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6 de octubre de 2010

El interés general, de Pierre Besnard

Obreras zapateras, Barcelona, hacia 1920 (Archivo La Alcarria Obrera)

Pierre Besnard (1886-1947) fue un trabajador ferroviario francés y un destacado militante anarcosindicalista que encabezó la tendencia libertaria de la CGT francesa cuando, desde 1920, esta organización sindical se orientó hacia el comunismo, llegando a ser secretario general de la CGT (Sindicalista-revolucionaria), que en su día fue admitida como sección francesa de la AIT. Besnard fue un interesante teórico del anarcosindicalismo, una doctrina que para él se resumía en su frase "¡Toda la economía para los sindicatos!, ¡Toda la administración social para las comunas!". En octubre de 1931 la CNT hispana editó su libro Los sindicatos obreros y la Revolución Social, del que entresacamos estos capítulos que consideramos de especial actualidad.

¿CUÁNTAS CLASES SOCIALES EXISTEN?
Afirman los que sostienen la tesis del interés general, sean obreras o burgueses, que no hay más que una sola clase social. Esta conclusión se deriva, según ellos, de la imposibilidad en que se encuentran de establecer una línea divisoria absolutamente precisa que determine sin réplica posible la verdadera situación social de cada hombre.
Estas consideraciones empiezan por ser producto de una deducción y no términos de prueba. Si puede trazarse la línea divisoria, el sistema, todo él, se hunde irremisiblemente.
He aquí cómo establezco la divisoria, tal como se me alcanza: Todo individuo que vive exclusivamente del producto de su trabajo y no explota a nadie, pertenece a la clase obrera, al proletariado; quien vive parcial o totalmente del producto del trabajo ajeno, quien tiene asalariados, pertenece a la clase capitalista.
¿Se cree que este criterio es riguroso en exceso, que responde a una clasificación arbitraria? No es así.
Está fuera de duda para mí que el obrero de la industria y el campesino; el artista de la ciudad o de la aldea - trabaje o no con su familia-; el empleado, el funcionario, el contramaestre, el técnico, el profesor, el hombre de ciencia, el escritor y el artista que viven exclusivamente del producto de su trabajo, pertenecen a una misma clase: al proletariado.
La retribución desigual de unos y otros; el carácter distinto que tiene la actividad desarrollada por cada individuo; las consideraciones que se guardan a algunos y que en ciertas ocasiones tienen origen en la función misma que desempeñan; la autoridad delegada que ostentan, a veces sin control y sin conciencia, acabando en abuso; la incomprensión absoluta del papel exacto que corresponde en cada caso o la pretensión de sobrepasar los límites de la propia clase para integrar la opuesta en nada cambian la situación del sujeto social.
Asalariado o no, cuando vive del producto de su trabajo y recibe del patrono, del Estado o de un tercero la remuneración correspondiente, es un proletario. Un concepto sutil o un artificio de dicción no pueden cambiar semejante estado de cosas, y quiérase o no, los trabajadores todos están llamados a unirse porque tienen intereses comunes, idénticos, Su agrupación constituirá una síntesis de la clase proletaria en un porvenir inmediato.
Un industrial emplea diez obreros o diez mil; un comerciante utiliza cuatro empleados o cuatrocientos; un financiero amontona y hace producir diez o diez mil millones; un propietario es dueño de dos casas o de veinte, lo mismo da; cada uno de tales individuos pertenece a la clase capitalista, y ninguno de ellos vive exclusivamente del producto de su trabajo; antes bien, deduce del producto del trabajo ajeno una parte del mismo; se apropia de ella, y por consiguiente del esfuerzo que representa, para vivir o para enriquecerse. Existe antítesis completa entre privar a alguien de un derecho y verse privado de éste.
La cuantía de la retribución no permite trazar una línea divisoria entre las clases ni tampoco el valor mayor o menor que se deduce de la susodicha retribución, sino el principio mismo de la merma, el principio del salario.
Es evidente que hay diferencias y desigualdades en el seno de cada clase. La existencia de aquéllas no hace más que reforzar la tesis divisionaria de la sociedad en dos clases. Que una parte de la clase obrera transija con el capitalismo o que una fracción de la burguesía esté proletarizada; que la relación entre las dos fuerzas rivales se modifique o no hasta el infinito, carece de importancia. ¿No ha sido el capitalismo, dueño y ordenador del actual régimen, quien creó para su privilegio tales desigualdades? ¿Acaso no fue el capitalismo quien estableció dentro de sus límites una casta gestora de la riqueza del Mundo, organizando en torno núcleos secundarios para defensa de aquella casta, pequeños capitalistas que eran generalmente de origen popular? ¿No hizo desaparecer a su talante el capitalismo esas organizaciones subalternas o las fomentó y multiplicó según convino al interés y al privilegio, suprimiéndolas cuando manifestaban cualquier ostentosa pretensión de sustituir al capitalismo? ¿No es éste quien separa de las filas proletarias policías, guerreros y jueces que garantizan y consolidan la seguridad del capitalismo contra los adversarios, los que tratan de libertarse de la coacción opresora y de la explotación? ¿Acaso el soldado, el magistrado y el polizonte no actúan exclusivamente en favor del capitalismo? La sucesión de crímenes, iniquidades e injusticias acumuladas por esos defensores del orden capitalista a través de los siglos ¿no abona la afirmación precedente? Los actos de un Mussolini, de un Primo de Rivera, de un Horthy, de un Tsankoff, etc., ¿no atestiguan la existencia de dos clases, una que sufre y otra que explota, mutila y crucifica?
Es una herejía afirmar la existencia de una sola clase. Nuestros adversarios lo comprenden tan bien; como nosotros, pero niegan por habilidad que haya dos clases para conservar los privilegios de una, la suya.
Al defender la tesis de la clase única, limitándose a reconocer que existen tan sólo desigualdades en el seno de la misma; al decir que las desigualdades irán reduciéndose paulatinamente y desaparecerán mediante el concurso de todos, los partidarios de la tesis del interés general estructuran el cuerpo de su doctrina. Justifican la colaboración de clases como una necesidad y hacen que penetre en el espíritu del pueblo la idea evolucionista como directiva normal de la humanidad, sin choques, violencias ni conmociones.
Cuando hablemos especialmente de la colaboración de clases, realizadora del interés general, veremos que es la táctica de los capitalistas partidarios del mismo interés y estudiaremos el carácter de las finalidades que se proponen.
Creo que desde ahora puede consignarse indiscutiblemente el siguiente enunciado: Hay dos clases sociales y no una sola, siendo permanente la oposición entre ellas.
Por lo mismo no habrá una sola clase hasta que sean abolidos los motivos que dieron lugar al nacimiento de las dos que existen actualmente.
Mientras existan la propiedad, la autoridad, el patrono y el salario con las formas coercitivas que requieren, está fuera de duda que existirán dos clases delimitadas y antagónicas, digan lo que quieran ciertos sociólogos. No pueden desaparecer las clases más que por la acción de la gran niveladora: la Revolución social. Tras ésta, lo mismo que en los primeros tiempos, antes de que los poderosos y los malignos inventaran la religión, la propiedad y las morales más o menos cívicas, no cabe más que la existencia de una sola clase realizadora de la equidad social en un mundo cuyos pobladores producirán según sus fuerzas y consumirán según sus necesidades.
Es preciso consignar que, contrariamente a los designios que con mala fe nos atribuyen los adversarios de la clase burguesa, los sindicalistas y anarquistas cuya doctrina es el comunismo libertario, no aspiramos a adjudicar al proletariado la plaza del capitalismo. Deseamos que al establecer la igualdad social podamos acercarnos en todo lo posible al orden natural y reconstruir la gran familia humana para que cada hombre trabaje en pro de la obra común: el advenimiento de la auténtica fraternidad.
Somos los verdaderos partidarios de la humana compenetración y de la lógica, y ni la vana sensiblería ni la crítica han de apartarnos del buen camino.
Que los enemigos de la violencia de los otros renuncien a inutilizar el camino del progreso, que sacrifiquen los privilegios que les hacen señores, como a nosotros esclavos, y estamos dispuestos a firmar con ellos la paz social, reconstituyendo la clase única en la Humanidad fraternal que asegura a los hombres la igualdad y la libertad del mundo nuevo.
NO EXISTE EL LLAMADO INTERÉS GENERAL
Una vez demostrado que no hay una clase social, sino dos, tengo derecho a afirmar que no existe el llamado interés general. De la misma manera podría consignar lógicamente que la colaboración entre individuos sin interés común es del todo imposible.
Pero más que consignar quiero pulverizar por completo la concepción del interés general, destruir radicalmente la práctica peligrosa de la colaboración de clases.
Es evidente que si la totalidad de habitantes de un país tuvieran un interés común o colectivo, se pondrían de acuerdo sin dificultad sobre la base misma de tal interés. Nada más sencillo y cómodo para ellos que darse un orden social que interpretando el sentir general, les diera cumplida satisfacción.
No es menos evidente que dejarían de existir antagonismos y diferencias entre los individuos y que en tales condiciones hablar de clases sería una herejía. Sólo habría una clase social.
El progreso no tendría contradicción en ninguno de sus aspectos y desarrollándose la evolución de manera normal, sería una locura querer acelerar el ritmo progresivo de manera violenta mediante revoluciones o choques, porque serían perfectamente inútiles.
¿Ocurre lo que acabamos de suponer? ¿Por qué se observa algo distinto?
Declaro que no hay ni puede haber interés general en el régimen capitalista. Hay dos intereses generales: el del explotador-poseedor y el de los que no poseen y son explotados. La existencia de estos dos intereses representa la negativa más calificada contra la existencia de uno solo. Es imposible la concordia entre las dos formas de interés general, puesto que una cualquiera de ellas es negación de la otra. Viven en oposición constante, permanente y sistemática que sólo podrá tener fin cuando desaparezca el interés general capitalista mediante abolición de la propiedad privada, base del actual sistema.
Demuestra la vida cotidiana con una brutalidad expresiva, inaudita, que no hay en realidad ningún interés común entre el patrono y el obrero, el comerciante y el consumidor, el casero y el inquilino, el empresario y el usuario de un servicio público.
El interés general del patrono consiste en obligar al obrero a trabajar el mayor número de horas posible por un salario lo más reducido posible, sin la menor preocupación por las condiciones higiénicas. Retribuye aquel patrono el esfuerzo humano sólo en un mínimo y no hay que decir que el interés del obrero es diametralmente opuesto al del patrono.
Lo mismo ocurre con respecto al comerciante; sólo trata de vender a precios altos, lo más altos que puede, sin tener en cuenta la condición social del consumidor ni sus medios de vida. Todos saben que el interés del consumidor está en oposición con el del comerciante, sobre todo en la época actual, cuando el comerciante pretende hacer fortuna en poco tiempo.
¿Quién osará sostener que el casero, el más privilegiado de los rentistas, no cesa de procurar el aumento de la cuantía de los alquileres sin importarle la consideración de que el inquilino se ve explotado por el patrono y expoliado por el comerciante, y sin pararse a pensar si el inquilino puede realmente pagar el alquiler que se le impone?
¿Puede sostenerse que la empresa explotadora de un servicio público, como ocurre con los transportes terrestres, marítimos y fluviales que de hecho son monopolios, tiene en cuenta el interés de los usuarios cuando establece las tarifas? La única preocupación consiste en sacar interés elevado al capital y amortizar en diez o menos años el precio del material que servirá veinte o treinta.
En lo que concierne al carácter de la producción, no hay asomo de interés general en el propósito de quienes la dirigen.
El capitalismo industrial no fabrica ni construye para cubrir necesidades, sino para realizar negocios, beneficios. El comerciante no se propone desempeñar una función de utilidad general, sino hacerse rico en un mínimum de tiempo.
La Bolsa de Valores, como la de Comercio, que deberían regular, fijar la cuantía exacta de un negocio o la cotización de un artículo de primera necesidad como el trigo, sólo sienten la preocupación de establecer el precio en provecho de la riqueza privada sin tener en cuenta el carácter especial de la cuestión ni la escasez o abundancia de cereal.
Lo que se llama especulación merece el nombre de robo organizado.
Los que especulan con acciones o valores, como los que especulan con los precios de los artículos de comercio, nada tienen que ver con los productores de trigo ni con los obreros que con su esfuerzo trabajan en la edificación y funcionamiento del mercado. ¿Qué decir de los intermediarios, meros poseedores ficticios que manejan millones y viven como parásitos sobre el cuerpo social, sobre el productor y el consumidor?• ¿Hay interés común entre los parásitos y sus víctimas? Y para acabar con esta serie de comparaciones, ¿hay concordancia o interés común entre el consumidor y los empresarios del mercado que inutilizan y abandonan provisiones de excelente calidad antes de rebajar los precios y en el momento mismo en que a millares y millares de seres les es imposible, por su penuria, comprar lo necesario para la vida por la elevación de precios?
En mi concepto, bastan los precedentes ejemplos para demostrar que no existe el llamado interés general, y que sólo se da en cada una de las zonas antípodas en que se divide el campo social.
A pesar de lo que demuestra cotidianamente la vida, muchos economistas burgueses afirman la existencia del interés general aunque se guardan de definirlo, contentándose con la simple enunciación, recurso que tiene tanto de fácil como de poco convincente.
¿Interés general? Existiría sin duda alguna cuando nació el hombre libre en la tierra libre, no después.
En los albores de la Humanidad no existía la propiedad individual y el hombre estaba a su talante en cualquier latitud, siendo en todo momento igual a su semejante. Se unía con otros hombres en una concentración defensiva de la vida contra las fieras o los elementos, pero no existían clases, jerarquías, castas, tiranos, sacerdotes ni religiones. Había, pues, un interés general de participantes, iguales todos ellos socialmente, unidos por instinto unos a otros.
El interés general dejó de existir cuando ciertos hombres, los fuertes, elegidos para guías o jefes, consiguieron engañar a quienes les eligieron imponiéndoles a estos dominios y autoridad contra el mandato colectivo incapaz de controlar sus propios actos. Entonces fue cuando nació la autoridad, y la propiedad con ella. No contentos los jefes con mandar, quisieron -y era lógico desde el punto de vista de los mismos- entrar en posesión de las cosas, decretando que tal o cual extensión territorial cerrada o abierta y lo que contenía -personas, animales, casas, árboles, corrientes fluviales, etc.- pasaba a ser propiedad de los jefes.
Para que produjera la extensión de terreno que se apropiaban, y con objeto de obtener renta de la misma, los jefes, convertidos en dueños, explotaron al prójimo. Para defender la tierra, que poseían ya, contra las asechanzas de otros jefes de tribus vecinas, tan poco escrupulosos y tan ambiciosos como ellos, ordenaron la leva de hombres y posteriormente la movilización de ejércitos. Para mantener en completa obediencia y humildad soldados y esclavos, inventaron la moral y las religiones. La astucia se convirtió en auxiliar de la fuerza bajo la representación sacerdotal.
Si hubo conflicto en momento determinado entre la astucia y la fuerza, entre sacerdotes y jefes, no tardaron en comprender unos y otros, como los capitalistas de hoy, que les convenía aliarse en vez de luchar. La alianza perdura todavía y se sostendrá mientras haya régimen capitalista.
A través de los siglos, los jefes de tribu se han convertido en señores, reyes y emperadores. Poseen territorios inmensos con centenares de millones de hombres que obedecen y trabajan para enriquecer a los dominadores, a los que ostentan privilegios, a los que se apiñan alrededor del poder.
La policía cuida de la seguridad interior de los Estados, sean imperios o repúblicas; los ejércitos están siempre dispuestos a aumentar la extensión del territorio de los Estados y a llevar la civilización a los pueblos atrasados; los sacerdotes de todas las religiones predican obediencia y resignación; los jueces castigan a los iconoclastas, a los rebeldes, a los insurrectos, a los hombres conscientes que discuten el dogma y la Biblia y aspiran a reivindicar sus derechos.
Los tronos se tambalean y hunden más tarde. Al empuje de la insurrección popular desaparecen imperios y reinos para instaurarse repúblicas; el régimen absoluto cede paso a las democracias; el privilegio va de manos del clero y de la nobleza a los mercaderes, a los industriales, a los financieros; el sufragio universal sustituye al censatario y nacen los Parlamentos políticos e industriales para expresar una supuesta voluntad popular.
A pesar de todo nada cambia porque subsisten castas y clases, continuándose la explotación del hombre por el hombre, mientras exista la propiedad privada, madre de los Estados.
Puede afirmarse, sin temor a equivocación, que la condición personal de obreros y campesinos ha mejorado en relación a los esclavos de la antigüedad, pero no es menos cierto que los dueños de la situación presente son los industriales y los financieros, quienes, valiéndose del paro forzoso, salarios bajos, malos tratos y viviendas insalubres, aparecen a nuestra vista tan codiciosos y vengativos corno los dominadores de las edades primitivas y sin excusa de ignorancia que aquéllos podían alegar, al menos parcialmente.
Tales son las causas de carácter histórico .Y de hecho que abonan la razón que nos asiste al negar la existencia del llamado interés general, a la vez que declaramos esta convicción: el sistema actual fundado en ese pretendido interés general no es más que una ficción.
Cuando volvamos al régimen de equidad social será lógico hablar de interés general, no antes.
Que desaparezcan las castas, las clases y la propiedad, lo que contribuye a que los hombres sean todavía dueños o esclavos.
El llamado interés general es un mito.

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