La muerte de Cánovas del Castillo, El Adelantado Cacereño, 19 de agosto de 1897 (Archivo La Alcarria Obrera)
En el mes de octubre de 1886, diez años después de la promulgación de la Constitución de la Restauración monárquica, la revista Acracia de Barcelona, la mejor publicación teórica del movimiento libertario de aquellos años, reproducía este artículo titulado "Medio siglo de parlamentarismo", en el que se deslindaban los campos entre burguesía y proletariado y se cuestionaba la Constitución vigente y la militarada del general Arsenio Martínez Campos que la había traído. Aunque firmado con una sencilla L, muy probablemente su autor sea Anselmo Lorenzo, que ocultaba su nombre para evitar personalismos, una práctica muy común por entonces entre los escritores y propagandistas libertarios y que hoy se nos hace inverosímil.
Cuando, realizada la revolución francesa, vinieron a España, a la par que los ejércitos invasores, las ideas liberales, la juventud ilustrada aceptó con entusiasmo aquellas ideas destinadas a regenerar la sociedad española, llegada ya a la suma decadencia como consecuencia natural del absolutismo.
Aquella juventud comprendió que, al destruir el antiguo régimen político, era preciso abrir nuevas vías para alcanzar una transformación político-social con arreglo a un ideal de justicia, y adoptó el parlamentarismo y se denominó progresista.
El parlamentarismo, pues debió ser un régimen de interinidad que satisficiese el doble objeto de llenar las condiciones y las exigencias de la vida práctica y elaborar paulatinamente las reformas futuras; era conservador, por cuanto dejaba subsistir lo bueno del pasado; positivista, porque atendía a las necesidades del presente; progresivo, porque aceptaba y planteaba los progresos teóricos elaborados por el pensamiento.
Pasaron una multitud de vicisitudes políticas: los obcecados e interesados por lo antiguo suscitaron todo género de dificultades, contándose entre éstas desde la intriga a la sangrienta guerra civil, y los progresistas, que asumieron la gran responsabilidad de facilitar el trabajo del progreso, se estancaron en el más repugnante doctrinarismo y pretendieron eternizar el país en irracionales fórmulas políticas que, lejos de inspirarse en generosos y científicos ideales, sólo obedecían a mezquinos intereses de los diferentes jefes de los partidos liberales.
Las constituciones políticas, aunque respondiendo a tan pobres fines, distaron mucho de alcanzar la perpetuidad que soñaron sus autores; por eso vemos que en poco más de medio siglo de parlamentarismo se han elaborado en España las siguientes Constituciones: la de 1812, restaurada en 1820 y 1836; la de 1837, la de 1845, la de 1855, la de 1869, la de 1873 y la de 1876, hoy vigente. No hemos alcanzado en esto a los franceses que desde 1789 al presente han promulgado 16 Constituciones.
Se adelantaron a la cultura de su tiempo los que declararon que la nación no era patrimonio del monarca; se acreditaron de precavidos los que decretaron la desamortización en beneficio de la clase media; viven ya fuera del siglo los que quieren perpetuar el salario dentro de la futura república, prometiendo que la república garantizará la justa cifra de los salarios.
Porque eso es la burguesía; en el principio, entusiasta, se sacrifica por la libertad; en el medio, egoísta, se aprovecha de los beneficios de la revolución, y en el fin. Hipócrita, quiere perpetuar sus privilegios distrayendo a los trabajadores con fantásticos ideales.
Paralelo al desarrollo político de la burguesía se ha desarrollado el militarismo, que ha dado a nuestro país una celebridad especial y que alternativamente sirve a la revolución para viciarla y a la reacción para debilitarla. [...]
En lo que va de siglo no ha cesado la burguesía de cometer torpezas desde el poder y de agitarse en el club y en el cuartel cuando se ha hallado en la oposición.
Entre tanto el país ha vivido y vive en constante perturbación, vacilante como el que carece de camino verdadero, prodigando sus alabanzas un día al héroe de la fortuna y confundiendo con su anatema después al que acaba por descubrir bajo el oropel de la popularidad la más vulgar ambición.
Setenta años de interinidad pasados en conspiraciones, pronunciamientos, programas, discursos, motines, dictaduras, guerra civil acusan de incapaz a esa burguesía, que no ha sabido en tanto tiempo sustituir con un régimen de paz y progreso el régimen absoluto enterrado con el cadáver de Fernando VII.
El pueblo trabajador, que ansía vivir y trabajar libre de explotadores y mandarines, reniega de esa burguesía que le tiene sometido al capitalismo en tiempo de paz, y que le ha llevado y trata aún de llevarle a las barricadas cuando no puede dominar la ambición desmesurada que le devora; reniega también del militarismo, su cómplice, cuyas principales glorias consisten en haber derramado sangre española en defensa alternativa y hasta periódica de la reacción y de la revolución, pero con el único fin de proveerse de galones y entorchados. En el concepto revolucionario el ejército es como el prestamista, que saca de un apuro a condición de crear otros mayores para después. El militarismo es a la nación lo que la usura para el individuo. Este es lo que preparan al pueblo, tanto los que quieren mucha infantería, mucha caballería y mucha artillería, como los que no cesan de practicar el soborno.
El pueblo trabajador tiene ideales propios, y hoy agrupándose como clase social fuera y opuesta a todos los partidos políticos burgueses es la única esperanza del progreso, cuya fórmula es: abolición de toda explotación y de todo gobierno, y universalización del patrimonio universal.
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