reponga la cepa que muere y el árbol que abate el viento, que abone el campo, que haga continuos gastos. El propietario, en cambio, no está obligado sino á reparar los daños que no haya podido evitar el colono é impidan el uso de la finca arrendada. ¿Hay aquí tampoco la reciprocidad debida?
Funda el propietario su derecho en el dominio que sobre la tierra tiene. Mas ese dominio, para ser justo, debe tener una causa justa. ¿Cuál es esa causa? Convienese hoy casi generalmente en que es el trabajo. Tierras yermas que á nadie pertenecían, se dice, han sido un día descuajadas por hombres activos que las redujeron á cultivo. Han creado esos hombres un verdadero valor, y las han hecho suyas. Pasemos en hora buena porque la tierra haya podido ser en algún tiempo res vere nullius, y porque dar valor á las cosas baste para hacerlas propias, aun tratándose de las que como la tierra, son de absoluta necesidad para la vida de la especie humana. ¿Cómo el trabajo de uno, de diez, de veinte, de treinta años, ha bastado para transferir á unos hombres el dominio de la tierra, y no basta hoy el de siglos para transferirla á una familia de colonos? ¿Cómo, si la tierra no es un valor, sino mientras se la continúa trabajando, hombres que han dejado de trabajarla ya, siguen siendo sus dueños?
Aquí el colono trabaja y paga; y es obvio que si el trabajo es causa de la propiedad, eso que paga no puede ser sino el precio de las labores hechas anteriormente. Ese trabajo constituye un valor definido: ¿cómo se concibe que el colono no sólo no llegue nunca á hacer suya la tierra que labra, sino también que haya de pagar indefinidamente, por los siglos de los siglos, una renta al propietario? ¿Es esto reciprocidad?, ¿es esto justicia?
No entraré ahora en las tristes consecuencias que de aquí nacen para la agricultura y el bienestar general de las naciones. La falta de reciprocidad es evidente, y esto basta á mi propósito. ¿Sería tan difícil corregirla? Sin que lleguen a consolidarse la posesión y el dominio, tenemos dentro del mismo derecho actual contratos más equitativos que el arrendamiento: la aparcería y el censo. Se va hoy, por otra parte, generalizando en el préstamo de numerario, que tantas y tan íntimas relaciones tiene con el hecho de desprendernos de la tierra para que otros la cultiven, el sistema de amortización del capital, que suaviza en mucho el rigor de los antiguos préstamos. Sin lastimar en nada los intereses, ni violar el derecho de los propietarios, ¿cómo no se había de poder llegar, por cualquiera de esos caminos, á la reciprocidad que se desea?
Todo libro que á esto tienda es hoy de un interés inmenso. No, no es posible que nos arrepintamos nunca de haber publicado La capacidad política de las clases jornaleras.

24 de abril de 2008

Crónica negra del caciquismo en Guadalajara

Caricatura del conde de Romanones, 1907 (Archivo La Alcarria Obrera)

Los partidos políticos republicanos gozaron de un amplio apoyo en la provincia de Guadalajara durante la Restauración. En el distrito de Sigüenza el republicano posibilista Bruno Pascual Ruilópez obtuvo el triunfo electoral en dos convocatorias, en el Señorío de Molina el republicano progresista Calixto Rodríguez ganó el escaño al Congreso en repetidas ocasiones y en la capital provincial los republicanos federales tuvieron amplia representación municipal, llegando a ocupar Manuel Diges la alcaldía. Una actividad política que se veía acompañada por la publicación de una prensa afín, de la que sobresale el semanario El Republicano, del que apenas nos ha llegado una docena de números. En el correspondiente al 5 de octubre de 1902 se publicaba este artículo escrito por Antonio Rodríguez, vecino de la localidad alcarreña de Pareja, en el que critica el caciquismo del conde de Romanones, una tupida red clientelar que acabó condenando a los republicanos al ostracismo político.

En el inmediato pueblo de Casasana se cometió ayer un horroroso crimen, matando al vecino del mismo Valentín Cervigón, perteneciente á una de las familias principales, por un hijo de Mamerto González (a) Melilla, quien le disparó un tiro de perdigones á boca de jarro, penetrando los proyectiles en el hipocondrio izquierdo, causándole la muerte a la hora u hora y media del hecho. Según se dice, en este acontecimiento funesto tomaron parte el padre y sus dos hijos. El interfecto deja esposa y tres niños pequeños, el mayor de siete años. Esta mañana salieron los delincuentes para la cárcel del partido de Sacedón, conducidos por la Guardia Civil.
Apena y contrista el ánimo de modo verdaderamente desconsolador la frecuencia con que estos hechos se repiten en esta provincia, colocándonos en primer lugar en cuanto a criminalidad se refiere.
Causa espanto los datos que el ilustre señor Fiscal de esta Audiencia facilita al del Tribunal Supremo, donde se consignan que en los dos cuatrimestres del presente año se verán treinta causas criminales, contándose entre ellas ¡¡¡veintiuna por homicidio!!!
Pueblo donde esto sucede no merece el nombre de civilizado. Esto es un aduar, una ranchería de cafres, cualquier cosa menos pueblo culto. Es una gran vergüenza, un gran desprestigio que daremos lugar con ello a que cuando de criminalidad se trate, se diga “que esto no pasa ni en la provincia de Guadalajara”.
Mas si meditamos un poco, si pensamos en la frecuencia y repetición de estos hechos, habrá que suponer algo que los origina, y como no puede haber efecto sin causa, lícito nos será pensar que ese algo existe. ¿Cuál sea este? En mi concepto son varias las causas, pero una sobre todo la considero como la primordial, la verdaderamente responsable de este estado de cosas: me refiero a esa llaga, más que llaga cáncer que nos corroe hasta los huesos, cáncer que envenena y trastorna nuestra hacienda municipal, convirtiendo nuestros presupuestos en merienda de negros y prebenda de parientes y contertulios; cáncer que autoriza y patrocina toda clase de desmanes y desafueros, al prevaricador, al asesino, al que burla y falta a la ley: este cáncer no es otra cosa que ese caciquismo repugnante y asqueroso que empieza en el monterilla, en el tío pardillo, en el caciquillo rural y se alza hasta llegar arriba al gran padrino, al señor de la ciudad o corte y que a veces suele ostentar título nobiliario, y que desde las alturas donde la influencia es omnímoda cubre con su manto protector tanta miseria e infamia.
Se comete un homicidio, un asesinato, es igual; el delincuente corre al cacique de campanario, se arroja a sus pies y pide clemencia diciendo: “usted es mi padre y mi protector; en V. confío”, y el cacique, por más que en su interior repruebe el hecho, para que aquél vea hasta donde llega su poder e influencia, después de algunas frases de reconvención, acepta por fin el cargo de protector, porque esto ha de darle mucho valimiento a los ojos de este pueblo estúpido y de relajadas costumbres. Después lo consabido: epístola al gran señor recomendando el asunto, por ser el interesado uno de los “nuestros”. El final ya se sabe: la impunidad.
Esta enfermedad que nos consume y nos deshonra, este caso de patología nacional, no se cura más que haciendo desaparecer de nuestro diccionario y de nuestras costumbres esa palabra anárquica e inmoral que se llama caciquismo.