La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

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9 de abril de 2012

Anarquía y comunismo científico, de N. Bujarin

Los debates entre anarquistas y marxistas, y muy especialmente con los comunistas, han llenado miles de páginas y han consumido miles de horas de discusiones. Unos y otros han expuesto sus argumentos, aunque en líneas generales los marxistas acusaban a los anarquistas de irreales, de soñadores que nunca podrían construir una nueva sociedad, de utópicos promotores de un mundo de ficción que jamás podía ser real. Los marxistas, a cambio, oponían lo que se suponía que era un método científico, basado en el rigor y el orden. Estas son las ideas que subyacen en el texto de Nicolai Bujarin que ahora presentamos. No dejan de resultar chistosas algunas de sus afirmaciones; sobre todo cuando dice que en la dictadura del proletariado la violencia sólo se dirige contra la burguesía (clase social a la que Bujarin debía pertenecer sin saberlo cuando fue ejecutado por orden de Stalin) o la que dice que las expropiaciones organizadas hacen casi imposible la rapiña y el beneficio personal (como comprobó personalmente con los privilegios que como miembro de la nomenklatura disfrutó por pura casualidad).

ANARQUÍA Y COMUNISMO CIENTÍFICO
A la ruina económica, a la decadencia de la producción, le acompaña innegablemente la decadencia de la sana psicología proletaria; y todo esto tendiendo a degradar al proletariado a las condiciones de plebe andrajosa, y transformando singulares elementos obreros ya activamente productivos en individuos desclasados, crea un terreno más o menos favorable a las tendencias anarquistas. A todo esto habría que agregar que los social-demócratas han nublado y confundido el problema de la anarquía, adulterando a Marx. En consecuencia, creemos necesario trazar la línea que separa al comunismo científico, marxista, de las doctrinas anarquistas.
Comencemos por el "objetivo final" nuestro y por el de los anarquistas. Según el modo corriente de exponer este problema, comunismo y socialismo presuponen la conservación del Estado, mientras que la "anarquía" elimina el Estado. "Partidarios" del Estado y "adversarios" del Estado: así se indica habitualmente el "contraste" entre marxistas y anarquistas.
Es necesario reconocer que no sólo los anarquistas, sino también los socialdemócratas en gran parte, son responsables de una semejante definición del "contraste". Las charlas sobre el "Estado del porvenir" y el "Estado del pueblo" han tenido mucha difusión en el mundo de las ideas y en la fraseología de la democracia. Algunos partidos socialdemócratas se esfuerzan, más bien, en acentuar siempre en modo especial su carácter "estatal". "Nosotros somos los verdaderos representantes de la idea del Estado", era la frase de la social-democracia austríaca. Semejantes concepciones no eran difundidas solamente por el Partido austríaco: ellas tenían en cierto modo curso internacional y lo tienen todavía hoy. en la medida en que los viejos partidos no han sido aún definitivamente liquidados. Y sin embargo esta "sabiduría de Estado" no tiene nada en común con la doctrina comunista-revolucionaria de Marx.
El comunismo científico ve en el Estado la organización de la clase dominante, un instrumento de opresión y de violencia, y es por este criterio que no reconoce un "Estado del porvenir". En el futuro no habrá clases, no habrá ninguna opresión de clase, y por tanto ningún instrumento de esta opresión, ninguna violencia estatal. El "Estado sin clases" -concepto en torno al cual pierden la cabeza los socialdemócratas- es una contradicción en términos, un sin sentido, un término usado abusivamente, y si esta concepción forma el alimento espiritual de la socialdemocracia, los grandes revolucionarios Marx y Engels no tienen en verdad ninguna culpa.
La sociedad comunista es por lo tanto una sociedad sin Estado. Si es así -y es así sin duda- ¿en qué consiste en realidad la distinción entre anarquistas y comunistas marxistas? ¿Desaparece por tanto la distinción, al menos cuando se examina el problema de la sociedad futura y del "fin último"?
No, la distinción existe; pero ella se encuentra en otra dirección, y se la puede definir como distinción entre la producción centralizada en grandes haciendas y la pequeña producción descentralizada.
Nosotros los comunistas, creemos que la sociedad futura no sólo se debe liberar de la explotación del hombre, sino que debería conseguir la mayor independencia posible del hombre respecto a la naturaleza exterior, que redujera al mínimo "el tiempo de trabajo socialmente necesario", desarrollando al máximo las fuerzas productivas sociales y la misma productividad del trabajo social.
Por ello nuestro ideal es la producción centralizada y metódicamente organizada en grandes haciendas, y, en último análisis, la organización de la economía mundial entera. Los anarquistas en cambio dan la preferencia a un tipo de relación de producción completamente distinto: su ideal está constituido por pequeñas comunas, las cuales por su estructura no pueden gestionar ninguna gran hacienda, pero estrechan entre ellas "acuerdos" y se unen mediante una red de libres contrataciones. Está claro que tal sistema de producción desde el punto de vista económico es más similar al de las comunas medievales. que no al modo de producción que está destinado a sustituir al capitalista. Pero este sistema no es solamente retrógrado; es también utópico en grado sumo. La sociedad futura no se genera de la nada, ni la traerá un ángel hecha del cielo. Ella surge del seno de la vieja sociedad, de las relaciones creadas por el gigantesco aparato del capital financiero. Cualquier nuevo ordenamiento es posible y útil, sólo si se da un ulterior desarrollo a las fuerzas productivas del ordenamiento que está por desaparecer.
Un desarrollo ulterior de las fuerzas productivas es naturalmente pensable sólo como continuación de la tendencia a la centralización del proceso productivo, como una intensificada organización de la "administración de las cosas", la cual tome el puesto del desaparecido "ordenamiento de los hombres".
Ahora bien -responderán los anarquistas- la esencia del Estado consiste justamente en la centralización, y ya que vosotros conserváis la centralización de la producción, debéis conservar también el aparato estatal, el poder de la violencia; en definitiva las "relaciones autoritarias".
Esta respuesta es inexacta, porque presupone una concepción del Estado no científica, sino totalmente infantil, El Estado, precisamente como el capital, no es un objeto, sino una relación entre hombres, más exactamente, una relación entre las clases sociales. Es la relación de clase que hay entre quien domina y quien es dominado. La esencia del Estado consiste precisamente en esta relación.
Si esta relación cesa, el Estado deja de existir. Reconocer en la centralización un rasgo característico del Estado es cometer el mismo error de aquellos que consideran los medios de producción como capital. Los medios de producción se transforman en capital solamente cuando constituyen un monopolio en manos de una clase y sirven para la explotación de otra clase sobre la base del trabajo asalariado, es decir, cuando estos medios de producción expresan la relación social de la opresión y de la explotación económica de clase. Por sí mismos, los medios de producción son cosas admirables, son los instrumentos de lucha del hombre contra la naturaleza. Se comprende entonces que en la sociedad futura éstos no sólo no desaparecerán, sino que por primera vez ocuparán el lugar que les corresponde.
Sin embargo, ha habido un período de tiempo en el movimiento obrero en el cual los trabajadores no tenían todavía clara la diferencia entre la máquina, como medio de producción y la máquina como capital, esto es, como medio de opresión.
Y, no obstante, en aquel tiempo los obreros no tendían a eliminar la propiedad privada de las máquinas, sino a destruir las máquinas mismas, para retornar a los primitivos instrumentos de trabajo manuales.
Análoga a ésta es la posición que los anarquistas "que tienen una conciencia de clase" asumen con respecto a la centralización de la producción. Como ven que la centralización capitalista es un medio de opresión, en su simplicidad protestan contra toda centralización productiva en general: su infantil ingenuidad confunde la esencia de una cosa con su forma externa social e histórica.
Entonces, la distinción entre nosotros los comunistas y los anarquistas en lo referente a la sociedad burguesa, no está en que nosotros estemos por el Estado y ellos contra el Estado sino más bien en que nosotros estamos por la producción centralizada en grandes haciendas, aptas para desarrollar al máximo las fuerzas productivas mientras que los anarquistas están por una pequeña producción descentralizada, que no puede aumentar sino sólo disminuir el nivel de estas fuerzas productivas.
La segunda cuestión esencial que separa a los comunistas de los anarquistas es la actitud frente a la dictadura del proletariado. Entre el capitalismo y la "sociedad futura" hay un período entero de lucha de clases, el período en el cual serán desarraigados los últimos restos de la sociedad burguesa y se rechazarán los ataques de clase provocados por la burguesía -que ya ha caído, pero que todavía se resiste-. La experiencia de la Revolución de Octubre ha demostrado que la burguesía, inclusive después de ser puesta "con la espalda contra el suelo", usa todavía de los medios que le quedan para luchar contra los obreros, y que en último término se apoya en la reacción internacional, de tal modo que la victoria final de los obreros sólo será posible cuando el proletariado haya liberado a todo el mundo de la canalla capitalista, y haya sofocada completamente a la burguesía.
Por ello, es del todo natural que el proletariado se sirva de una organización para su lucha. Cuanto más vasta, fuerte y sólida sea esa organización, tanto más rápidamente se alcanzará la victoria final. Tal organización transitoria es el Estado proletario, el poder y el dominio de los obreros su dictadura.
Como todo poder, también el poder de los proletarios es una violencia organizada. Como todo Estado, también el Estado proletario es un instrumento de opresión. No es necesario sin embargo tratar de manera tan formal la cuestión de la violencia. Tal sería el modo de concebir de un buen cristiano, de un tolstoyano, pero no de un revolucionario. Al pronunciarse sobre la cuestión de la violencia en sentido afirmativo o negativo, es necesario ver contra quién es empleada la violencia. Revolución y contrarrevolución son en igual medida actos de violencia, pero desistir por este motivo de la revolución sería una tontería.
El mismo planteamiento se puede hacer para la cuestión del poder y la violencia autoritaria del proletariado. Esta violencia es por cierto un medio de opresión, pero usado contra la burguesía. Ello implica un sistema de represalias, pero también estas represalias van a su vez dirigidas contra la burguesía. Cuando la lucha de clases llega al punto de máxima tensión y se convierte en guerra civil, no se puede estar hablando de la libertad individual, sino que se debe hablar de la necesidad de reprimir sistemáticamente a la clase explotadora.
El proletariado debe escoger entre dos cosas: o aplastar de modo definitivo a la burguesía derrotada y defenderse de sus aliados internacionales, o no hacerlo. En el primer caso debe organizar este trabajo, conducirlo de modo sistemático, extenderlo hasta donde lleguen sus fuerzas. Para hacer esto el proletariado necesita a toda costa una fuerza organizada. Esta fuerza es el poder estatal del proletariado.
Las diferencias de clase no se borran del mundo con un trazo de pluma. La burguesía no desaparece como clase después de haber perdido el poder político. De igual modo, el proletariado es siempre proletariado, incluso después de su victoria.
Sin embargo, éste ya ha tomado su posición de clase dominante. Debe mantener esta posición o fundirse de inmediato con la masa restante, que le es profundamente hostil. Así se presenta históricamente el problema y no puede ser resuelto de dos maneras distintas. La única solución es ésta: como fuerza propulsora de la revolución, el proletariado tiene el deber de mantener su posición de dominador hasta que haya logrado convertir a su imagen a las demás clases. Entonces -y sólo entonces-, el proletariado deshace su organización estatal y el Estado "se extingue".
Con respecto a este período de transición, los anarquistas asumen una posición distinta, y la diferencia entre nosotros y ellos se resuelve efectivamente en el estar por o contra el Estado común proletario, por o contra la dictadura del proletariado.
Todo poder, más bien el poder general, es para los anarquistas inaceptable en cualquier circunstancia, porque es una opresión, incluso si se ejerce contra la burguesía. Por esto en el actual período de desarrollo de la revolución, los anarquistas se unen a la burguesía y a los partidos colaboracionistas en el lanzar gritos contra el poder del proletariado. Cuando los anarquistas gritan contra el poder del proletariado cesan de ser los "izquierdistas" o los "radicales" como habitualmente son llamados; al contrario, se convierten en malos revolucionarios, que no quieren dirigir contra la burguesía una lucha de masas organizada y sistemática. Renunciando a la dictadura del proletariado, se privan del arma más válida para la lucha; combatiendo contra esta dictadura desorganizan las fuerzas del proletariado, le arrancan el arma de las manos y, objetivamente, prestan ayuda a la burguesía y a los social-traidores, agentes de ésta.
El concepto fundamental que explica la posición de los anarquistas frente a la cuestión de la sociedad futura y su actitud ante la dictadura del proletariado es fácilmente detectable: consiste en su aversión -por así decir de principio-, al método de la acción de masas sistemática y organizada.
De la teoría anarquista se deduce que el anarquista consecuente debe ser contrario al poder soviético y combatirlo. Pero dado que tal actitud seda evidentemente absurda para los obreros y campesinos, no hay muchos anarquistas que extraigan esta consecuencia de sus postulados, sino más bien al contrario, hay anarquistas plenamente satisfechos de sentarse en el órgano supremo legislativo y ejecutivo del poder estatal del proletariado, es decir, en el Comité Ejecutivo Central del Soviet.
Es evidente que ésta es una contradicción un abandono del genuino punto de vista anarquista. Pero se entiende que los anarquistas no puedan tener un especial amor por los Soviets. En el mejor de los casos solamente "los aprovechan" y están siempre dispuestos a desorganizarlos. De este planteamiento surge otra diferencia práctica bastante profunda: para nosotros la tarea principal consiste en dar una base lo más amplia posible al poder de las organizaciones proletarias de masas -a los Consejos Obreros-, en reforzarlos y en organizarlos; mientras que los anarquistas deben impedir conscientemente este trabajo.
También son profundamente divergentes nuestros caminos en el terreno de la praxis económica durante el período de la dictadura del proletariado. La condición fundamental para la victoria económica sobre el capitalismo consiste en evitar que la "expropiación de los expropiadores" no degenere en un reparto, aunque sea en partes iguales. Toda repartición produce pequeños propietarios, pero de la pequeña propiedad resurge la gran propiedad capitalista, y así la repartición de la posesión de los ricos lleva necesariamente al renacimiento de la misma clase de "ricos".
La tarea de la clase obrera no consiste en efectuar una repartición favorable a la pequeña burguesía y él la plebe harapienta, sino en la sistemática y organizada utilización social y colectiva de los medios de producción a expropiar', y esto, a su vez, solamente es posible en el caso en que la expropiación sea llevada a término de modo orgánico, bajo el control de las instituciones proletarias; en caso contrario la expropiación adquiere un carácter abiertamente desorganizador y fácilmente degenera en una simple "apropiación" por parte de personas privadas de aquello que debería ser propiedad social.
La sociedad rusa -y especialmente la industria y la producción agrícola-, atraviesan por un período de crisis y ruina total. No sólo la evidente destrucción de las fuerzas productivas, sino también la colosal desorganización de todo el aparato económico son la causa de estas dificultades tremendas. Por ello los obreros se deben preocupar, ahora más que nunca, de hacer exactamente el inventario y el control de todos los medios de producción, casas, productos de consumo requisados, etc. Un control semejante sólo es posible en el caso de que la expropiación se cumpla no por personas o grupos privados, sino por los órganos del poder proletario.
Expresamente no hemos polemizado con los anarquistas como si ellos fueran delincuentes, criminales, bandidos, etc. Para los obreros lo importante es comprender lo pernicioso de su doctrina, de la cual se deduce una praxis dañina.
El centro de la argumentación no puede consistir en una polémica superficial. Pero todo lo que se ha dicho hasta ahora explica por sí mismo por qué son justamente los grupos anarquistas quienes generan rápidamente grupos de "expropiadores" que expropian para sus propios bolsillos y por qué la delincuencia se reúne en torno a los anarquistas mismos.
Siempre y por todas partes se encuentran elementos turbios que explotan la revolución con fines de enriquecimiento personal. Pero donde la expropiación actúa, bajo el control de organismos de masas es mucho más difícil que se dé la situación de lucro personal.
En cambio, cuando por razones de principio se evita tomar parte en acciones de masas organizadas, y se sustituye a éstas por acciones de grupos libres "que deciden por sí mismos", "autónoma e independientemente", se crea el mejor terreno para "expropiaciones" tales que no se diferencian teórica ni prácticamente de las gestas de un vulgar salteador callejero.
El lado peligroso de las expropiaciones individuales, de las confiscaciones, etc., no consiste sólo en el hecho de que frenan la creación de un aparato de producción, distribución y control; sino que consiste también en el hecho de que estos actos desmoralizan completamente y restan conciencia de clase a los hombres mismos que los cumplen, los desacostumbran del trabajo común con los compañeros y de las exigencias de la voluntad colectiva, y sustituyen estos sentimientos por el arbitrio de un grupo singular o inclusive de un singular "individuo libre".
La Revolución obrera tiene dos vertientes: la de la destrucción y la de la creación o reconstrucción. El lado destructivo se revela sobre todo en la destrucción del Estado burgués. Los oportunistas socialdemócratas afirman que la conquista del poder por parte del proletariado no significa en absoluto la destrucción del Estado capitalista; pero una "conquista" semejante existe sólo en la cabeza de algunos individuos. En realidad la conquista del poder por parte de los obreros no puede realizarse más que destruyendo el poder de la burguesía.
En esta obra de destrucción del Estado burgués los anarquistas pueden cumplir un trabajo positivo, pero son orgánicamente incapaces de crear un "mundo nuevo"; y por otra parte, después de la conquista del poder por parte del proletariado, cuando el trabajo más urgente es el de construir el socialismo, entonces los anarquistas cumplen una misión casi exclusivamente negativa, perturbando esta construcción con sus salvajes y desorganizadoras acciones.
Comunismo y revolución comunista, he aquí la causa del proletariado, de la clase activamente productiva, por el mecanismo de la gran producción. Todos los otros estratos de las clases pobres pueden volverse agentes de la Revolución comunista sólo en cuanto se pongan a la retaguardia del proletariado.
La anarquía no es la ideología del proletariado, sino la de los grupos que están desclasados, inactivos, separados de todo trabajo productivo: es la ideología de una plebe de mendigos ("Iumpenproletariado") categoría que se recluta entre proletarios, burgueses arruinados, intelectuales decadentes, campesinos rechazados de su familia y empobrecidos; un conjunto de gente que no es capaz de crear nada nuevo, ningún valor, sino solamente de apropiarse de aquello de lo que se han adueñado mediante las "confiscaciones". Este es el fenómeno social de la anarquía.
La anarquía es el producto de la desintegración de la sociedad capitalista. La característica de esta miseria la provoca la disolución de los vínculos sociales, la transformación de gente que en un tiempo era miembro de una clase en "individuos" atomizados, que no dependen ya de clase alguna, que existen para "sí mismos", que no trabajan y que para conservar su individualismo no se subordinan a ninguna organización. Esto es la miseria producida por el bárbaro régimen capitalista.
Entonces, una clase tan sana como la de los proletarios no puede dejarse infectar por la anarquía. Sólo en caso de disgregación de la misma clase obrera puede emerger a uno de sus polos la anarquía, como síntoma de enfermedad. Y la clase obrera, luchando contra su disolución económica, debe también luchar contra su disolución ideológica, producto de la cual es la anarquía.

24 de mayo de 2009

Dictadura del proletariado, democracia proletaria

En el convulso período de entreguerras (1918-1939) la marea totalitaria amenazaba con anegarlo todo. La crisis económica capitalista de 1929, consecuencia de la Primera Guerra Mundial, alentó las luchas sociales y convirtió a la Unión Soviética en un modelo para los trabajadores y en una amenaza para sectores burgueses que creyeron poder defenderse de ella detrás del fascismo. Esa política bipolar, anticipo de lo que fue la Guerra Fría, dejaba al margen a socialistas y anarquistas y todo lo fiaba, para bien o para mal, en el comunismo soviético. En España, durante la Guerra Civil, el PCE hizo un titánico esfuerzo propagandístico para ensalzar las virtudes de la URSS y atraer a sus menguadas filas a las bases de la CNT y la UGT. Uno de los libritos más difundidos fue "¿Qué es un soviet?", de Marcel Koch, del que insertamos su capítulo más significativo.

DE LA DICTADURA DEL PROLETARIADO A LA DEMOCRACIA PROLETARIA
No es raro oír decir: “la U.R.S.S. es el país de la dictadura roja”. Son muchos los que distinguen mal entre Mussolini o Hitler y Stalin. Profundamente afectos al ideal democrático, no comprenden el abismo que separa a los desgraciados Estados que padecen el yugo fascista, negro o pardo, del país de los Soviets.
Sin embargo, los resultados solos muestran ya que en la U.R.S.S. todo ha sido realizado en favor de las masas. El aumento incesante del bienestar de pueblos que han pasado, en algunos años, de un estado primitivo a la civilización; la progresión acelerada de la producción soviética, sin crisis y sin paro; la unión total de sus ciudadanos; su participación creciente en la dirección del Estado; la acción pacifista de la U.R.S.S., todo esto son elementos de apreciación que impiden incluso superficialmente decir: “No hacemos diferencia entre la dictadura staliniana y la de un Mussolini o de un Hitler”.
En primer lugar, no hay en la U.R.S.S. dictadura staliniana, sino dictadura del proletariado, ejercida por los Soviets en nombre de la soberanía popular. ¿Quién es Stalin, pues? El jefe del Partido Comunista de la U.R.S.S. Cualquiera que sea la posición que se quiera tomar personalmente con respecto a la III Internacional, se ve obligado a reconocer que este Partido ha sido el artífice de la edificación de la Unión Soviética. Es con este título como Stalin se encuentra al servicio de los Soviets, cuya actividad se diferencia totalmente de la de la III Internacional. Es con este mismo título como, en la Unión Soviética, dos millones de comunistas están al frente de toda la actividad. Nadie puede pensar en reprochar a los comunistas de la U.R.S.S. que proporcionen a su patria sus ciudadanos más ilustrados y sus guías más seguros. Los desacuerdos políticos que existen en el mundo capitalista, entre los comunistas y las otras fracciones no pueden ser una razón para que los miembros de estas últimas condenen el mundo socialista.
En general, si se ha atacado tanto a los dirigentes de la U.R.S.S., si se ha calumniado a Lenin, si se intenta macular a Stalin, es porque a través de los jefes, se apunta a la obra: los Soviets. No estamos tan lejos de los grandes cartelones en los que “el hombre con el cuchillo entre los dientes” personificaba la dictadura del proletariado. No es sorprendente, pues, que tanta buena gente se estremezca todavía de miedo sólo a oírle nombrar, y que repudien, sin razonarlo, todo lo que de cerca o de lejos toca a la Unión Soviética.
Para otros, las hazañas de los señores Mussolini, Hitler y compañía han hecho de la palabra “dictadura” un término que, sólo al pronunciarlo, choca con la conciencia libre. En Francia, sobre todo, donde sobrevive el recuerdo de la gran Revolución del 89, que grabó sobre todos los monumentos y en los cerebros las palabras sublimes de Libertad, Igualdad y Fraternidad, símbolo del ideal democrático, se es ferozmente enemigo de toda dictadura.
Sin embargo, porque nosotros, los franceses, somos apasionadamente afectos a este espíritu libre, que, desde hace siglos, triunfó en nuestro país de la opresión debemos comprender mejor que nadie el sentido exacto de la dictadura del proletariado. No tiene nada de común con la de la svástica o del fascio. La dictadura fascista no es más que el último refugio de una clase tambaleante, que se resiste a abandonar sus privilegios; mientras que la dictadura del proletariado es un medio que los pueblos de la U.R.S.S. han utilizado para invertir la relación de las fuerzas en favor de la masa, es decir: para construir la democracia popular. Democráticamente, si una minoría amenaza a las masas, ellas tienen el deber de imponerle su dictadura. Porque en un Estado democrático la soberanía solamente puede pertenecer a la mayoría numérica. Esta mayoría es siempre el proletariado, formado por todos los que viven de su trabajo.
Si en la U.R.S.S. se hubiese tratado solamente de instaurar una democracia de fachada, a ejemplo de las de los países burgueses, se hubiera podido dar al pueblo una pretendida democracia política. Pero la minoría que se hubiera reservado el control económico de la nación, hubiera sido aquí como en otras partes, dueña absoluta de sus destinos. Es porque los Soviets eran concebidos para dar al pueblo todo el poder, por lo que han debido ejercer, en su nombre, una dictadura implacable contra la minoría, quien, habiendo perdido el poder político, quería, para recuperarlo, conservar el poder económico.
No se podía, de la noche a la mañana, dar a los ciudadanos de la U.R.S.S. el control de una producción que era necesario desarrollar rápidamente, porque, analfabetos e inconscientes en su mayoría, ignoraban todo lo que se refiere a la gestión de las empresas. Era necesario, sin embargo, conservar y consolidar la victoria, construir y regentar, adelantar sector tras sector, y al mismo tiempo educar y defenderse contra los privilegiados del mundo entero, coaligados para derrumbar por todos los medios la primera democracia popular. Es por esto por lo que la democracia soviética ha debido ser una democracia de combate, dirigiendo todos sus golpes contra los enemigos de los trabajadores: los blancos, los intervencionistas, los traidores, los espías, los saboteadores.
La dictadura del proletariado ha sido la muralla levantada por los trabajadores más conscientes, tras la cual pudieron abrigarse los que un inmenso movimiento de revuelta había podido librarse de sus cadenas. Al amparo de esta muralla, se pudo educar y construir, conservando todos estos derechos y esta libertad arrancada por su propia lucha con el sufrimiento y la sangre.
Basta con mirar a otros países para comprender que no hubiera sido posible actuar de otro modo. En Italia, en Alemania, en Austria, los dirigentes del pueblo no pudieron o no quisieron ejercer la dictadura en nombre de la masa. Fueron derrumbados por el fascismo, que ejerce ahora esta dictadura contra la masa, en nombre de los privilegiados.
Mientras en estos desgraciados países centenares de millares de trabajadores están confinados en los campos de concentración, otros se mueren de hambre, y los dirigentes del pueblo son asesinados, la U.R.S.S. va de libertad en libertad.
El liberalismo no es lo propio de las democracias o de los poderes absolutos: es lo propio de las naciones fuertes, de los regímenes poderosamente asentados. Por esto en todas partes las democracias burguesas están dispuestas hoy a transformarse en países de dictadura, al mismo tiempo que la dictadura del proletariado de la U.R.S.S. se transforma en democracia proletaria.
Por un lado, en efecto, no es ya posible a los amos de la producción, cada día más absoluta, conservar un régimen político, negación de la Economía del país. No pueden hacer otra cosa sino crearlo a su imagen, y destrozar todo lo que, incluso superficialmente, puede asegurar a los trabajadores la menor posibilidad de resistencia.
Por otra parte, existe la concordancia absoluta entre la política y la producción. La Economía socialista tiene necesidad de la democracia política. No puede contentarse con hacer a los obreros colectivamente propietarios de su instrumento: la fábrica; a los campesinos colectivamente poseedores de sus koljoses; con poner colectivamente a todos los trabajadores al servicio de la Economía del país. Necesita hacer de ellos hombres libres que vivan fraternalmente unidos en el respeto de los derechos de cada uno y de todos.
Es por esto por lo que en la U.R.S.S. nada separa al pueblo de su Estado, de sus Soviets. Su unidad, su conciencia, su fuerza, su ideal de fraternidad y de paz, que hace de él la parte más avanzada de la humanidad, sabe que los debe a los que, en su nombre, ejercieron durante años la dictadura del proletariado, para llevarle a la democracia proletaria.

20 de octubre de 2008

Marx y Bakunin, según Edward Hallet Carr

Edward Hallet Carr (1892-1982) es uno de los historiadores de los movimientos sociales más interesantes, tanto por su carácter pionero, pues publicó sus primeras obras en los años treinta del siglo pasado, como por la erudición que sustenta su obra, entre la que destacan los catorce tomos de su Historia de la Rusia soviética. Uno de sus libros más conocidos es el titulado Los exiliados románticos, en el que traza una biografía individual y colectiva de Mijaíl Bakunin, Alexander Herzen y Nikolai Ogarev. En el Epílogo de esta obra, escrita en 1933, muestra abiertamente su simpatía por Karl Marx y su desprecio por Mijaíl Bakunin, al que llega a reprochar no haberse muerto antes para mayor gloria del padre del socialismo científico. La realidad que se puso al descubierto con el hundimiento de la Unión Soviética es un ajuste de cuentas con el pretendido carácter científico del marxismo y con la visión de Carr de Marx y Bakunin.

La tragedia de Liza [Herzen] es una adecuada conclusión para la historia de los Exiliados Románticos. Seis meses más tarde, Bakunin, el en otro tiempo apodado «Liza mayor», murió en Berna, en la misma obstinada actitud, que mantuvo durante toda su vida, de negarse a aceptar un compromiso con la realidad. Un año más, y la muerte de Ogarev en Greenwich se llevó al último de aquella brillante generación de los años cuarenta que habían dejado a Rusia en la plenitud de su fe y su esperanza, y que ahora, treinta años después, yacían en dispersas e ignoradas sepulturas, en suelo francés, suizo o inglés. Antes de su muerte la corriente ya había barrido su pasado y los había dejado en la ribera tristes y desamparados, lejos de las principales corrientes del pensamiento contemporáneo. Es un lugar común decir que la generación de Herzen, Ogarev y Bakunin -como cualquier otra generación- fue una generación de transición; pero la transición por la que esta generación tuvo que pasar fue turbadoramente rápida, y los hombres, como Herzen y Bakunin, procedentes de un país cuyo acervo filosófico y cuyas formas contemporáneas de pensamiento a la moda llevaban un retraso de treinta años con respecto a los de Europa, se encontraron reemplazados mucho antes de haber completado la tarea asignada o de haber empezado a decaer sus facultades naturales. No pudieron disfrutar, como más afortunados profetas, de una vejez reverenciada y admirada. Otras voces arrastraban a sus discípulos mientras ellos aún seguían predicando su evangelio. La historia de los Exiliados Románticos acaba, apropiadamente, en tragedia y -peor aún- en tragedia teñida de futilidad, pero ellos tienen su lugar en la historia. A los cincuenta años de su muerte, la Revolución rusa honró a Herzen como a uno de sus más grandes precursores, dando su nombre a una de las principales vías de la capital, y, para admiración y ejemplo de la moderna juventud revolucionaria, le erigió un monumento, así como a Ogarev, en el recinto de la Unidad de Moscú.
Bakunin podía haber tenido -a no ser por una circunstancia- su justo lugar junto a ellos. Incluso, en justicia, podía haber reclamado un monumento más espléndido, pues Bakunin fue, incomparablemente, el mayor líder y agitador salido del movimiento revolucionario del siglo XIX. Pero cometió un error. Debía haber muerto, como Herzen, o refugiarse como Ogarev en el retiro y la decrepitud. De hecho, vivió para enfrentar sus debilitadas fuerzas contra el impulso de las nuevas generaciones y disputar a Karl Marx, en nombre del anarquismo romántico, el caudillaje de la revolución europea. En 1872 Marx provocó su expulsión de la Internacional y ello determinó su exclusión, para siempre, del santoral revolucionario. No se encuentra ningún monumento, ningún recuerdo de Bakunin dentro de los confines de la Unión Soviética.
La originalidad de la nueva doctrina revolucionaria de Marx no radica, como han pretendido sus pocos escrupulosos adversarios, en su carácter rapaz o destructivo -Proudhon ya había definido la propiedad como un robo y Bakunin fue, con mucho, más ardiente apóstol de la destrucción que Marx-, sino en la esencia misma de sus postulados.
Antes de Marx, la causa de la revolución había sido idealista y romántica, objeto de intuitivo y heroico impulso. Y Marx la hizo materialista y científica, objeto de deducción y frío razonamiento. Marx substituyó la metafísica por la economía, los filósofos y los poetas por los proletarios y los campesinos. Trajo a la teoría de la evolución política el mismo principio de metódica inevitabilidad que Darwin había introducido en la biología. Las teorías darwinista y marxista son estrictamente comparables en la severidad con que subordinan la naturaleza y la felicidad humanas al devenir de un principio científico. Y han demostrado ser los más importantes productos de la ciencia victoriana y los que han ejercido una mayor influencia.
Cuando Karl Marx substituyó a Herzen y Bakunin como la figura más prominente de la Europa revolucionaria, empezó realmente el amanecer de una nueva era. La incolora y respetable monotonía de la vida doméstica de Marx ya ofrece un sorprendente contraste con la abigarrada diversidad de la vida de los Exiliados Románticos. En éstos, el Romanticismo halló su postrera expresión; y aunque sobrevivió en Rusia un puñado de osados terroristas y en Europa otro de pintorescos anarquistas, el movimiento revolucionario adquirió, más y más, a medida que avanzaban los años, las serias, dogmáticas y realistas características de los últimos tiempos victorianos. Y con la persona de este típico savant victoriano, Karl Marx entró en una fase cuya vitalidad todavía no se ha agotado.

14 de octubre de 2008

La teoría de lucha de clases, de Paul Lafargue

Curso de economía social de Paul Lafargue, Madrid, 1897 (Archivo La Alcarria Obrera)

Paul Lafargue, yerno de Karl Marx por su matrimonio con Laura Marx, es el auténtico introductor del marxismo en España, país al que llegó huyendo de la represión de la Comuna de París de 1871; la hegemonía de los bakuninistas en la sección hispana de la Primera Internacional no reduce su importancia. A pesar de su preparación intelectual, era médico de profesión y dominaba varios idiomas, y de su cercanía con Marx y Engels, generalmente apenas se conoce de él otro escrito que su libro Elogio de la pereza. Presentamos aquí una de sus tres conferencias, la titulada “Teoría de la lucha de clases”, que, junto con otra de G. Deville, formaron un Curso de Economía Social que fue editado en Francia. En España se publicaron en un folleto conjunto en 1897, con traducción de Juan José Morato, en la Biblioteca Socialista del PSOE.

El hombre vive en dos medios: el cósmico ó natural y el económico ó artificial, creado este último por el arte humano. Las acciones combinadas de estos dos medios determinan la evolución del hombre y de sus sociedades.
Cuando se considera el hombre como ser organizado, apenas si se diferencia de los demás animales por ciertas cualidades y ciertos hábitos, y puede tomársele como el producto inmediato de las fuerzas que accionan en la naturaleza.
El hombre prehistórico, el hombre de la edad de piedra, tal cual nos le muestran por analogía los pueblos salvajes aun existentes en Oceanía, América y África, no sufría más influencia que la del medio natural. En efecto, no vivía más que en el estado natural; iba desnudo, y en los climas fríos llevaba suspendida del cuello una piel de animal que se colocaba por delante ó por detrás, según cuál fuera la dirección del viento; ignoraba el uso de los metales; apenas conocía el del fuego; construía abrigos contra las inclemencias del cielo con ramas de árboles, como los chimpancés; se servía por toda arma de un palo y de piedras, como ciertos monos; no había aún fabricado cerámica; no había elaborado más que una lengua tan rudimentaria que carecía del verbo ser y de voces genéricas tales como árbol, color, calor, etc., y no había llegado más que á un desarrollo intelectual tan imperfecto que no podía contar más allá de tres ó cuatro.
Para explicar la formación de las diversas razas humanas en estas épocas primitivas, el naturalista puede, como hace para otras especies animales, no recurrir más que á la acción de las fuerzas de la naturaleza. La competencia vital, la lucha por la existencia, tal cual existe entre los animales, era la ley de los hombres primitivos. Para perseguir una presa y atraparla, para disputar y apoderarse de una hembra no empleaban otra cosa que la elasticidad de sus músculos y la fuerza de sus brazos y de sus piernas. Desgarraban á sus enemigos con los dientes y las uñas, los golpeaban con piedras y palos; y el vencedor era el más fuerte, el más hábil, el mejor dotado.
Pero esta competencia vital, animal, se modifica y adquiere otros caracteres hasta en los mismos tiempos prehistóricos. Cuando el hombre descubre el arte de trabajar los metales, en la edad de bronce, ya no se bate sólo con sus armas naturales; posee armas artificiales, y en el combate no triunfa el más fuerte, sino el mejor armado. Por tal razón, para muchos antropólogos es poco menos que cierto que los hombres de la edad de piedra que habitaban la Europa fueron exterminados y reemplazados por otra raza de hombres que venían del Este y que conocían el uso del bronce. En apoyo de su opinión hacen constar que las espadas de bronce, doquiera que se las encuentra, en Irlanda, en Escocia, en Noruega, en Alemania, etc., son, no sólo del mismo género, sino idénticas, y podría decirse que han sido fundidas en un mismo molde. No difieren entre sí más que por los ornamentos que tienen grabados: las espadas de bronce de Dinamarca tienen espirales; las que se encuentran al Sur tienen líneas y círculos. La empuñadura es pequeña, lo que parece indicar que los hombres que las manejaban, y que habían sucedido á los de la edad de piedra, tenían las manos pequeñas.
Lo que pasó en los tiempos prehistóricos es lo mismo que ocurre hoy. Cuando un Stanley, un Brazza u otro bandido civilizado entra en lucha con un negro del Congo, la victoria no es para el más fuerte, el más ágil y el más valiente, sino para el revólver y la pólvora. Otro tanto ocurre en el campo de batalla de la industria: cuando los tejedores á mano disputaban el campo á los tejedores de la grande industria, el campo no quedó por el obrero más enérgico, más laborioso, más hábil, sino por el telar mecánico, por la fuerza motriz del vapor. Luego en las sociedades humanas las cosas pasan de diferente modo que entre los animales: en éstas no son sólo las cualidades naturales las que aseguran la victoria, sino, sobre todo, los instrumentos de trabajo y las armas. Puede decirse que la verdadera lucha por la existencia no se verifica entre los hombres, sino entre sus órganos artificiales. Esta competencia vital de las armas y de los instrumentos, que presentan los caracteres de la competencia vital de los animales y de las plantas, ha sido la causa del maravilloso desarrollo de los ingenios industriales y guerreros.
Cuando dos patronos, armados de iguales medios de producción, luchan por expulsarse mutuamente del mercado, combaten sobre las costillas de sus obreros; á más y mejor rebajan los salarios, aumentan la jornada y reemplazan los hombres por mujeres y niños y el obrero hábil por peones. Esta lucha por la existencia de los patronos, si no perfecciona ni física ni intelectualmente á los dos concurrentes, conduce á la degradación física, moral é intelectual de la clase asalariada.
La lucha por la existencia entre los hombres salidos de la animalidad no presenta los mismos caracteres ni entraña los mismos resultados que entre los animales y las plantas; por consiguiente, el que quiera darse cuenta de la evolución humana debe analizar los medios artificiales que ha atravesado el hombre y sus acciones y reacciones sobre el hombre y sus sociedades.
Los dos medios en los cuales vive el hombre el medio natural y el medio artificial son inmutables, siempre idénticos á sí mismos: se transforman.
La historia de la formación de la Tierra nos prueba que el medio natural evoluciona: á esta evolución cósmica atribuía Geoffrny Saint-Hilaire la formación de las especies: por ejemplo, la transformación de los reptiles en aves la atribuía, á las modificaciones químicas de la atmósfera, que, enriqueciéndola de oxígeno, permitió la existencia de animales de sangre caliente. Pero el medio cósmico evoluciona lentamente, y son precisos millares de años para que se produzcan cambios de alguna importancia, y por esta razón las especies vegetales y animales nos parecen inmutables: las condiciones que les han dado movimiento han cambiado insensiblemente. Mas el medio artificial evoluciona rápidamente, y por esta razón la historia del hombre, comparada con la de los animales, presenta una marcha tan agitada y tan diversificada.
Siendo diferentes los medios artificiales en los cuales el hombre evoluciona, ésta es la razón de las grandes variaciones que existen y han existido en las razas humanas. Entre la inteligencia de un parisién y la de un fueguino hay más diferencia que entre las di versas razas de perros ó de monos.
No es el hombre el único que en la naturaleza se ha creado un medio artificial: ciertas especies de animales (los castores, las abejas, las hormigas, etc.) han llegado á construirse medios artificiales que les han permitido alcanzar un grado de desarrollo desconocido en otras especies.
El gran médico latino Celso escribía hace mil doscientos años: “Si los hombres pretenden distinguirse de los animales porque habitan ciudades, hacen leyes y establecen gobiernos, se equivocan grandemente: las hormigas y las abejas hacen otro tanto. Ellas tienen sus reyes, á quienes protegen y á quienes sirven; tienen sus guerras, sus victorias, sus matanzas de vencidos; tienen ciudades y barrios, horas reguladas para el trabajo...; cazan y castigan á los insectos... Si alguien desde lo alto del cielo pudiera echar una ojeada sobre la tierra, ¿qué diferencia encontraría entre las obras de los hombres y las de las abejas y las hormigas?” Después de Celso, muchos pacientes observadores han estudiado las costumbres de estos pequeños animales.
Los hormigueros son una de las maravillas de la naturaleza. “Su rasgo característico -dice Forel- es la ausencia de un modelo inmutable especial para cada especie, que es el caso de las avispas y las abejas. Las hormigas saben adaptar sus construcciones á las circunstancias y sacar partido de los accidentes del suelo”. Las hormigas construyen murallas, levantan pilares, ponen capas de ladrillos, colocan techos, superponen pisos, y se ha encontrado hormigueros que tenían hasta cuarenta. Los nidos de termitas, que tanto abundan en el Senegal, se elevan de tres á seis metros por encima del suelo, y están tan sólidamente construidos, que soportan el peso de un hombre y hasta el de un búfalo, y se comunican con el exterior por parajes subterráneos de 30 centímetros de longitud. ¡Qué son los monumentos de los hombres al lado de los de estos pequeños ortópteros! Si comparamos la altura y extensión de estas construcciones con la talla de los constructores, los trabajos de los hombres parecen ridículos. Una pirámide construida en la misma escala debería alcanzar una altura de 1.000 metros. ¡El monumento más elevado construido por los hombres, la pirámide de Cheops, sólo tiene 147 metros de altura; la flecha de la catedral de Strasburgo, 142, y la torre de Santiago, en París, 58 metros!
Los hormigueros están provistos de paneras, donde se almacenan los granos recogidos por la colonia, después de despojados de sus envueltas, que las hormigas arrojan fuera. Aun no se ha descubierto por qué procedimiento misterioso impiden la germinación de los granos, que saben detener cuando se produce.
En excavaciones húmedas colocan apiladas hojas cortadas en menudos pedazos, sobre las cuales se crían microscópicos hongos, que comen con deleite. Hasta se ha pretendido que cierta especie de hormigas de Tejas era agricultora, que conocía el arte de preparar la tierra y de sembrar; pero el hecho no se ha comprobado científicamente.
“¿Quién hubiera creído que las hormigas eran un pueblo pastor?” -decía Hubert-. Y lo son, en efecto.
Poseen rebaños de pulgones, que dan una secreción azucarada, y un hormiguero es tanto más próspero cuanto mayor número de estas vacas posee. Sobre las hojas de los árboles construyen establos, donde los encierran, y guardan otros bajo tierra encima de las raíces de las plantas. Cuando cambian de nido los transportan, y en otoño recogen sus huevos y los cuidan hasta que nace el nuevo pulgón.
Audubon ha observado á hormigas que empleaban los pulgones como bestias de carga, haciéndolos transportar, entre dos filas de vigilantes, hojas de árboles cortadas, y una vez terminado el trabajo, los encerraban en el hormiguero.
La división del trabajo, que aparece tímidamente en las sociedades humanas primitivas, está tan desarrollada entre las hormigas y ha ocasionado tales diferenciaciones entre los habitantes de un mismo hormiguero, que se le creería compuesto de especies diferentes.
El trabajo de reproducción está confiado á algunos machos y una hembra que los hombres, que han creído ver entre los animales una organización social, llaman reina, pero que no tiene ninguno de los atributos de este cargo, y que es cuidada y mantenida, mas también guardada por centinelas de vista, y á menudo encarcelada por las hormigas sin sexo que componen la gran masa de la colonia y que se subdividen en guerreras y obreras.
El comunismo más absoluto reina en el hormiguero. El trabajo es libre: las hormigas le realizan con un ardor sin descanso. Salomón las presentaba como ejemplo á sus súbditos judíos: “Ve á la hormiga ¡oh perezoso! mira sus caminos y sé sabio: la cual no tiene ni capitán, ni gobernador, ni señor; y con todo eso prepara en verano su comida, allega en tiempo de siega su mantenimiento”.
En el hormiguero todo es de todos. Las hormigas llevan á tal grado su sentimiento comunista, que hasta los alimentos ya ingeridos están durante algún tiempo á disposición de la comunidad. Su tubo digestivo se divide en dos partes: la una, la anterior, es una especie de despensa al servicio de la colonia; el esófago distendido forma una especie de bolsa que puede contener gran cantidad de alimentos líquidos, que en caso necesario son expelidos, mediante una regurgitación, para alimentar á los hambrientos, á las larvas, á las hembras y á los machos que no saben procurarse alimento. Entre ciertas especies australianas esta propiedad es utilizada para transformar algunas hormigas en verdaderos tarros de confitura, á las que se extrae esa secreción.
No solamente el orden y la harmonía imperan en el seno del hormiguero, sino que á menudo hay establecidas relaciones pacíficas con los hormigueros vecinos, bien que, generalmente, la guerra más activa reina entre ellos. Forel ha observado en una explanada de las cercanías de Ginebra -la Petite Saleve - una nación de hormigas formada por más de cien colonias, que vivían en la paz más perfecta, en una llanura de Alleghanies, en la América del Norte, M Coock descubrió de 1.600 á 1.700 hormigueros cónicos, de dos á cinco pies de altura; todos sus habitantes estaban estrechamente ligados y no se atacaban jamás, uniéndose para rechazar los enemigos exteriores (arañas, serpientes, etc.), y se auxiliaban también para la construcción y reparación de sus nidos. Era una verdadera federación de hormigueros.
Los hechos que preceden - podría citar otros muchos- testifican tal desarrollo intelectual, que Darwin ha podido decir con razón: “El cerebro de una hormiga es una de las más maravillosas partículas de la materia organizada, quizá más maravillosa aún que el cerebro del hombre”. Este desarrollo intelectual incomparable no puede ser atribuido á la competencia vital de que nos hablan los señores darwinistas, sino más bien á la acción protectora y educadora del medio artificial creado por las hormigas, medio que en el seno del hormiguero suprime toda lucha, toda competencia individual hasta no dejar subsistir más que la lucha colectiva de toda la colonia contra la naturaleza ambiente.
Las últimas investigaciones históricas demuestran que el comunismo es el primer molde en que se han vaciado las sociedades humanas.
En nuestros días se encuentran en Asia, en Oceanía, en África, y en la misma Europa, pueblos que no conocen la propiedad individual si no es la de la casa y el jardín á ella adyacente. Los campos son poseídos colectivamente por toda la tribu; las tierras arables-según las costumbres locales-se dividen entre las familias todos los años ó cada tres ó siete años; los bosques y los pastos son siempre propiedad indivisa.
Esta forma colectiva de la propiedad comporta una organización social y familiar como no se encuentra en ninguna sociedad basada en otra forma de propiedad.
Entre los pueblos de propiedad colectiva, á pesar de las diferencias de raza y de clima, se encuentran los mismos vicios, las mismas pasiones é iguales virtudes, así como hábitos y manera de pensar análogos: el medio artificial unifica las razas que diversifica el medio natural.
Así, el robo, la virtud por excelencia de los civilizados burgueses del régimen de la propiedad individual, es desconocido en el seno de las comunidades primitivas: todos los miembros de ellas viven trabajando, ninguno hace trabajar á otro usurpándole una parte de los productos de su trabajo; se prestan mutuamente sus servicios sin pensar en reclamar por ello una retribución ó recompensa de especie alguna.
En Rusia, en la India, cuando una familia no puede acabar por sí sola la recolección, las demás familias la ayudan, sin esperar por ello otro salario que el convite á una francachela, en que se bebe abundantemente.
En estas comunidades primitivas no existen leyes ni se sabe qué cosa es eso que nosotros llamamos justicia, derecho ó deber: no hay más que costumbres, tradiciones, y el solo castigo que existe para los que violan la costumbre es la reprobación general. A veces, en ciertas comunidades indias, el culpable debe pagar una cantidad de bebida, que se consume en los regocijos públicos.
Sin la ayuda de ninguna de las instituciones represivas de las naciones capitalistas que se llaman civilizadas (policía, magistratura, sistema penitenciario, etc.) reinan un orden estable y una harmonía perfectas en el seno de las comunidades primitivas; bien que, como los hormigueros, estén generalmente en guerra entre sí. Todo lo que es extraño ó extranjero les es hostil. Este sentimiento encuentra su verdadera expresión en la palabra latina hostis, que significa á la vez enemigo y extranjero: las palabras huésped y hostilidad derivan de la misma voz latina.
Por lo mismo que las sociedades humanas primitivas han evolucionado en medios artificiales, suprimiendo todo antagonismo individual, toda competencia vital darwiniana, es por lo que el hombre ha podido desarrollarse y elevarse por encima de la animalidad. Los antagonismos no aparecen en las sociedades sino cuando la forma colectiva de la propiedad se disuelve y cuando la sociedad se divide en clases que tienen intereses opuestos; pero en ningún caso la lucha por la existencia reviste en el seno de las sociedades humanas la forma observada entre los animales y las plantas, y, sobre todo, nunca conduce á iguales resultados.
En los hormigueros, con objeto de que puedan realizarse las diferentes funciones indispensables á la vida de la comunidad, las hormigas se dividen en categorías, en clases: clase de reproductores (hembra y macho); clase de las neutras, subdividida en clase guerrera y clase obrera, siendo incumbencia de esta última todos los trabajos. Las demás clases sólo tienen que proveer á la reproducción y defensa de la comunidad. Las diferentes categorías de hormigas desempeñan un papel esencialmente útil.
Esta subdivisión de los miembros de una misma comunidad en categorías y en clases se efectúa también en las sociedades humanas: las clases descargadas del cuidado de proveer á su propia alimentación y entretenimiento han llenado en un principio una función útil, indispensable para la vida de la comunidad, la que les procuraba los medios de subsistencia.
En las teocracias de los judíos, de los indios, de los persas, de los egipcios, de los galos, etc., cuando aun no se había inventado la escritura silábica, los sacerdotes eran los depositarios de la tradición y de los conocimientos adquiridos; y estaban encargados de la administración de los bienes de la colectividad y de la dirección general del trabajo.
Las aristocracias feudales en Europa y en Asia tenían también en su origen cierta utilidad: el campesino-propietario se infeudaba á un señor feudal, al cual se comprometía á pagar un tributo en especie (renta) y en trabajo (corvea), con la condición de ser protegido contra los numerosos enemigos que le cercaban. El señor debía poseer un castillo donde, en caso de ataque, el campesino pudiera poner á salvo su cosecha y su ganado, y debía sostener cierto número de hombres de guerra para rechazar los ataques.
Como dice muy bien Engels: “La ley de la división del trabajo es la que yace en el fondo de esta división de la sociedad humana”.
Pero las clases emancipadas del trabajo han abusado siempre de su superioridad, y el abuso que han hecho de sus privilegios ha sido tanto más nocivo é insoportable, cuanto que las funciones que debían realizar habían llegado á ser innecesarias, gracias á las transformaciones del medio social que las había dado nacimiento.
“Todas han recurrido-dice Engels- á la fuerza, á la rapiña, á la astucia y al fraude para extender y consolidar su dominación en detrimento de la clase trabajadora y para transformar la dirección social en explotación de las masas”.
De útiles y bienhechoras que fueron en su origen, las clases emancipadas del trabajo acabaron por llegar á ser nocivas y opresoras.
Para mantener su posición las clases emancipadas, llegadas á clases reinantes, emplean las fuerzas intelectual y brutal sabiamente organizadas.
En las precedentes conferencias he mostrado á la burguesía, volteriana cuando luchaba contra la nobleza, convirtiéndose en hipócrita cuando llegó á ser clase dominante, é inventando la religión liberal con sus dioses Progreso, Libertad, Trabajo, Leyes naturales de la Economía política, etc., y en último término, tratando de decretar la inferioridad social de la clase trabajadora en nombre de la ciencia natural.
La aristocracia también pasó por las mismas fases de evolución: en un tiempo estaban en guerra el papa y el emperador, el barón y el obispo, el castillo y la iglesia, y, sin embargo, concluyeron por coligarse para oprimir, física é intelectualmente, á los trabajadores de las villas y de los campos. La fuerza brutal y coercitiva (ejército, policía, magistratura, etc.) de que se sirven las clases dominantes, crece á medida que éstas se van haciendo inútiles y que la clase oprimida, aumenta y acentúa su antagonismo. La clase inferior no puede efectuar su emancipación más que destruyendo la fuerza intelectual y la fuerza brutal de la clase dominante, haciendo que preceda á la lucha armada una campaña teórica preparatoria.
Para resistir á las reclamaciones y á los golpes de mano de la clase oprimida, la clase reinante presenta un frente unido, siquiera la discordia impere en su seno: en 1848 y en 1871 hemos visto á todas las fracciones de la burguesía suspender sus querellas y aliarse para aplastar la sublevación popular. Pero las luchas políticas de las fracciones de esa clase, que se manifiestan en la superficie, revelan imperfectamente las luchas intestinas y sin tregua que se libran en el seno de ella.
En efecto, como ha dicho Marx: “Si bien todos los individuos de la burguesía moderna tienen el mismo interés, como individuos que forman una clase enfrente de otra clase, tienen intereses opuestos, antagónicos, cada vez que se encuentran unos frente á otros. Esa oposición de intereses dimana de las condiciones económicas de la vida burguesa”.
La competencia industrial y comercial, ese dogma fundamental de la economía burguesa, no es, en definitiva, más que la declaración de guerra de los diversos intereses de la burguesía. Esta guerra conduce fatalmente á la expropiación de los vencidos, que son arrojados en e! proletariado, y la concentración de la fortuna social en manos cada vez menores en número, y, por consecuencia, al compás que la clase burguesa aumenta en riqueza disminuye en número, y es cada vez más incapaz para defenderse á sí misma.
La aristocracia ha atravesado las mismas fases de evolución. Las guerras perpetuas de los barones feudales la condujeron á su mutua destrucción; los bienes del vencido y sus hombres de guerra iban á aumentar el ejército y las tierras del vencedor. Esta constante eliminación de sus miembros concluyó por reducir á la clase aristocrática y por facilitar su supresión como clase reinante.
La lucha por la existencia entre los animales tiende á perfeccionar al individuo y á desarrollar la especie, en tanto que en las sociedades humanas no mejora el individuo: diezma á la clase dominante y prepara su abolición.
Al compás que la clase emancipada del trabajo decrece y se transforma en clase parasitaria u opresora, la clase oprimida crece y recluta en sus filas todas las capacidades intelectuales necesarias para la dirección económica y política de la sociedad, y entonces el antagonismo de las dos clases se intensifica y estalla en luchas civiles.
Este antagonismo engendró en la Edad Media las guerras de campesinos y las sublevaciones de las villas, que prepararon la caída de la clase feudal, y en nuestros días engendra huelgas, que trastornan continuamente las relaciones económicas, y revueltas obreras, que perturban el mundo político. La guerra civil, con sus ferocidades y sus horrores, señala el apogeo del antagonismo de clases: la toma por asalto de los poderes políticos del Estado es la base de la emancipación de la clase oprimida, de la clase revolucionaria.
El Estado es la fortaleza donde se refugia la clase reinante, incapaz de defenderse á causa de la reducción del número de sus miembros y también á causa de su imbecilidad.
El Estado es, pues, la organización de las fuerzas brutales é intelectuales de que necesita la burguesía para asegurar sus condiciones de explotación y para mantener á la clase trabajadora en las condiciones de sumisión (esclavitud, servidumbre, salariado) que reclama el modo de producción actual.
Mientras que la sociedad esté dividida en clases antagónicas, es decir, en tanto haya que contener á una clase, el Estado es una fatalidad que ni el agua bendita del libre cambio ni los exorcismos anarquistas pueden destruir. La clase oprimida, que en un momento dado es la clase revolucionaria, debe apoderarse del Estado, transformarle según las necesidades de la lucha y volverle contra la clase á quien se debe desposeer.
En el siglo último la burguesía francesa era la clase revolucionaria, y no se emancipó sino cuando puso mano en el Estado y le transformó, sirviéndose de sus fuerzas para quebrantar las resistencias de la nobleza y del clero. Pero la burguesía, á pesar de su disfraz filantrópico y de sus declamaciones de fraternidad, se presentó como clase explotadora de la masa obrera. No podía, pues, destruir el Estado, antes al contrario, le fortificó, y el día mismo de su advenimiento al Poder le empleó en reprimir las sublevaciones populares. El Estado no puede ser suprimido más que por la clase que realice la abolición de todas las clases, y las clases no podrán ser abolidas más que cuando se haya resuelto el antagonismo de los intereses económicos, cuando la propiedad individual, que engendró el antagonismo de intereses, sea transformada en propiedad nacional ó común.
He aquí, para terminar, unas palabras de Federico Engels: “Cuando no haya clases que mantener en la opresión, cuando la dominación de clase, la lucha por la existencia, basada en la anarquía de la producción, las colisiones y los excesos que de aquí dimanan hayan desaparecido, no habiendo nada que reprimir, el Estado será ya inútil. El primer acto por el cual el Estado se constituirá en verdadero representante de toda la sociedad -la toma de posesión de los medios de producción en nombre de aquélla- será al mismo tiempo su último acto como Estado. El gobierno de las personas será sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procedimientos de producción: la sociedad libre no puede tolerar la existencia de un Estado entre ella y sus miembros.
La división de la sociedad en clase explotadora y clase explotada, dominante y oprimida, ha sido la consecuencia fatal de la productividad poco desarrollada de la sociedad. Allí donde el trabajo social no rinde más que una cantidad de productos que apenas excede de lo que es estrictamente necesario para mantener la existencia de todos; allí donde el trabajo, por consecuencia, absorbe todo ó casi todo el tiempo de la gran mayoría de los individuos que componen la sociedad, aquella sociedad se divide necesariamente en clases. Al lado de una gran mayoría, consagrada exclusivamente al trabajo, se forma una minoría exenta del trabajo directamente productivo y encargada de los negocios comunes de la sociedad: dirección general del trabajo, gobierno, justicia, ciencias, artes, etc. La posibilidad, mediante la producción social, de asegurar á todos los miembros de la sociedad una existencia material bastante desahogada, que se ensanchará cada día más, y de garantizarles al mismo tiempo el libre desarrollo y ejercicio de todas sus facultades físicas é intelectuales, esa posibilidad, decimos, existe hoy por vez primera, pero existe.