Patricio de la Escosura fue un destacado político liberal en la primera mitad del siglo XIX. Siendo apenas un muchacho formó parte de la sociedad secreta de Los Numantinos, que le valió a Espronceda un destierro en Guadalajara, y participó activamente en las luchas políticas de aquellos años en las filas de liberalismo más avanzado. Sin embargo, se integró en el partido moderado, más por diferencias personales que por afinidades políticas, y con esa etiqueta vino a Guadalajara como Gobernador Civil en 1839, iniciando en tierras alcarreñas una sinuosa carrera política: ministro moderado con Narváez, conspirador contra él en la Vicalvarada, ministro de nuevo en el Bienio Progresista... En las Cortes Constituyentes de 1856 fue elegido diputado en las filas de la Unión Liberal, pronunciando en el Congreso el discurso que ahora reproducimos, tan brillante en su oratoria como confuso en su ideario.
Discurso en defensa de la estabilidad de la constitución.
Antes de oír el discurso que ha pronunciado el Sr. Coello, había yo pedido la palabra en contra del voto particular del señor Ríos Rosas, porque tenía obligación estrecha de tomar parte en el debate. En el momento en que se presentó el primer proyecto de bases de la constitución por la comisión respectiva, tuve el honor de someter á la asamblea un sistema de enmiendas, y digo enmiendas, no solo porque fueran muchas, sino porque en efecto se referían todas á un principio común. Vino la discusión de la base primera, y mi particular amigo el Sr. Olózaga se levantó á hacer algunas reflexiones sobre el orden en que convenía discutir las enmiendas y adiciones á las bases de la constitución; y yo, con la costumbre que tengo de deferir siempre al parecer ilustrado de S. S., convine desde luego en lo que propuso, y retiré la enmienda; digo mal, no la retiré; aplacé la discusión de las enmiendas para el tiempo que designaba el Sr. Olózaga. Durante mi ausencia llegó este tiempo.
Los Sres. Valera y Lasala me han hecho el honor y el favor (que yo agradezco mucho) de sostener algunas de ellas, y la mayoría de la comisión ha aceptado en su espíritu la relativa á la reforma de la constitución, que es la que nos ocupa en este momento.
Esta es la razón, señores, porque sin gran disposición para ello, porque tengo muy poca salud, me he creído obligado á tomar parte en el debate; pero si hubiera oído el discurso del señor Coello antes de tomar la palabra, no la hubiera usado.
Señores, lo declaro sinceramente; voy á hablar con profundo sentimiento. Yo creía que íbamos á discutir aquí simple y sencillamente la cuestión que el Sr. Ríos Rosas ha traído al palenque parlamentario.
Dice S. S.: enhorabuena que se tomen precauciones para variar la constitución; pero mis precauciones sonde esta especie; son de tantos grados menos que las de la minoría de la comisión.
Yo creía que íbamos á discutir esto; pero el Sr. Coello no ha querido que pasase esta ocasión, acaso la última propicia, de levantar de nuevo la bandera del partido de S. S., de protestar contra la constitución que tenemos hecha (y hablo de protesta en el buen sentido), de protestar contra la constitución que tenemos hecha, empezando desde sus cimientos, desde su base fundamental, desde el principio de la soberanía nacional, principio común á todos los que nos sentamos en estos bancos desde aquel extremo hasta aquel otro; principio, señores, que ha sido lícito discutir, que no me parece ya hoy lícito negar. Yo no tengo más que una medida; no tengo más que una idea de justicia, y esa se la aplico á todos: no creo lícito discutir la monarquía; no creo tampoco lícito discutir la soberanía nacional. Nosotros, representantes del pueblo, nosotros que en este recinto, y para los asuntos de nuestra competencia, somos soberanos todos juntos, hemos proclamado el principio de la soberanía nacional: no es lícito negarlo; no es lícito, de ninguna manera, discutirlo.
S. S. ha vuelto, y con pena mía, á hacernos otra edición del evangelio de la natividad de la revolución de julio; evangelio que no hay solemnidad política en que no se nos lea.
Desdichada condición tenemos, señores; desdichada condición: plantamos un árbol, y habiéndonos empeñado en no apartar los ojos de sus raíces, no queremos ver las ramas que brotan en la parte superior del tronco.
La revolución de julio fue porque fue; no podemos decirlo hoy ni el Sr. Coello, ni yo, ni nadie; somos incompetentes. Autores ó testigos apasionados de ese gran acontecimiento, no podemos juzgarlo; nuestro testimonio, sincero en cuanto á la conciencia del que lo da, es sin embargo de poco precio, porque tenemos el entendimiento alucinado por las preocupaciones de la pasión propia; dejemos á la historia el cuidado de juzgar ese acontecimiento, no le traigamos constantemente aquí; tomemos las cosas donde están; que no están por cierto, como ha indicado muy bien el Sr. Coello, no están en un terreno tan firme y desembarazado, que nos sea lícito prescindir de la actualidad para volver los ojos á lo que pasó.
Hablo, señores, con mucha pena de esto, y hablaré con mucha sobriedad, porque todo está en acción, todo está en peligro: de un lado se nos niegan las bases del principio de gobierno; de otro lado se nos escatima la libertad que debemos al cielo y que nos distingue de los brutos: estos dos riesgos son para mí igualmente temibles, y no quiero provocar escisiones en el campo de los defensores de la libertad y del orden. Yo no soy de los que creen que los partidos se robustecen con exclusiones, marcando banderas, dando pendones, señalando matices. ¿Qué ganamos en esto? ¿Qué ganará la patria, á cuyo servicio debemos consagrarnos principalmente? ¿Porqué discutir lo discutido y votado? ¿Por qué decirnos que le falta á la constitución para ser duradera un requisito que nosotros hemos creído que no necesitaba, que yo insisto en creer que no necesita? ¿Por qué obligarnos á volver á esta discusión y á parecer lo que no somos, ó á hacer lo que no parecemos? Ni uno ni otro será conmigo: costumbre tengo de verme mal parado, de ser desconocido, acusado hoy allí de anarquista, mañana aquí de retrógrado; costumbre tengo de vivir de mi propia conciencia; y haré esto hoy como lo he hecho otras veces: Dios se lo perdone al que mal de mi grado me trae á este terreno.
Se habla de Inglaterra, siendo esta la base de toda la argumentación, y se nos dice: ¿No os contentaríais con el grado de libertad política y civil en que aquel país civilizado se encuentra? ¿No sabéis que aquel parlamento es soberano siempre, á todas horas, en todas las cuestiones? ¿No sabéis que allí no hay constitución escrita? ¿Por qué pues, imitadores de la escuela inglesa, por qué negáis sus principios fundamentales y camináis por una senda enteramente opuesta?
Señores, ¿se puede hacer este argumento de buena fe? ¿Hay quien ignore la historia de la revolución inglesa? ¿Es menester que yo vuelva aquí (y siempre estamos en esto) á recordar su origen, desde la rebelión de los barones contra Juan Sin Tierra, y os diga cuánto ganó el estado llano sobre el elemento aristocrático, elemento siempre bastante ilustrado para ser el baluarte de la libertad y su defensor? Qué, ¿queréis comparar aquella nación con esta? ¿Por dónde? Los barones de Juan Sin Tierra, ¿fueron los que iban á Villalar bajo las órdenes del condestable de Castilla? ¿Hicieron el mismo papel? ¿Pueden tener los mismos derechos, la misma influencia en esta sociedad? ¿Qué comparación puede haber de revolución á revolución, de nación á nación, de índole á índole?
Dejadnos de comparaciones; bien sabéis rechazarlas á vuestra vez cuando no os convienen. ¿Por qué nos volvemos unos á otros eternamente este argumento que nada prueba? Vamos á hacer leyes para nuestro país, considerándolo tal como es, y eso nos basta; eso es lo que nos conviene; á eso estamos obligados.
¡Que el parlamento es soberano siempre! Sí: soberano era en tiempo de los Tudors; pero la energía, pero el amor al mando absoluto de aquella raza indómita, más indómita que la de los Plantagenets que les había precedido, sometió el parlamento y lo puso á sus pies. Vino después la raza enteca y débil de los Stuardos, que quiso imitar aquel ejemplo; preguntad á Cromwell y à las ventanas de Windsor cómo concluyó aquel drama.
Sí; soberano es el parlamento inglés, y allí no ofrece riesgos; pero por eso ¿hemos de declarar nosotros soberanos à nuestros parlamentos ordinarios? ¿Hemos de admitir para la reforma de la constitución lo mismo que hemos admitido para su formación primitiva?
Nosotros hemos dicho: soberanía nacional, que quiere decir: derecho inconcuso, imprescriptible, absoluto, de darse un pueblo las instituciones que mas convengan á su bienestar. Esta es la soberanía nacional: el pueblo creando las instituciones que le parecen convenientes, y esto sin reconocer para nada instituciones preexistentes. Yo siento decir esto; era innecesario; pero al fin tengo que decirlo, porque yo no miento nunca á mi conciencia política: caiga la responsabilidad de esto sobre quien me provoca.
Para mí desde 1812, ¿qué digo? Desde ab eterno, todas las instituciones en España tienen su fundamento legal en la constitución; tienen por funciones legales las que ella les asigna; no tienen más derecho que ese; en la constitución está todo; fuera de ella no hay nada. Ved aquí como es imposible comparar á Inglaterra con España; ved aquí por qué en Inglaterra no hay constitución escrita: en Inglaterra hay tradición; en Inglaterra no hay orden legal; en Inglaterra hay una sanción legal de lo que la nación ha consagrado, y estas son dos cosas distintas. Eso es lo que no ha querido la revolución de julio; eso es lo que quería el partido conservador, y hacia bien, estaba en su derecho al quererlo, levantando su bandera y diciendo: no votéis la soberanía nacional; no decretéis la monarquía; no tenéis más que reconocerla; pero nosotros hemos dicho: Todos, desde el demócrata más avanzado hasta el progresista más lento, todos profesamos el dogma de la soberanía nacional y decretamos la monarquía. Estos son hechos; son más que hechos, son verdades; son más que verdades, son principios consagrados por la ley fundamental del Estado, indiscutibles ya desde que se han votado.
Esta es la verdad: y cuenta, señores, que no pretendo yo en lo más mínimo lastimar el principio de autoridad, el principio de gobierno, principio indispensable si no hemos de ver siempre á la libertad víctima de los excesos de algunos que pretenden ser sus más ardientes defensores. Con el mismo calor, con la misma energía con que como diputado defiendo en este sitio el principio de la soberanía nacional, con el mismo calor, en este mismo sitio, con el mismo carácter de diputado he defendido, defiendo y defenderé siempre el principio de gobierno, el principio de la monarquía que nosotros hemos votado y sancionado como clave de todas las demás instituciones; porque nosotros, señores, tenemos la fortuna envidiable de ver ir en esto la teoría acorde con el sentimiento nacional.
Pues bien: sentado el principio de la soberanía nacional; sentado que á un pueblo, solo por medio de sus representantes, expresamente elegidos para esto, le es lícito revisar la constitución, ¿cómo hemos de admitir la doctrina que sustenta el Sr. Coello?
Yo no puedo mirar el discurso de S. S. más que como una protesta, en el buen sentido de la palabra, como una protesta de conservación de principios. Yo no sé, señores, si ciertas protestas de conservación de principios parciales son muy oportunas y muy convenientes para la causa pública; yo no sé, señores, si cuando todos convienen en que nos rodean peligros y nos amenazan los enemigos, es conveniente en la víspera de la batalla, ya de la derecha, ya de la izquierda, dejar descubiertos los flancos para hacer más segura nuestra derrota; yo no quiero cargar sobre mí esa responsabilidad; yo creo que todos estamos en el deber, en la obligación de apartarnos tanto de un extremo como de otro; que todos debernos ir fijos mirando la estrella que ha de sacar á puerto de salvación la nave del Estado, sin dar en ningún escollo, hermanando la libertad con el orden, el orden con la libertad, de modo que el orden no oprima á la libertad, de modo que la libertad no comprometa al orden: yo creo que sobre los que así no lo hacen cae una grave responsabilidad; pero á cada cual su conciencia: á mí me basta la mía.
Si nosotros admitiésemos el principio de la soberanía parlamentaria para la reforma de la constitución, ¿no sería esto, sobre falta de lógica, una condenación expresa de nuestros principios, de nuestro sistema? ¿De dónde saca el Sr. Coello que la misma competencia que tenemos nosotros, ha de tenerla el parlamento que venga después? ¿Por dónde ni cómo? El parlamento que venga después de nosotros, respetable será y mucho; pero no será más que un poder constituido, una institución que vendrá à funcionar dentro de la órbita que la constitución le haya marcado; y será culpable, será responsable, si de esta órbita se sale, mientras nosotros somos la representación directa de la nación española soberana. Esto, señores, no admite comparación ninguna. Nosotros somos esa representación legítimamente, porque los electores sabían para qué nos elegían; nosotros, repito, lo somos legítimamente, muy legítimamente.
Mal que les pese á todos los que por distintos motivos tienen deseos de protestar contra nuestras decisiones, y amenguar desde su origen nuestra autoridad, somos esa representación legítima, porque ni en España ni en pueblo alguno ha habido nunca elecciones tan libérrimas como las á que hemos merecido la honra de venir á esta asamblea: lo somos porque el tiempo trascurrido, que tan largo parece al Sr. Coello y á otros señores, desde que nos reunimos, no es bastante para que haya variado radicalmente la opinión pública; porque en este tiempo, cuando llegue el día de la justicia para nosotros, que llegará pronto, señores diputados, cuando llegue ese día, se verá que hemos hecho más que la mayor parte de las asambleas que ha habido en el mundo. ¿Qué hemos encontrado?
El Sr. Coello acaba de decirlo, señores diputados; ¿qué hemos encontrado? Ruinas de la administración y del gobierno. Sólo el Trono: ese (no soy yo, es el Sr. Coello quien lo dice) en grave peligro; ese amenazado de cerca por las olas de la revolución. Y qué, ¿á nosotros que con tanta economía de sangre, nosotros que sin una sola ley de proscripción, sin una sola ley de proscripción, repito, diputados de la nación española (y os lo recuerdo porque debéis envaneceros de ello), sin una sola ley de proscripción, sin una sola acusación formulada, sin una sola, diputados de la nación española (que tal es la generosidad del carácter de la mayoría progresista, y así sois, y así seguiréis y así moriréis); à nosotros que durante este tiempo hemos acertado, sin mengua de la libertad, sin mengua de nuestras opiniones, á prestar apoyo al gobierno presidido por el ilustre duque de la Victoria; á ayudarle á conservar el orden y á extirpar la facción carlista; á tener en respeto á los conspiradores de toda especie; à nosotros que hemos votado un presupuesto y estamos à punto de votar otro: que hemos hecho un sinnúmero de leyes... A nosotros, repito, ¿se nos puede decir con razón, habiendo hecho todo eso, que hemos perdido el tiempo? ¿Somos culpables porque en año y medio, con algún intervalo, y no llega al año y medio, no hayamos acabado una constitución, que no es tampoco una obra tan fácil como se presume? Oigo decir que son trece meses: mejor; mas fuerza tiene mi argumento.
La impaciencia humana es mucha. El que aguarda con el reloj en la mano, presume que cada segundo es un siglo; y cuando conoce que ha vivido de prisa es al borde de la tumba: entonces pues, al borde de la tumba se nos hará justicia. Dejémoslo para entonces.
Ahora, señores, no cree el Sr. Coello que es una consecuencia lógica del principio de soberanía nacional lo que la mayoría de la comisión y de los diputados sostienen, porque estoy seguro de que los diputados que componen este congreso, todos, al cabo, vendrán á votar "lo que se propone. Teme S. S., presume S. S. que nosotros tenemos tres temores. Aquí por lo visto se está en la creencia de que la mayoría del partido progresista somos un ente de tal naturaleza, que no sabemos lo que sentimos, que no sabemos lo que deseamos, si de la izquierda ó de la derecha no se nos viene á explicar. Todos los días tenemos el gusto de recibir una revelación de nuestra propia conciencia, revelación sin la cual no podríamos existir. Triste idea se tiene de nosotros; pero en fin, voy á hacerme cargo de esa idea y á negar lo que se nos atribuye.
Tres temores dice el Sr. Coello que tenemos. El uno es la disolución de estas cortes por el gobierno. No diré más que una palabra á S. S. Para mí, desde el ilustre duque de la Victoria hasta el último ministro que se sienta en ese banco, todos son liberales progresistas; todos ellos, sin excepción ninguna, están tanto ó más interesados que yo en la conservación de la situación actual; y si yo no creyera eso, si yo presumiera que en ese banco se sentaba alguno, ó algunos, ó todos, siquiera fuera el mismo duque de la Victoria (de quien yo puedo decir que es el hombre á quien más respeto en el mundo, porque tengo la desgracia de no tener padre); siquiera, digo, fuese el ilustre duque de la Victoria à quien yo creyera capaz de atentar contra la idea que yo sustento de la soberanía nacional, tan escandalosamente como lo sería tratando de disolver estas cortes hasta el punto y hora en que ellas, en uso de su soberanía decretaran que su mandato ha terminado; si yo creyera tal cosa, repito, de ninguno de los ministros, hace tiempo que estaría combatiendo contra ellos sin tregua ni descanso. Y no digo más, porque esto es el sentimiento universal de estas Cortes. A ninguno de ellos ha podido ocurrir tan menguado pensamiento; pero si tal sucediera, yo, primero con mi voto y después de otro modo, procuraría oponerme y concitaría à la nación para que se desembarazase de ese gobierno.
Advenimiento de los moderados. Este es el segundo temor. Señores, francamente, si yo temiera el advenimiento, si yo creyera posible en el orden racional de los sucesos el advenimiento de los moderados á que ha aludido el Sr. Coello, y de los cuales, si no he comprendido mal su discurso, está divorciado S. S., por lo cual le felicito, tanto por S. S. como por el país; si yo creyera posible el advenimiento de esos hombres al poder, y no encontrara una docena siquiera que quisieran venir conmigo aun monte á morir con las armas en la mano, ya estaría emigrado; seria la quinta vez que se me liaría ese obsequio. No, señores; hoy no, directamente no; hoy no vienen; hoy no pueden venir; no los temo: hoy pueden trastornar el orden; hoy pueden crear complicaciones; hoy pueden detrás, detrás de otros, hacernos mucho daño; hoy pueden como la pólvora enterrada, levantar el terreno debajo del cual están operando; pero en el campo de batalla no los espero hoy todavía; no los espero nunca, y menos mientras haya hombres al frente de la situación que los conozcan como los conocen algunos, y tengan la resolución que reconozco en ellos.
No es eso lo que yo temo, ni temo tampoco á los carlistas. Su bandera está desacreditada; su bandera es la bandera de lo pasado; es una bandera sembrada de huesos y calaveras, que si tiene alguna luz, es la que reflejan las llamas de la inquisición. No: yo no temo tampoco ese partido. ¿Los absolutistas?, ¿absolutistas aquí sin ser carlistas? ¡Utopía!
Les permito fundar una academia: tan poca importancia les doy. No temo eso; otra cosa temo yo. Lo que temo es la reacción en los dos extremos opuestos del partido liberal, porque las reacciones en el discurso de nuestra vida nos ha comprometido á casi todos; lo que temo es la impresionabilidad meridional de nuestro carácter, que hace que cuando vemos acometida la libertad no paremos hasta destruir todos los diques, y cuando vemos en peligro el orden no paremos hasta enterrar la libertad en una mazmorra. Eso es lo que yo temo. Cuando viene el peligro desembozado; cuando se practica francamente la anarquía ó el despotismo, la sensatez de esta nación hace justicia á unos y á otros: ayuda á una docena de soldados, y concluye todo como acaba de terminar en Cataluña.
No; á nosotros mismos, á nosotros mismos es â quien yo temo; á nosotros, que no nos queremos convencer de una cosa: de que los principios liberales y conservadores puestos en oposición son un absurdo, son hasta un delito. Conservar quiere decir mantener lo bueno; progresar quiere decir destruir lo malo; y es absurdo, es criminal poner de un lado la destrucción de lo malo y de otra la conservación de lo bueno. ¿Cómo queréis que haya nada bueno si no destruimos lo malo? ¿Cómo queréis destruir lo malo si no conserváis lo bueno? ¡Conservador!
Pues por conservador me ataca á mí el Sr. Coello, advertidlo, señores diputados: el Sr. Coello niega el principio de estabilidad de las leyes fundamentales, y disputa palmo á palmo el terreno en esta cuestión, diciendo: que ya que hagamos estable la constitución, no demos esta estabilidad á las leyes orgánicas. El señor Coello es conservador; yo sin embargo siendo progresista quiero que unas y otras leyes tengan la misma estabilidad, y que solo se varíen por quien tiene derecho á hacerlo. Advertid esto, repito: pensando así respectivamente, yo sin embargo no soy conservador y el Sr. Coello lo es.
Pero, señores, ¿es esta una cuestión entre legisladores ó una disputa entre sofistas griegos? ¿De buena fe se nos ha olvidado ya lo que acaba de pasar entre nosotros? Las barreras legales son inútiles, se nos dice; pero yo digo que con ese argumento se acaba con la sociedad y se niega hasta la existencia del Ser Supremo; porque ese argumento, en fuerza de probar mucho, no prueba nada. ¡Cómo! Porque no haya asesinatos y parricidios, ¿no ha de haber leyes contra el asesinato y el parricidio? ¿Qué vais a conseguir? Además de la víctima tener que sacrificar al delincuente.
Este es el argumento que hace el Sr. Coello: no lo hace en concreto, pero sí en abstracto.
Y tiene más analogía de la que yo mismo creí el ejemplo que he propuesto, porque verdaderamente es un parricidio infame el que comete un gobierno atacando la constitución que se le ha confiado en depósito; es un delito como el que comete el militar que entrega su bandera al enemigo. Cuando el gobierno traspasa la barrera de la legalidad para sus malos intentos (y no hablo del ente ministerial, sino de una fracción que puede venir á apoderarse del parlamento por circunstancias que todos hemos visto); cuando el gobierno, digo, traspasa esa barrera legal, ¿qué hace? Conspirar: entonces el gobierno conspira. ¿Y qué sucede? Lo que últimamente ha sucedido: que cuando el gobierno conspira, hasta el Sr. Coello, siendo conservador, se creyó con derecho á conspirar también, y tiene razón. ¿Qué sucedió últimamente?
Que cuando se anunció la reforma constitucional por el señor Bravo Murillo, un gran número de individuos del partido conservador creyó esa reforma un atentado, y emitió su opinión. Vino el ministerio siguiente, que creyó poder realizarla por un golpe de Estado, y entonces salieron las lanzas á los campos de Vicálvaro.
Pues qué, ¿es poco obligar al poderoso á que se quite la máscara y se despoje de toda hipocresía? ¿No sabe el Sr. Coello que la ambición de todos los Uranos es ejercer su tiranía con el antemural de la ley?
No: vengan esas leyes que producirán dos bienes: uno, el que acabo de indicar, de obligar al poder á que se quite la máscara; otro, enseñar al pueblo sus derechos y darle medios de que conozca cuándo se le quieren quitar. Por eso queremos establecer ese trámite; por eso el Sr. Ríos Rosas, en su sistema, distinto del mío, pero en su esencia liberal como el mío, quiero también que para hacer esa reforma sea preciso advertirlo á fin de que el pueblo lo sepa, y para que se sepa también el objeto con que elige sus representantes.
Pero ¿por qué, dice el Sr. Coello, dais esa estabilidad, no solo á la constitución, sino también á las bases de las leyes orgánicas? La respuesta es obvia. Yo no quiero resucitar una cuestión resuelta ya por las Cortes; porque las cortes han resuelto en un acuerdo leído aquí hace pocos días, que las bases de leyes orgánicas formen parte integrante de la constitución del Estado. ¿Y para qué pedía yo, y por qué me hizo el favor la comisión de admitirlo, y otros señores diputados de defenderlo, en ese caso, que formaran parte de la constitución? ¿Por qué, Sr. Coello? Porque he presenciado yo, de visu, como las cortes constituyentes de 1836, al acabar la constitución de 1837, y al retirarse á sus casas sin hacer las leyes orgánicas, vieron su obra falseada por esas mismas leyes. ¿Por qué, señor Coello? Porque siete años continuos, de día y de noche, sin tregua ninguna, he luchado contra nuestra ley orgánica electoral inútilmente. Por eso. ¿Por qué? Porque he visto, en virtud de esas leyes orgánicas, llegar aquí los diputados progresistas en dosis homeopáticas, y no quiero eso.
Yo, mayoría hoy, quiero la libertad más completa y absoluta en las elecciones; quiero que vengan aquí todas las opiniones; y no lo quiero en mi interés, sino en el interés del gobierno, en el interés de mis principios, porque las opiniones manifestadas en este sitio son siempre una válvula de seguridad.
¿Cómo se ha olvidado á la ilustración que yo reconozco en el Sr. Coello, y que nadie le niega, que sea cual fuere la constitución que me dé, como yo tenga las facultades de hacer las leyes orgánicas, haré que la constitución sea á mi gusto? ¿Y para qué quiere S. S. que incurra yo en la inocentada, por no decir otra cosa, de contentarme con que no se pueda tocar á la constitución, si se consiente que puedan hacerse las leyes orgánicas de otra manera? ¡Bueno fuera, vive Dios!
S. S. ha entrado después en una cuestión que es muy poco de mi competencia. S. S., en uso de su derecho, se ha dirigido á las personas que pertenecen á su comunión política, dándoles un consejo. Yo no hablaría de esto, señores, porque no tengo la pretensión de querer dirigir los partidos que no tienen mi bandera, pues no me sucede lo que á una porción de personas con respecto al partido progresista; yo dejo que cada cual haga en esa parte lo que tenga por conveniente, y solo procuro defenderme cuando se me ataca; por consiguiente, allá se las haya S. S. con sus conservadores; conservadores no sé de qué, porque muy poco tienen que conservar: allá S. S. con los suyos, y hablo en materia de instituciones, porque no puedo hablar de otra cosa; entiéndase bien lo que quiero decir: allá S. S. con los suyos, que en esto no me toca tomar parte; pero S. S. ha dicho algunas frases sobre las cuales es muy conveniente que yo llame la atención de la asamblea.
Decía S. S. si es mejor para el partido à que S. S. corresponde la política activa en la forma que la han adoptado algunos ó la política del retraimiento que han aconsejado otros; y S. S., aprobando la primera, aconsejaba á los conservadores que tomen parte en las cuestiones para moderar y dirigir la revolución; obra que me parece superior por ahora á sus fuerzas, porque la revolución española no necesita que la moderen, y esto sin que yo pretenda canonizarla, sin que yo pretenda probar que no se hayan cometido algunos errores, sin que yo pretenda que no haya habido culpa alguna; pero es lo cierto que de cuantas revoluciones ha habido en nuestro país, ninguna ha sido más moderada, ninguna más templada que la que hoy tratamos de sancionar con esta constitución.
Pero S. S. ha citado un ejemplo, el ejemplo de la Francia en el año de 1848, y S. S. decía: ¿se retiraron los conservadores cuando vieron la proclamación de la república? No: acudieron á las urnas electorales; fueron á la asamblea; tomaron parte en aquellos trabajos, y discutieron su constitución. Ahora bien: yo reclamo vuestra atención, señores diputados, para que examinéis las consecuencias de esa conducta de los conservadores en parte, pues que otros tuvieron también la culpa: ved, repito, las consecuencias.
¿Qué se ha hecho de la república proclamada el año 48?
Para dirigir una revolución, para moderarla, para llevarla por el buen camino, la primera condición es comprender profundamente su espíritu y sus tendencias; esa es la condición necesaria, y no esperéis, señores diputados, no esperéis que vengan los moderados á dirigirla bien, aunque así lo quieran, porque no podrá hacerlo ninguno que no profese vuestros principios, que no siga con vuestra bandera, que no tenga vuestra fe, vuestro mismo símbolo, vuestras constantes y naturales creencias. Marchad unidos, señores, con la vista al frente, confiando unos en oíros y cerrando los oídos á esos consejos que parecen benévolos y no pueden conduciros más que á vuestra ruina.
Resumiendo, señores: el principio de la soberanía nacional nos ha conducido lógicamente á que la constitución se haga, se decrete y sancione por estas cortes: esta constitución irá á la aceptación de S. M.; y yo sin querer prejuzgar cuestión ninguna, y hablando con el respeto con que siempre procuro hablar de tan augusta persona, creo que esta constitución será aceptada, y que una vez que lo sea, sus riesgos no vendrán nunca de ahí; nunca: yo me atrevo á constituirme fiador de ello; añadiendo que no sería más duradera después de sancionada, que lo ha de ser después de aceptada: su riesgo podrá venir solamente de los que se oponen á su espíritu, porque no quieren que vaya tan adelante, y de los que la quisieran precipitar más de lo que nosotros deseamos.
Respecto á las bases de las leyes orgánicas no puede haber cuestión sobre si son ó no parte integrante de la constitución: las cortes lo han querido así, y han hecho bien, porque esto es una consecuencia lógica del sistema que se han propuesto. Cuando vengan esas bases cardinales, los señores diputados aprobarán lo que en esas leyes debe haber de inalterable y de indispensable, y eso es lo que dejarán. Yo también quiero ser económico en materia de bases: cámbiese en buena hora lo que la influencia de las circunstancias pueda requerir; pero de ninguna manera lo que deba ser estable y permanente, porque no hay que temer que vengan necesidades tan imperiosas de abrir la puerta á las reformas, que no den tiempo para acudir á los comicios del pueblo, ó que no den lugar á que se reúnan los colegios electorales. Esos peligros no acontecen nunca, más que cuando hay conatos de tiranía y cuando hay conatos de insurrección. Contra los conatos de tiranía, los campos de Vicálvaro. Contra los conatos de insurrección, la artillería del gobierno. No hay más remedio.