Retrato de Manuel
Pérez Villamil
Manuel Pérez Villamil nació en la ciudad de Sigüenza
en 1849 y falleció en Madrid en 1917. Aunque obtuvo la licenciatura en Derecho
y Filosofía y Letras, su vida personal y profesional se orientó hacia la historia
de la Edad Media española, opción en la que influyeron su nacimiento en el
entorno medieval seguntino; la figura de su tío, el historiador Juan Pérez
Villamil, y su ideología integrista católica. Junto con al marqués de Cerralbo
y Juan Catalina García, Manuel Pérez Villamil formó parte del notable grupo de
historiadores carlistas de la provincia de Guadalajara que se destacó a partir
del Sexenio Revolucionario. Con el tiempo, y tal y como le sucedió a Juan
Catalina García, su adhesión al carlismo se mostró superficial, pero conservó
su intransigente catolicismo como seña de identidad política. Colaborador habitual
de la prensa, y fundador y director de La Ilustración Católica de Sigüenza,
reproducimos su artículo La ceguedad de los impíos, publicado en El Siglo
Futuro del 3 de septiembre de 1875, en donde presenta algunas de las líneas
maestras del catolicismo social muchos años antes de que esta corriente
ideológica se estructurase y difundiese.
Un
periódico, y no de los más avanzados que se publican en Madrid, antes por el
contrario, órgano genuino de un partido que blasona de conservador, publicaba
ayer estas incalificables palabras: «Fieles,
pues, a la tarea que nos hemos
impuesto, llamamos la atención de nuestros lectores sobre el Congreso de asociaciones obreras católicas. Sus
sesiones, que se verificarán en Rheims, tienen por objeto apoderarse de las
masas proletarias con promesas tan ilusorias, por medios tan irrealizables, con
programas tan absurdos como los preconizados por la demagogia más exaltada.
El peligro
para la sociedad es el mismo cuando las tendencias son idénticas, y poco
importa que el color de la bandera sea el rojo del gorro frigio ó el negro de
la sotana. La Internacional es y será siempre la misma en sus resultados.
Predicada por los partidarios de Rochefort, o por los sucesores de Espinosa
(?), constituirá el escollo más grave de la sociedad actual, y cuando los primeros
se encuentra vencidos, mientras rehacen sus fuerzas, ocupan los segundos la
brecha que aquellos abandonaron.
El reverendo
Padre Marquigny, de la Compañía de Jesús, abogó calurosamente por el
restablecimiento de los conventos en el Congreso que mencionamos, y presentó
esta solución como el único medio de aliviar “la suerte de los infelices
obreros que la revolución «despojó de todas las garantías establecidas en la Edad
Media”. Frenéticos
aplausos acogieron el discurso del jesuita, y el entusiasmo de los proletarios
no conoció límite al escuchar esas palabras.
¡Los gremios
y los conventos; es decir, el estancamiento del trabajo y de la vitalidad (sic) presentados como
ideal de las sociedades! ¡El Syllabus coma valla salvadora de la inteligencia!»
No es la
primera vez que El Siglo Futuro procura desvanecer las calumnias lanzadas por los
revolucionarios, en punto á los beneficios que el Catolicismo ha dispensado á
las clases obreras y menesterosas. En otra ocasión, discutiendo sobre este
importantísimo asunto con otro periódico revolucionario, demostramos con indestructibles
argumentos, que el Catolicismo ha sido siempre el árbol protector á cuya sombra
hallaron siempre los pobres remedio eficaz á todas sus necesidades; que la
revolución, al atacar á la Iglesia, ha procurado privar a las clases menesterosas de este
fecundo manantial de consuelos, para tender sus pérfidos brazos á los pobres desheredados y reclutar entre ellos
sus huestes destructoras; y finalmente, que la terrible plaga del pauperismo es una conquista de los
tiempos modernos que no conocía la antigua sociedad cristiana.
No vamos á
repetir hoy lo qué entonces dijimos, para responder a los nuevos ataques que contra
la economía cristiana lanza la prensa revolucionaria; esa armonía que en el
anterior escrito se establece entre el gorro frigio del demagogo y la negra
sotana del Sacerdote católico, no merece contestarse; porque ¿quién podrá confundir
al Ministro de Dios con el de Satanás, al caudillo de la caridad con el
sectario de la barbarie, al brazo que ampara y socorre con el que mata y
destruye? Solo el odio, ese odio irreflexivo y ciego que pone en los labios de
los impíos todo género de ultrajes contra la Iglesia de Dios, ha podido
inspirar ese horrible paralelo. Dejémonos, pues, de tan insensatas calumnias,
que, por su misma perversidad, más honran que perjudican á la institución
calumniada.
Vamos a fijarnos especialmente en las
palabras atribuidas al Padre Marquigny que han exaltado la bilis del diario
aludido, para decir algo sobre lo que durante la Edad Media hicieron los
frailes en beneficio de las clases menesterosas, entregadas hoy por la
revolución al embrutecimiento y á la servidumbre.
No puede
desconocerse que la base de toda educación es la enseñanza, y que tanto son los
hombres mejores cuanto más cerca se hallan de la plena posesión de la verdad, que
es lo que constituye el Bien Supremo. La ignorancia es un perenne manantial de
desórdenes, tanto más si la ignorancia es aquella que consiste en confundir el
error con la verdad y pretender saberlo todo cuando no se sabe nada.
Tratándose
de las clases obreras, la ignorancia es aún más perniciosa si se quiere que en las
demás clases de la sociedad; porque, ¿qué es, en efecto, exclama un economista
católico, un obrero sin instrucción, sino una máquina sometida á necesidades
que tiene que satisfacer incesantemente, y que subsisten, aun cuando permanezca
ociosa, ó se haya imposibilitado para todo? En el obrero ignorante apágase muy
pronto la inteligencia, falta de excitación y de ejercicio, y todo termina,
reduciéndolo á la vegetación de la vida física.
Ahora bien;
¿quién ha procurado mejor la instrucción del pueblo, los frailes, de la Edad
Media con
sus escuelas y talleres, ó los modernos revolucionarios con sus barricadas y
sus clubs? ¿Aquellos con sus predicaciones evangélicas y sus ejemplos sublimes
de abnegación, estos con sus teorías positivistas y sus ejemplos funestos de
miserable egoísmo? Veamos lo que hicieron los monjes en la Edad Media para promover
la enseñanza del pueblo y el progreso de las ciencias.
Dos clases
de escuelas existían en los monasterios: las unas interiores ó claustrales, y las
otras exteriores ó canonicales, como entonces se las llamaba, si bien eran
muchas veces conocidas con el nombre de mayores las primeras y de menores las
segundas. En estas, que eran públicas, se recibía á todos los niños de las
familias que habitaban junto al monasterio, ricos y pobres, sin distinción de
clases, y se les instruía en la fe católica, en la meditación, en la música, en
el canto, en la gramática y en todas las artes entonces conocidas. En las
escuelas mayores, reservadas á los monjes, se enseñaban las ciencias sagradas y
profanas; los scholatici, que
así se llamaban los maestros, estaban versados, como dice Trithemio, no solo en
las Santas Escrituras, sino también en las matemáticas, astronomía, geometría, retórica
y demás ciencias seculares. Había, por otra parte, en los monasterios los que se
llamaban antiquari, encargados
de copiar libros, coleccionarlos, estampar en ellos preciosas miniaturas y
encuadernarlos lujosamente. Y lo que prueba hasta qué punto la vida monacal era
activa y laboriosa y que no significaba el
estancamiento del trabajo y de la vitalidad (sic), es que hasta en los
monasterios de mujeres se copiaban códices y se adornaban con
bordados de oro y pedrería.
Un escritor
contemporáneo de la nación vecina, M. Mignet, de la Academia francesa, en un
trabajo recientemente publicado sobre Les
écoles au moyen age, ha dicho lo siguiente: “Los grandes
establecimientos cenobíticos tenían sus pintores, sus arquitectos, sus
escultores, que trabajaban en los talleres de la abadía. De este modo estos
asilos, donde se refugiaban los hombres que querían seguir la vida llamada perfecta,
porque era piadosa y desinteresada; estas granjas, llenas de colonos
infatigables, que, según la regla de la Orden, no debían soltar la podadera,
como un soldado sus armas; estos tallares, donde se ejercían todos los oficios y
donde se practicaba aquello que de las artes antiguas se había conservado;
estas escuelas, donde se enseñaba la doctrina y moral del Cristianismo, las
letras latinas y los restos de la ciencia griega, eran los depósitos donde se
guardaba la parte de la civilización antigua, que debía servir de germen á la
civilización moderna”.
Tales son
las palabras de Mignet que acaba de oír con aplauso el mundo literario. Aquí sabemos
las cosas de otro modo; por eso hay quien se atreva á decir en alta voz y con
gentil desenfado que los conventos de la Edad Media son el estancamiento del trabajo y de la vitalidad. M. Mignet no se
ha desdeñado tampoco de citar en comprobación de sus afirmaciones estas palabras
del sabio Mabillon: “Nuestros predecesores (los benedictinos) hicieron en
Alemania cuatro grandes servicios al mundo cristiano: el primero fue la
conversión de sus habitantes; el segundo el establecimiento de las escuelas
episcopales; el tercero la instrucción, comunicada, tanto al Clero como á los
seglares; y el cuarto la cultura de un suelo y el embellecimiento de un país
casi enteramente inculto y desierto”.
Fácil nos
sería multiplicar las citas de este género y más fácil aún demostrar los especiales
beneficios que debe España á las Órdenes religiosas. Por dondequiera que se
abra nuestra historia de la Edad Media, allí se verá a los monjes peleando los
primeros contra los invasores de la patria, cultivando los campos, reedificando
las ciudades, dando abrigo con su manto á los nacientes concejos, rescatando
los cautivos de las mazmorras agarenas, y siendo, en fin, nuncios de
mansedumbre y de clemencia en los castillos de los magnates y en los alcázares
de los reyes.
¿Y son
estos los estancamientos del trabajo y
de la vitalidad? Así puede decirse tamaño disparate, como que el Syllabus se opone á los nobles vuelos
de la inteligencia humana. Las palabras del diario liberal que motivan estas líneas,
son una prueba evidente de la ceguedad inaudita con que tratan las cuestiones
más serias los adversarios del Catolicismo. Las armas de la impiedad se han
embotado, y más que á la Iglesia hieren á sus enemigos.
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