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10 de enero de 2008

El gobierno y la esclavitud, de G. C. Clemens

Tarjeta postal de los mártires de Chicago, España

El pensamiento anarquista norteamericano ha dado al movimiento libertario alguno de sus ideólogos más destacados, basta pensar en Noam Chomsky, de sus militantes más activos, como Emma Goldman, o de sus gestas más heroicas, como la de los Mártires de Chicago que se recuerda cada 1º de Mayo en todo el mundo. La debilidad del anarquismo norteamericano en la actualidad puede condenar al olvido a otros personajes de indudable interés, pero menos conocidos fuera de los Estados Unidos. Este es el caso de Caspar Christopher Clemens (1849-1906), un reformador social nacido en Kansas que firmaba sus obras como G. C. Clemens. De él se publicaron en España una serie de artículos aparecidos en La Alarma, de Chicago, en los años finales del siglo XIX; fueron recopilados en un volumen con el título de Elementos de anarquía que vio la luz en Barcelona en 1938 de la mano de la Editorial Tierra y Libertad. Reproducimos aquí el titulado “El gobierno y la esclavitud”.

“Nada, dice Hume, parece más sorprendente a los que consideran las cosas humanas con ojo filosófico, que la facilidad con que los muchos son gobernados por los pocos”. Y la razón de que los muchos se dejen gobernar tan fácilmente por los pocos se halla expresada en la observación del mismo escritor, de que “la obediencia y sumisión se hace tan familiar, que los más de los individuos no reflexionan mucho sobre su origen o su causa, como tampoco lo hacen sobre la ley de la gravedad, de la inercia y demás leyes de la Naturaleza”, en una palabra, que la inmensa mayoría de la gente no piensa nunca. En efecto, ¿por qué han de gobernar unos individuos a otros?, ¿por qué han de hacer unas leyes para que otros las obedezcan?, ¿por qué han de tener la facultad de enviar a unos a la cárcel y a otros a la horca?
Más claro todavía, ¿por qué han de obedecer los muchos las leyes que les dan los pocos?, ¿por qué se han de dejar encarcelar o ahorcar?, ¿qué necesidad tiene la multitud en general de dejarse gobernar?, ¿por qué, con un pretexto que no entienden siquiera, han de ir los labradores y obreros de un país al encuentro de los de otro, a la sangrienta carnicería de la guerra, a convertir mutuamente a sus esposas en viudas y a sus hijos en huérfanos desgraciados? ¿Es el gobierno una institución tan beneficiosa que todas sus opresiones y todas las injusticias que impone, han de aguantarse por reverencia y amor a tan sagrada cosa? No; hace mucho tiempo que se considera como un mal tan grave, que solamente la absoluta necesidad lo hace llevadero, en opinión de relevantes escritores.
“La sociedad, escribió Paine, es una bendición en todo Estado, pero el gobierno, aún en el mejor Estado, no es más que un mal necesario… El gobierno, como el vestido, es la señal de la perdida inocencia; los palacios de los reyes están construidos sobre las ruinas de las glorietas del paraíso”. Y Guillermo Ellery Chaning, el célebre predicador de Boston, acerca del gobierno dijo que “ha sido hasta ahora el gran malhechor; que sus crímenes dejan muy atrás los de los particulares y sus homicidios reducen a una cosa insignificante los de los bandidos, piratas, salteadores y asesinos, contra los cuales pretende proteger a la sociedad. Ha sido en todas las edades y en todos los países el enemigo más encarnizado y mortal de la libertad. Todos los hombres, en todas las edades que han tratado de ennoblecer a su pueblo, todo el que ha manifestado primero un gran pensamiento destinado a elevar la humanidad, todo hombre que se ha atrevido a ser sincero en medio de la hipocresía de su época, ha sido perseguido por su gobierno. Por proferir una verdad necesaria, el gobierno mató a Sócrates, haciéndole tomar el veneno; por atreverse a enseñar la igualdad y fraternidad de los hombres, el gobierno clavó a Jesucristo en la cruz; por reivindicar su derecho a respirar el aire libre, como hombre, el gobierno mató al heroico Espartaco y cubrió con los cuerpos de sus secuaces doce leguas de cruces. Los innumerables mártires de Europa, asesinados por el gobierno en tiempos de oscurantismo, suman casi lo mismo que la población viva del continente. El gobierno echó a Galileo a la cárcel, amenazándole de muerte, por afirmar que la tierra giraba sobre su eje; sentenció a Lucero a morir por pretender que todo hombre tenía derecho a leer la Biblia y que el Papa no era más que un hombre; asesinó a Russel y Algernon Sydney que deseaban para el pueblo el derecho de elegir sus leyes; desterró a Rousseau por afirmar y demostrar que por naturaleza todos los hombres eran iguales; colgó a hambrientos labriegos en una horca de 150 pies de altura por complacer a Luis XVI; acotó las tierras comunales en Inglaterra, expulsando a los que las cultivaban, para que los carneros pudieran pastar cómodamente; confiscó las tierras de los conventos y dejó sin hogar a muchas familias; encarceló y ahorcó a miles de rebeldes vagabundos que había creado, privándoles de medios y sitio para vivir.
Se ha derrochado mucha elocuencia sobre las brutales persecuciones llevadas a cabo por la Iglesia; pero no eran otra cosa las torturas de la Inquisición que la obra diabólica del gobierno de España; cada haz de leña quemado alrededor del cuerpo agonizante de un hereje era encendido y atizado por el gobierno. Desde hace un siglo se nos vienen pintando los horrores de la Revolución francesa, como un tremendo aviso de lo que el pueblo desenfrenado hará; pero aquellas carnicerías terribles eran la obra maléfica del gobierno de Robespierre.
El gobierno era el único terror del fugitivo esclavo; él, intervenía en la subasta de esclavos y privaba al marido de su varonil poder cuando su esposa e hijos le eran arrebatados, arrebatados para siempre; él maniataba a los hombres mientras el vil capataz desgarraba con su látigo las desnudas espaldas de tiernas jóvenes; él, asesina a unos cuantos trabajadores cada año por atreverse a clamar demasiado alto contra la injusticia; las puertas de sus prisiones rechinan sobre sus ásperos goznes para privar de sol, de aire y de hogar a los heraldos de la libertad y de la justicia de los pobres.
Por enseñar que los que producen los alimentos y los vestidos no debieran ser los únicos hambrientos y descamisados, que no debieran carecer de casa tan sólo los que construyen suntuosas mansiones, que si los propietarios fueran justos cada familia tendría una casa y habría alimentos, vestidos, libros, placeres y comodidades para todos, sin necesidad de trabajar como esclavos; por enseñar que todos tienen derecho igual a la vida y a gozar de los medios de desenvolverse que la tierra da, tres hombres en 1887 fueron encarcelados y cinco asesinados en un solo Estado de la Unión Americana. El gobierno privaba a la mujer y a los hijos de uno de los condenados de darle el último beso, el último abrazo en los momentos de mayor pesadumbre, mientras insinuaba a la víctima la idea infame de que ni su mujer ni sus hijos habían hecho nada por verle.
El gobierno, primero ahorcó a John Brown y luego lo glorificó.
Cediendo a las instancias de sus favoritos, el gobierno arroja a los pobres de las parcelas no pobladas de las ciudades y los obliga a vivir en casas de alquiler donde respiran una atmósfera mefítica. Al lado mismo de los trenes cargados de carbón, obliga a morir de frío a los miserables. Empuja a los trabajadores de los Estados occidentales a morir de hambre sin murmurar, mientras que sus productos van a alimentar a los ricos de otros países.
Todos los mártires han sido asesinados por el gobierno. El niño que muere en un pestilente cuarto, la mujer que a fuerza de trabajo se encamina al cementerio, el que se mata por desesperación y falta de trabajo, todos son víctimas del gobierno. Si por él no fuese, la pobreza sería desconocida; los mismos crímenes que castiga, no se cometerían por falta de motivo; los hombres vivirían como hermanos y la guerra cesaría. El gobierno es la espada ígnea que guarda las puertas del Edén y cierra el paso a los hombres.
Abolir el gobierno sería substituir el miedo por el amor, la caridad por la justicia, el odio por la simpatía, el infierno por el cielo. No merece amor ni veneración de los hombres; éstos no le deben ningún respeto, puesto que no despierta ningún sentimiento de honor. Sólo se dirige a los hombres para estimular su avaricia o para amenazarles con severos castigos. ¿A qué sentimiento de respeto nos invita? Cada moneda que esta monstruosa constitución cuesta, sólo el pobre la paga, pues nadie más que el pobre produce lo que es útil a la humanidad. El dinero en sí mismo no es nada. ¿De qué le sirvieron a Robinson en su isla las monedas de oro inglesas encontradas en el viejo barco? Si todos los agricultores, obreros industriales y demás trabajadores se declarasen en huelga y se agotaran todos los productos existentes, ¿quién haría caso del dinero? El dinero sólo tiene valor porque los hombres lo reciben a cambio de cosas que otros necesitan. Si nadie lo tomase a cambio de alimentos, vestidos o como salario, ¿qué valdría? Tiene un valor universal porque una moneda representa cierta cantidad de mercaderías necesarias a la vida, una determinada cantidad de lo que produce el agricultor y el industrial. ¿No veis, pues, que cada peso no es más que una letra girada, una carta orden del gobierno para requerir al agricultor y al industrial que suministren al portador una cantidad de productos agrícolas, géneros de manufacturas u obras de trabajo? ¿Y no veis que estas órdenes tienen valor solamente porque cada una de ellas será oportunamente satisfecha por los que trabajan? ¿Y siendo así, no comprendéis que cada uno de los que no producen cosas útiles –no importa si trabajan, o no, en algo- vive a expensas de los que realmente producen útilmente? ¿De dónde proceden los alimentos con que se mantienen los diputados, los accionistas de los ferrocarriles, los comerciantes, etc.? ¿Quién construyó las casas en que viven? ¿Quién dirige la locomotora, quién maneja los frenos, quién las agujas, quien por medio del telégrafo vela por la seguridad del tren en que viajan el rey, el presidente o el millonario que cruza el continente por negocio o por placer? ¿Y cómo se paga a estos empleados que cuidan de la seguridad del tren sino en moneda de plata u oro o en papel, es decir, con verdaderos documentos al portador librados contra los colonos de las tierras y demás obreros para que aquéllos puedan adquirir lo que necesiten? Todos los empleados de ferrocarriles, todos cuantos mantiene el gobierno en sus dependencias, desde el polizonte al jefe de Estado, todos los negociantes, jurisconsultos, etc., todos son pagados con órdenes contra los trabajadores para que éstos les faciliten lo que les sea necesario, y si estas órdenes no fuesen siempre satisfechas, el dinero no sería de utilidad alguna. ¿No es cierto entonces que los que desempeñan las tareas rudas del trabajo útil son los que suministran los medios de vida a todos los seres humanos? ¿No es cierto que el hombre, la mujer y el niño que no hacen dichos trabajos son mantenidos por los que los hacen? ¿No es cierto que cuanta más gente haya en un país sin trabajar en cosa productiva, tanto más pesa su manutención sobre los campesinos y los obreros y tanto más se les merman a éstos sus propios medios de vida?
El sistema es muy ingenioso; hállase envuelto en un profundo misterio y es embrollado y confuso, de modo que los trabajadores no puedan fácilmente resolver el enigma. Pero no hay ningún hombre tan falto de inteligencia que, a pesar del misterio, no vea claro que aquellos que no producen cosas útiles deben consumir las que otros han producido; que el hombre que no fabrica ropas debe vestir las que otros hacen, que el que no maneja el martillo, ni la llana, ni la sierra debe vivir en la casa por otros construida; que el que pasa días y días en una casa de banca, en los tribunales, en las oficinas públicas o se pasea a pie o a caballo por las calles, debe hacerlo a expensas del trabajo de otros. Cualquiera puede ver por sí mismo que hay millones de seres que viven sobre el trabajo del pueblo.
Ved ahora otro misterio. El agricultor que cultiva los campos y produce alimentos para todos, es pobre; los que construyen las casas carecen de ellas y viven en las peores; los que efectúan el trabajo gracias al cual viven los demás, son siempre pobres; y en tanto los zánganos que no producen ninguna miel, viven en la abundancia y el lujo.
Sin embargo, no dejaréis de hablar de la igualdad de los hombres afirmando “que todos somos o nacemos iguales” y os jactaréis, orgullosos, de la dignidad del trabajo. ¿Sabéis por qué algunos hombres hacen todo el trabajo mientras otros gozan de todos sus frutos, menos los absolutamente necesarios para mantener a los trabajadores? Dondequiera que encontréis un ser humano forzado a trabajar en beneficio de otro, no pudiendo con su trabajo alcanzar más que una penosa existencia, ¿no será esclavo del aquel otro? ¿Y podéis vosotros dejar de hacer lo que hacéis? Si os negaseis a ceder los frutos de vuestro trabajo a cambio del dinero de vuestro amo, no podríais pagar ni los alquileres de la casa que habitáis, ni los malos vestidos que usáis, ni los alimentos necesarios de la vida y entonces pereceríais de hambre y desnudos en medio del arroyo, entonces seriáis castigados como esclavos. Permitidme exponer un ejemplo. Supongamos que en los tiempos de la esclavitud en los Estados del Sur, los amos hubieran convenido todos en formar una sociedad o coalición para no verse obligados a vigilar por sí mismos a sus esclavos y plantaciones, dando un salario a otros para que ejerciesen dicha vigilancia y poderes para usar la cárcel, el presidio, el patíbulo como medio de represión, y que luego cambiasen de sistema y convinieran en dar a cada esclavo un billete valedero por cada día de trabajo, en tan penosas condiciones como pudiera soportarlo, o lo que es lo mismo, un valor representativo equivalente a la cantidad de carne, pan, etc. estrictamente indispensable para mantenerlo fuerte en el trabajo del siguiente día, sin que pudiera obtener tales cosas sino mediante aquel billete: ¿no habría producido aquel contrato de esclavitud el mismo estado de cosas que hoy impera en dondequiera que el gobierno exista? Esto no es más que una somera indicación de la que en el próximo capítulo trataré de probar claramente, sin dejar lugar a ninguna duda honrada, es decir, que el gobierno no es más que la esclavitud en forma más astuta y engañosa.

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