La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

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29 de marzo de 2013

Influjo de América en el atraso económico español

La familia Pasarón era originaria de la comarca del río Eo, a caballo entre Asturias y Galicia, tuvo una estrecha relación con la provincia de Guadalajara, donde residieron varios de sus miembros como alumnos de la Academia de Ingenieros, como magistrados o como políticos, siempre en las filas del liberalismo progresista. Ramón Pasarón Lastra, diputado por el distrito de Pastrana en las Cortes de 1871, bajo la monarquía de Amadeo I de Saboya, y padre de Benito Pasarón Lima, gobernador civil de la provincia de Guadalajara en esas mismas fechas, escribió el siguiente artículo que se publicó en la revista La América, en su número del 8 de noviembre de 1857. En él se ofrece un magnífico resumen de la situación económica española en los primeros años del siglo XIX y, mostrando sus debilidades, se ofrecen pistas que permiten explicar el fracaso de la Revolución Industrial en nuestro país en las décadas siguientes, las posteriores a la Guerra de la Independencia, que mostraron la capacidad de los españoles para situarse a la vanguardia de los cambios políticos y su incompetencia para realizar las más necesarias transformaciones económicas.
Retrato de Ramón Pasarón Lastra (Archivo La Alcarria Obrera)

INFLUJO DEL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA EN LOS INTERESES MATERIALES DE LA PENÍNSULA HASTA FINES DEL ÚLTIMO SIGLO.
El inmortal Colón dio a la corona de Castilla un mundo nuevo cuyas entrañas encerraban tesoros inmensos, mientras que en su vasta superficie se ostentaban todas las riquezas de una tierra privilegiada y virgen. ¡Coincidencia rara! Los monarcas poderosos cuyo reinado es una de las mejores glorias de la nación española, al mismo tiempo que adquirían aquellas magníficas regiones que presentaban un mercado inagotable al comercio universal, lanzaban de la Península el 30 de marzo de 1492 la parte de su población que desde algunos siglos venía siendo casi la única comerciante.
Y no porque faltase a la generalidad de los españoles el genio activo y emprendedor que exige la vida mercantil. Ocho siglos, sin embargo, de una guerra de restauración y de proselitismo contra los árabes, habían mantenido en la nación aquel espíritu marcial y guerrero que caracterizó a los visigodos, para quienes las profesiones pacíficas habían sido primitivamente consideradas como indignas del hombre elevado. Adoptando como la sociedad romana que acababan de destruir, la distinción de nobles y plebeyos, aunque no sobre iguales bases ni para el mismo fin, los primeros ocuparon los altos puestos militares y sacerdotales, hasta que fundada por San Fernando la universidad de Salamanca, sacados de ella por este monarca los doce primeros varones que formaron su Consejo, iniciaron la formación de nuestro segundo código nacional; fijados después de largas luchas los límites de la jurisdicción feudal, y reivindicada la suprema que correspondía fundamentalmente a la corona, se erigieron tribunales de orden superior. En ellos encontró la nobleza nuevos asientos, y todas las industrias quedaron relegadas en manos que se consideraban inferiores.
En cambio huían aquellas de los pueblos de señorío para llevar la vida y el movimiento a los de realengo, en donde se desarrollaba bajo la sombra protectora de la libertad municipal, una de las pocas instituciones civiles que se habían salvado de la ruina del imperio, y que era favorecida con empeño por nuestros soberanos para oponerla al turbulento poder de los señores. La inteligencia, el acrecentamiento y la prosperidad en las primeras: la miseria, la abyección y la soledad en las segundas. Tal fue el contraste que por algunos siglos ofreció la Península, y tal es la huella que de esta organización social se ve todavía en algunas de sus provincias.
En el seno de esta sociedad vivía, no sin frecuentes contrariedades, una masa numerosa de judíos que extraña á las preocupaciones sociales de la época, y sin más cuidados que los de su interés material, acabó por apoderarse de todas las industrias lucrativas, principalmente de la mercantil. Entonces nuestro comercio se colocó delante del que hacían la mayor parte de las naciones. En solo Toledo a principios del siglo XVI había, según Robertson 130.000 operarios dedicados a elaborar la seda, y se cree que fabricaban 450.000 libras en más de 15.000 telares.
Pocos años después de la conquista de Granada producía allí aquel ramo un millón de libras que se fabricaban en unos 6.000 tornos. Todavía a mediados del siglo XVII, a pesar de la rápida decadencia que había experimentado nuestra industria fabril, existían en la Península más de 10.000 telares de lana y seda. Entre los años 1663 y 1675 Toledo perdió 8.761 de aquellos, prueba inequívoca de la altura a que habían llegado nuestras fábricas de tejidos. Segovia, Santa María de Nieva y otros pueblos vecinos llegaron a tener más de 13.000 operarios en sus fábricas de paños; y es indudable que en el siglo XV las manufacturas españolas eran las que mejor se apreciaban en Europa, como lo atestiguan las célebres ferias de Medina del Campo que tenían lugar dos veces al año. Así se acumulaban la plata y el oro circulante en las manos laboriosas, mientras que careciendo de aquella riqueza nuestros adustos infanzones y ricoshombres se iban apoderando de ellos al mismo tiempo inspiraciones de galantería y de fausto, a cuyo impulso abandonaban sus castillos feudales para venir a las grandes poblaciones en pos de una vida más agradable. Desde entonces la nobleza se hizo tributaria del talento y del genio industrial.
Con la expulsión de los judíos que tanto habían hecho florecer el comercio, faltó de la Península uno de los principales elementos que habían de sacar partido del Nuevo Mundo que se descubría en aquella grande época. Las personas que tenían medios para instruirse en la ciencia mercantil, desdeñaban estos estudios abrazando con avidez los que conducían a las carreras de las armas ó de las letras; y puede asegurarse que la mano providencial trajo a España las dos terceras partes de la riqueza universal, al mismo tiempo que desaparecía de ella el instrumento poderoso que debía explotar tanto bien.
Otra coincidencia fatal para los adelantos de nuestra prosperidad sobrevino entonces. Acababa de tener su fin la aristocracia feudal que había venido desafiando el poder de nuestros monarcas por más de siete siglos: que lanzara del trono al sabio D. Alonso; que enfrenada por D. Alonso XI se vengó en su hijo D. Pedro; que dominó en los reinados sucesivos particularmente en los de D. Juan II y de los dos Enriques III y IV; y que levantó sobre el solio de Castilla a la misma doña Isabel.
Pero si razones de alta conveniencia política hacían desaparecer aquella aristocracia poderosa e inquieta, las había también para que se la reemplazase por otra más tranquila y subordinada a la suprema potestad de los reyes. La base de esta nueva nobleza y de su perpetuidad en las familias fue la propiedad inalienable e indivisible como lo era la sucesión de la corona, y las leyes acordadas en las Cortes de Toledo de 1502 y promulgadas en las de Toro dos años después, permitiendo que cada generación vinculase la tercera y quinta parte de toda la masa de bienes, además de los mayorazgos que se fundaban con real facultad, y de tenerse por vinculadas cuantas mejoras se hicieren en los unos y las otras, produjeron el estancamiento en la mayor parte de la poca propiedad libre que había quedado fuera de las manos muertas civiles y eclesiásticas. Así desaparecieron a un mismo tiempo la clase casi exclusivamente comerciante y la circulación de bienes que los hubiera llevado siempre al dominio de personas productoras capaces de mejorarlos y de dar alimento y vida a las demás industrias.
A estas causas de nuestra decadencia comercial en los tres últimos siglos es preciso agregar otras que consisten:
-En la expulsión de los moriscos que apartó de nuestra población muchos capitales y brazos laboriosos.
-En las costosas y estériles guerras de Flandes e Italia cuyas glorias adquiríamos a expensas de nuestros tesoros y de los hombres que arrancaban a las industrias.
-En la montuosidad de nuestro suelo no allanada por vías de comunicación.
-En la sequedad de nuestros terrenos del interior que no se venció con canales de riego.
-En lo poco navegables que son nuestros ríos, y en la incomodidad y peligros que ofrecen los puertos situados en sus embocaduras sin limpiar.
-En las trabas fiscales que embarazaron siempre nuestro movimiento interior; y en el sistema de prohibición que erigiendo el monopolio alejó la saludable competencia que debía estimular la mejora de los productos domésticos.
-En los privilegios concedidos a la ganadería a costa de los adelantos del cultivo. En la diferencia de pesas, y medidas y moneda que dificultan las transacciones.
-En la escasez de buques y carestía de sus fletes.
-En la emigración que los españoles dedicados al comercio y a otras industrias hacían para América, atraídos por las mayores probabilidades de obtener fortuna.
A pesar de tantos y tan graves obstáculos el genio español sostuvo por un lado la supremacía en las bellas artes que se ostentaron en la magnificencia de nuestras catedrales, monasterios y palacios; e hizo, por otro, esfuerzos asombrosos para elevar sus industrias, de cuya verdad responden la excelencia de sus tejidos de seda y algodones en algunas provincias, sus encajes, la especialidad de sus bordados y las numerosas fábricas establecidas en Cataluña, Valencia, Segovia, Talavera, Sevilla y otros puntos de España. Era imposible, sin embargo, que estos ramos de producción traspasados a nuevas manos, por decirlo así, desde principios del siglo XVI, pudiesen luchar a un mismo tiempo con las trabas fiscales y con el torrente extranjero que explotando la baratura de sus jornales, e inventando todos los días perfeccionamientos en sus manufacturas y fábricas, inundaban con sus producciones la Península, y se llevaban a falta de otro cambio las fabulosas sumas de plata y oro que recibía de América.
Llegó la libra de seda peninsular a tener sobre sí el enorme impuesto de 15 1/2 rs. próximamente; así es que el millón de libras que producía el antiguo reino de Granada, pocos años después de su conquista, vino a quedar reducido a mediados del siglo XVII á poco mas de 200.000. Prohibióse después su extracción, que fue otro golpe mortal para este ramo de industria; y las franquicias que obtuvieron los géneros importados de Génova, Milán, Nápoles, y Holanda, en el concepto de nacionales, mientras los nuestros se hallaban lamentablemente gravados, dieron a estos países el comercio casi exclusivo de España a cuyas poblaciones vinieron a establecerse numerosas casas de aquellos extranjeros que recogían nuestro oro y plata, tomando así una represalia funesta de la dominación que habíamos impuesto a su patria.
Antes del descubrimiento de la América todo el metálico circulante de Europa no pasaba de 850 millones de francos a lo más, según los cálculos del célebre estadista Mr. Jacob, y por consiguiente, los precios de todos los géneros eran bajos en proporción a la escasez del numerario. El mismo estadista con el cual se halla casi conforme Humbold, asegura que el metálico traído en el primer siglo después de aquel grande acontecimiento, ascendió a tres millares y medio de millones. En el segundo a ocho millares y medio de millones que constituyen un aumento de 128 por 100, y en el tercero, hasta el año de 1809, a veinte y dos millares de millones, siendo de advertir que en estos cálculos se hallan deducidas las cuantiosas sumas de pesos que salieron de Europa para la India, y la parte de moneda que se convirtió en alhajas de lujo.
Este fabuloso y rápido incremento de moneda debía producir naturalmente desnivelaciones violentas entre las necesidades del mercado y de la circulación. Lejos de seguir los precios el indicado incremento, sus oscilaciones eran continuas: el valor que tenían hoy los géneros, no guardaba relación con el de ayer, ni servía de base para calcular el de mañana. Nuestra península, por lo mismo que era la que recibía aquellos cargamentos de metal acuñado, debía también experimentar consecuencias más graves, y así fue en efecto. De un lado la abundancia de dinero suplía nuestra falta de artículos domésticos para cambiar con los extranjeros; y por otro, estimulados estos con el aliciente que les ofrecía el metal precioso que con seguridad hallaban en la península, y aprovechando la baratura de su mano de obra, desarrollaban de un modo prodigioso sus industrias cuyos productos nos enviaban por las aduanas ó de contrabando a precios más cómodos que los que tenían los nuestros, llevándose en cambio los tesoros que recibíamos de América.
Así se preparó en nuestra vecina Francia ese grande acontecimiento que debía ejercer un influjo tan decisivo en los destinos del mundo. La actividad industrial que su clase media desplegó, para recoger en cambio nuestra moneda americana, puso en sus manos abundantes riquezas que alzaron los precios de los consumos sin levantar el de los jornales. Los propietarios que tenían arrendadas sus tierras a largos plazos, no pudieron subir los arriendos, y el importe de estos ya no bastaba como antes para cubrir sus necesidades. Solo había logrado hacerse opulento el tercer estado, que tomando por falange suya la masa pobre y abyecta, se lanzó a la lucha contra la decrépita aristocracia para arrollarla, vencerla y consumar ese cambio universal de intereses morales y materiales que la misteriosa mano providencial reservaba al siglo XIX.
Fuese, pues, quedando atrás nuestra industria nacional: la imposibilidad de competir en precio, en calidad y en diversidad de productos con la extranjera, redujo la española casi exclusivamente a nuestros mercados del interior y de las provincias de Ultramar; y el resultado fue que el comercio de exportación de la península quedó limitado a algunos artículos salidos de su suelo, a las lanas finas que con el tiempo lograron aclimatar otros países, llevándose ganados nuestros, y a la pequeña reexportación de productos coloniales, mientras que los extranjeros no adquirieron bastantes posesiones para surtirse de ellos.
La pequeña importación permitida por nuestros aranceles, y el asombroso contrabando que inundaba la península, se llevaban en cambio la plata y oro que nos enviaba América, y los puertos de esta parte del mundo, cerrados por completo al comercio extranjero bajo penas increíbles, recibían nuestros sobrantes domésticos, los productos de la industria fabril nacional, y los géneros extranjeros que importados en España no habían encontrado salida en su mercado interior. Así es que el alto precio de nuestras producciones, originado por el alza de jornal a que habían dado lugar la abundancia del metálico y el monopolio nacido del sistema prohibitivo, alejaba de ellas al consumidor nacional, y lo llevaban en busca de los géneros extranjeros y del contrabando.
Tal es el cuadro triste y en bosquejo que presentó nuestro comercio mientras reinó en la península la dinastía austríaca. La guerra de sucesión que sobrevino á la muerte del señor D. Carlos II, detuvo los progresos que debía hacer en nuestro país la escuela económica que principiaba a fundarse entonces y que continuó desenvolviéndose hasta nuestros días. Sulli y Collbert habían dado la señal en la vecina Francia. Siguiéronlos allí Quesney, Say, Mirabeau y otros maestros de la ciencia. Levantaron también su voz muchos españoles ilustres, entre ellos Ensenada, Campomanes y Jovellanos; uno de los primeros y grandes resultados que produjeron las nuevas doctrinas, fue el célebre reglamento llamado del comercio libre de 12 de octubre de 1778 que forma una de las glorias del señor D. Carlos III. Del reinado de este augusto monarca arranca una nueva era para nuestro comercio con América, que puede ser objeto de otros artículos sucesivos, particularmente en lo que tenga relación con la preciosa isla de Cuba.
No concluiré, sin embargo, el presente sin ofrecer a la consideración del lector en cifras exactas tomadas de datos semioficiales el verdadero estado que tenia nuestro comercio exterior con las naciones extrañas y con la América española en el año común del septenio último que precedió al de 1793 en que tuvo principio nuestra guerra con la república francesa.
BALANZA CON AMÉRICA:
Remitió la península a todas sus provincias de América en el año común y en productos nacionales. 179.234,743 rs. vn.
ídem en extranjeros 171.349,772 rs. vn.
Retornó a la península en oro y plata 485.277,190 rs. vn.
ídem en frutos y géneros 255.357,094 rs. vn.
Balanza favorable a la península por rs. vn. 390.049,769
BALANZA CON EL EXTRANJERO:
El comercio extranjero importó por las aduanas de la península en el año común del septenio 714.858,698 rs. vn.
Exportó esta para el extranjero en productos domésticos 397.395,533 rs. vn.
Diferencia en contra de la península por rs. vn.: 317.463,165
De modo que después de pagar con el sobrante de América el déficit con el extranjero, nos quedaban 72.586,600
Y como esta desnivelación en contra de la balanza extranjera la pagábamos con la favorable que teníamos en metálico de la de América, resulta demostrado de una manera evidente que en la mejor época de nuestro comercio en el siglo último, y a pesar del inmenso mercado que teníamos en nuestras vastas provincias americanas, todas las ventajas mercantiles de España estuvieron reducidas a los 72.586,600 rs. Y aun nada tendríamos que deplorar sí esta suma se quedase entre nosotros. El contrabando, mayor entonces que la importación legítima, se encargaba de arrebatarnos con muchas creces aquel insignificante resto en que estaba representada la grandeza comercial española, aparente y quizá funesta para nosotros, pero real y fecunda para las naciones que levantaron la suya a expensas de la nuestra.
RAMÓN PASARON Y LASTRA

20 de febrero de 2008

El carbón y la Revolución Industrial, de Benot

Eduardo Benot es uno de tantos intelectuales avanzados a su tiempo que hoy España desconoce. Hombre polifacético, fue, sobre todo, un reputado lingüista; una de sus obras conoció repetidas reediciones durante décadas, a pesar de que no fue recomendada por ninguna institución académica de su época. Científico, escribió obras de matemáticas y física; pedagogo, introdujo en España el sistema Ollendorf para el aprendizaje de lenguas extranjeras; literato, autor de varios libros de poesía y teatro; periodista, dirigió La Discusión de Madrid; ensayista... Fue además un destacado militante del Partido Republicano Federal, en el Cádiz de Fermín Salvochea, y ministro de Fomento durante la Primera República; a él se deben las primeras leyes sociales españolas. En el texto “Ni el carbón, ni la esclavitud” se resumen estas facetas y se nos muestra como un pensador original, en la vanguardia intelectual de su tiempo; se publicó en 1884 en un libro, Temas varios, que La Escuela Moderna reeditó en 1916.

Ni el carbón, ni la esclavitud. La una en lo antiguo y el otro en lo moderno, han sido y son los grandes obreros de las razas superiores de la Humanidad.
Pero la esclavitud se extingue, y carbón hay mucho en las entrañas de la tierra. ¿Qué será de la civilización cuando el carbón nos falte? ¿Volveremos a la esclavitud?
El carbón es excesivamente escaso. Haga el lector o figúrese en su mente un dado diminutísimo y casi imperceptible que tenga por un lado el grueso de este papel, represéntese un globo terrestre de un metro de diámetro, búsquese en ese globo el lugar ocupado por las islas Británicas, y con gran habilidad introdúzcase allí el inmanejable dadito de papel; y, hecho esto, tendrá en tan extraño corpúsculo la representación de todo el carbón fósil extraído durante un siglo de todas las minas de Inglaterra. El punto de esta i es mucho más extenso que una cualquiera de las seis caras de este dado. Todo el carbón de piedra existente en la tierra no llega acaso (respecto siempre de ese globo de un metro de diámetro) al tamaño de un pedazo de papel cuya área sea igual a la de una C mayúscula de este tipo.
Muchas minas se han descubierto últimamente; y la industria ha concebido grandes esperanzas de no morir de hambre tan pronto. La riqueza de las minas de Westfalia asciende a 100.000 millones de toneladas, y la antracita de la sola provincia china de Shan-Si pudiera dar 300 millones de toneladas durante 2.500 años. Dícese que en el corazón de África hay hulleras de considerable extensión.
El temor, pues, no depende tanto de la escasez en estos instantes de carbón de piedra, cuanto del hecho revelado por la estadística de que cada quince años ha venido duplicándose el consumo (que dentro de poco se triplicará). En Francia solamente, se gastaron 9 y medio millones de toneladas de carbón en 1815; 18 millones en 1830; 30 en 1843 y 75 millones en 1859. En los últimos quince años el consumo de carbón se ha más que duplicado. ¿Calcula el lector lo que es ir a la dobla en los gastos?
A petrificarse la industria en su estado actual, tal vez el carbón fósil atesorado en las entrañas de la tierra, aunque insignificante respecto de la masa total de nuestro planeta, bastaría para satisfacer nuestras necesidades hasta unos 100.000 años (el doble, según la opinión de entendidos optimistas). Pero multiplicándose solamente por dos el gasto cada quince años, todo el carbón de piedra del mundo no alcanzará de cierto para tres siglos, aún admitiendo en esta nueva cuestión los presupuestos del color de rosa más subido. Las locomotoras de los Estados del Norte de América han doblado el gasto en ocho años. En 1840 el Britannia era el rey de los vapores transatlánticos: medía 1.150 toneladas y contaba con una fuerza de 440 caballos. Hoy el Oriente desplaza 9.500 toneladas y dispone de 5.400 caballos. En 1829 no había locomotoras en el mundo; hoy existen más de 60.000 y gastan más de 12 millones de toneladas de carbón. ¿Cómo, pues, esperar que se estanque el consumo, cuando no hay caminos de hierro en el Japón ni en Filipinas, ni apenas en África, Australia y Asia? ¿Pueden hoy prescindir del vapor las regiones populosas?
Verdad es que pasma de admiración lo que ahorra de combustible la maquinaria moderna. Al empezar el siglo actual, las máquinas de Smeaton consumían 13 y medio kilogramos por hora y por caballo; hoy gastan menos de un kilo las grandes máquinas Corliss y, en general, las Compound. Los primitivos vapores transatlánticos gastaban 48 y medio quintales de carbón para llevar una tonelada de carga desde Liverpool a Nueva Cork; hoy el viaje exige solamente 4 y medio. Y hay más, mucho más todavía. En 1840 el Britannia pudo recorrer 2.775 millas inglesas desde Liverpool a Boston en catorce días y ocho horas; y, hace poco, el Britannia recorrió las 2.802 millas de Queenstown a Nueva Cork en siete días y once horas. El Gallia, con viento de proa, ha hecho la misma travesía en siete días y diez y nueve horas; ¡velocidad difícil de exceder notablemente mientras no cambie el actual modo de propulsión! ¿Quién pudo imaginar en 1840 que a los cuarenta años se pudiera transportar 15 veces más flete a través del Atlántico, en la mitad de tiempo, y con vez y media menos de peso de carbón? Pues este portento, que entonces se calificó de utopía extravagante, es hoy una posibilidad que ni siquiera cautiva la atención.
Pues todavía cabe un progreso más, ante el cual sería insignificante el anterior, aun con ser un prodigio. Las actuales calderas de vapor son organismos deplorables, toda vez que los mejores aparatos de combustión aprovechan solamente el 8 por ciento de la energía residente en el carbón de piedra. ¿Qué diríamos del panadero que para sacar ocho panes desperdiciara el trigo de 92? Pues en los malos hogares no llega a los cilindros de vapor ni siquiera el 5 por ciento de la fuerza que se desarrolla y existen en el hogar de la caldera.
Ahora bien, sabiéndose que tan enorme pérdida se debe principalmente a lo incompleto de la combustión y al enorme derroche de calor que se escapa por la chimenea de las máquinas con los gases de la combustión, muy de esperar es que la inventiva dé pronto con el remedio. Un kilogramo de hulla desarrolla 8.000 calorías en una hora; cada caloría debe elevar el peso de un kilogramos a 425 metros de altura; de modo que las 8.000, debiendo levantar en una hora a la altura de un metro 3.400toneladas, sólo levantan prácticamente 270 en los mejores organismos, o sea el 8 de cada cien. Pues agréguese que de esos 8, cuya energía ha podido al fin almacenarse en el vapor de agua, Sólo se utiliza en la máquina el 50 por 100; y fácilmente se comprenderá que aún resta bastante que mejorara, antes de que los aparatos de vapor se acerquen en la práctica a lo que promete la teoría.
Pero por mucho que los futuros mecanismos puedan ir ahorrando de combustible, jamás economizarán tanto como las necesidades de la civilización hagan gastar. El ahorro tiene un límite, más abajo del cual no podrá descenderse nunca, ni aun en los mecanismos ejecutados con la mayor perfección; mientras que no cabe límite asignable a un consumo que aumenta en proporción geométrica, doblándose o triplicándose cada quince años. ¿Qué hará entonces la Humanidad, cuando le falte el diamante negro, cuando le falte el combustible? ¿Restablecerá la esclavitud?
Verdaderamente es un prodigio la máquina del hombre. Según los cálculos de Helmotz, un quinto de la energía propia de las reacciones químicas que se efectúan en el cuerpo humano, reaparece en la fuerza de nuestros músculos.
Como acabamos de ver, no hay máquina ninguna de fuego que pueda rendir tanto. Y he aquí que, sólo por no fijarse la atención en esta maravilla de la organización humana, es por lo que confunden la mente las obras ejecutadas por naciones antiquísimas que no conocían el hierro, y que ni aun siquiera tuvieron a su servicio las fuerzas del buey ni del caballo. Sin embargo, aún permanecen las obras de muchos pueblos, cuyos nombres no conoce la historia, ocultos a las pesquisas de los más obstinados eruditos.
¿Qué raza fue aquella misteriosa del Perú, anterior sin duda a los Incas, que sabía labrar el oro incorruptible, el cobre y la plata, tejer telas de finísimo algodón y bordarlas con un primor ahora sin ejemplo? Aquellos hombres embalsamaban sus difuntos y los conservaban de cuclillas, desnudos o envueltos en chales suntuosos, dentro de nichos tallados en rocas resistentes a las desintegraciones de los siglos. Fue una raza ciclópea que terraplenó los barrancos del Perú en una extensión de 2.000 kilómetros, construyendo murallas de cantos poliedros y desiguales, a veces gigantescos y siempre sin cemento, como los bloques de los monumentos pelásgicos de la antigua Argólide. Las piedras de esos monumentos se hallan tan admirablemente talladas y pulidas, que el ajuste y encaje de las caras no discrepa; y las obras todas son de tan portentosa extensión que, juntas las murallas y colocadas a continuación unas de otras, podrían circundar diez veces, cuando menos, nuestro globo; ¡maravilla de tenacidad y de energía ante la cual son poco aún todos nuestro ferrocarriles!
¿Qué fue de la raza esbelta, bien proporcionada y de elevada estatura, que construía vasos, medallas, instrumentos músicos, relieves, estatuas colosales, casas, templos, sepulcros, puentes, acueductos, pirámides y fortificaciones en la Huchuetlapán mejicana, impropiamente llamada Palenque, ciudad verdaderamente de portentos en ruinas, del látigo simbólico de la T mística, las cruces, las serpientes, el escarabajo religioso y los inexplicados jeroglíficos, semejantes, sin embargo, a los del Egipto legendario?
¿Dónde están las gentes de los mouldings del Ohio y de todo el extenso valle del Mississippi?
¿Quiénes eran los que en Eastern Island, peñón aislado en medio de los mares, a 2.000 millas del Sur de América, a 2.000 de las Marquesas y a más de 1.000 de las Cambiar, modelaron los centenares de colosos de forma humana, de 10, de 12 y de más metros de altura, y peso superior al de 100 toneladas? ¿Cómo los movían? Tres metros de diámetro mide la cabeza de una de estas estatuas, todas de pie sobre anchurosas plataformas, y hoy se ven tendidas por los suelos de aquel insignificante islote, perdido en las inmensas soledades del Océano Pacífico.
De cierto no conocían los prodigios del vapor lo sagrados arquitectos druidas, de luengas barbas y coronas de laurel, que hicieron a sus esclavos levantar los dólmenes monolíticos de 700 toneladas y los menhires de granito indestructible, con 20 y hasta 25 metros de altura, rudos rivales de los bien tallados obeliscos del Egipto Faraónico.
De cierto no conocían el vapor los déspotas mitrados del Asia, que con la potente máquina de la esclavitud, cubrieron de maravillas la llanura de Babilonia, sin soñar nunca que sus escombros servirían algún día de morada a tigres, chacales y serpientes; ni contaban con nuestros recursos mecánicos los que edificaron Nínive, sepultada hasta hace cuarenta años; ni los que se coronaban en la sacra Persépolis, quemada por las teas de Alejandro, de sus capitanes, de sus griegas meretrices, tras una de las brutales orgías de aquel célebre conquistador; ni los que tallaron colinas de basalto y las ahuecaron primorosamente para formar templos como el índico de Kailasa, basílica incomparable de columnatas sostenidas por bueyes fantásticos y elefantes imposibles; ni los que levantaron las pirámides, y edificaron la ciudad de las esfinges de cabeza de carnero, Tebas la incomparable, que ostenta aún, en vez de árboles, selvas de columnas poderosas y alamedas de ingentes obeliscos.
¡Oh! Sin duda es una maravilla la máquina del hombre y una potencia increíble la de la esclavitud; pero la civilización que una vez haya sometido los agentes del Cosmos, no puede en modo alguno contentarse con la fuerza mezquina de las fibras musculares de las poblaciones esclavas.
La vida es muy corta, y la esclavitud trabaja muy despacio. Para hacer la gran pirámide de Cécrope, que mide 11.000 metros cúbicos, se necesitaron treinta años y 100.000 esclavos; mientras que para perforar el Monte Cenis con un túnel que cubica 500.000 metros, han bastado diez años y 500 trabajadores solamente. El túnel del Monte San Gotardo, hoy el mayor del mundo, puesto que tiene 15 kilómetros, se ha perforado en poco más de siete años.
Por otra parte, la esclavitud es un engendro de muerte. Todos los imperios fundados sobre ella han desaparecido de la tierra. ¿Qué fue de la antigua Roma y de aquella potentísima esclavitud que levantó tantos arcos de triunfo? Desapareció del mundo: bárbaros libres barrieron a los Césares de esclavos. Babilonia, Nínive, Cartago ya no existen.
Sin duda la esclavitud es un mecanismo de fuerza inmensamente mayor de lo que cree una poco profunda meditación; sin duda la esclavitud pudo ser un progreso cuando en los pueblos salvajes los vencedores, en vez de sacrificar a dioses implacables las entrañas palpitantes aún, de los prisioneros de guerra, y convertir en pasto y alimento de los antropófagos guerreros triunfantes la carne de la cencida tribu, destinaron los prisioneros de guerra a la labranza de los campos, a las obras de fortificación, a la formación de vías militares, y hasta la edificación de esos hoy inútiles obeliscos, dólmenes y pirámides que vanidades erróneas y creencias ahora inconcebibles hicieron erigir; sin duda la esclavitud es cara y lenta en su trabajo; pero hoy nuestro mejor conocimiento del derecho (y esto basta) la ha declarado una iniquidad inaguantable y un anacronismo insostenible en este siglo grandioso; menos grande por haber fijado la luz con la fotografía, haber detenido la palabra con el fonógrafo, haber dominado el espacio con la locomotora, haber prescindido del tiempo con el telégrafo, haber emancipado del dolor al hombre con el cloroformo; menos grande por todas estas maravillas que ni siquiera se atrevió a atribuir la magia a sus mentidos taumaturgos, fabricadores de milagros; menos grande por lo que ya ha hecho y le queda aún por hacer… que por haber consagrado los derechos imprescriptibles de la personalidad humana –la libertad de la palabra, la libertad de la ciencia, la libertad del trabajo- y haber declarado que el trabajo pertenece al trabajador; no al que le hace trabajar con el látigo inhumano.
No; no se volverá a la esclavitud; cuando el carbón fósil se haya extraído todo de las entrañas de la tierra. No; no se volverá a la esclavitud, como tampoco se volverá a la antropofagia, aun cuando faltasen alimentos. La esclavitud repugna al sentido moral civilizado, tanto casi como la alimentación con carne humana.
Pero, ¿y si falta el carbón?, ¿qué hacer entonces? Por fortuna la fuerza abunda en nuestro globo. No hay ser humano en el mundo de la civilización que no haya oído hablar de la Catarata del Niágara, como objeto sublime de poesía; pero pocos lo habrán considerado como objeto sublime de dinámica. Su solo salto de agua contiene en sí una energía superior con mucho a la de todo el carbón de piedra actualmente empleado como fuerza motriz en nuestro globo; esa caída es superior en fuerza teórica a la de 16 millones de caballos-vapor, y algún día el genio americano lo distribuirá por todo el Canadá y los Estados Unidos de la América del Norte. Pues también la maquinaria de la América del Sur será movida por las grandes cataratas del Potaro en la Guayana Inglesa; poco conocidas aún, pero que bien merecen serlo, como dignas rivales del Niágara.
El flujo y reflujo de los mares es una fuerza incalculable engendrada por las atracciones del sol y de la luna, combinadas con la rotación de nuestro globo, y que durará tanto cuanto duren las causas siderales de nuestro presente estado planetario.
A medida que se desciende al interior de la tierra, aumenta el calor, según la calidad de los terrenos, pero en general, el aumento de un grado cada 30 metros ó 35 de profundidad. En el pozo artesiano de Budapesth, orillas del Danubio, a cada 13 metros de descenso, término medio, la temperatura interna de la tierra subió un grado, tanto que el agua, desde la profundidad de 945 metros, ascendía con la temperatura de 71 grados centígrados; a la máxima profundidad del pozo, 970 metros y medio, la temperatura interna es de 74 grados. En el sondeo de 1.269 metros verificado en Sperenberg, cerca de Berlín, el grado geotérmico ha variado entre 21 metros y 140. En el pozo artesiano de Vitoria, provincia de Álava -cuya perforación se suspendió cuando ya la barrena había descendido algo más de un kilómetro de profundidad-, la temperatura crecía un grado centígrado por cada 38 metros, término medio. En la mina de oro The Savage, Estados Unidos del Norte de América, el calor es tan grande que el agua se convierte en vapor y escalda a los mineros; por lo cual hombres muy entendidos tienen propuesto una más profunda perforación por aparatos que obren a distancia, y alimentar luego de agua suficiente el nuevo pozo taladrado, para que convertida el agua en vapor, mueva la maquinaria de la mina… ¿El calor central del globo servirá, pues, de hogar inmenso algún día a todas las calderas y máquinas del futuro? Hoy por hoy no hay que pensar en que el carbón nos falte ni aun en que encarezca siquiera. Pero cuando la necesidad se haga sentir, cuando el carbón fósil haya vuelto en forma de ácido carbónico a la misma atmósfera de donde salió hace millones de años, entonces el hombre, continuando su marcha por las vías del progreso, sabrá prescindir del combustible actual, sin descender por ello de su puesto de honor presente, ni degenerar de su actual estado de civilización; porque un genio o, más bien, una serie de genios inventores, surgirá a conquistar las potencias inagotables, hoy no utilizadas, y otras fuerzas, hoy desconocidas, reemplazarán la energía que ahora sacamos del carbón.

16 de enero de 2008

Revolución Industrial en Inglaterra, de Max Beer

Obreros en su fábrica, España, hacia 1910 (Archivo La Alcarria Obrera)

Una de las ideas equívocas más extendidas es aquella que sostiene que la Revolución Industrial se debe a un puñado de capitalistas emprendedores que arriesgaron sus fortunas para introducir cambios profundos en los modos de producción tradicionales, justificando de este modo la acumulación de plusvalías por esta minoría de patronos rápidamente enriquecidos con el trabajo de un proletariado cada vez más numeroso y explotado. Ofrecemos aquí el análisis de Max Beer, extraído de su Historia general del socialismo y de las luchas sociales, una voluminosa obra que fue publicada por primera vez en castellano por la Editorial Zeus en 1931, y que desde entonces ha tenido muy pocas reediciones; en España sólo volvió a ser reeditada en 1979, y está agotada desde hace décadas. Sin embargo no cabe duda de su interés: se dice que Salvador Allende confesó que fue su lectura la que le orientó hacia el socialismo.

Con formas y alternativas diversas prosiguió hasta 1689 la revolución burguesa iniciada en 1642. Terminó por la derrota de la monarquía absoluta y la victoria de la burguesía. Inglaterra se convirtió en una República con fachada monárquica. Todavía era la población relativamente débil. Se elevaba a cinco millones de habitantes, de los cuales millón y medio, poco más o menos, pertenecían a la clase de artesanos o a la de comerciantes. Se practicaba la industria ora a domicilio, ora en talleres. Además, existían grandes manufacturas que agrupaban numerosos artesanos asalariados y constituían una a modo de gigantesca mecánica dominada por el capital comercial.
Durante la revolución ya empezaron los intereses del comercio y de la industria a ejercer una influencia preponderante sobre toda la vida política inglesa. Fue su portavoz Oliverio Cromwell. Se acrecentó esta influencia a lo largo del siglo XVIII. Toda la política del Gobierno inglés no tenía otra finalidad que la de abrir vastas perspectivas al comercio y a la industria. Con este propósito, la nobleza y la hacienda inglesas empeñaron la lucha contra los Países Bajos y Francia, anularon la competencia industrial de Irlanda, ahogaron en germen las tentativas de competencia de América del Norte y fundaron el imperio de las Indias. Con este propósito crearon Bancos, Compañías de navegación y manufacturas; expropiaron a masas enormes de modestos aldeanos y los transformaron en proletarios, empleándolos en la construcción de carreteras y canales y dándoles trabajo en las numerosas fábricas que surgían entonces por doquiera. El único fracaso que sufrieron fue la pérdida de los Estados Unidos de América del Norte, debida a la política de cortos alcances del Gobierno inglés.
La extensión de los mercados y el aumento general de la demanda de producción manufacturados requirieron una transformación completa de la producción y los transportes. Para satisfacer las necesidades mercantiles pusieron manos a la obra ingenieros, inventores y sabios. Rápidamente se cubrió Inglaterra de una espesa red de carreteras y vías navegables. Se perfeccionó la máquina de vapor. Cada vez se utilizó más la antracita en la industria metalúrgica. La invención de la máquina de hilar y del tejido mecánico dio origen a la industria textil moderna. El gruñido de las máquinas y las columnas de humo que se elevaban de las chimeneas de las fábricas anunciaron al mundo entero la aparición de la edad del carbón y del hierro.
Del país agrario se transformó Inglaterra con premura en país industrial. Las comunidades aldeanas cedieron el puesto a vastas fábricas y centros industriales. Se multiplicó la población con una velocidad vertiginosa. En todos los sentidos se extendieron las ciudades. De 1750 a 1821 la población de Inglaterra y el País de Gales pasó de 6’5 millones de habitantes a más de 12 millones. De 1760 a 1816 la población de Manchester pasó de 40.000 a 140.000 habitantes; la de Birmingham, de 30.000 a 90.000; la de Liverpool, de 35.000 a 120.000. De 1750 a 1816, el total de importaciones y exportaciones pasó de 20 millones de libras esterlinas a 92.
Todos estos fenómenos eran consecuencia de la revolución industrial, la cual arrastró en pos de ella poco a poco al mundo entero. Sus efectos resultaron incomparablemente más enormes y profundos que los de todas las revoluciones del pasado. Ella asentó las bases de un nuevo orden social y creó los medios de suprimir la miseria, la opresión y la diferencia de clases. En una palabra, engendró el proletariado y el socialismo modernos.
Los hombres que llevaron a cabo esta transformación y ampliaron así hasta el infinito las posibilidades de la producción de riquezas eran obreros o artesanos casi todos. Tuvieron que allanar toda clase de obstáculos; pero, impulsados por las necesidades sociales, trabajaron sin preocuparse de las consecuencias y sin ningún deseo de recompensa personal. Quienes contribuyeron al perfeccionamiento del hilado mecánico fueron el relojero Kay, el carpintero Wyatt, el peluquero Arkwright, el tejedor Heargraves y el mecánico Crompton. Los inventores del tejido fueron el relojero Kay y el teólogo Cartwright. Construyeron las nuevas carreteras y vías navegables, Brindley y Metcalf, dos obreros del montón, que apenas sabían leer y escribir. En cuanto a los que perfeccionaron la máquina de vapor y la locomotora, fueron el traficante en hierro Newcomen, el vidriero Crawley y los mecánicos Watt y Stephenson.
Ni inventores ni sabios sacaron los provechos abundantes que permitió realizar esta revolución industrial, sino comerciantes y banqueros listos que supieron utilizar los trabajos de aquéllos.
Generalmente no comprendían nada de los inventos mecánicos que ponían a su disposición otros; pero poseían en sumo grado la facultad de accionar las fuerzas productivas creadas por el prójimo, así como la ausencia de escrúpulos indispensables para el éxito material. “La inmensa mayoría de los nuevos amos –dice Roberto Owen, que los conocía bien- no aportaba, a guisa de conocimientos, sino su olfato para los negocios y la los rudimentos del cálculo. La acumulación rápida de riquezas por obra de los progresos de la técnica creó una clase de capitalistas que se reclutaban entre los elementos más ignorantes y groseros de la población”. De estos elementos salieron los capitanes de industria, los organizadores de la economía capitalista. Se consideraban artesanos de su prosperidad, atribuían sus éxitos a su propio mérito y pretendían obrar a su libre albedrío, rechazando como perjudicial cualquier intromisión del Estado en sus negocios, y en general, cualquier intervención de las autoridades en la vida económica.