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10 de noviembre de 2012

Manuel Pérez Villamil y el catolicismo social

Retrato de Manuel Pérez Villamil

Manuel Pérez Villamil nació en la ciudad de Sigüenza en 1849 y falleció en Madrid en 1917. Aunque obtuvo la licenciatura en Derecho y Filosofía y Letras, su vida personal y profesional se orientó hacia la historia de la Edad Media española, opción en la que influyeron su nacimiento en el entorno medieval seguntino; la figura de su tío, el historiador Juan Pérez Villamil, y su ideología integrista católica. Junto con al marqués de Cerralbo y Juan Catalina García, Manuel Pérez Villamil formó parte del notable grupo de historiadores carlistas de la provincia de Guadalajara que se destacó a partir del Sexenio Revolucionario. Con el tiempo, y tal y como le sucedió a Juan Catalina García, su adhesión al carlismo se mostró superficial, pero conservó su intransigente catolicismo como seña de identidad política. Colaborador habitual de la prensa, y fundador y director de La Ilustración Católica de Sigüenza, reproducimos su artículo La ceguedad de los impíos, publicado en El Siglo Futuro del 3 de septiembre de 1875, en donde presenta algunas de las líneas maestras del catolicismo social muchos años antes de que esta corriente ideológica se estructurase y difundiese.

Un periódico, y no de los más avanzados que se publican en Madrid, antes por el contrario, órgano genuino de un partido que blasona de conservador, publicaba ayer estas incalificables palabras: «Fieles, pues, a la tarea que nos hemos impuesto, llamamos la atención de nuestros lectores sobre el Congreso de asociaciones obreras católicas. Sus sesiones, que se verificarán en Rheims, tienen por objeto apoderarse de las masas proletarias con promesas tan ilusorias, por medios tan irrealizables, con programas tan absurdos como los preconizados por la demagogia más exaltada.
El peligro para la sociedad es el mismo cuando las tendencias son idénticas, y poco importa que el color de la bandera sea el rojo del gorro frigio ó el negro de la sotana. La Internacional es y será siempre la misma en sus resultados. Predicada por los partidarios de Rochefort, o por los sucesores de Espinosa (?), constituirá el escollo más grave de la sociedad actual, y cuando los primeros se encuentra vencidos, mientras rehacen sus fuerzas, ocupan los segundos la brecha que aquellos abandonaron.
El reverendo Padre Marquigny, de la Compañía de Jesús, abogó calurosamente por el restablecimiento de los conventos en el Congreso que mencionamos, y presentó esta solución como el único medio de aliviar “la suerte de los infelices obreros que la revolución «despojó de todas las garantías establecidas en la Edad Media”. Frenéticos aplausos acogieron el discurso del jesuita, y el entusiasmo de los proletarios no conoció límite al escuchar esas palabras.
¡Los gremios y los conventos; es decir, el estancamiento del trabajo y de la vitalidad (sic) presentados como ideal de las sociedades! ¡El Syllabus coma valla salvadora de la inteligencia!»
No es la primera vez que El Siglo Futuro procura desvanecer las calumnias lanzadas por los revolucionarios, en punto á los beneficios que el Catolicismo ha dispensado á las clases obreras y menesterosas. En otra ocasión, discutiendo sobre este importantísimo asunto con otro periódico revolucionario, demostramos con indestructibles argumentos, que el Catolicismo ha sido siempre el árbol protector á cuya sombra hallaron siempre los pobres remedio eficaz á todas sus necesidades; que la revolución, al atacar á la Iglesia, ha procurado privar a las clases menesterosas de este fecundo manantial de consuelos, para tender sus pérfidos brazos á los pobres desheredados y reclutar entre ellos sus huestes destructoras; y finalmente, que la terrible plaga del pauperismo es una conquista de los tiempos modernos que no conocía la antigua sociedad cristiana.
No vamos á repetir hoy lo qué entonces dijimos, para responder a los nuevos ataques que contra la economía cristiana lanza la prensa revolucionaria; esa armonía que en el anterior escrito se establece entre el gorro frigio del demagogo y la negra sotana del Sacerdote católico, no merece contestarse; porque ¿quién podrá confundir al Ministro de Dios con el de Satanás, al caudillo de la caridad con el sectario de la barbarie, al brazo que ampara y socorre con el que mata y destruye? Solo el odio, ese odio irreflexivo y ciego que pone en los labios de los impíos todo género de ultrajes contra la Iglesia de Dios, ha podido inspirar ese horrible paralelo. Dejémonos, pues, de tan insensatas calumnias, que, por su misma perversidad, más honran que perjudican á la institución calumniada.
Vamos a fijarnos especialmente en las palabras atribuidas al Padre Marquigny que han exaltado la bilis del diario aludido, para decir algo sobre lo que durante la Edad Media hicieron los frailes en beneficio de las clases menesterosas, entregadas hoy por la revolución al embrutecimiento y á la servidumbre.
No puede desconocerse que la base de toda educación es la enseñanza, y que tanto son los hombres mejores cuanto más cerca se hallan de la plena posesión de la verdad, que es lo que constituye el Bien Supremo. La ignorancia es un perenne manantial de desórdenes, tanto más si la ignorancia es aquella que consiste en confundir el error con la verdad y pretender saberlo todo cuando no se sabe nada.
Tratándose de las clases obreras, la ignorancia es aún más perniciosa si se quiere que en las demás clases de la sociedad; porque, ¿qué es, en efecto, exclama un economista católico, un obrero sin instrucción, sino una máquina sometida á necesidades que tiene que satisfacer incesantemente, y que subsisten, aun cuando permanezca ociosa, ó se haya imposibilitado para todo? En el obrero ignorante apágase muy pronto la inteligencia, falta de excitación y de ejercicio, y todo termina, reduciéndolo á la vegetación de la vida física.
Ahora bien; ¿quién ha procurado mejor la instrucción del pueblo, los frailes, de la Edad
Media con sus escuelas y talleres, ó los modernos revolucionarios con sus barricadas y sus clubs? ¿Aquellos con sus predicaciones evangélicas y sus ejemplos sublimes de abnegación, estos con sus teorías positivistas y sus ejemplos funestos de miserable egoísmo? Veamos lo que hicieron los monjes en la Edad Media para promover la enseñanza del pueblo y el progreso de las ciencias.
Dos clases de escuelas existían en los monasterios: las unas interiores ó claustrales, y las otras exteriores ó canonicales, como entonces se las llamaba, si bien eran muchas veces conocidas con el nombre de mayores las primeras y de menores las segundas. En estas, que eran públicas, se recibía á todos los niños de las familias que habitaban junto al monasterio, ricos y pobres, sin distinción de clases, y se les instruía en la fe católica, en la meditación, en la música, en el canto, en la gramática y en todas las artes entonces conocidas. En las escuelas mayores, reservadas á los monjes, se enseñaban las ciencias sagradas y profanas; los scholatici, que así se llamaban los maestros, estaban versados, como dice Trithemio, no solo en las Santas Escrituras, sino también en las matemáticas, astronomía, geometría, retórica y demás ciencias seculares. Había, por otra parte, en los monasterios los que se llamaban antiquari, encargados de copiar libros, coleccionarlos, estampar en ellos preciosas miniaturas y encuadernarlos lujosamente. Y lo que prueba hasta qué punto la vida monacal era activa y laboriosa y que no significaba el estancamiento del trabajo y de la vitalidad (sic), es que hasta en los monasterios de mujeres se copiaban códices y se adornaban con bordados de oro y pedrería.
Un escritor contemporáneo de la nación vecina, M. Mignet, de la Academia francesa, en un trabajo recientemente publicado sobre Les écoles au moyen age, ha dicho lo siguiente: “Los grandes establecimientos cenobíticos tenían sus pintores, sus arquitectos, sus escultores, que trabajaban en los talleres de la abadía. De este modo estos asilos, donde se refugiaban los hombres que querían seguir la vida llamada perfecta, porque era piadosa y desinteresada; estas granjas, llenas de colonos infatigables, que, según la regla de la Orden, no debían soltar la podadera, como un soldado sus armas; estos tallares, donde se ejercían todos los oficios y donde se practicaba aquello que de las artes antiguas se había conservado; estas escuelas, donde se enseñaba la doctrina y moral del Cristianismo, las letras latinas y los restos de la ciencia griega, eran los depósitos donde se guardaba la parte de la civilización antigua, que debía servir de germen á la civilización moderna”.
Tales son las palabras de Mignet que acaba de oír con aplauso el mundo literario. Aquí sabemos las cosas de otro modo; por eso hay quien se atreva á decir en alta voz y con gentil desenfado que los conventos de la Edad Media son el estancamiento del trabajo y de la vitalidad. M. Mignet no se ha desdeñado tampoco de citar en comprobación de sus afirmaciones estas palabras del sabio Mabillon: “Nuestros predecesores (los benedictinos) hicieron en Alemania cuatro grandes servicios al mundo cristiano: el primero fue la conversión de sus habitantes; el segundo el establecimiento de las escuelas episcopales; el tercero la instrucción, comunicada, tanto al Clero como á los seglares; y el cuarto la cultura de un suelo y el embellecimiento de un país casi enteramente inculto y desierto”.
Fácil nos sería multiplicar las citas de este género y más fácil aún demostrar los especiales beneficios que debe España á las Órdenes religiosas. Por dondequiera que se abra nuestra historia de la Edad Media, allí se verá a los monjes peleando los primeros contra los invasores de la patria, cultivando los campos, reedificando las ciudades, dando abrigo con su manto á los nacientes concejos, rescatando los cautivos de las mazmorras agarenas, y siendo, en fin, nuncios de mansedumbre y de clemencia en los castillos de los magnates y en los alcázares de los reyes.
¿Y son estos los estancamientos del trabajo y de la vitalidad? Así puede decirse tamaño disparate, como que el Syllabus se opone á los nobles vuelos de la inteligencia humana. Las palabras del diario liberal que motivan estas líneas, son una prueba evidente de la ceguedad inaudita con que tratan las cuestiones más serias los adversarios del Catolicismo. Las armas de la impiedad se han embotado, y más que á la Iglesia hieren á sus enemigos.

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