La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

26 de agosto de 2008

A los jóvenes, de Piotr Kropotkin

Sello Juventudes Libertarias del barrio de Ventas, Madrid. 1936 (Archivo La Alcarria Obrera)

No cabe duda de que el ruso Piotr Kropotkin es uno de los más destacados escritores anarquistas. De origen aristocrático, dotado de portentosa inteligencia, científico de valía universalmente reconocida y, sobre todo, anarquista de intuición, de pensamiento y de acción. De entre su vasta obra, dedicada a cuestiones muy variadas, reproducimos el primer capítulo de A los jóvenes, un pequeño folleto dirigido a los que, terminada su formación, se enfrentan a la dura realidad de la vida adulta, tan actual entonces como hoy. Es difícil no adivinar un fondo autobiográfico en estas líneas, reflejo de la evolución personal del autor. Reproducimos la versión publicada por Ediciones Tierra y Libertad en la Barcelona revolucionaria de 1937.

A los jóvenes
A éstos me dirijo, que los viejos -los viejos de cora­zón y de espíritu, entiéndase bien - no se molesten en leer lo que no ha de afectarles en nada.
Supongo que tenéis dieciocho o veinte años, habéis terminado vuestro estudio o aprendizaje, y entráis en el gran mundo; supongo también que vuestra inteligencia se ha purgado de las imbecilidades con que han pre­tendido atrofiarla y obscurecerla vuestros maestros, y que hacéis oídos de mercader a los continuos sofismas de los partidarios del obscurantismo; en una palabra, que no sois de esos desdichados engendros de una sociedad decadente que sólo procuran por la buena forma de sus pantalones, lucir su figura de monos sabios en los paseos, sin haber gustado en la vida más que la copa de la dicha, obtenida a cualquier precio ... Todo al contra­rio de esto, os juzgo de entendimiento recto, y sobre todo, dotados de gran corazón.
La primera duda que surge en vuestra imaginación es ésta: “¿Qué voy a ser?” Esta pregunta os la habéis hecho cuantas veces la razón os ha permitido discernir.
Verdaderamente que cuando se está en esa temprana edad en que todo son sueños de color de rosa no se piensa en hacer mal alguno. Después de haberse estu­diado una ciencia o un arte - a expensas de la sociedad, nótese bien - nadie piensa en utilizar los conocimientos adquiridos como instrumento de explotación y en bene­ficio exclusivo, y muy depravado por el vicio debiera estar en verdad el que siquiera una vez no haya soñado en ayudar a los que gimen en la miseria del cuerpo y la miseria de la inteligencia. Habéis tenido uno de esos, ¿no es verdad? Pues estudiemos el modo de convertirle en realidad.
No sé la posición social que ha presidido a vuestro nacimiento; quizá favorecidos por la suerte habéis po­dido adquirir conocimientos científicos, y sois médicos, abogados, literatos, etc.; si es así, a vuestra vista ábren­se vastísimos horizontes y se os ofrece un porvenir son­riente, quizás dichoso. O, por el contrario, malditos de la suerte, sois hijos de un pobre trabajador, y no habéis tenido otros conocimientos que la escuela del dolor, de las privaciones y de los sufrimientos.
Establezcamos el primer caso; habéis cursado medi­cina; sois, pues, unos facultativos. Un día un hombre de mano callosa, cubierto con una blusa, viene a buscaras para que asistáis a una enferma, conduciéndoos a casa de la paciente por una interminable serie de callejuelas, cuyas casas trascienden a pobreza.
Llegáis, y os es forzoso casi encaramaras por una estrecha escalera, cuyo ambiente está cargado de hidró­geno, por las emanaciones que despide la torcida de un farol cuyo aceite se ha agotado.
Después de salvar dos, cuatro o treinta escalones, penetráis en la habitación de la pobre enferma. Como vuestra alma está aún pura, el corazón os late con más violencia de la acostumbrada al contemplar a aquella infeliz, tirada sobre un mal jergón y a aquellas cuatro o cinco criaturas, lívidas, tiritando de frío, acurrucadas al lado de su pobre madre, a fin de recoger el calor de la fiebre, ya que allí huelga todo abrigo. Los infelices ni­ños, a quienes la desgracia ha hecho suspicaces, os contemplan asustados y se arriman más y más a su madre, sin apartar sus grandes ojos espantados de vues­tra persona.
El marido ha trabajado durante su vida doce y trece horas diarias, pero ahora está parado hace tres meses; esto no es raro, se repite periódicamente. Antes no se notaba tanto su falta de trabajo, pues cuando esto acon­tecía su mujer se iba a lavar - ¡quién sabe si habrá lavado lo vuestro! - para ganar una peseta al día. Pero ahora, postrada en el lecho del dolor hace dos meses, le es imposible, y la miseria más espantosa cierne sus negras alas en aquel hogar.
¿Qué aconsejaréis a aquella enferma, doctor? Desde luego habréis comprendido que allí reina la agonía ge­neral por falta de alimentación; ¿prescribiréis carne, aire puro, ejercicio en el campo, una alcoba seca y bien ventilada? ¡Esto sería irónico! Si hubiera podido la enferma proporcionarse todo esto, no hubiera esperado vuestro consejo.
Esto no es todo. Si vuestro exterior revela franqueza y bondad, os referirán historias tanto o más tristes; la mujer de la otra habitación, cuya tos desgarra el cora­zón, es una planchadora; en el tramo de abajo todos los niños tienen fiebre; la lavandera que ocupa el piso alto no llegará a la próxima primavera, ¡ah!, ¡y en la casa de al lado, en la otra, la situación es peor!
¿Qué pensáis de todos estos enfermos? Seguramente les recomendaríais cambio de aire, un trabajo menos pro­longado, una alimentación sana y nutritiva; pero no podéis y abandonáis aquellas catacumbas del dolor con el corazón lacerado.
Al siguiente día y cuando aún no habéis desechado la preocupación de la víspera, un compañero os dice que ha venido un lacayo en carruaje para que fuerais a visitar al propietario de una casa, donde había en­ferma una señora extenuada a fuerza de insomnio, cuya vida está consagrada a visitas, afeites, bailes y a disputar con su estúpido marido.
Vuestro compañero le ha prescrito hábitos más mo­derados, comida poco estimulante, paseos al aire libre, tranquilidad de espíritu y ejercicios gimnásticos en su alcoba, a fin de substituir un trabajo útil; una muere porque ha carecido de alimento y descanso durante su vida, y la otra sufre porque nunca ha sabido lo que es trabajar.
Si sois uno de esos repugnantes seres que ante un espectáculo triste y miserable se consuelan con dirigir una mirada de compasión y beberse una copa de coñac, os iréis acostumbrando gradualmente a esos contrastes y no pensaréis sino en elevaros a la altura de los satis­fechos para evitar tener que rozaras en lo sucesivo con los desgraciados.
Pero, si al contrario, sois hombres; si el sentimiento se traduce en voluntad y la parte animal no se ha super­puesto a la inteligente, volveréis a vuestra casa dicién­doos: Esto es infame; esto no puede continuar así por más tiempo. Es menester evitar las enfermedades y no curarlas. ¡Abajo las drogas! Aire, buena alimenta­ción y un trabajo más racional; por ahí debe comen­zarse; de otro modo, la profesión de médico sólo es un engaño y una farsa.
En este mismo instante comprenderéis el anarquismo y sentiréis estímulos por conocerlo todo; y si el altruismo no es una palabra vacía de sentido, si aplicáis al estudio de la cuestión social las rígidas inducciones del filósofo naturalista, vendréis a nuestras filas y seréis un nuevo soldado de la Revolución social.
Quizá se os ocurra: ¡Al diablo las cuestiones prác­ticas! Como el filósofo y el astrónomo, consagrémonos a las especulaciones científicas. Esto seguramente puede producir un goce individual, una abstracción de la so­ciedad y sus males. Pero siendo así, yo pregunto: ¿en qué se diferencia el filósofo dedicado a pasar la vida todo lo agradablemente posible, del borracho que sólo busca en la bebida la inmediata satisfacción de un pla­cer? Indudablemente el filósofo ha tenido mejor acierto en cuanto a la elección del goce, que es más duradero que el del borracho; pero esa es la sola diferencia; uno y otro tienen la misma mira egoísta y personal.
Pero no deseáis hacer vida semejante, y sí, por el contrario, trabajar en bien de la Humanidad; entonces saltará en vuestro cerebro una formidable objeción, y por poco aficionado a la crítica que seáis, comprenderéis perfectamente que en esta sociedad la ciencia no es otra cosa que un apéndice de lujo que no sirve para hacer más agradable la vida de los menos, permaneciendo in­accesible a los más.
Ahora bien; hace más de un siglo que la ciencia ha establecido, sobre basas sólidas, atinadas nociones cos­mogónicas relativas al origen del Universo. ¿Cuántos las conocéis? Algunos millares solamente desperdigados en­tre centenares de millares sumidos aún en supersticio­nes dignas de los salvajes y, por consiguiente, dispuestos a servir de lastre a los impostores religiosos.
O bien lanzad una ojeada sobre todo lo que ha hecho la ciencia para elaborar las bases de la higiene física y moral; ella os dice cómo debemos vivir para conservar la salud del cuerpo y mantener en buen estado las nu­merosas masas de nuestras poblaciones. Pero todo esto es letra muerta, porque la ciencia sólo existe para un puñado de privilegiados, y porque las desigualdades que dividen a la sociedad en dos clases - explotados y de­tentadores del capital- hacen que las enseñanzas racio­nales de la existencia sean la más amarga de las ironías para la inmensa mayoría.
Aún podría citar más ejemplos, pero no lo juzgo imprescindible, puesto que la cuestión no es amontonar verdades y descubrimientos científicos, sino extender hasta lo infinito los ya adquiridos, hasta que hayan penetrado en la generalidad de los cerebros. Conviene ordenar de tal suerte las cosas, que la masa del género humano pueda comprender y aplicarlas: que la ciencia deje de ser un lujo; todo lo contrario, que sea la base de la vida de todos. Así lo exige la justicia.
De este modo no ocurriría, por ejemplo, lo que pasa hoy con la teoría del origen mecánico del calor, que enunciada el siglo pasado por Hir y Clausius, ha per­manecido durante más de ochenta años enterrada en los anales académicos, hasta que le desenterraron los cono­cimientos de la física, extendidos lo suficiente para for­mar una parte del público capaz de comprenderla. Han sido necesarias tres generaciones para que las ideas de Erasmo y Darwin sobre la variabilidad de las especies fuesen acogidas admitidas por los filósofos académicos, obligados por la opinión pública. El filósofo, así como el artista y el poeta, es siempre producto de la sociedad en que enseña y se mueve.
Si os persuadís de estas verdades, comprenderéis que es de todo punto imprescindible cambiar radicalmente un tal estado de cosas que condena al filósofo a repletarse de conocimientos científicos y al resto del género humano a permanecer en la misma ignorancia que hace diez si­glos; esto es, en el estado de esclavitud y de máquina incapaz de asimilarse las verdades establecidas. Desde el momento en que os hayáis persuadidos de estas pro­fundas verdades iréis poco a poco odiando la inclinación a la ciencia pura y trabajaréis por buscar el medio de efectuar esa transformación social; y si inauguráis vues­tras investigaciones con la misma imparcialidad que os ha guiado en los estudios científicos, abrazaréis sin re­medio la causa del socialismo.
Haréis, en una palabra, tabla rasa de todos los so­fismas y engrosaréis nuestras filas, cansados de procurar placeres a esa minoría que de tantos disfruta, y pondréis todo vuestro valer al servicio de los oprimidos.
Estoy seguro que entonces el sentimiento del deber cumplido y la perfecta relación entre vuestras ideas y acciones os mostrarán una existencia nueva que os es desconocida; y cuando un día, día que indudablemente se aproxima - con permiso de vuestros profesores - se haya realizado el fin que os proponíais las nuevas fuer­zas del trabajo científico colectivo, con la poderosa ayuda de ejércitos de trabajadores que vendrán a prestarle su concurso, harán que la ciencia dé un paso hacia ade­lante, comparado con el cual el lento progreso del presente, parecerá un simple juego de niños. Entonces gozaréis de la ciencia y este goce será para todos.

22 de agosto de 2008

Democracia colectivista, de José Cascales Muñoz

La neutralidad española en la Primera Guerra Mundial provocó un acelerado desarrollo industrial que, lamentablemente, se vio acompañado por una crisis económica para los asalariados tan grave que, por primera vez, afectó a las clases medias (funcionarios, militares…) que siempre deseaban equipararse con los grupos sociales más acomodados pero que, ante las dificultades económicas de esos momentos, envidiaban la capacidad de lucha de la clase obrera organizada, que obtenía mejoras sociales inmediatas. Los éxitos de la acción sindical del proletariado militante se ponían de manifiesto en esta primera de las lecciones de Sociología que en 1915 publicó el escritor José Cascales Muñoz, que se proclamaba iniciador y profesor de Sociología en la Universidad Central, con el equívoco título de Democracia Colectivista.

Como consecuencia de las actuales luchas político-económicas, las Federaciones patronales españolas, con un manifiesto y algunos Congresos, y la Liga de las clases medias, con varias asambleas, han procurado hacer evidente la necesidad de que todos aquellos cuyos intereses son idénticos a los suyos cambien de táctica política y societaria, si no quieren continuar siendo estrujados por los de abajo y por los de la cumbre.
Pero de las inútiles lamentaciones y de los buenos propósitos, escritos y hablados, no pasan jamás.
¿Es que ignoran el camino? No. A mi juicio, lo conocen mejor que yo y que cuantos cicerones pretendan enseñárselo; si no lo siguen no puede ser por ignorancia, sino porque al sano egoísmo colectivo se impone en cada uno de ellos el suicida egoísmo intelectual; y aunque, por creerlo así, se me ocurre exclamar, como al poeta “Que yo bien sé que el mundo no adelanta / un paso más en su inmortal carrera / cuando algún escritor, como yo, canta / lo primero que salta en su mollera”, quizá no sea inútil llamar la atención sobre el contraste que ofrece en todos los pueblos modernos la conducta seguida por las clases más cultas, más ricas y, por lo tanto, mejor dotadas para su propia defensa y para el ejercicio de la ciudadanía, al lado de la que observan las clases más incultas, más pobres, las predispuestas a la indefensión y a la venalidad y, por lo tanto, más aparentemente refractarias a toda acción colectiva.
Las primeras han creído compatibles, para su correspondiente prosperidad, la subsistencia del gremio y del comité, con funciones independientes: la defensa de los intereses colectivos por un lado y por el opuesto el medro personal, y así les va a ellas como tales clases y a sus individuos como tales individuos, a pesar de su carácter de productores y contribuyentes.
Las segundas, en cambio, han sabido aunar la acción económica y la acción política: el comité y el gremio son para ellas una sola y misma cosa, y los resultados son inmejorables. En el terreno económico se multiplican sus conquistas de una manera asombrosa, y en el político son sus individuos los ciudadanos más puntuales en el ejercicio de sus deberes y de sus derechos y los más esforzados campeones de la moralidad en todas las corporaciones de que forman parte, así como los más conscientes de sus fuerzas y los más celosos defensores de sus causas.
Aunque después, y no por la intriga, sino por sus propios méritos, han llegado a conquistarse un nombre los adalides mejor dotados de las clases obreras, no empezaron éstos por aspirar a su medro personal con independencia del de sus compañeros de profesión, sino que directores y dirigidos sólo aspiraron a defender los intereses de la colectividad, obligándose a cumplir los artículos de un reglamento; y lo que no hubieran hecho nunca los más seductores programas políticos, ni los más ardorosos discursos del club, ni las leyes más sabias, lo hicieron con su práctica los artículos de ese reglamento.
No hay estadistas, por eminentes que sean, capaces de educar a los hombres ni por la persuasión ni por la fuerza, como los educa la lucha de intereses mediante los estatutos de la clase o el gremio, porque sólo la clase o el gremio pueden estimular con eficacia a sus individuos para que no dejen de emitir sus votos a favor del candidato proclamado por la agrupación, para que la representen dignamente en los Tribunales de justicia ejerciendo la misión del Jurado, para que concurran compactos y unánimes a las reuniones de aplauso o de protesta de los actos que le favorecen o le perjudican, etc.
Si las clases medias, contribuyentes y patronales se agremiasen a su vez por profesiones procurando disciplinar a sus miembros como lo están los de las obreras, pronto veríamos en mayoría a los ciudadanos capacitados para ejercer sana influencia en la vida pública, y disminuiría como consecuencia el número de los malos políticos, porque los más de los que son malos no lo son por su naturaleza, sino por la naturaleza de las masas que representan y que los moldean.
Pero hay más: mientras existe opinión consciente en las agrupaciones obreras merced a sus Directorios, que, actuando de cerebros, aquilatan y concretan los anhelos de la totalidad de sus componentes, las clases superiores son cuerpos sin cabezas (sin cabezas que piensen y formulen sus aspiraciones respectivas), y al carecer de cabezas, así como carecen de personalidad y de fuerza para la lucha política por no estar organizadas, carecen también del factor indispensable para tener opinión propia. Y si cada uno de sus individuos puede manifestar la que él tiene, es procediendo como procederían las células de un cuerpo acéfalo que estuviesen dotadas de medios de expresión, discrepando las unas de las otras en los más esencial para la conservación del organismo, por ser malo para el hígado lo que es bueno para el bazo, y no haber quien discierna lo más conveniente para la colectividad.
Hoy (no atacando los intereses de los obreros) es dueño de crear y dirigir una, siempre falsa, corriente de opinión pública cualquier agitador perspicaz, contando desde luego con los descontentos (heces de las distintas clases) o con los que puedan ver un beneficios personal en el movimiento o con los enemigos de la patria, interesados en perturbar el orden con fines incluso antinacionales. No estará jamás solo no el agitados más desprestigiado, mientras persista la falta de organización social presente, mientras no estén políticamente organizadas las clases, cuyos Directorios puedan desautorizarlo porque no sean ya las naciones conglomerados heterogéneos de individuos, sino conciertos armónicos de organismos.
En cambio, cuando los ciudadanos más prestigiosos y los mejores patriotas deseen exponer su criterio en un asunto económico o político que afecte a una clase productora o a todas en general, se encontrarán, al intentarlo, sin medios autorizados de expresión, porque no estando organizadas dichas clases con Directorios que las asesoren, las dirijan y las representen, carecen de cerebros que recojan los juicios de sus individuos para formular el pensamiento colectivo o nacional, y tienen que someterse a las absurdas consecuencias que determinen las sensaciones anárquicas de las células.
En todos los pueblos del mundo están las clases contribuyentes en el mismo desorden caótico que en España; pero no hace falta ser un lince para notar que en todos los pueblos van marchando dichas clases hacia su necesaria organización.
El día en que la consumen serán ellas las que rijan los destinos de los Estados, y a los políticos profesionales, que hoy lo son todo y lo pueden todo, no les quedará otro recurso que limitarse a secundar los deseos de esas clases que en la actualidad manejan y hasta explotan a su antojo.
Entre todas las clases contribuyentes, la mercantil y la industrial son las que se encuentran en mejores condiciones para iniciar la evolución, porque estando organizadas, aunque sólo en parte, para la lucha económica, únicamente les bastaría quererlo para hacer sentir su peso sobre los Gobiernos de todos los partidos sin más que extender las funciones de sus gremios a las contiendas electorales y a la educación cívica de los agremiados; esto es, sin más que imitar a los obreros, haciendo que los gremios sean, al mismo tiempo que gremios, comités que trabajen por llevar a los municipios, a las diputaciones provinciales y a las Cortes los candidatos proclamados por las agrupaciones, los ciudadanos más capacitados para representarlas y defenderlas, pertenezcan o no a las mismas, y con abstracción e independencia de los distintos colores políticos.
Mas, como ya he dicho, hasta la organización económica de las clases mercantiles e industriales sólo existe en parte, y la falta de íntimas y frecuentes relaciones entre los gremios similares de las distintas poblaciones hace que no utilicen la inmensa fuerza que representan ni siquiera para oponerse eficazmente a las tarifas arbitrarias de las empresas de transporte, a los recargos, más arbitrarios aún, de los tributos con las aniquila el fisco o la confección de perjudiciales tarifas aduaneras, careciendo de unión y de disciplina incluso para cosa tan sencilla como el acuerdo de un cierre general.
A subsanar estas deficiencias y a completar dicha organización se encaminaban los siguientes párrafos de uno de tantos manifiestos como se publicaron en España en 1898: “Para que las clases productoras, así como los organismos del Estado, cuenten con verdadera y directa reelección de los candidatos, deben empezar por agruparse en toda la nación, formando cada una de ellas una masa uniforme y fuerte que le permita asegurar el triunfo en defensa de sus intereses, mediante la constitución de comités profesionales que lleven al Municipio, a las Diputaciones provinciales y al Parlamento representantes de su mismo seno sin otro carácter que el profesional. La constitución de dichos comités dependerá de las condiciones de cada población, pero la mayor parte de ellos podrán organizarse en esta forma: en cada localidad los industriales, por ejemplo (y lo mismo debe entenderse respecto a las otras clases u organismos), formarán tantas comisiones (gremios o comités) como industrias haya; unidos los presidentes de estas comisiones, constituirán la Directiva de la clase industrial, y la Directiva de ésta, unida a las Directivas de las otras clases, el comité local, especie de Municipio donde se discutan todas las cuestiones y se armonicen los distintos intereses. Los comités de cada profesión se organizarán entre sí con los similares de todos los pueblos, formando organismos independientes, con sus Consejos superiores en Madrid, para la legislación interna de cada clase y la designación de los candidatos a representarla”.
Tales instrucciones cayeron en el vacío.

18 de agosto de 2008

Sánchez Albornoz, presidente de la República

Las instituciones de la Segunda República española se mantuvieron en pie durante la Guerra Civil, a pesar de su escaso poder real, y a lo largo del Franquismo, desde el exilio preferentemente en México. La falta de representatividad de su gobierno y la falta de eco de sus acuerdos y propuestas fue paralela a la pérdida de actividad y de respaldo de los partidos políticos republicanos y al alejamiento de los partidos de la izquierda y de los sindicatos obreros de las instituciones trasterradas. Pero esa soledad y esa inoperancia dan más valor a la entrega de algunos hombres y mujeres meritorios que mantuvieron en pie una República Española auténticamente quijotesca. Entre ellos destaca el historiador Claudio Sánchez Albornoz, presidente del gobierno republicano entre 1959 y 1971; a él se debe este mensaje, publicado el 15 de marzo de 1962, en el que destaca su llamamiento a la reconciliación nacional y su confianza en el futuro.

Mensaje a los españoles del Presidente del Gobierno de la República
Al asumir nuevas responsabilidades frente a España, no por ambición política que no siento sino en cumplimiento de un deber y por amor a mi país, deseo examinar los problemas de mi patria sin rencor, olvidando crueldades estériles, injurias calumniosas, injusticias, sañas. La Historia nos juzgará mañana a todos. Estoy seguro de que muchos ven más o menos claramente que serán condenados. Espero confiado el juicio futuro de mis connacionales.
He trabajado intensamente por España y quiero seguir sirviéndola. Por ello no aludiré a nuestros legítimos derechos, nunca declinados, y no me detendré a formular acusaciones, para buscar la concordia y no la lucha entre mis compatriotas.
Muy pocos españoles dudan hoy de que el régimen que sojuzga a Es­paña toca a su fin. Ninguno medianamente inteligente deja de pensar cada día en su sucesión. Los gobernantes que se creen asistidos por fa­vores carismáticos han hecho siempre a los pueblos por ellos regidos daños tremendos. Su fe en su misión providencial y en lo magnífico de su política ha solido obnubilarles el entendimiento: les ha impedido comprender que no pueden sucederse a sí mismos, que su obra es caduca, que antes o después el pueblo elige su camino, y que, como consecuencia de la narcotización y menosprecio intencionados de las masas, el des­pertar de éstas puede ser violento.
Nacida del miedo a los cambios que el curso de los tiempos imponía, la dictadura española para seguir viviendo ha cultivado el temor al ma­ñana. Subconscientemente se sentía un interinato. Cuando un gobierno enfrenta la vida pública como la ha enfrentado el que detenta el poder en nuestra patria, descubre su inseguridad. Al escarbar de continuo en los desastres de la guerra civil -guerra no por nosotros, sino por sus hombres provocada- para continuar alimentando la llama del miedo, muestra a las claras su propio terror. Y al presentarse como única so­lución de paz, a más de mentir, afirma la realidad de nuestra presencia en España y de nuestra fuerza, de la presencia y de la fuerza de la República, al cabo del largo cuarto de siglo que ha mediado desde su alzamiento contra ella.
Afortunadamente estamos libres de sus complejos y pensamos en el mañana histórico de España con la pasión de nuestro amor a ella, redo­blado en el exilio, y con la serenidad de quienes desean evitarle los ma­les que la ceguera mental de nuestros enemigos podrían hacer inevitables, si los hombres de la República no pudiesen intervenir a su hora. Ahora bien, esa hora puede pasar. En España hay millones de españoles que desean hallar soluciones al problema español y que las buscan por el camino de la convivencia en un régimen de libertad y de democracia. Algunos, al hallar cerrado ese camino, se sienten atraídos hacia ideo­logías en que la libertad del hombre no cuenta. Estos grupos serán cada vez más numerosos si pronto no se abren cauces para la vida democrá­tica bajo el signo de la tolerancia y de la libre discusión.
Contra lo que creen los jerarcas del régimen que vegeta al Sur del Pirineo, la juventud española les es hostil. No ha sido educada sino en el odio a lo que nosotros significamos, no oye nuestras voces y apenas puede leemos. Y, sin embargo, es evidente su oposición al gobierno que ha tratado de envenenarla y de seducirla. A ella nos dirigimos solici­tando su confianza. En el exilio hemos dado a España y al mundo una lección de honestidad y de trabajo fecundo en nuestras profesiones, y he­mos aprendido del exilio su lección. Por ello miramos a la guerra civil como a un lejano pasado lleno de enseñanzas. España no había conocido aún a principios de siglo ni una revolución religiosa, ni una auténtica revolución política, y entraba despacio en un régimen económico y so­cial burgués. La guerra civil, que he calificado antaño de la mayor locura que los españoles hemos cometido, sólo un bien ha producido a España: haberla hecho al cabo conocer las tres revoluciones que los pueblos creadores de la civilización occidental habían ya superado. Esos pueblos después de sufrirlas llegaron a la convivencia en libertad, y bajo regí­menes democráticos, a la estructura estatal y social que ha hecho la grandeza de la Europa creadora de valores universales. Nosotros pode­mos aprovechar su ejemplo para llegar pronto a esa concordia promi­soria. Aspiramos a crear una nueva República. Vivir mirando al ayer anquilosa y deforma. Por desgracia, los españoles hemos padecido mu­chas veces de ese mal. Creo que ha llegado el momento de mirar al futuro con esperanza. Formados en el culto a la libertad y a la dignidad del hombre, constituimos una solución pacífica y respetuosa de todas las ideas y de todos los derechos, quizás la última solución de tal signo que pueda España conocer. Una solución dinámica que cambie en paz la estructura del pueblo español, lo incorpore a la vida de los pueblos libres, desarrolle su riqueza, aumente la renta nacional y el bienestar público, y permita a España misma vivir libre y recuperar su prestigio en Europa y en América, nunca caído más bajo que ahora en la historia.
Sólo los necios pueden en España pensar en la posible pervivencia de la España de hoy, con sus tremendas desigualdades sociales, sin li­bertad política y sindical, y sin una organización estatal moderna y a la par enraizada en nuestra histórica articulación regional.
Egoístamente, los viejos de más allá del Pirineo, esperan morir antes de que el cambio se produzca. Pero tienen hijos o tendrán continuadores que habrán de presenciarlo y de pagar sus torpezas. La Iglesia, llamada a la salvaguardia de ideales de valor permanente, debe elegir entre vivir libre dentro de la ley, como vive en los pueblos libres de Occidente, o verse obligada a volver a las catacumbas. El Ejército, entre reverde­cer sus laureles decimonónicos de defensor de las libertades públicas o verse remplazado por milicias populares. Los profesores, magistrados, escritores y profesionales, entre la libertad, el bienestar y la seguridad en el ejercicio de sus nobles misiones de que gozan sus pares en el mundo libre y la indignidad en el sometimiento servil so pena de la exoneración y la miseria. Los hombres de negocios entre aceptar una ordenación económica y fiscal pareja a la que triunfa en varios pueblos de Occidente, que lejos de impedir, favorece el desarrollo de la riqueza, y su total exclusión del campo de sus actividades y su definitiva ruina. Y también las masas populares a quienes la República brindaría libertad sindical y política y un nivel de vida digno y abriría todos los caminos para que pudieran igualar a las de Norteamérica y la Europa occidental.
Todos deben elegir pero no hay demasiado plazo por delante. La res­ponsabilidad de quien o de quienes constituyen el único obstáculo a la pacífica transformación de España es colosal. Mañana serán maldecidos por todos. No ofrecemos a nuestros compatriotas un inmediato y rosado porvenir. Será preciso liquidar y superar los enormes errores de los torpes gobernantes de hoy. Sin embargo, varios pueblos hermanos de la América española, en que los grupos de presión acabaron con las dicta­duras, viven hoy en paz, y avanzan sin demasiados tropiezos por los caminos de su definitiva incorporación a la vida moderna.
Invitamos a los españoles a buscar amistosamente nuestra senda. Somos demasiado orgullosos para pedir la intervención ajena, de crueles resul­tados en nuestra historia cada vez que ha sido solicitada. Queremos resolver nuestro problema entre nosotros. Todos los españoles saben que la Monarquía ha muerto definitivamente en España y que sólo sobrevive en media docena de pueblos de Europa, porque sus Gobiernos son en verdad repúblicas coronadas. Grandes pueblos del mundo, a un lado y otro del Atlántico, incluso algunos trágicamente maltratados por regí­menes despóticos y por la derrota, como Italia y Alemania, viven hoy óptimos días bajo gobiernos republicanos. Creemos que la República es el único régimen posible en nuestra patria. Porque conocemos la histo­ria de España, tenemos fe en que sabrá ponerse en pie y podrá ganar el tiempo perdido. Creemos que los españoles somos capaces de hacer lo que hayan hecho, hagan y puedan hacer los otros pueblos de Europa. Sólo estorba un hombre o un grupo de hombres, para la reconciliación de los españoles y el giro decisivo de nuestra vida. España necesita de todos sus hijos. Estamos prontos a aceptar los dictados del pueblo español, aunque nos sean adversos, si se pronuncia libremente. Y si, como es seguro, nos fueron favorables, tenemos, sí, la ambición de hacer caminar a España en la historia, olvidando crueldades y barbaries, pero no tenemos ninguna ambición personal y nos hallamos dispuestos a co­laborar desde puestos de consejo con los hombres jóvenes de España que serán al cabo quienes tendrán que regir sus destinos.
Nos acicatea sólo el dolor ante el sombrío porvenir de la patria amada, si esta interinidad insensata se prolonga más allá de la hora propicia para que los españoles puedan vivir en libertad creadora y fe­cunda. No podrá consolamos el haber llamado a la concordia que per­mita realizar los cambios sociales que los otros pueblos de Occidente han conocido, incluso países ya conservadores como Inglaterra y Francia. Porque si nuestra voz no es escuchada, si estultamente la ínfima minoría que sirve de dique al cauce normal del potencial histórico de España, sigue obstruyendo esa salida, y los grupos de presión siguen sometidos mansamente a ella -¿ será posible que los españoles hayan perdido sus viejas virtudes y se sientan asustadizos y cobardes?-, nuestra España, la España que soñamos no podrá ser realidad, y España padecerá inexo­rablemente una brutal operación quirúrgica de consecuencias siempre imprevisibles y que aún es tiempo de evitar.
Repetimos que no solicitamos la intervención ajena, nos abochornaría seguir el ejemplo mendicante de los que hoy regentan la vida española. Pero sí queremos llamar la atención de las democracias occidentales. Si olvidando los ideales de libertad de que se declaran campeones, por cálculos erróneos y egoístas, siguen ayudando a la dictadura española y nosotros fracasamos en el esfuerzo que vamos a emprender para la reconciliación de los españoles y para la democratización y liberalización de España por caminos de paz, antes o después, el pueblo español se alzará colérico -lo ha hecho muchas veces en la historia inesperada­mente- y Occidente habrá de enfrentar una seria amenaza al Sur del Pirineo y en la América hispana en la que nuestros problemas hallan siempre eco. A la inversa, si triunfásemos, España no sería para Europa el lastre sonrojante que el régimen hispano de hoy constituiría de ser en ella admitida, sino que se daría a ella con todas sus fuerzas vitales, su potencial geográfico y humano, con lealtad plena y en pie de igual­dad estatal y jurídica.
Estamos seguros de que la mayoría de los republicanos de dentro y de fuera de España que están detrás de este Gobierno, desea como nosotros la reconciliación de los españoles y la transformación profunda pero pacífica de España. Si no somos escuchados, o cambiaremos de rumbo o dejaremos el paso franco a otras fuerzas políticas, o seremos superados por ellos. Y quienes ahora soportan temerosos al hombre o los hombres que cierran el camino a la mudanza ordenada y en liber­tad de nuestro pueblo, serán aniquilados por el traumatismo inevitable.
No existe un elijan simplista entre el gobernante tapón de la vida española de hoy y el caos. Sí, entre la reconciliación en libertad de los españoles y el salto hacia un mañana que ha mostrado ya su rostro en otros pueblos. Todo puede cambiar en España por sendas legales y pací­ficas, con respeto a la dignidad humana, brindando a todos libertad en la seguridad y seguridad en la libertad. A lograrlo nos lanzamos con entusiasmo. Y como no constituimos un Gobierno providencia, reclama­mos la ayuda de los partidos y de las organizaciones todas del interior y del exilio, para que en su campo natural de acción colaboren a nuestro intento.