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21 de diciembre de 2011

La República exiliada y Estados Unidos

Emblema de Izquierda Republicana, México, 1950 (Archivo La Alcarria Obrera)

En 1939 la República española fue derrotada militarmente; para los que la habían defendido con la pluma o con el arma comenzó un duro período de muerte, represión y exilio, para todos los que habían vivido bajo su régimen cayó la larga noche de piedra del franquismo. Sobre los que vivieron trasterrados recayó la responsabilidad histórica de mantener en pie las instituciones legales de la vencida República; sin el apoyo unánime de los partidos y sindicatos que habían luchado contra los militares que la habían derribado y, además, con la solidaridad menguante de unas naciones que fueron vencidas por el pragmatismo y la Guerra Fría. Cada vez más solos, cada vez con menos recursos, cada vez con menos ayuda de los exiliados y cada vez con menos eco en la España franquista, los republicanos se empeñaron en continuar leales a una República en la que creyeron. Reproducimos el documento que Álvaro de Albornoz hizo público para tratar de evitar el reconocimiento internacional y la admisión en las Naciones Unidas del régimen del general Franco en 1950.

VALOR Y EFICACIA DE LA RESOLUCION DE LA O. N. U. DE 1946
En la resolución adoptada por la Asamblea de las Naciones Unidas en 12 de diciembre de- 1946, culmina una serie de declaraciones que tienen como punto de partida la carta del Atlántico de agosto de 1941. En este inolvidable -aunque por lo visto, olvidado- documento, lanzado cuando los soldados de Hitler tenían la planta asentada sobre toda Europa, se prometía la devolución de la soberanía plena y el libre ejercicio del gobierno a cuantos pueblos hubieran sido privados de ellos por la fuerza. Siguió, tras la Declaración de las Naciones Unidas de 1 de enero de 1942 y la Conferencia de Teherán de diciembre de 1943, la trascendental Declaración de Yalta de 1945, en que las tres grandes potencias democráticas, Gran Bretaña, Estados Unidos y Rusia, se comprometían a ayudar a los pueblos de Europa liberada y a los de los antiguos Estados satélites del Eje, entre los que indiscutiblemente se encontraba España, a resolver por procedimientos democráticos sus problemas políticos y económicos más urgentes y a la restauración de los derechos soberanos y de auto-gobierno en provecho de aquellos pueblos que habían sido privados de ellos brutalmente por las potencias de agresión. Era, manifiesto, sangrante, el caso de España, cuyas instituciones republicanas, y con ellas todas las libertades, habían sido destruidas por las armas de Hitler y Mussolini al servicio de los rebeldes contra el régimen legítimo de su país, como debían declarar después solemnemente las propias Naciones Unidas. A esta inspiración responde la resolución de San Francisco de junio de 1945, que declara inaplicable la Carta de las Naciones Unidas a "Estados cuyo regímenes han sido establecidos con la ayuda de fuerzas militares de los países que han luchado contra las Naciones Unidas mientras esos regímenes permanezcan en el poder". Hay, después, la Declaración de Potsdam de 2 de agosto del mismo año, suscrita por los Estados Unidos, Rusia y Gran Bretaña, en que los tres Gobiernos afirman que "no apoyarán el ingreso en las Naciones Unidas del Gobierno de Franco", "el cual, establecido con la ayuda de las Potencias del Eje, no posee, dados sus orígenes, su naturaleza y su estrecha asociación con los países agresores, las cualidades necesarias para formar parte del organismo expresado". Y la Asamblea de Londres de febrero de 1946 reitera las declaraciones de San Francisco y de Potsdam. La resolución de las Naciones Unidas del 12 de diciembre de 1946 no es, pues, una novedad, una improvisación, una sorpresa, un arrebato debido a las circunstancias del momento; es menos el resultado de una maniobra en el seno de un organismo que todavía no se halla dividido en bloques ni es aun teatro de las enconadas luchas de la guerra fría. Es la consecuencia, lógica en cuanto a los principios políticos y necesaria conforme a las premisas morales, de toda una serie de manifestaciones, declaraciones y resoluciones anteriores que tienen el valor y el prestigio de actos de los más importantes Gobiernos y del más alto organismo internacional. Derogar esa resolución, suprimirla, borrarla, sería tanto como borrar de la historia la guerra por la democracia y por la libertad de los pueblos, olvidar los millones de muertos y todas las crueldades horribles de que fue la primera víctima el pueblo español, y considerarla como un error en que se ha persistido distraídamente, inadvertidamente, sería tanto como demostrar ante el mundo que la más encumbrada diplomacia no es sino un juego de una espantosa frivolidad.
Lo convencional en la diplomacia, aun siendo ésta del estilo más desenfadado, tiene un límite infranqueable, que es el respeto a la evidencia de los hechos. Y ese límite; que la diplomacia del Estado más poderoso no puede rebasar aunque quiera, se traspasa cuando se dice que la resolución de las Naciones Unidas de diciembre de 1946 sólo sirvió para vigorizar al régimen de Franco, y para unir en torno al dictador, por patriotismo, por españolismo, a la gran mayoría del pueblo. Si lo primero fuese cierto, todos los órganos de publicidad del Estado fascista español pedirían a grito herido que se mantuviese el boicot internacional contra Franco, en vez de combatir con las mayores violencias de lenguaje, al modo chabacano de la demagogia falangista, tanto la resolución de la ONU como a sus más ilustres defensores y a los países que representan , Y en cuanto a lo segundo, si puede darse el caso de que un pueblo se agrupe en torno a un dictador cuando la independencia del país es amenazada o el honor nacional gravemente ofendido, los ataques a la tiranía que se producen en el exterior confortan a la opinión independiente de dentro, cuyo júbilo se manifiesta en la forma que la vigilancia policíaca consiente. Prueba de ello, la singular, extraordinaria simpatía de que en España goza ahora México, el México de Cárdenas, de Ávila Camacho y de Alemán. La silueta de un artista, el esbozo de una danza o el preludio de una canción mexicana son bastante para que el entusiasmo del público desborde en los cines y en los teatros. Es el amor y la gratitud hacia el pueblo en que viven libres los padres, los hermanos, los esposos, los hijos, al amparo de un Estado que afirma los principios que tantos olvidan y practica la solidaridad democrática que tantos ignoran negándose a reconocer el régimen espurio que avasalla y deshonra a España.
Y si la resolución de las Naciones Unidas de diciembre de 1946 no fue todo lo eficaz que debiera, la culpa no es del pueblo español, ni puede atribuirse a ninguna modalidad psicológica suya, sino del propio organismo internacional que la dictó y cuyo Consejo de Seguridad no cumplió las recomendaciones que le hizo la Asamblea. Porque éstas no se limitaban al retiro de los embajadores y ministros plenipotenciarios acreditados en Madrid, sino que además de excluir a la España de Franco de todos los organismos internacionales establecidos por las Naciones Unidas o que tengan nexos con ellos, así como de la participación en conferencias u otras actividades de los Estados miembros "hasta que se instaure en España un Gobierno nuevo y aceptable" encomendaban al Consejo de Seguridad, si dentro de un plazo razonable no se constituía en España un Gobierno que garantizara los derechos fundamentales y convocara al pueblo a elecciones libres, la adopción de las medidas necesarias para remediar tal situación. Nada hizo el Consejo, no obstante agravarse en España las manifestaciones de la tiranía, como lo demuestran informaciones y estadísticas que corren por el mundo, y nada hizo la Asamblea en sucesivas reuniones, a pesar de las voces tan autorizadas como elocuentes que resonaron en su tribuna. Por el contrario, se consintió que pequeños Estados -pequeños unos por su extensión y otros por su escasa autoridad moral- desconocieran irreverentemente la resolución de diciembre de 1946 y enviaran a Franco como un obsequio los embajadores o ministros de sus dictadores de mayor o menor cuantía, ya que no de sus pueblos. Legisladores que no se rasgan las solemnes vestiduras, sino que se las dejan salpicar de indelebles motas irónicas. Y así se llega -mientras Franco, el homúnculo surgido de la retorta de Hitler y Mussolini, debelador de masones ya que no pudo serlo de imperios, se burla de los colosos de la democracia, ante todo anhelantes de hacerse perdonar el triunfo sobre el nazismo y el fascismo- al anuncio de saldo del franquismo en liquidación de inusitada bancarrota internacional.
DISIMILITUD ENTRE EL CASO DE RUSIA Y EL DE LA ESPAÑA DE FRANCO
El argumento de que si se mantienen relaciones diplomáticas normales con la Rusia soviética y los Estados de su Esfera de influencia no hay razón para no sostenerla de igual modo con la España fascista es simplemente una falacia. Prescindiendo de toda comparación entre los dos regímenes, el soviético, plausible o vituperable, no se debe a la intervención extranjera, sino a un gran movimiento de la historia del mismo pueblo ruso, el cual es un hecho nacional inconfundible. La Rusia soviética existe desde 1917 y uno de los primeros Estados en reconocerla fue la Italia de Mussolini. Las democracias, europeas, aun dirigidas por estadistas conservadores, habían celebrado pactos con ella, no considerándola extraña a la vida continental. Pero; sobre todo, la Rusia soviética fue un aliado de la Gran Bretaña y de los Estados Unidos en la lucha contra las potencias del Eje. En qué medida el esfuerzo soviético contribuyó a la victoria común es asunto que corresponde a los técnicos. Mas el heroísmo ruso, que atestiguan millones de muertos, pertenece a la historia universal, en cuyas crónicas figuran entrelazados, en juntas y conferencias memorables, los nombres de Roosevelt, Churchill y Stalin.
Y los Estados llamados hoy desdeñosamente satélites de Rusia, cuyos regímenes tampoco importa considerar de momento, figuraban entonces en la gran constelación que se oponía a la totalitaria, y giraban indistintamente alrededor de las grandes estrellas del firmamento democrático. Polonia, Checoeslovaquia y Yugoeslavia tenían en Londres sus gobiernos en el destierro. Y no se pedía a los caudillos que en los países invadidos luchaban por la independencia nacional su cédula política, sino que eran aplaudidos y exaltados como héroes, no habiéndose formado tampoco ningún comité para investigar, el día del triunfo, la documentación de los libertadores.
La España de Franco fue, por el contrario, un aliado de Hitler y de Mussolini. Llegó en las manifestaciones de solidaridad con las potencias agresoras a la mayor insolencia. Felicitó a Hitler victorioso mediante despachos en que el entusiasmo era adulterado por la adulación y el servilismo. Celebró la caída de parís con ignominiosa alegría. Creó obstáculos y dificultades en Marruecos, pretendiendo apoderarse de Tánger, y alimentó a los submarinos alemanes e italianos en el Mediterráneo y en el Atlántico. Envió a Rusia la Legión Azul para dejar constancia de su intervención material en la guerra. Sometió al pueblo español a las privaciones más crueles en beneficio de los combatientes totalitarios. Y adonde no podían llegar las armas impotentes eran dirigidos el insulto y la procacidad. Todas las inepcias, todas las estolideces que la incomprensión del espíritu angloamericano sugirió a los ingenios más romos de los países latinos eran recogidos y recopiladas en artículos y panfletos. Se denigraba en las aulas a la revolución inglesa por su carácter hipócritamente puritano y tiránicamente anticatólico. Los Estados Unidos particularmente eran objeto de los ataques más soeces El sentido materialista e inferior de su civilización figuraba como un tema en los programas de la enseñanza secundaria. Otro tema era la inmoralidad financiera de la gran República. ¡Quién lo hubiera dicho a los excursionistas periféricos del Capitolio y a los plantadores y dueños de rebaños de la Florida y de Texas que se enternecen con las angustias del dictador español! Bien informados, no se hubieran dejado ganar por la superchería.
LOS ESTADOS UNIDOS FRENTE A LAS DEMOCRACIAS DE EUROPA
Europa ya no es la potencia material de otros tiempos, pero es todavía la cultura que sirve de fundamento espiritual al mundo contemporáneo. Políticamente, la Europa actual es el punto de confluencia de tres movimientos cuya savia no se ha agotado aún: el liberalismo británico, la democracia francesa y una nueva concepción de la historia debida a la filosofía alemana. Es la civilización hija del Renacimiento, de la Reforma y de la Revolución. España e Italia, aletargadas durante siglos, contribuyen al movimiento renovador del mundo con la profunda gestación de los ideales democráticos que florecen en el siglo de Castelar y de Mazzini. Y es esta civilización, en cuyo seno se han ido elaborando las doctrinas políticas y sociales que han prevalecido en la última centuria, la que opuso valladar insuperable a las fuerzas obscuras y tumultuosas que se lanzaron con Hitler y Mussolini, bajo el escudo da la barbarie gótica, al asalto de la conciencia moderna.
La misma civilización en que se embotaron, destructoras, pero impotentes, las armas de los grandes dictadores repele al epígono que señorea aún, con escándalo de la opinión universal, los destinos de España. De Churchill a Stalin, todos los votos de egregia calidad son contrarios a la dictadura abominable que esclaviza al pueblo español. Le son hostiles todos los partidos, no sólo los comunistas, sino los socialistas moderados, los republicanos burgueses, los liberales clásicos, los demócratas cristianos. Todos los gobiernos, desde las monarquías del norte, acrisoladas en la moral puritana y vivificadas por el socialismo humanista, hasta las democracias populares del centro y del mediodía, consideran el régimen fascista español como una monstruosa supervivencia. El propio Vaticano, sensible a la opinión dominante en la misma Italia, trata de ahuyentar al siniestro personaje que lo ronda como un espectro. Europa entera rechaza como a un cuerpo extraño, no ya ajeno a su vida política, moral, cultural y espiritual, sino perteneciente a un extinguido período geológico, al peligroso fósil que se dejó olvidado allende el Pirineo la victoria aliada.
Y no es sólo repudio de una civilización, repugnancia de una cultura y hostilidad de un sistema político y social. Es asimismo prevención y alarma de grandes y graves intereses que se sienten comprometidos. Inglaterra sabe bien cuánto hay de enemiga irreconciliable y de oposición irreductible al espíritu británico en el fondo de la reacción española de que Franco es el más caracterizado exponente. Francia necesita verse libre de la puñalada por la espalda lo mismo en los Alpes que en los Pirineos. Italia no ignora que la sombra de Franco es el fantasma de Mussolini, como la restauración de los Borbones sería la restauración de los Saboya. Toda organización de Europa es imposible si a la caperuza democrática sigue una turbulenta cola fascista. La unidad continental a base de Francia y de Alemania requiere firmeza y seguridad en los contrafuertes del Mediterráneo lo mismo que en los escandinavos. La Federación latina exige un triángulo equilátero que no pueden formar dos democracias republicanas y una dictadura fascista. Los mismos pactos en vigor; del Benelux al del Atlántico del Norte, prendidos con los alfileres de plan Marshall, serían resquebrajados por la desconfianza y el recelo que no podría menos de inspirar un elemento extraño y perturbador. Y en cuanto a la cooperación militar, la espada de Franco, traidor a sus progenitores en la desgracia y en la muerte, sería la espada de Damocles sobre las cabezas de los soldados de la libertad.
La pobreza puede llevar a Europa circunstancialmente a posiciones y actitudes subalternas impropias de su genio y de su prestigio. Mas por encima de la coyuntura y la emergencia está el alma permanente de los pueblos. Y es el alma de Europa lo que necesitan conquistar los Estados Unidos, sin perjuicio de echar un remiendo a la economía destrozada. La alta, noble y fecunda colaboración no nace del apremio, sino del libre designio. No tiene por musa la necesidad, sino el ideal.
LA CITA CON EL DESTINO
Los Estados Unidos fueron, al nacer, la esperanza del mundo. La Declaración de Filadelfia, formulada bajo religiosos auspicios, fue como la revelación de un nuevo Evangelio para todos los hombres. Los representantes de la joven República eran acogidos en la Francia de Rousseau y de Voltaire como los nuevos profetas de la Humanidad. Las sencillas máximas de Franklin eran escuchadas en París -el París que se acercaba a las jornadas de la Revolución- como sagradas respuestas de oráculo. El valeroso y apacible Washington -el Cincinato del nuevo continente- adquirió en los días de la guerra las proporciones de un héroe homérico. Jefferson, el político más consumado y poderoso de toda la historia de los Estados Unidos según Murray Butler, proclamaba su solidaridad con la Revolución francesa. Al estallar ésta, se constituyen en todo el territorio de los Estados Unidos sociedades democráticas que la defienden, y la de Charleston es adoptada como filial por el club parisiense de los jacobinos. Cuando, tras las guerras napoleónicas y el movimiento reaccionario de la Santa Alianza, la revolución renace en Europa, los republicanos de América tienden sus manos a los del viejo Continente. En 1848, la Convención nacional del Partido demócrata expresaba sus simpatías a la nueva República francesa, y poco después el secretario de Estado Daniel Webster afirmaba en una nota dirigida al Gobierno austríaco el derecho del pueblo americano a tener el más vivo interés por las naciones que luchaban en pro de un régimen semejante al de los Estados Unidos. En 1850 el Presidente Fillmore, con la autorización del Congreso, enviaba a Turquía un buque de guerra para transportar a los Estados Unidos al patriota húngaro Kossuth, desterrado de su país. En esta tradición democrática y humanística se forja el alma heroica de Lincoln, el redentor del los esclavos, y en la misma gloriosa tradición tiene sus raíces el pensamiento a la vez profundamente americano y universalista de Wilson y de Franklin D. Roosevelt. En la alusión a la cita con el destino de que hablaba el último al sentirse llamado a intervenir, al frente de su pueblo, en el más trágico conflicto de toda la historia, hay el temblor que agita a las almas en los umbrales del misterio bajo el presentimiento de que se está ante lo decisivo e irreparable.
Los Estados Unidos fueron, sobre todo, el gran ejemplo de América; los maestros, los guías de todo el Continente. Las espadas de los libertadores se vuelven hacia la invicta de Washington, ya inmortal trofeo, en busca a un tiempo de la inspiración militar y del espaldarazo caballeresco. La Constitución de los Estados Unidos es adoptada por todos los pueblos que van conquistando su independencia. Todos se erigen en federaciones para desprenderse del espíritu unitario y centralista de las viejas metrópolis. Desde la pampa y desde la manigua se mira al Capitolio como a una estrella que no puede sufrir eclipse. Pero la marcha de los pueblos libertados hacia la democracia es lenta, difícil, dolorosa... El yugo colonial queda dentro de las almas sobre las cumbres bravías y los desiertos inmensos. El viejo despotismo, sin la grandeza de las monarquías históricas, renace en los tiranos can espíritu de capataces y codicia de negreros. Las guerras intestinas se suceden y el espíritu de los Rosas, los Francia y los García Moreno alienta en sucesivas reencarnaciones. Es la herencia a la vez de rebeldía y de esclavitud, de un pasado que las armas no pudieron romper en lo espiritual, como las soldaduras materiales de la administración y del gobierno, en los campos de batalla.
Los Estados Unidos, maestros de América, se encuentran ante una grave situación. El prestigio de su hegemonía democrática universal no puede menos de padecer con el espectáculo de las dictaduras iberoamericanas, sensibles a su influencia económica, pero refractarias a su magisterio político. Porque es importante llevar la democracia a China, y al Japón, y al Medio Oriente, y a los negros de África, pero es mucho más importante para un americano establecerla en América. Bien está que inquieten y preocupen los progresos del totalitarismo donde quiera, allende el Atlántico y allende el Pacífico, en las estepas de Asia o en las islas oceánicas; pero es mucho más peligroso en el propio continente, como si se dijera a las puertas del Capitolio, al alcance de los anteojos de la Casa Blanca. Para la democracia son igualmente inadmisibles todas las dictaduras. Y son las más peligrosas las más próximas. Las dictaduras de América se oponen a la unidad moral del hemisferio e impiden la solidaridad democrática continental. Y es singular modo de procurar la desaparición de estas dictaduras, de vieja raigambre española y que aspiran a ser un remedo del régimen franquista, salvar a Franco de la bancarrota y del desastre y presentarlo, rehabilitado, a la contemplación de los pueblos de América.
Había, en efecto, en los discursos de Franklin D. Roosevelt, sencillos apólogos y edificantes parábolas, el hondo temblor de la cita con el Destino. Y todas las mañanas se renueva la emoción ante la magnitud de los sucesos mundiales que se precipitan El mundo escapa a la razón y no hay sino presentimientos, vaticinios, profecías, augurios. Se espera en el umbral del misterio con temor y zozobra. Verdaderamente, sería inaudito que la sagrada cita con el Destino se convirtiera en sórdido y premioso diálogo con el dictador español, bajo la mirada escéptica e irónica de Chíang-Kai-Shek.
EL EQUIVOCO DE LAS RELACIONES DIPLOMATICAS
El problema Que la carta del Secretario Dean Acheson plantea ante las Naciones Unidas no es, como erróneamente se ha dicho, el de reconocer o no al régimen de Franco; los Estados Unidos lo reconocieron el 3 de abril de 1939, siguiendo el deplorable ejemplo de Inglaterra y Francia, que lo habían hecho el 27 de febrero; reconocimientos sin condiciones, sin reservas, sin atender lo más mínimo a la peligrosa situación ni adoptar la menor prevención contra las represalias de los vencedores, que fueron, como es bien sabido, cruelísimas. Tampoco se trata del problema referente al reconocimiento de los gobiernos de facto, por lo que es ocioso invocar la doctrina
Estrada, mal comprendida por otra parte, sobre la materia. Ni es del caso entrar a discutir si procede o no sostener relaciones diplomáticas normales con gobiernos cuya significación ideológica se reprueba o cuya conducta atentatoria a los derechos humanos fundaméntales, merece universal execración. Por estos caminos de circunvalación del problema se procura dar a éste una falsa perspectiva que permita un cínico y escandaloso camuflage.
La iniciativa de reconocer a Franco en 1939 fue del reaccionario y pusilánime Chamberlain, cuya táctica de abrir el paraguas antes de la lluvia tanto se parece a la del avestruz. Francia tuvo la flaqueza de secundar la actitud de Inglaterra -aunque ambos reconocimientos lleven la misma fecha- y los Estados Unidos siguieron, a considerable distancia, a las dos grandes democracias de Europa. Era el momento de la pacificación a todo trance; el miedo erigido en razón de Estado; el atolondramiento del pánico; la pendiente resbaladiza de Múnich. Mas, al estallar la guerra, Franco se apresura a proclamar su solidaridad con las Potencias del Eje; es moralmente, y materialmente en lo que la debilidad de España consiente, un aliado de Hitler y Mussolini; se cruzan los plácemes y las fe licitaciones, ya que no puedan entrelazarse las armas; las vulpejas fascistas, incapaces de convertirse en leones, palmotean ante el vuelo de las águilas alemanas, El panorama ha cambiado. El posible colaborador, siquiera fuese bajo una neutralidad hipócrita, es manifiestamente un enemigo. Entonces, con intervalos que marcan los lentos pasos de la victoria, la Carta del Atlántico, la Declaración de las Naciones Unidas, Teherán, Yalta... Los republicanos españoles siguen anhelantes desde los presidios y por encima de las alambradas de los campos de concentración la marcha de los soldados de la libertad, a cuyo lado combaten los compatriotas que pudieron salvarse de la mazmorra y del verdugo. Y después de la victoria, ya sin la nerviosidad de la lucha incierta, entre el repique triunfal de las campanas, San Francisco, Potsdam. Seguidamente, Londres, Nueva York.
Y he aquí el problema. No se trata de elucubraciones de derecho internacional. Se trata de si las Naciones Unidas son capaces de borrar todas esas declaraciones y todos esos actos, de entonar un mea culpa vergonzoso, de incurrir en una escandalosa retractación, de una palinodia histórica, de arrastrarse hasta Canosa como el emperador germano, de desfilar en procesión por las horcas caudinas, provocando el estupor del mundo.
Esperamos que no sea así. La sombra de Chamberlain "el pacificador" no podrá ganar la batalla. Hay el compromiso de honor de las democracias de Europa, a las que se unirán las nuevamente constituidas en Asia y todos los pueblos libres representados en el alto organismo internacional. Hay, sobre todo, las democracias de América, que al repudiar el fascismo de la madre patria defienden su libertad y su espíritu. México, cuya tradición internacional tiene el insigne abolengo de Francisco de Vitoria, en que se inspira la doctrina del gran demócrata y amigo inolvidable de la República española Jenaro Estrada. Guatemala, que ha aventado en heroica lucha las cenizas de la dictadura. Panamá, cuya representación en las Naciones Unidas ha ofrecido las más altas lecciones de derecho, Cuba, en cuya lucha por la libertad rivalizaron los soldados y los poetas. Chile, de tan fuerte y vivaz espíritu político que es ejemplo en el Continente de resistencia a las más extremadas, corrientes de avance y de retroceso social. El Uruguay de Batlle Ordóñez, el genial hombre de Estado que hizo de su pueblo una democracia modelo. Algunas de estas democracias pueden ufanarse de las instituciones más progresivas, y todas comparten el ideal forjado por la espada del Libertador y la musa de Martí, ideal que es también el de los pueblos oprimidos por una nueva forma del yugo colonial. En las Naciones Unidas es siempre la voz de una democracia americana la que defiende la causa más noble, la que propone la solución más justa, la que invita a la concordia y a la fraternidad. Y al cerrar el paso a Franco, las democracias americanas prosiguen la lucha centenaria por la independencia espiritual de las patrias arrancadas a la vieja dominación de que es símbolo el dictador de España.
AYUDA ECONOMICA A ESPAÑA Y SUBSIDIO A FRANCO
Ningún español se opondría por motivos políticos y menos por fanatismo de secta o empecinamiento de facción a las colaboraciones que requiere la restauración económica de la patria, destrozada y empobrecida por una rebelión criminal que ha reducido su población trabajadora en más de un millón de hombres y arrojado al destierro a lo más granado de los elementos científicos y técnicos. Nadie profesa entre nosotros la concepción catastrófica que hace de la miseria la palanca de los movimientos históricos, ni confunde el espíritu civil con el odio que engendra el sufrimiento cruelmente prolongado. Fueron los pueblos sombríos, duros y tenaces -no deben olvidar esto los potentados de hoy- los que llevaron a cabo las empresas más trascendentales y gloriosas. Pero los pueblos pobres que han hecho y seguirán haciendo, lo más rudo de la historia no son los pueblos famélicos y miserables.
El español normal es capaz de distinguir entre la ayuda que se ofrezca a la patria y el apoyo que se preste al régimen que la esclaviza. La verdadera ayuda al país necesita para ser tal, obedecer a las condiciones naturales del movimiento económico, responder a las necesidades recíprocas de los pueblos y comenzar por manifestarse libre de todo intento de explotación y de todo espíritu de corrupción. Para un capitalismo sano, la España de Franco no es ni puede ser "campo de inversiones", como se dice en la jerga financiera. El régimen de Franco es como una tierra seca y ardorosa y absorbería los chorros de oro de modo absolutamente improductivo. La dictadura no es sólo el despotismo político; es la inmoralidad administrativa y la orgía económica; tanto como el patíbulo y la cárcel, es símbolo de esta clase de regímenes un tonel sin fondo. Nada es bastante para el aparato de fuerza que suplanta a la opinión pública y la corrompida burocracia que hace las veces de Gobierno. Un ejército sin soldados, con veinte mil oficiales y jefes es un parásito monstruoso aun para la economía más frondosa. Y lo que el ejército de dominación no consume, lo devoran los parásitos secundarios, no menos ávidos por subalternos. La miseria de la España de Franco es esto: una gusanera hedionda. Y hay que cuidarse mucho de confundir la codicia de los gobernantes, que necesita cebo, con el hambre del pueblo, que se pretende explotar.
Toda pretendida ayuda económica a España no sería, pues, sino un, subsidio a Franco, la soldada del dictador y el entretenimiento de su siniestro equipo. No serviría sino para reforzar cerrojos y mordazas y apuntalar las prisiones que se hunden al peso de los reclusos. Sería el presupuesto macabro del verdugo. Lejos de favorecer al pueblo español remacharía sus cadenas. Y resultaría, a la postre, un mal negocio, aun prescindiendo de toda consideración de orden moral. Porque no es de creer que un Gobierno honesto que suceda al régimen de Franco reconozca como deuda nacional la contraída por el usurpador de la soberanía española a fin de mantenerse en su execrable dictadura.
CONJURO REVOLUCIONARIO EN VEZ DE GESTO PACIFICADOR
Si el Secretario Dean Acheson, al hacer sus declaraciones, tuvo el propósito de contribuir a la pacificación de España procurando la evolución democrática de la dictadura, puede darlo por fracasado desde el momento mismo de la publicación de su carta. Esta no satisfizo, a causa de sus reservas y reticencias, a los defensores de Franco, y concitó las iras de los enemigos del dictador. Es la suerte reservada a las combinaciones híbridas de toda política artificiosa e insincera.
El régimen actual de España no es susceptible de transformación. Ni el propio Franco podría hacerla aunque quisiera. No es probable que el dictador, más hombre de armas que de letras, haya leído a Quevedo, pero no dejará de saber por intuición la profunda filosofía de la siguiente máxima del gran polígrafo: "Los tiranos son tan malos que las virtudes son su riesgo. Si prosiguen en la violencia, se despeñan, si se reportan, los despeñan; de tal condición es su iniquidad que la obstinación los edifica y la enmienda los arruina".
El problema de España no consiste en camuflar la dictadura; consiste en devolver al pueblo español la soberanía de que fue despojado. Y para ello no hay más camino que el que arranca del inmortal discurso de Roosevelt sobre "las cuatro libertades" y van señalando, después de la Carta del Atlántico y la Declaración de las Naciones Unidas, los hitos de Yalta, San Francisco, Potsdam, Londres y Nueva York. En vez de desandar esa ruta, lo que procede es seguirla hasta el fin, y si las medidas hasta ahora adoptadas contra la dictadura española no han tenido eficacia bastante, sustituidas por otras de mayor rigor. Si se desea sinceramente la instauración en España de un régimen democrático, lo que exige ante todo el derrocamiento de Franco, es deber ineludible favorecer y estimular, con los poderosos recursos de que las grandes democracias disponen, y sin necesidad de nada que implique material intervención a las fuerzas que en el interior del país y en el destierro luchan por libertar a su patria de la dictadura. Y no se las favorece y estimula, sino que, por el contrario, se las debilita y deprime con actos como el realizado por Dean Acheson. Lamentar que la oposición a Franco no sea más fuerte, en sentir de demócratas como Dean Acheson, y a la vez impedir su desarrollo y fortalecimiento, rebasa, dicho sea con prudente eufemismo, el mayor desenfado. Proclamar la necesidad de una alternativa a la dictadura y apoyar a ésta directa o indirectamente es juego político demasiado frívolo y demasiado peligroso. Los auspicios de 1950 son harto premonitorios para que puedan desdeñarlos los hombres de, Estado de las democracias.
El Gobierno de la República española en el destierro, al dirigirse a la opinión pública internacional, no ha incurrido una sola vez en vanos alardes impropios de su representación y de su responsabilidad. En el lenguaje que le dicta el respeto a sí propio y a la causa que defiende no caben el insulto ni el desplante. Al expresar el hondo dolor que la carta de Dean Acheson al senador Tom Connally le produjo no quiere proferir agravio ni provocarlo , Aun espera en el gran pueblo de los Estados Unidos, cuya fuerte democracia tiene el poder de rectificar los errores de sus gobernantes, y donde tantos amigos cuenta la República Española. Y en su convicción inquebrantable de que este régimen, última manifestación de la voluntad nacional, es la única solución posible a la crisis de España, deplora amargamente que en vez de ofrecer al pueblo español caminos legales se le obligue a escoger entre la sumisión abyecta y la apelación a la violencia a que le conjuran los árbitros de la guerra y de la paz.
ALVARO DE ALBORNOZ
Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de Estado
París. México, 16 de febrero de 1950.

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