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20 de agosto de 2011

Origen de la Anarquía, de Piotr Kropotkin

Piotr Kropotkin, Dimitroff, noviembre de 1920 (Archivo La Alcarria Obrera)

La anarquía que en Mijaíl Bakunin era intuición, en Piotr Kropotkin era reflexión. Fue este último el que recogió las ideas de los pioneros del socialismo antiautoritario y las moldeó con los modernos métodos de la ciencia, con el rigor exigente de la ciencia y con la precisión terminológica de la ciencia. Su inteligencia y su erudición en tantos y tan variados campos científicos (biología, geografía, antropología…) le permitió aportar ejemplos y casos que avalaban sus teorías. Uno de sus libros menos conocidos es, sin embargo, La ciencia moderna y el anarquismo, en el que interpreta la ciencia desde una perspectiva libertaria y aplica al anarquismo los preceptos científicos y filosóficos; Darwin, Kant, Hegel, Stirner… pasan por sus páginas. Ofrecemos el primero de sus capítulos.

ORIGEN DE LA ANARQUIA
La anarquía no tiene su origen ni en las investigaciones científicas ni en sistema filosófico alguno. Las ciencias sociológicas están lejos todavía de haber adquirido el mismo grado de exactitud que la física y la química. Aun con relación al estudio del clima y del tiempo (en Meteorología), no somos capaces de pronosticar con un mes o con una semana siquiera de anticipación las condiciones meteorológicas correspondientes; seria, pues, inocente pretender que con el auxilio de una ciencia tan moderna como la Sociología que trata de cosas infinitamente más complicadas que el viento y la lluvia, pudiéramos predecir científicamente los sucesos. Además, es necesario no olvidar que los hombres de ciencia no son sino hombres como los otros y que en su mayoría pertenecen a las clases acomodadas y, por tanto, comparten sus prejuicios. Por añadidura, no pocos están al servicio del Estado. Es así de toda evidencia que la anarquía no procede de las Universidades.
Del mismo modo que el socialismo, genéricamente hablando, y otras manifestaciones de carácter social, el anarquismo tiene su origen en el pueblo y únicamente conserva su vitalidad y su fuerza creadora en tanto cuanto persiste en su condición de movimiento popular.
A través de todos los tiempos han estado en conflictos dos corrientes de pensamiento y acción en medio de las sociedades humanas.
De una parte, las masas, el pueblo, forjó a fuerza de trabajo, en el curso de su existencia, un cierto número de instituciones necesarias para hacer posible la vida social, el mantenimiento de la paz, el arreglo de los conflictos y la práctica del apoyo mutuo en todas aquellas circunstancias que requiriesen combinación de esfuerzos. Las costumbres de tribu entre los salvajes, las comunidades rurales, más tarde las hermandades industriales en las Ciudades de la Edad Media, los primeros elementos de la ley internacional que aquellas ciudades elaboraron para establecer sus relaciones mutuas; esas Y muchas otras instituciones fueron desarrolladas y acabadas laboriosamente, no por legislación, sino por el espíritu creador de las masas.
De otra parte, florecieron siempre entre los hombres los tenidos por magos, chamanes, oráculos y sacerdotes, fundadores y guardianes de un rudimentario conocimiento de la Naturaleza y de los primeros elementos del culto: culto al sol, a la luna, a las fuerzas naturales, culto ancestral. Conocimiento y superstición se daban entonces la mano; los primeros rudimentos de la ciudad y los comienzos de todas las artes y oficios estaban perfectamente entretejidos con la magia, cuyas fórmulas y ritos se ocultaban cuidadosamente a los no iniciados. Al lado de estos incipientes representantes de la religión y de la ciencia, había también los hombres expertos en costumbres antiguas; hombres como los brehons de Irlanda, que conservaban de memoria los precedentes de la ley. Y había, asimismo, los Jefes de las bandas guerreras, a quienes se suponía en posesión de los mágicos secretos del éxito de las batallas.
Estos tres grupos de hombres formaban entre sí sociedades secretas para guardar y transmitir –después de una larga y penosa iniciación- los secretos de su ciencia y de su oficio; y si a veces luchaban entre sí, prontamente y sobre la marcha se ponían de acuerdo y ayudándose de diferentes modos a fin de poder dirigir las masas, reducidas a la obediencia, gobernarlas y hacerlas trabajar para ellos.
Es evidente que la anarquía representa la primera de estas dos corrientes, es decir, la fuerza creadora y constructiva de las masas que elaboraron las instituciones de la ley común a fin de defenderse de una minoría dominadora, Y con esta fuerza creadora, con esta eficacia constructiva del pueblo y el auxilio de todo el poder de la ciencia y de la técnica modernas cuenta hoy la anarquía para fomentar todas las Instituciones indispensables al desenvolvimiento de la sociedad, bien al contrario de cuantos cifran sus esperanzas en las leyes dictadas por minorías gobernantes y privilegiadas.
No hay, por tanto, duda de que en todos los tiempos han existido anarquistas y partidarios del Estado.
Por otra parte, puede observarse siempre que aún las mejores entre todas las instituciones creadas para mantener la igualdad, la paz y el apoyo mutuo, se petrificaban tal y como habían sido fundadas en las antigüedad.
Perdida la finalidad originaria, caían bajo la dominación de minorías ambiciosas y gradualmente convertíanse en obstáculo al desenvolvimiento ulterior de la sociedad. Entonces surgían aquí y allá individuos más o menos aislados que rebelaban contra esas instituciones. Pero mientras algunos de los descontentos que se rebelaban abiertamente contra tal o cual institución que se había hecho enojosa, se esforzaban por modificarla en beneficio del interés común y por demoler una autoridad no sólo ajena a la institución, sino también empeñada en hacerse más poderosa, más fuerte que la institución misma, otros procuraban emanciparse a todo trance de las mismas instituciones sociales. Repudiaban estos últimos las costumbres establecidas por la tribu o por las comunidades de campesinos o por las hermandades industriales con el sólo objeto de colocarse fuera y por encima de las instituciones sociales y de dominar también a los demás miembros de la sociedad y enriquecerse a sus expensas.
Todos los reformadores verdaderos, así religiosos como políticos y económicos, deben ser incluidos en la primera de esas dos categorías de rebeldes. Y es indudable que entre aquéllos jamás faltaran individuos que, sin pretender ganarse la voluntad de todos sus conciudadanos o sólo de una minoría, impulsaran la acción de grupos más o menos numerosos contra la tiranía o bien marcharan, si no lograban verse secundados, resueltamente solos. Ha habido, pues, revolucionarios en todos los tiempos históricamente conocidos.
Sin embargo, esos revolucionarios se nos ofrecen bajo dos distintos aspectos. Algunos, al rebelarse contra la autoridad opresora, no tratan en modo alguno de destruirla; se proponen simplemente conquistarla para sí. En lugar de un poder que se ha hecho tiránico, pretenden constituir uno nuevo cuya posesión reclamaban bajo promesa, hecha frecuentemente de buena fe, de que la nueva autoridad será en sus manos la verdadera representación del pueblo-y hará, asimismo, su felicidad. Esta promesa es olvidada más tarde inevitablemente, cuando no traicionada a mansalva. Así es como se constituyeron la autoridad imperial de los Césares, el poder eclesiástico en los primeros siglos de nuestra Era, el poder dictatorial en las decadentes ciudades de la Edad Media y otros análogos. El mismo pensamiento directriz prevalece respecto a la autoridad real en Europa allá por los últimos tiempos del feudalismo. La fe en un emperador "por y para el pueblo" no ha muerto todavía en nuestros días.
A la par de esta corriente autoritaria, se afirmó constantemente otra corriente impulsada por la necesidad de revisar todas las instituciones establecidas. Desde la antigua Grecia hasta nuestra época, ha habido siempre individuos y tendencias ideales y de acción que perseguían, no la sustitución de una autoridad particular por otra, sino destruir la autoridad misma en el seno de las instituciones populares, sin crear una nueva en su lugar. Proclamábase a un mismo tiempo la soberanía del individuo y del pueblo y se trataba de librar a las instituciones populares de todo desarrollo autoritario; se luchaba por devolver libertad plena al espíritu colectivo de las masas para que el genio popular pudiera libremente reconstruir las instituciones de mutuo apoyo y protección en armonía con las nuevas condiciones y necesidades de la existencia. En las ciudades de la antigua Grecia y especialmente en las de la Edad Media, como Florencia y otras, pueden hallarse muchos ejemplos de esta clase de conflictos.
Se puede, por tanto afirmar también que en todos los tiempos han existido jacobinos y anarquistas entre los reformadores y los revolucionarios.
En el pasado se registraron de tiempo en tiempo formidables movimientos populares de carácter anarquista. Villas y ciudades se levantaban contra el principio de gobierno, contra los sostenedores del Estado, sus tribunales y sus leyes, y proclamaban la soberanía de los derechos del hombre. Negaban toda ley escrita y afirmaban que cada uno podía gobernarse a sí mismo conforme a los dictados de su conciencia. Trataban así de fundar una nueva Sociedad basada en los principios de igualdad, de total libertad y de trabajo. En el movimiento cristiano de Judea, bajo Augusto, contra la ley romana y su Estado y contra la moralidad, mejor la inmoralidad de aquella época, hubo, indudablemente, muy señalada tendencia anarquista. Poco a poco, este movimiento degeneró en sentido teocrático, adaptándose más tarde a la Iglesia hebrea y al mismo imperio romano, lo que, naturalmente, mató todo lo que en el cristianismo había de anarquista en sus comienzos, dio a las enseñanzas cristianas la forma romana de la autoridad y pronto se constituyó en el estado mayor de la autoridad, de la esclavitud y de la opresión. La semilla del “oportunismo” introducida en la cristiandad, se revela ya pujante en los cuatro Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles, o, por lo menos, en la versión de los mismos incorporada al Nuevo Testamento.
Del mismo modo, el movimiento anabaptista del siglo XVI, que en lo esencial inauguró y produjo la Reforma, se fundaba también en bases anarquistas. Pero lo mismo bajo la acción opresora de los reformadores que bajo los auspicios de Lutero, se aliaban los príncipes contra los rebeldes campesinos, aquel movimiento fue aniquilado por medio de una gran matanza de aldeanos y de las gentes más pobres de las ciudades. Entonces la Reforma degeneró poco a poco hasta convertirse en un compromiso entre la conciencia y el Estado, compromiso conocido en nuestros días bajo el nombre de protestantismo.
Resumiendo: el anarquismo tuvo su origen en la actividad creadora y constructora de las masas que elaboraron, en remotos tiempos, todas las instituciones sociales de la Humanidad, y en las rebeliones de los individuos y de las naciones contra los representantes de la fuerza -externa a dichas instituciones-, que al poner sus manos sobre ellas no hicieron más que utilizarlas en su beneficio particular. Todos aquellos rebeldes que clamaban por reintegrar al genio creador de las masas la necesaria libertad para que pudieran desenvolver su actividad creadora y construir las nuevas instituciones requeridas por los nuevos tiempos, estaban imbuidos del espíritu netamente anarquista.
En nuestros tiempos, la anarquía brotó de la misma crítica y de la propia protesta revolucionaria que dio nacimiento al socialismo en general. Mas una cierta parte de los socialistas, después de haber aceptado la negación del capitalismo y de la sociedad fundada en la sujeción del trabajo al capital, se detuvieron en este punto de su desenvolvimiento social. No osaron declararse abiertamente en contra de lo que constituye la fuerza real del capitalismo: el Estado y sus principales auxiliares, la centralización de la autoridad, la ley, hecha siempre por una minoría en su provecho exclusivo y una forma de la justicia cuyo objeto principal es proteger la autoridad y. el capitalismo. El anarquismo, por el contrario, no se detiene ante la crítica de esas instituciones, sino que dirige sus armas sacrílegas, no sólo contra el capitalismo, sino también contra los pilares del capitalismo.

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