Los debates entre anarquistas y marxistas, y
muy especialmente con los comunistas, han llenado miles de páginas y han consumido
miles de horas de discusiones. Unos y otros han expuesto sus argumentos, aunque en
líneas generales los marxistas acusaban a los anarquistas de irreales, de
soñadores que nunca podrían construir una nueva sociedad, de utópicos promotores de un
mundo de ficción que jamás podía ser real. Los marxistas, a cambio, oponían lo
que se suponía que era un método científico, basado en el rigor y el orden. Estas
son las ideas que subyacen en el texto de Nicolai Bujarin que ahora
presentamos. No dejan de resultar chistosas algunas de sus afirmaciones; sobre
todo cuando dice que en la dictadura del proletariado la violencia sólo
se dirige contra la burguesía (clase social a la que Bujarin debía pertenecer sin
saberlo cuando fue ejecutado por orden de Stalin) o la que dice que las
expropiaciones organizadas hacen casi imposible la rapiña y el beneficio
personal (como comprobó personalmente con los privilegios que como miembro de la nomenklatura disfrutó por pura casualidad).
ANARQUIA Y COMUNISMO CIENTIFICO
A la ruina económica, a la
decadencia de la producción, le acompaña innegablemente la decadencia de la
sana psicología proletaria; y todo esto tendiendo a degradar al proletariado a
las condiciones de plebe andrajosa, y transformando singulares elementos
obreros ya activamente productivos en individuos desclasados, crea un terreno
más o menos favorable a las tendencias anarquistas. A todo esto habría que
agregar que los social-demócratas han nublado y confundido el problema de la
anarquía, adulterando a Marx. En consecuencia, creemos necesario trazar la
línea que separa al comunismo científico, marxista, de las doctrinas
anarquistas.
Comencemos por el "objetivo
final" nuestro y por el de los anarquistas. Según el modo corriente de
exponer este problema, comunismo y socialismo presuponen la conservación del
Estado, mientras que la "anarquía" elimina el Estado.
"Partidarios" del Estado y "adversarios" del Estado: así se
indica habitualmente el "contraste" entre marxistas y anarquistas.
Es necesario reconocer que no sólo
los anarquistas, sino también los socialdemócratas en gran parte, son
responsables de una semejante definición del "contraste". Las charlas
sobre el "Estado del porvenir" y el "Estado del pueblo" han
tenido mucha difusión en el mundo de las ideas y en la fraseología de la
democracia. Algunos partidos socialdemócratas se esfuerzan, más bien, en
acentuar siempre en modo especial su carácter "estatal".
"Nosotros somos los verdaderos representantes de la idea del Estado",
era la frase de la social-democracia austríaca. Semejantes concepciones no eran
difundidas solamente por el Partido austríaco: ellas tenían en cierto modo
curso internacional y lo tienen todavía hoy. en la medida en que los viejos
partidos no han sido aún definitivamente liquidados. Y sin embargo esta
"sabiduría de Estado" no tiene nada en común con la doctrina
comunista-revolucionaria de Marx.
El comunismo científico ve en el Estado la organización de la clase
dominante, un instrumento de opresión y de violencia, y es por este criterio
que no reconoce un "Estado del porvenir". En el futuro no habrá
clases, no habrá ninguna opresión de clase, y por tanto ningún instrumento de
esta opresión, ninguna violencia estatal. El "Estado sin clases" -concepto
en torno al cual pierden la cabeza los socialdemócratas- es una contradicción en
términos, un sin sentido, un término usado abusivamente, y si esta concepción
forma el alimento espiritual de la socialdemocracia, los grandes
revolucionarios Marx y Engels no tienen en verdad ninguna culpa.
La sociedad comunista es por lo tanto una sociedad sin Estado. Si es
así -y es así sin duda- ¿en qué consiste en realidad la distinción entre
anarquistas y comunistas marxistas? ¿Desaparece por tanto la distinción, al
menos cuando se examina el problema de la sociedad futura y del "fin último"?
No, la distinción existe; pero ella se encuentra en otra dirección, y
se la puede definir como distinción entre la producción centralizada en grandes
haciendas y la pequeña producción descentralizada.
Nosotros los comunistas, creemos que la sociedad futura no sólo se
debe liberar de la explotación del hombre, sino que debería conseguir la mayor
independencia posible del hombre respecto a la naturaleza exterior, que
redujera al mínimo "el tiempo de trabajo socialmente necesario",
desarrollando al máximo las fuerzas productivas sociales y la misma
productividad del trabajo social.
Por ello nuestro ideal es la producción centralizada y metódicamente
organizada en grandes haciendas, y, en último análisis, la organización de la
economía mundial entera. Los anarquistas en cambio dan la preferencia a un tipo
de relación de producción completamente distinto: su ideal está constituido por
pequeñas comunas, las cuales por su estructura no pueden gestionar ninguna gran
hacienda, pero estrechan entre ellas "acuerdos" y se unen mediante
una red de libres contrataciones. Está claro que tal sistema de producción
desde el punto de vista económico es más similar al de las comunas medievales. que
no al modo de producción que está destinado a sustituir al capitalista. Pero
este sistema no es solamente retrógrado; es también utópico en grado sumo. La
sociedad futura no se genera de la nada, ni la traerá un ángel hecha del cielo.
Ella surge del seno de la vieja sociedad, de las relaciones creadas por el
gigantesco aparato del capital financiero. Cualquier nuevo ordenamiento es
posible y útil, sólo si se da un ulterior desarrollo a las fuerzas productivas
del ordenamiento que está por desaparecer.
Un desarrollo ulterior de las fuerzas productivas es naturalmente
pensable sólo como continuación de la tendencia a la centralización del proceso
productivo, como una intensificada organización de la "administración de las
cosas", la cual tome el puesto del desaparecido "ordenamiento de los
hombres".
Ahora bien -responderán los anarquistas- la esencia del Estado
consiste justamente en la centralización, y ya que vosotros conserváis la
centralización de la producción, debéis conservar también el aparato estatal,
el poder de la violencia; en definitiva las "relaciones
autoritarias".
Esta respuesta es inexacta, porque presupone una concepción del Estado
no científica, sino totalmente infantil, El Estado, precisamente como el
capital, no es un objeto, sino una relación entre hombres, más exactamente, una
relación entre las clases sociales. Es la relación de clase que hay entre quien
domina y quien es dominado. La esencia del Estado consiste precisamente en esta
relación.
Si esta relación cesa, el Estado deja de existir. Reconocer en la centralización un rasgo característico del
Estado es cometer el mismo error de aquellos que consideran los medios de
producción como capital. Los medios de producción se transforman en capital solamente
cuando constituyen un monopolio en manos de una clase y sirven para la
explotación de otra clase sobre la base del trabajo asalariado, es decir,
cuando estos medios de producción expresan la relación social de la opresión y
de la explotación económica de clase. Por sí mismos, los medios de producción
son cosas admirables, son los instrumentos de lucha del hombre contra la
naturaleza. Se comprende entonces que en la sociedad futura éstos no sólo no
desaparecerán, sino que por primera vez ocuparán el lugar que les corresponde.
Sin embargo, ha habido un período de tiempo en el movimiento obrero en
el cual los trabajadores no tenían todavía
clara la diferencia entre la máquina, como medio de producción y la máquina
como capital, esto es, como medio de opresión.
Y, no obstante, en aquel tiempo los obreros no tendían a eliminar la
propiedad privada de las máquinas, sino a destruir las máquinas mismas, para
retornar a los primitivos instrumentos de trabajo manuales.
Análoga a ésta es la posición que los anarquistas "que tienen una
conciencia de clase" asumen con respecto a la centralización de la
producción. Como ven que la centralización capitalista es un medio de opresión,
en su simplicidad protestan contra toda centralización productiva en general:
su infantil ingenuidad confunde la esencia de una cosa con su forma externa
social e histórica.
Entonces, la distinción entre nosotros los comunistas y los
anarquistas en lo referente a la sociedad burguesa, no está en que nosotros
estemos por el Estado y ellos contra el Estado sino más bien en que nosotros
estamos por la producción centralizada en grandes haciendas, aptas para
desarrollar al máximo las fuerzas productivas mientras que los anarquistas
están por una pequeña producción descentralizada, que no puede aumentar sino
sólo disminuir el nivel de estas fuerzas productivas.
La segunda cuestión esencial que separa a los comunistas de los
anarquistas es la actitud frente a la dictadura del proletariado. Entre el
capitalismo y la "sociedad futura" hay un período entero de lucha de
clases, el período en el cual serán desarraigados los últimos restos de la
sociedad burguesa y se rechazarán los ataques de clase provocados por la burguesía
-que ya ha caído, pero que todavía se resiste-. La experiencia de la Revolución
de Octubre ha demostrado que la burguesía, inclusive después de ser puesta
"con la espalda contra el suelo", usa todavía de los medios que le
quedan para luchar contra los obreros, y que en último término se apoya en la
reacción internacional, de tal modo que la victoria final de los obreros sólo será posible cuando el
proletariado haya liberado a todo el mundo de la canalla capitalista, y haya
sofocada completamente a la burguesía.
Por ello, es del todo natural que el proletariado se sirva de una organización
para su lucha. Cuanto más vasta, fuerte y sólida sea esa organización, tanto
más rápidamente se alcanzará la victoria final. Tal organización transitoria es
el Estado proletario, el poder y el dominio de los obreros su dictadura.
Como todo poder, también el poder de los proletarios es una violencia
organizada. Como todo Estado, también el Estado proletario es un instrumento de
opresión. No es necesario sin embargo tratar de manera tan formal la cuestión
de la violencia. Tal sería el modo de concebir de un buen cristiano, de un tolstoyano,
pero no de un revolucionario. Al pronunciarse sobre la cuestión de la violencia
en sentido afirmativo o negativo, es necesario ver contra quién es empleada la
violencia. Revolución y contrarrevolución son en igual medida actos de violencia, pero desistir por este motivo de la
revolución sería una tontería.
El mismo planteamiento se puede hacer para la cuestión del poder y la
violencia autoritaria del proletariado. Esta violencia es por cierto un medio
de opresión, pero usado contra la burguesía. Ello implica un sistema de
represalias, pero también estas represalias van a su vez dirigidas contra la
burguesía. Cuando la lucha de clases llega al punto de máxima tensión y se
convierte en guerra civil, no se puede estar
hablando de la libertad individual, sino que se debe hablar de la necesidad de
reprimir sistemáticamente a la clase explotadora.
El proletariado debe escoger entre dos cosas: o aplastar de modo
definitivo a la burguesía derrotada y defenderse de sus aliados
internacionales, o no hacerlo. En el primer caso debe organizar este trabajo,
conducirlo de modo sistemático, extenderlo hasta donde lleguen sus fuerzas.
Para hacer esto el proletariado necesita a toda costa una fuerza organizada.
Esta fuerza es el poder estatal del proletariado.
Las diferencias de clase no se borran del mundo con un trazo de pluma.
La burguesía no desaparece como clase después de haber perdido el poder político.
De igual modo, el proletariado es siempre proletariado, incluso después de su
victoria.
Sin embargo, éste ya ha tomado su posición de clase dominante. Debe mantener
esta posición o fundirse de inmediato con la masa restante, que le es
profundamente hostil. Así se presenta históricamente el problema y no puede ser
resuelto de dos maneras distintas. La única solución es ésta: como fuerza
propulsora de la revolución, el proletariado tiene el deber de mantener su
posición de dominador hasta que haya logrado convertir a su imagen a las demás
clases. Entonces -y sólo entonces-, el proletariado deshace su organización
estatal y el Estado "se extingue".
Con respecto a este período de transición, los anarquistas asumen una
posición distinta, y la diferencia entre nosotros y ellos se resuelve
efectivamente en el estar por o contra el Estado común proletario, por o contra
la dictadura del proletariado.
Todo poder, más bien el poder general, es para los anarquistas
inaceptable en cualquier circunstancia, porque es una opresión, incluso si se
ejerce contra la burguesía. Por esto en el actual período de desarrollo de la
revolución, los anarquistas se unen a la burguesía y a los partidos
colaboracionistas en el lanzar gritos contra el poder del proletariado. Cuando
los anarquistas gritan contra el poder del proletariado cesan de ser los "izquierdistas" o los
"radicales" como habitualmente son llamados; al contrario, se
convierten en malos revolucionarios, que no quieren dirigir contra la burguesía
una lucha de masas organizada y sistemática.
Renunciando a la dictadura del proletariado, se privan del arma más válida para
la lucha; combatiendo contra esta dictadura desorganizan las fuerzas del
proletariado, le arrancan el arma de las manos y, objetivamente, prestan ayuda
a la burguesía y a los social-traidores, agentes de ésta.
El concepto fundamental que explica la posición de los anarquistas
frente a la cuestión de la sociedad futura y su actitud ante la dictadura del
proletariado es fácilmente detectable: consiste en su aversión -por así decir
de principio-, al método de la acción de masas sistemática y organizada.
De la teoría anarquista se deduce que el anarquista consecuente debe
ser contrario al poder soviético y combatirlo. Pero dado que tal actitud seda
evidentemente absurda para los obreros y campesinos, no hay muchos anarquistas
que extraigan esta consecuencia de sus postulados, sino más bien al contrario,
hay anarquistas plenamente satisfechos de sentarse en el órgano supremo
legislativo y ejecutivo del poder estatal del proletariado, es decir, en el
Comité Ejecutivo Central del Soviet.
Es evidente que ésta es una contradicción un abandono del genuino
punto de vista anarquista. Pero se entiende que los anarquistas no puedan tener
un especial amor por los Soviets. En el mejor de los casos solamente "los
aprovechan" y están siempre dispuestos a desorganizarlos. De este
planteamiento surge otra diferencia práctica bastante profunda: para nosotros
la tarea principal consiste en dar una base lo más amplia posible al poder de
las organizaciones proletarias de masas -a los Consejos Obreros-, en reforzarlos
y en organizarlos; mientras que los anarquistas deben impedir conscientemente
este trabajo.
También son profundamente divergentes nuestros caminos en el terreno
de la praxis económica durante el período de la dictadura del proletariado. La
condición fundamental para la victoria económica sobre el capitalismo consiste
en evitar que la "expropiación de los expropiadores" no degenere en
un reparto, aunque sea en partes iguales. Toda repartición produce pequeños
propietarios, pero de la pequeña propiedad resurge la gran propiedad
capitalista, y así la repartición de la posesión de los ricos lleva
necesariamente al renacimiento de la misma clase de "ricos".
La tarea de la clase obrera no consiste en efectuar una repartición
favorable a la pequeña burguesía y él la plebe
harapienta, sino en la sistemática y organizada utilización social y colectiva
de los medios de producción a expropiar', y esto, a su vez, solamente es
posible en el caso en que la expropiación sea llevada a término de modo
orgánico, bajo el control de las instituciones proletarias; en caso contrario
la expropiación adquiere un carácter abiertamente desorganizador y fácilmente
degenera en una simple "apropiación" por parte de personas privadas
de aquello que debería ser propiedad social.
La sociedad rusa -y especialmente la industria y la producción agrícola-,
atraviesan por un período de crisis y ruina total. No sólo la evidente
destrucción de las fuerzas productivas, sino también la colosal desorganización
de todo el aparato económico son la causa de estas dificultades tremendas. Por
ello los obreros se deben preocupar, ahora más que nunca, de hacer exactamente
el inventario y el control de todos los medios de producción, casas, productos
de consumo requisados, etc. Un control semejante sólo es posible en el caso de que la expropiación se cumpla no por
personas o grupos privados, sino por los órganos del poder proletario.
Expresamente no hemos polemizado con los anarquistas como si ellos
fueran delincuentes, criminales, bandidos, etc. Para los obreros lo importante
es comprender lo pernicioso de su doctrina, de la cual se deduce una praxis
dañina.
El centro de la argumentación no puede consistir en una polémica
superficial. Pero todo lo que se ha dicho hasta ahora explica por sí mismo por
qué son justamente los grupos anarquistas quienes generan rápidamente grupos de
"expropiadores" que expropian para sus propios bolsillos y por qué la
delincuencia se reúne en torno a los anarquistas mismos.
Siempre y por todas partes se encuentran elementos turbios que
explotan la revolución con fines de enriquecimiento personal. Pero donde la
expropiación actúa, bajo el control de organismos de masas es mucho más difícil
que se dé la situación de lucro personal.
En cambio, cuando por razones de principio se evita tomar parte en
acciones de masas organizadas, y se sustituye a éstas por acciones de grupos
libres "que deciden por sí mismos", "autónoma e independientemente",
se crea el mejor terreno para "expropiaciones" tales que no se
diferencian teórica ni prácticamente de las gestas de un vulgar salteador
callejero.
El lado peligroso de las expropiaciones individuales, de las
confiscaciones, etc., no consiste sólo en el hecho de que frenan la creación de
un aparato de producción, distribución y control; sino que consiste también en
el hecho de que estos actos desmoralizan completamente y restan conciencia de
clase a los hombres mismos que los cumplen, los desacostumbran del trabajo
común con los compañeros y de las exigencias de la voluntad colectiva, y
sustituyen estos sentimientos por el arbitrio de un grupo singular o inclusive
de un singular "individuo libre".
La Revolución obrera tiene dos vertientes: la de la destrucción y la
de la creación o reconstrucción. El lado destructivo se revela sobre todo en la
destrucción del Estado burgués. Los oportunistas socialdemócratas afirman que
la conquista del poder por parte del proletariado no significa en absoluto la
destrucción del Estado capitalista; pero una "conquista" semejante
existe sólo en la cabeza de algunos individuos. En realidad la conquista del
poder por parte de los obreros no puede realizarse más que destruyendo el poder
de la burguesía.
En esta obra de destrucción del Estado burgués los anarquistas pueden
cumplir un trabajo positivo, pero son orgánicamente incapaces de crear un
"mundo nuevo"; y por otra parte, después de la conquista del poder
por parte del proletariado, cuando el trabajo más urgente es el de construir el
socialismo, entonces los anarquistas cumplen una misión casi exclusivamente
negativa, perturbando esta construcción con sus salvajes y desorganizadoras
acciones.
Comunismo y revolución comunista, he aquí la causa del proletariado,
de la clase activamente productiva, por el mecanismo de la gran producción.
Todos los otros estratos de las clases pobres pueden volverse agentes de la
Revolución comunista sólo en cuanto se
pongan a la retaguardia del proletariado.
La anarquía no es la ideología del proletariado, sino la de los grupos
que están desclasados, inactivos, separados de todo trabajo productivo: es la
ideología de una plebe de mendigos ("Iumpenproletariado") categoría
que se recluta entre proletarios, burgueses arruinados, intelectuales
decadentes, campesinos rechazados de su familia y empobrecidos; un conjunto de
gente que no es capaz de crear nada nuevo, ningún valor, sino solamente de apropiarse
de aquello de lo que se han adueñado mediante las "confiscaciones".
Este es el fenómeno social de la anarquía.
La anarquía es el producto de la desintegración de la sociedad
capitalista. La característica de esta miseria la provoca la disolución de los
vínculos sociales, la transformación de gente que en un tiempo era miembro de
una clase en "individuos" atomizados, que no dependen ya de clase
alguna, que existen para "sí mismos", que no trabajan y que para
conservar su individualismo no se subordinan a ninguna organización. Esto es la
miseria producida por el bárbaro régimen capitalista.
Entonces, una clase tan sana como la de los proletarios no puede
dejarse infectar por la anarquía. Sólo en caso de disgregación de la misma
clase obrera puede emerger a uno de sus polos la anarquía, como síntoma de
enfermedad. Y la clase obrera, luchando contra su disolución económica, debe
también luchar contra su disolución ideológica, producto de la cual es la
anarquía.
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