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14 de febrero de 2010

Reapertura del Instituto de Guadalajara en 1858

El 16 de septiembre de 1858 se celebró la solemne apertura del nuevo curso escolar en el Instituto de Segunda Enseñanza de Guadalajara, del que era director el presbítero Manuel Mamerto de las Heras; este acto revestía un carácter muy especial pues se celebraba la recuperación del centro, que había sido, seguramente, el primero de estas características en el España contemporánea. Con ese motivo, Zacarías Acosta y Lozano, que luego fue catedrático de Matemáticas en el Instituto Alfonso X de Murcia, pronunció un interesante discurso que resume perfectamente el espíritu de la época: una fe inquebrantable en la ciencia y en su progreso, confianza ciega en el hombre y su voluntad, certeza de que la ciencia moderna resolvería los males que aún sufría la doliente humanidad... Aquí lo reproducimos íntegro, tal y como se publicó en un librito publicado en 1887 por el Instituto con motivo del cincuentenario de su fundación.

Señores:
La filosofía nos persuade, y la religión (que vale más que la filosofía) nos enseña, que el hombre es un compuesto de dos elementos esencialmente distintos: el primero la materia, descomponible y frágil; el segundo el espíritu, simplísimo e indestructible. EN ninguna sociedad es desconocido este sublime principio, y en él han de estar basadas todas las leyes que tengan por objeto la conservación, aumento y felicidad de la especie humana.
Pero si todas las leyes (siendo justas) tienden hacia alguno de tan importantes fines, ningunas tienden más directamente ni tienen una influencia más poderosa en la suerte de las naciones, que aquellas que se dirijen a estender y perfeccionar la instrucción pública. A medida que estas leyes son más acertadas, los hombres se mejoran; y bastaría que por espacio de algunos años rigiese en la sociedad más embrutecida y desmoralizada un excelente plan de instrucción pública, para que gradualmente se mejorase y quedase por último convertida en una sociedad ilustrada y benéfica: no de otra suerte si en un estanque de aguas turbias y corrompidas se hace entrar una corriente cristalina y pura, vemos el antes sucio depósito cambiar poco a poco, hasta quedar transformado en limpio y luciente espejo del cielo.
No han faltado sin embargo filósofos (con este nombre se les ha honrado) que consideren la instrucción de los pueblos como perniciosa a su felicidad, y que volviendo atrás la vista suspiren por aquella dichosa edad y siglo dichoso en que el hombre usurpaba su habitación a las fieras y disputaba al jabalí el áspero fruto de la corpulenta encina. Muchos de estos filósofos han deseado de buena fe el bien de sus semejantes; por esta razón son dignos de indulgencia, y aún me atrevería a decir que de aprecio: pues a la verdad, una locura filantrópica, por más que no deje de ser locura, es una locura apreciable.
Mas ¿qué diremos y que concepto formaremos de otros hombres, no llamados filósofos, sino políticos, que viendo en una instrucción franca y leal la más firme garantía de los derechos humanos, y el más fuerte dique contra las avenidas de todo poder, han procurado anular estos saludables efectos, disponiéndola de modo que sea ineficaz para producirlos? Estos hombres ni merecen perdón, ni lástima, ni excusa: conocen el mal, y conociéndole le obran; para ofender a sus semejantes les privan de la defensa; para satisfacer los caprichos de unos pocos, hacen desgraciada a toda una nación.
Afortunadamente, nos hallamos en el caso de no tener que temer ni a las arengas y declamaciones de los unos, ni a las cábalas y maquinaciones de los otros.
Algunas veces, tocándose una cuestión de sumo interés para la humanidad, y recordando los tiempos en que las naciones más civilizadas fueron invadidas por numerosas huestes de feroces guerreros, que hacían desaparecer el saber de la faz de la tierra difundiendo la barbarie, a la manera de un río turbio y desenfrenado convierte en espantoso pantano una fértil y hermosa campiña, he oído preguntar a personas muy instruidas, si estas asoladoras invasiones podrán repetirse, y si nuestros nietos estará condenados a presenciar y sufrir transformación tan horrorosa. Para mí es claro y brillante como la luz del sol que el hombre no puede ya retroceder al embrutecimiento, y que, cualquiera que sea la suerte que por los impenetrables designios de la Providencia le esté destinada, esta se ha de cumplir avanzando siempre en el camino que en el vasto campo de las ciencias al través de tantos siglos y a costa de tantos desvelos y fatigas se ha trazado: no, no es ya posible que las aguerridas y bárbaras huestes de un nuevo Atila eclipsen el vivo resplandor del saber en la moderna Europa. La ciencia es en nuestro siglo la defensa de la sociedad, su guía, su luz, su bien, su esperanza; ella es la palanca poderosa que remueve todos los obstáculos que se oponen a la felicidad del hombre; sin ella la agricultura es un trabajo casi bruto, prácticas rutinarias las artes y un juego de azar el comercio.
Pero acaso, ¿el conocimiento de las importantes verdades que hacen al hombre rey de la creación, es privativo de nuestra época? ¿No se dedicaron los antiguos con un ardor y una sagacidad de que apenas puede darse ejemplo en nuestros días a la investigación y resolución de los más sublimes problemas? ¿Las artes necesitaron de los descubrimientos modernos para brillar en su más alto esplendor? ¿Todos los esfuerzos de la estética moderna han bastado para darnos aquel delicado sentimiento de la belleza, aquel elevado concepto de la sublimidad que transpiran las inimitables producciones de la culta de la sabia, de la inmortal Atenas? Por otra parte, ¿qué prodigio de nuestros días puede compararse al de ver un anciano decrépito rechazar por la sola fuerza de su genio y de sus recursos científicos y mecánicos, toda la potencia romana, y obligar a los enemigos a recurrir a un ardid para poder apoderarse de una ciudad defendida por un solo hombre? Ya comprendéis que os hablo del famoso sitio de Siracusa, sitiada por la armada de Marcelo y defendida por Arquímedes. Tan grande, tan maravillosos fueron los inventos de este hombre, verdaderamente divino, que no pudiendo comprenderlos algunos de los modernos geómetras, y no queriendo confesarse vencidos, tomaron por partido negarlos: otros han sido más justos, esforzándose a demostrar la posibilidad de haber sido el sol reflejado por poderosos espejos ustorios el arma de que se valió Arquímedes para reducir a cenizas muchas de las naves romanas. No puede negarse que todo esto que dejamos apuntado a favor de los antiguos, no es más que una mínima parte de lo mucho que pudiera decirse para apreciar debidamente el alto punto de perfección a que elevaron las artes liberales, las letras y las ciencias. Y a la verdad, los monumentos científicos, artísticos y literarios que de los griegos se conservan, son en el concepto de muchos hombres eminentes, creaciones tan sublimes y acabadas, que no han dejado a las generaciones venideras otra gloria que la que puedan alcanzar acercándose a tan perfectos modelos.
Yo no tributo idolatría, pero si veneración a la sabia antigüedad. Por esta razón no he podido al tratar de los progresos que el saber humano ha hecho en estos últimos siglos, y del grande influjo que estos progresos han tenido en la suerte de la sociedad, desentenderme de pagar el debido tributo de gratitud a los grandes maestros de cuyos aciertos y errores han sacado las sociedades modernas todo el fondo de sus conocimientos.
Ahora, la ventaja que llevan las sociedades modernas a las sociedades antiguas, no consiste en que aquellas posean más ni mayores genios que estas: en mi concepto, ni Bacon vale tanto como Aristóteles, ni Newton vale más que Arquímedes, ni Kant vale tanto como Platón; y en cuanto a esos hombres de talento extraordinario, llamados genios, quizá porque la influencia que ejercen en el destino de sus semejantes es superior a lo que pudiera esperarse de un débil mortal, siempre han sido muy escasos, y tanto más deben serlo cuanto más avance la sociedad hacia ese punto de su perfección que el entendimiento concibe, sino como una realidad, como una idea por lo menos que no está fuera de la circunferencia de los posibles.
La verdadera ventaja que llevan las sociedades modernas a las sociedades antiguas, y el motivo porque hemos afirmado y afirmamos de nuevo que no es posible ya retroceder en el camino de las ciencias, es que estas son en la actualidad el fundamento de todas las operaciones a que podemos recurrir a fin de proporcionarnos todo lo que pueda ser agradable, útil o necesario para nuestra subsistencia. La guerra misma, ya como arma de la ambición, ya como escudo de la justicia, no puede hacerse en nuestros tiempos, sin el poderoso auxilio de las ciencias: estas son en nuestro siglo una imperiosa necesidad de todo el pueblo; el que a ellas renunciase, renunciaría su poder y dignidad y conspiraría contra sí mismo.
De la acción ilimitada que hoy ejercen las numerosas aplicaciones de la ciencia en el bien y prosperidad de las naciones, ha nacido la necesidad de generalizarla: a lo cual ha contribuido poderosamente primero como causa y ahora como medio el arte de la imprenta: y he aquí otra diferencia sumamente notable entre las sociedades antiguas y las sociedades modernas. Pasaron aquellos tiempos en que patrimonio de unos pocos los conocimientos humanos, los envolvían en un lenguaje misterioso y simbólico para hacerlos impenetrables al pueblo. Alejandro escribía a su maestro Aristóteles quejándose de que hubiese publicado una de sus obras, y el filósofo le tranquilizaba contestándole que sólo podían comprenderla los que hubiesen asistido a sus lecciones; ¡ojalá que sólo retrocediendo a tan lejanos siglos pudiésemos hallar ejemplos del más inicuo y perjudicial de todos los monopolios!
Alguna vez afligido el hombre con la consideración de los males que presencia, o herido por la rudeza de los que sufre, y debilitados en él, a causa del mal presente, los sentimientos y razones que debiera sugerirle la historia, suele exagerar los males de la sociedad actual y suspira envidiando la suerte de las que fueron. Mas si preguntásemos al que así se lamenta, si, puesto que está contento de la sociedad en que vive, le bastaría escogerla a su gusto, sin necesidad de detenerse a escoger el individuo que en ella debía de representar, seguramente que esta pregunta le haría volver en sí; y si por ventura le agrada aquel siglo en que la potencia romana pesaba sobre todo el orbe conocido, no elegiría sin duda ser esclavo, sino patricio; y si, acercándose más a nuestros días, se fijase en aquel brillante periodo de nuestra historia cuando la pujante España pudo poner en su envidiado blasón dos hemisferios, escogería ciertamente haber nacido español, pero no indio. Para mí, lo digo con una profunda convicción, con una satisfacción completa, es un hecho que la instrucción se va perfeccionando y difundiendo, y que en consecuencia de esto la condición de la especie humana se va mejorando.
Pero así como una nación no puede ser feliz ni por la aglomeración ni por la igualación de los capitales, pues el primero de estos estremos conduce a una miseria casi general, y en el segundo (suponiendo su posibilidad) en vez de verificarse la igualdad de fortunas, solo podría tener lugar la igualdad de miserias, del mismo modo, la instrucción que reciban sus individuos, si bien general en ciertos puntos, no puede ser una misma para todos. Proporcionar a los individuos que componen la masa general, las luces que indispensablemente necesitan; designar no solo las materias, sino la extensión y orden en que han de estudiarlas los que se dedican a ciertas carreras; crear aquellas enseñanzas que reclame el estado de la nación; escoger los puntos que han de servir como de focos principales para la más cómoda y conveniente propagación de los conocimientos; combinar los estudios de manera que al mismo tiempo se dé impulso a la agricultura y al comercio, no desfallezcan las bellas artes, se dé pábulo a la amena literatura, y no se entibie el amor a la ciencia, es un problema cuya completa solución conduciría a incalculables beneficios. Pero si la importancia de resolver este problema es suma, la dificultad de resolverlo es inmensa, y considerada esta dificultad, no debemos seguramente estar quejosos del estado actual de nuestra enseñanza. Se notan, es cierto, en las leyes de instrucción pública ciertas oscilaciones cuyos inconvenientes no se descuidan algunos en exagerar. Yo convengo en que un plan de estudios perfectos y que siempre rigiese, sería lo mejor que podríamos desear. Pero esto no es posible en el estado presente de nuestra nación; y no puede notarse por otra parte y no es poco consolatorio, que la amplitud de aquellas oscilaciones es bastante reducida, y que en medios de ellas la instrucción va progresando.
Guadalajara ha sentido a su vez los beneficios de las nuevas leyes de instrucción pública, y tanto más debe agradecerlos cuanto que por la posición que muy pronto ocupará puede considerarse como formando parte de la capital del reino. No hace muchos años que un célebre Magistrado, cuyas luces y cuyo amor por los adelantos de su país os son bien conocidos, hizo resonar su voz en este recinto, anunciando a los habitantes de esta capital que quedaba abierto este Instituto, y haciéndoles concebir por ello las más lisonjeras y fundadas esperanzas. Demos en tan solemne momento este recuerdo de gratitud al Excmo. Sr. Don Pedro Gómez de la Serna, el primero que tuvo el placer de anunciaros que se levantaba en Guadalajara un nuevo templo a la instrucción. De la estabilidad y lustre de este Instituto, a los sucesores de tan celosa Autoridad toca la gloria; y yo sé que de esta cabrá no pequeña parte a… no me toca a mi decirlo: ¡dichoso aquel de mis compañeros a quien quepa en suerte espresar el voto de gracias que en este momento nace en mi corazón y espira en mis labios!
Aquí, señores, daría fin a este breve y mal compaginado discurso, si no me punzase el deseo de buscar en la poesía algún desahogo al entusiasmo de que me siento poseído. Esa juventud llena de vida y de esperanza que me escucha, no tanto ama la instrucción por convencimiento como por instinto; siente mucho, y discute poco; más que el interés, la despierta la gloria. Animarla quiero al estudio hablándola en el idioma del corazón. Permítase al que cultiva el árido campo de las matemáticas, coger una flor en el risueño valle de la poesía, para suavizar por un breve espacio siquiera el molesto afán de su penosa tarea;

ODA A LA INSTRUCCIÓN
Mirad aquel que cruza presuroso
Las espantables fieras persiguiendo
De América los bosques, en la mano
El arco poderoso,
Que nunca flechó en vano,
Pronto ya a despedir el dardo horrendo.
Su planta endurecida
Huella segura el pedernal cortante;
En su desnuda piel, al sol curtida,
Los abultados músculos resaltan
El esfuerzo pujante
Del salvaje mostrando, y su fiereza
Se pinta en su semblante
Que colores ridículos esmaltan…

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