La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

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1 de septiembre de 2025

Manifiesto de inteligencia republicana de 1930

En 1930 todos los españoles, al margen de su adscripción política, eran conscientes de que asistían al colapso de las instituciones de la Restauración, después de más de medio siglo de lento declive de un régimen que había sido incapaz de dar solución ni a los problemas nacionales del siglo XIX ni a los restos que planteaba el siglo XX. La Dictadura del general Miguel Primo de Rivera lejos de encauzar renovar la monarquía de Alfonso XIII había enajenado al rey casi todos los escasos apoyos con los que contaba en 1923. Todos los sectores ideológicos y todos los grupos sociales, y entre ellos los anarquistas, se proyectaban en un futuro esperanzador mientras los leales al rey aún soñaban con mantenerse al timón del país. En marzo de 1930 se redactó y firmó en Cataluña un Manifiesto de inteligencia republicana que rubricaron políticos y personalidades republicanas y nacionalistas de izquierdas que contó también con el apoyo explícito de algunos sindicalistas, sobre todo de la CNT (Martí Barrera, A. Borrás, Conrad Guardiola, J. Murtra, Juan Peiró y D. Trilles). Tras su publicación en L’Opinió del 2 de mayo de 1930 fue muy criticado entre la base centista y auguraba el conflicto que desembocó en el Manifiesto de los Treinta.


MANIFIESTO DE INTELIGENCIA REPUBLICANA
La actual descomposición del régimen, crudamente confesada por la figura de más alto prestigio entre las fuerzas conservadoras, plantea hoy a los hombres de izquierda, políticos y apolíticos, de Cataluña y de toda España, una cuestión de la máxima gravedad.
Nadie sabe todavía cómo se cerrará el período constituyente abierto con el golpe de Estado del 13 de septiembre. Pero la angustiosa incógnita que planea sobre el pueblo, ha trascendido ya a la conciencia internacional, y todos ven la absoluta impotencia de las medidas gubernamentales ante la catastrófica traducción del hecho en la progresiva depreciación de nuestra unidad monetaria.
He aquí el legado de la Dictadura: el desorden moral y el desguace económico, indisolublemente aparejados.
En el actual estado de cosas, todo los medios que se intenten poner en juego para prolongar la precaria supervivencia de aquello que todos saben condenado a desaparecer –como exponente de un grado de evolución política superado ya en el conjunto de los pueblos cultos- solo servirá para agravar la crisis, más aguda a cada hora que pasa, y para acrecentar los peligros del desenlace.
Solo hay un camino para incorporarnos a la normalidad: el restablecimiento del orden jurídico, con la consagración definitiva de la soberanía popular, y la exigencia de responsabilidades a sus conculcadores.
Los que no lo ven así, o no quieren verlo, basan su sofisticada argumentación asignando al pueblo una trágica incapacidad histórica y augurando todo tipo de convulsiones sangrientas y espantosas calamidades, como si pudiese haber ninguna peor que el envilecimiento colectivo y la lenta agonía de los resortes vitales del país.
Y bien, si no fuese suficiente el mismo hecho de la caída de la Dictadura, anunciada ayer como el presagio de un cataclismo y vivida después como el simple colapso de una ficción ridícula, nosotros, con la significación que nos es conocida, nos dirigimos a la opinión de todos los hombres de ideas honradas para desvanecer de una vez este agitado espantajo, esta pueril amenaza de próximos peligros imaginarios con que se pretende en vano encubrir el mayor peligro de la inestabilidad presente.
Ante la urgencia de definir las posiciones, por encima de los partidos y de las organizaciones –convencidos, sin embargo, de no ser desmentidos ni por los hechos ni por los hombres-, anteponemos hoy nuestra condición de ciudadanos a toda otra adjetivación específica y con plena conciencia del valor de nuestro compromiso, declaramos que estamos dispuestos a trabajar previamente para asegurar un orden político que, instaurado sobre la condición suprema de la justicia, impida definitivamente cualquier subversión de los poderes y lleve al país por las vías jurídicas indispensables para el progreso de los pueblos.
Este nuevo orden político, la República Federal, puede definirse sintéticamente con los siguientes puntos básicos:
I.- Separación de poderes.
II.- Reconocimiento a todos los ciudadanos de la igualdad de sus derechos individuales y sociales.
III.- Reconocimiento a los territorios federados, por su expresa voluntad colectiva, la plena libertad en el uso de su idioma y el desarrollo de su propia cultura.
IV.- Libertad de pensamiento y conciencia. Separación del Estado y de la Iglesia.
V.- Reforma agraria con parcelación de latifundios.
VI.- Reformas sociales al nivel de los Estados capitalistas más avanzados.
Que nadie vea en la solemne declaración de nuestra coincidencia en estos puntos básicos ningún debilitamiento de nuestros ideales particulares. Es la dura experiencia de estos últimos años la que nos dicta hoy nuestro deber, como un imperativo avasallador, dolorosamente convencidos de la inanidad de plantear todo programa máximo sin la previa incorporación de España a la corriente de los pueblos libres, pues solo la nueva legalidad puede hacer compatible el desarrollo civilizado de las luchas políticas con el constante crecimiento de la cultura y la riqueza públicas.
Conscientes de nuestro deber histórico, hacemos, pues, un fervoroso llamamiento a los hombres de buena voluntad de Cataluña y de toda España para que confluyan en sus esfuerzos por la instauración de la República Democrática.
Esta es ahora nuestra palabra, solo condicionada por la urgencia de las circunstancias. Si nuestra voz no encuentra el eco cordial que aspiramos a concitar, nos sentiremos desligados de nuestro compromiso. Pero la responsabilidad de los acontecimientos futuros caería sobre otros.
Barcelona, marzo de 1930.
J. Aleu, J. Aiguader i Miró, Gabriel Alomar, J. Alsamora, Amadeu Aragay, Martí Barrera, Domènec de Bellmunt, Amadeu Bernadó, E. B. de Quirós, A. Borrás, Vicens Botella, R. Caballería, R. Campalans, Joan Casanelles, Joan Casanoves, F. Cases i Sala, C. Comeron, P. Comes i Calvet, Lluís Companys, Pere Foix, J. Fronjosà, Eladi Gardó, L. Gelabert, E. Granier-Barrera, Conrad Guardiola, Ot Hurtado, Edmond Iglésies, J. Jover, E. Layret, J. Lluhí i Vallescà, Marfull, L. Martínez, Josep María Massip, J. Mateu, J. Mies, A. Moles i Caubet, A. Montaner, F. de Muntanyà, J. Murtra, J. Mussoles, L. Nicolau D’Olwer, Joan Ors, J. Peiró, J. L. Pujol i Font, A. Roca, Cosme Rofes, A. Rovira i Virgili, Ángel Samblancat, M. Serra i Moret, Carles Soldevila, D. Trilles, T. Tusó, J. Valentí i Camp, Abel Velilla, J. Ventalló, J. Viadiu, S. Vidal, J. Viladomat, A. Vilalta Vidal, Joan B. Vives y Josep Xirau.

25 de febrero de 2024

La Escuela Laica de Guadalajara

Las Dominicales del Libre Pensamiento fue un semanario declaradamente laico y abiertamente anticlerical que nació en 1883 gracias a la iniciativa de Ramón Chíes y Fernando Lozano Montes, alineados políticamente con el republicanismo más intransigente de Manuel Ruiz Zorrilla o Francisco Pi y Margall. Este último, junto a los dos promotores del semanario, fueron nombrados albaceas testamentarios por Felipe Nieto Benito, un militar federal que legó todos sus bienes para la fundación de una Escuela Laica para niños en Guadalajara, la ciudad en la que había crecido. En 1902, tras el fallecimiento de la hermana de Felipe Nieto, el único albacea testamentario superviviente, Fernando Lozano, pudo establecer la Escuela Laica en la capital alcarreña y recoger la noticia en un amplio reportaje, firmado por él con su seudónimo de Demófilo, publicado en Las Dominicales del Libre Pensamiento en su número del 11 de noviembre de 1903.

LA ESCUELA LAICA DE GUADALAJARA

El edificio.
La casa adquirida en propiedad por la testamentaría de D. Felipe Nieto para servir de Escuela laica es un vasto edificio que consta de un cuerpo central y dos hotelitos ó pabellones laterales. Sobre ello, tiene separada, pero en la misma línea de fachada, una casa pintoresca de estilo suizo. A lo largo de la fachada que mira al jardín hay una amplia terraza, destinada al recreo y esparcimiento de los niños. Allí jugarán, allí harán gimnasia, allí darán muchas clases en los días de temperatura benigna. Aire, luz, alegría, he ahí el elemento propio del niño.

Paseo por el jardín.
Bajando al jardín, por la izquierda, se encuentra un pabelloncito, recién construido, destinado á desahogo y limpieza, con sus inodoros en el centro, á un lado los urinarios y á otro los lavabos, todo provisto de agua abundante que baja del gran depósito, semejante á los de los ferrocarriles, que se levanta al lado sobre pintoresco pilar cilíndrico recubierto de yedra.
Más abajo está el grande invernadero, con su cuarto de semillas y su fuente, y siguiendo más adelante, el invernadero pequeño, de flexible y elegante armadura de hierro, con su escalera para subir sobre la cubierta, desde donde se domina un amplio horizonte. La fuente de este invernadero es una gruta, de entre cuyas peñas brotan surtidores de agua. En aquella parte comienza el gran balcón del jardín, formado de una larga banda de asientos de piedra, sobre que descansa fuerte y maciza balconadura de hierro. De pie, sobre los asientos de piedra y apoyados sobre el balconaje, se contempla el bello paisaje de un valle estrecho, sembrado de huertas que fertiliza un arroyo, oculto por espesa maleza. La hermosa huerta, situada abajo sobre la hondonada profunda, cortada á pico y defendida por sólida fábrica de albañilería, pertenece á la Escuela. Mirando á la derecha, sobre el montículo de una revuelta del valle, se ve la casa del hortelano, perteneciente también á la Escuela, como la huerta que está á sus pies y se prolonga un largo trecho.
Siguiendo á lo largo del balcón, se encuentra una verja que da acceso á la bajada de la huerta. El espeso macizo de árboles que hay hacia aquella parte, cubriendo la hondonada, donde jamás penetra el sol, la profundidad abrupta del terreno, el ruido que forman al caer despeñándose las aguas de un arroyuelo, dan á aquel sitio un aspecto que recuerda el Monasterio de Piedra. Aquel lugar impenetrable á los rayos del sol en verano, y poblado de ruiseñores y jilgueros que en las alboradas de primavera aturden los oídos con su charla estrepitosa, es verdaderamente delicioso. Hacia aquella parte, penetrando en el jardín, está el campo destinado á experiencias agrícolas, donde cada niño cultivará su parcela de terreno. Todo esto lo fueron viendo los asistentes á la apertura de la Escuela, pudiendo apreciar la variedad y frondosidad de los árboles, como la profusión de flores otoñales de que estaba engalanado el jardín, destacándose en el centro la airosa fuente de mármol, rodeada de una corona de crisantemos de variadas especies y matices de color.

Los talleres.
Se pasó de allí á visitar los talleres. Para penetrar en ellos hubo que atravesar un hermoso salón, alto de techos, que sirvió un día de capilla á los opulentos dueños de la casa y que ahora servirá de suplemento á la terraza del jardín en los días lluviosos. Allí se evaporaba el espíritu durante algunos momentos en una oración impotente, allí se fortalecerán ahora los cuerpos infantiles en la gimnástica y en los juegos, preparándolos para servir á la sociedad con un trabajo fecundo.

Taller de metales.
En el salón inmediato, alto de techo y con tres ventanales que se abren á la fachada principal enviando luz abundante, está instalado el taller de metales. Aquel es el tesoro industrial de la escuela. De allí puede salir todo el material de enseñanza que se necesite construir con una perfección insuperable. Allí se pueden fabricar cuantos aparatos de física se quiera, y las maquinitas más primorosas, montajes para microscopios, micrótomos, máquinas de fonógrafos, cuanto se necesite, en fin para que los niños puedan apreciar con sus ojos todos los adelantos de la mecánica.

El torno.
El torno de metales es una preciosidad, por su admirable construcción y por la flexibilidad y precisión de sus movimientos automáticos. Se ha traído expresamente de los Estados Unidos que no tienen ya rival en la construcción de máquinas y herramientas para talleres. Posee movimientos automáticos longitudinal y transversal. Pueden tornearse en él superficies cónicas y cilíndricas perfectas, hacerse toda clase de pasos de rosca para tornillaje y taladrarse gruesas planchas de hierro. No hay ajuste, por delicado que sea, que no pueda efectuarse á favor de esta maquinita primorosa que puede moverse á pedal ó por cualquier motor mecánico á cuyo efecto está dotada de originales aparatos de transmisión.

La cepilladora.
La máquina cepilladora es el complemento del torno y procede también de los Estados Unidos. En ella se trabajan las superficies planas como en el torno las de revolución. Posee accesorios para dividir, de suerte que se pueden hacer en ella ruedas dentadas de todas clases y superficies prismáticas con variadas facetas. El avance y todos los movimientos son automáticos. Se mueve á mano, con pedal ó con motor y á este efecto posee un juego de transmisiones muy perfecto. El taller de metales tiene además otros aparatos como el mármol de rectificar superficies planas, hermosa platina, una serradora de hierro y un sólido banco de herrero.

Taller de madera.
En la habitación contigua está instalado el taller de maderas. Destácase en él la serradora mecánica de sierra de cinta. En ella, con pasmosa rapidez, se sierran maderos de hasta 15 centímetros de grueso. Sirve también para bordear, haciéndose con facilidad suma los más bellos adornos y calados. Puede moverse á pedal, con manubrio y por transmisión. Constituye así la serradora un instrumento precioso para la carpintería por la brevedad y la belleza con que se corta en ella la madera, preparándola para las demás labores. Cuenta el taller de maderas con una colección de cepillos admirablemente construidos en los Estados Unidos, entre ellos un moldurador universal ingeniosísimo con el cual se pueden hacer toda clase de molduras. Hay además colección de piedras do esmeril, grata y todas las herramientas usuales de carpintería. Se está construyendo también un gran torno de madera.

Forja.
El taller de forjar no está montado aún, pero se ha adquirido ya su material y se instalará en una magnífica despensa ó bóveda qué tiene luz directa sobre el jardín.

Laboratorio.
Se montará un bello laboratorio para hacer manipulaciones fotográficas, y en general, químicas, para lo cual hay ya dispuesta la habitación correspondiente.

La clase.
En las demás escuelas, todo el local se reduce á la clase, y se ha hecho bien en precisar hasta el último detalle de la altura de mesas y bancos, con la inclinación que se debe dar á los pupitres, á fin de que no se deformen los cuerpos de los niños, presos en aquella cárcel durante seis horas del día. La clase de la Escuela Laica contiene, sin duda, todos esos refinamientos, porque se ha encargado de la construcción del menaje el especialista de Madrid en carpintería de material pedagógico, pero son innecesarios, porque en la clase no estarán los niños sino breve tiempo, el necesario para escribir y dibujar. Se ha procurado solo, que todo sea en ella sencillo, pulimentado, limpio. Nada de gárrulos carteles colgados sobre las paredes para recoger el polvo. En el frente, ocupando el lugar de honor, el bello cuadro de la Declaración de los Derechos del hombre. En el resto, hoy nada. Más adelante, plantas que alegren los ojos y flores que perfumen el ambiente.

Biblioteca.
Todavía no está instalada por falta de estantería, que se construirán en los talleres; pero ya hay allí preparados para ella, cajones atestados de libros. Se llevarán muchos más. Apenas se instale, constará ya de más de mil volúmenes, y los niños conocerán por sus ojos, todas las obras maestras del espíritu humano, algunas admirablemente ilustradas.

Las demás habitaciones.
Quedan vacantes muchas habitaciones á las que se irá dando la aplicación debida. Para amueblarlas solo dignamente, se necesitaría gastar muchos miles de duros. Mas para eso están allí los talleres, de donde irá saliendo un mobiliario original adecuado al destino que se vaya dando á cada habitación. Repetimos que aquellos talleres son el tesoro de la casa de donde habrán de salir muchas cosas útiles.

Los dos brazos de la casa.
Proclamemos modestamente que la Testamentaría no hubiera podido dar esta magnitud de líneas á la fundación, sin contar con dos brazos fuertes, que han sido las columnas sobre que se ha levantado aquella casa. Es el uno, el profesor Fernando Lorenzo. Es el otro, Luis Lozano.

Fernando Lorenzo.
Tiene este joven, de 22 años, un abolengo famoso en la historia do nuestras libertades patrias. Es nieto del célebre Lorenzo, que fue un día objeto de la admiración y de la gratitud intensa de la España liberal. Es hora propicia de recordar aquel episodio. Al comenzar la primera guerra civil, encontrábase el general Lorenzo de Gobernador militar de Pamplona. D. Carlos había conferido el mando en jefe de su ejército á D. Santos Ladrón, que se había hecho famoso por su valor y por sus triunfos en la guerra de la independencia. Enseñoreado D. Santos Ladrón de la Rioja, y encerrado el ejército liberal en los muros de Pamplona, engreído además con los numerosos triunfos que acababa de conquistar sobre las fuerzas liberales, envió un cartel de reto al general Lorenzo diciéndole que no se atrevería á salir á batirse con él en campo abierto. Recibirlo el general Lorenzo y salir de la plaza con todas las tropas que pudo reunir, reducidas á unos cuatrocientos hombres de á pie y treinta jinetes, fue obra rápida, y á marchas forzadas, corrió á buscar á D. Santos Ladrón, que disponía de más de mil hombres y había elegido el terreno del combate.
Al ímpetu arrollador de aquel león de la guerra, se vio roto y disperso el ejército absolutista, quedando prisioneros treinta y tantos oficiales. En cuanto á D. Santos Ladrón, el General Lorenzo corrió solo hacia él, le sujetó con sus brazos, sostuvo con él una lucha personal, al modo de las de los héroes de la antigüedad, le venció, le desarmó, y le hizo prisionero, guardando como trofeo de su victoria, el sable que llevaba, sable que conserva aún su nieto. Al llegar á Pamplona, con los despojos victoriosos, el Capitán General de Navarra hizo fusilar á todos los prisioneros sin faltar D. Santos Ladrón. Fue el primer golpe terrible que recibió la causa carlista, y la España liberal celebró con inmenso júbilo tan completa victoria, mientras el Gobierno colmaba de empleos y mercedes al General Lorenzo, que llegó á desempeñar más tarde algún tiempo, el cargo de General en jefe del Ejército del Norte.
Pues bien, su nieto, cuyo padre fue también bravo coronel del Ejército, lleva en sus venas esa misma sangre heroica. Solo que respondiendo á la nueva manera de ser de los tiempos la aplica á luchar, no en las conquistas sangrientas de la fuerza, sino en las conquistas más fecundas de la ciencia. Recogido, modesto, rebelde á toda disciplina huera y formulista, menospreciando títulos académicos, se ha aplicado en el recogimiento y en el silencio á fortificar su espíritu y su cuerpo para todas las luchas, logrando a pesar de su aspecto y su estatura de niño, ser el más fuerte de los jóvenes de los gimnasios madrileños, hasta levantar pesos que los hombres más avezados á los trabajos de fuerza apenas pueden mover, según tuvieron ocasión de verlo, admirándolo, los asistentes á la apertura de la escuela.
Sobre ello, ha ido atesorando un caudal creciente de conocimientos químicos y físicos, á favor de un estudio y una lectura infatigables, que le permiten seguir al día las más importantes aplicaciones de la ciencia y singularmente de la electricidad. Todavía, juntando la práctica á la teoría, se ha aplicado á aprender el manejo de las herramientas y mecanismos manuales, de suerte que le son familiares todas las máquinas y herramientas del taller.
¿Dónde encontrar un maestro así? ¿No es este el ideal del maestro moderno? Dirigir á los niños por el camino de las ciencias, iniciarlos en las prácticas de la agricultura y de la industria, cuidar de su desarrollo físico para dar á sus cuerpos la mayor robustez, la mayor fortaleza, la mayor flexibilidad, la mayor belleza; tal es sin duda la meta de la educación moderna. El pleno desenvolvimiento de una enseñanza de este género necesitaba el concurso de tres ó cuatro maestros, y la Testamentaría carece de recursos para retribuir dignamente más que uno. Hubiera habido que renunciar á estas amplias líneas de la enseñanza á no encontrar un joven de las condiciones de Fernando Lorenzo. Nosotros estamos persuadidos de que su fe, su voluntad férrea, su intrepidez en el cumplimiento del deber lo vencerá todo, y que él solo llegará á hacer más que muchos profesores juntos.
Se inicia ahora en los trabajos pedagógicos, sobre que no había pensado; los dominará sin duda; llegará á conocer, con su fervor por el estudio y por la lectura, lo mejor que en pedagogía se vaya practicando por todas partes, y hará del establecimiento cuya dirección se le ha confiado, una obra seria y sólida que dará frutos de bendición á la ciudad de Guadalajara y á la pedagogía española. Con los siervos de la rutina y que trabajan por el salario es en balde esperar nada fecundo, sin la devoción de Fernando Lorenzo por el ideal, su amor á los progresos patrios, sus entusiasmos concentrados hacia todas las obras elevadas y útiles, su aplicación infatigable al trabajo, imposible hubiera sido que aquél enorme edificio de la Escuela, que se encontraba en el mayor abandono, hubiera ido tomando después de más de un año de trabajos incesantes, la nueva fisonomía, ordenada risueña y bella que ya ofrece.
Es así cuanto escribimos, una justicia debida á sus méritos. Pero todavía empresa de tal magnitud. Esta con su fisonomía tan nueva y original, necesitaba otras ayudas. No ha dejado de prestársela, seria, eficaz, preñada de hábiles iniciativas, su compañero y amigo entrañable Luis Lozano, que tanta parte ha puesto en la organización, dirección y ejecución de los trabajos, habiéndose visto á los dos, vistiendo la blusa y las alpargatas del obrero, ejecutar con sus manos obras de carpintería, cerrajería, fontanería, cristalería y hasta de edificación, sin descansar y apartados de todo trato social. Bien que ahora los deberes de su carrera le separen de allí, no olvidará nunca Luis Lozano el prestar á la Escuela naciente su cooperación activa y seria.

La Fundación asegurada.
Como este no faltarán á la Escuela laica de Guadalajara otros padrinos que le presten toda suerte de generosas ayudas. Pero lo esencial está ya hecho. Allí hay una inmensa base de operaciones que permitirá todos los progresos. Y todo se ha hecho con un legado, cuya cuantía no llega á la tercera parte del dinero empleado por sus antiguos dueños en levantar aquella opulenta mansión. Sobre ello, queda asegurada á perpetuidad, la renta necesaria para mantener el personal al servicio de la fundación con fondos que al efecto tiene depositados la Testamentaría en el Banco de España, en títulos de la deuda al 4 por 100.
Nuestra misión está cumplida. Algo de desvelos y de preocupaciones nos ha costado, pero ya está todo hecho á nuestra entera, absoluta satisfacción. No podíamos hacer más. No podíamos ni soñar llegar á tanto. Como nuestros insignes compañeros de testamentaría D. Francisco Pí y Ramón Chíes, nos hubiéramos contentado con cosa mucho más modesta con tal que quedara la fundación completamente asegurada. Un concurso de dichosas circunstancias nos ha favorecido hasta llegar á este resultado. La Escuela laica de Guadalajara, brotada de la primera ardiente llamarada del Librepensamiento español, que estremeció de intensa alegría el gran corazón de su fundador D. Felipe Nieto, será, sin duda, piedra angular del edificio del laicismo patrio, y sobre sus cimientos tan firmes y tan vastos, se podrá llegar con el tiempo á todas las alturas. ¡Manes benditos de D, Felipe Nieto: sonreíd!
Demófilo (Fernando Lozano Montes)

18 de junio de 2022

La Ley de Jurados Mixtos de la Primera República

La irrupción de la llamada “cuestión social”, que no era más que el eufemismo que ocultaba la rebelión de unas clases populares industriales hasta entonces más sumisas y calladas frente a la explotación de unas élites inútiles y corruptas, amenazó la vida política y social española desde mediados del siglo XIX. Frente a la organización y actividad de los trabajadores que reclamaban justicia e igualdad, la burguesía ofrecía fórmulas que tenían en común el rechazo al reparto de la riqueza y al ocaso de los privilegios. Algunos, más cerriles, todo lo fiaban a la represión; otros, más agudos, proponían al educación como motor de una supuesta igualdad de oportunidades; y aún había otros que postulaban cambios legales que recortasen las aristas más dolorosas de la explotación. Entre estos últimos destaca, en España, José Fernando González, republicano federal y ministro de Fomento durante la Primera República que propuso una Ley de Jurados Mixtos, pionera en el derecho laboral europeo, y que ya formaba parte del Programa intransigente que presentaba La Justicia Federal en junio de 1873. Reproducimos el proyecto de ley, que nunca entró en vigor, y la respuesta de los internacionalistas españoles, a través de su portavoz, La Federación, rechazando con argumentos la tramposa armonía de unos órganos de conciliación que hoy se llaman Comités de Empresa.

Proyecto de Ley presentado por el Sr. Ministro de Fomento creando Jurados Mixtos para dirimir las diferencias que puedan surgir entre propietarios y obreros
A LAS CORTES
La profunda crisis que la sociedad atraviesa en los presentes tiempos ha determinado graves perturbaciones en el orden económico, poniendo en pugna los distintos elementos y fuerzas que a la producción de la riqueza contribuyen, y dando lugar a que se estimen como irreconciliables enemigos los que, ora con el esfuerzo de su brazo, ora con el de su inteligencia, ora, en fin, mediante el empleo de un capital que representa la acumulación de anterior trabajo, concurren de consuno a crear la riqueza transformando a impulsos de la industria los productos naturales, convirtiendo en dócil instrumento del espíritu la fuerza ciega de la naturaleza y lanzando con vigoroso impulso a la sociedad por los anchos derroteros del progreso, debido en nuestro siglo, principalmente, a los adelantamientos maravillosos de la industria.
Accidentes históricos, errores de escuela, perturbaciones políticas, preocupaciones anticuadas, causas de varia índole, en suma, han podido, acaso, acrecentar los odios entre el capital y el trabajo: han envenenado las pasiones y han traído, como lógico e ineludible resultado, colisiones lamentables y dolorosas luchas, tan funestas para el bienestar de las clases trabajadoras como dañosas para el cumplimiento del fin económico, no menos esencial que los restantes fines que en unión con él constituyen el total destino asignado a la especie humana por la ley misma de su naturaleza.
No es maravilla, por tanto, que los pensadores como los políticos hayan procurado poner eficaz remedio a mal tan grave, apurando para ello todos los recursos posibles, y apelando lo mismo a los sanos consejos de la razón práctica, que a las peligrosas sugestiones de la utopía.
Diversas y aun contradictorias han sido las soluciones que a tan temido problema han propuesto las diferentes escuelas; no pocas han pecado de excesivo exclusivismo, cayendo con frecuencia, ora en un anárquico individualismo que rompe todo lazo social y confía los humanos destinos a las sugestiones, no siempre acertadas ni justas, del interés individual, ora en un socialismo absorbente, que suprimiendo uno de los términos del problema, resucita en nuestros tiempos la guerra de clases o sacrifica los beneficios de la libertad y las necesidades más altas de la vida moral, en aras de los apetitos materiales y de las más desenfrenadas pasiones. Extraviado el pensamiento por tales caminos, no ha podido ser la concordia el punto de estos esfuerzos, ni la resolución racional de las crisis sociales el resultado de estos trabajos.
A que males semejantes no hallen fácil remedio contribuye, a no dudarlo, la carencia de instituciones dotadas de fuerza y autoridad bastantes para mediar entre capitalistas y obreros y dirimir las cuestiones que entre ellos se susciten, dando de esta suerte la paz y armonía necesarias a los que, contra todo pensamiento de odio y toda sugestión apasionada, deben considerarse como colaboradores y copartícipes en una obra común de que unos y otros son indispensables factores, y no como irreconciliables enemigos. Este aspecto de la cuestión ha sido reconocido por los políticos, a que se debe la idea de los jurados mixtos, institución que ha de ser paliativo eficaz, ya que no decisivo remedio, de las perturbaciones que la lucha entre el capital y el trabajo engendra, y que será además el germen de la fundamental institución que rija en su día el orden económico, a la manera que el Estado gobierna el orden jurídico, la Universidad el orden científico y la Iglesia el orden religioso.
Respondiendo a esta necesidad de los tiempos, y cediendo de buen grado a los clamores de la opinión unánime, que demanda reformas sociales que, sin destruir las bases en que el edificio social descansa, ni lastimar derechos adquiridos, ni quebrantar violentamente respetables tradiciones, faciliten a las clases trabajadoras los medios necesarios para mejorar su condición y elevar el nivel de su bienestar moral y material, el Ministro que suscribe, de acuerdo con el Poder ejecutivo, tiene el honor de presentar a las Cortes Constituyentes el adjunto
PROYECTO DE LEY
Artículo 1º. Para dirimir equitativa y amistosamente las diferencias que puedan surgir entre propietarios, empresarios o fabricantes, y colonos, braceros u obreros, se instituirán jurados mixtos en todas las localidades donde la Diputación provincial respectiva lo acuerde, bien espontáneamente, bien a instancia de cualquier interesado. La denegación en este último caso habrá de ser fundada y se insertará en los periódicos oficiales.
Art. 2º El jurado se instituirá con arreglo a las siguientes bases:
Primera. Habrá un jurado para cada industria.
Segunda. Serán electores para constituirlo todos los que en la localidad tomen parte en la industria respectiva, en concepto de capitalistas u obreros y estén en el goce de sus derechos civiles y políticos.
Tercera. Son elegibles todos los ciudadanos, cualesquiera que sean su profesión y vecindad, que estén también en el pleno goce de sus derechos civiles y políticos.
Cuarta. Los electores se dividirán en dos grupos: uno de obreros y otro de capitalistas.
Quinta. Los electores de cada grupo elegirán cuatro jurados: dos pertenecientes a la condición de capitalistas y dos a la de obreros.
Sexta. La elección será directa, y el voto público.
Séptima. El jurado elegido funcionará durante un año, renovándose por mitad en cada uno.
Octava. Los ocho elegidos para constituir el jurado, nombrarán de fuera de su seno un presidente. Si no lograsen ponerse de acuerdo, lo elegirá el Ayuntamiento de la localidad.
Novena. El Ayuntamiento, también por sí o por medio de sus alcaldes o concejales, preparará las elecciones, las presidirá y proclamará los candidatos.
Décima. Si en la elección y constitución del jurado se faltase a alguna de las bases expresadas, podrá entablarse por cualquiera de los interesados o por el ministerio público recurso de nulidad, que sustanciará y decidirá el tribunal colegiado del partido o del territorio.
Art. 3° El jurado mixto es el único tribunal competente para resolver las cuestiones civiles que ocurran entre capitalistas y obreros con motivo del cumplimiento de los contratos que hayan celebrado libremente entre sí, siendo en estos asuntos su fallo inapelable y ejecutivo.
Art. 4° Todos los capitalistas y obreros que hayan solicitado su inclusión en las listas electorales para la formación del jurado, quedan obligados a someter al mismo todas cuantas diferencias ocurran entre ellos acerca del salario, horas de trabajo, forma de éste, etc., y acatar lo que el jurado acuerde.
Art. 5° Así los capitalistas como los obreros que no hayan intervenido en la formación del jurado, podrán, sin embargo, solicitar la intervención de éste en su caso, entendiéndose que cuando lo verifiquen se considerarán sometidos a su jurisdicción y, por lo tanto, obligados a aceptar y cumplir los acuerdos del jurado.
Art. 6° Cada jurado nombrará dos individuos de su seno, para que asistan en su representación al Congreso que se ha de reunir en Madrid el día 15 de octubre de cada año, con el fin de dar cuenta del resultado obtenido durante el año por esta institución, y de proponer cuanto dichos representantes estimen conducente al desarrollo y organización de la industria.
Madrid, 14 de agosto de 1973. El Ministro de Fomento, José Fernando González.
Diario de Sesiones, 14 de agosto de 1873.


Hoy que por algunos se insiste en la formación de los jurados mixtos, y que La Independencia se ha ocupado de esta cuestión, debemos hacernos cargo de lo que estos jurados son, de lo que estos jurados significan, a fin de que nuestros hermanos los trabajadores no se dejen sorprender.
Los jurados mixtos para resolver sobre las diferencias que pueden surgir entre los fabricantes o los patronos y los obreros, se componen, como su mismo nombre lo indica, de igual número de fabricantes o patronos que de obreros. Si en una o varias fábricas o talleres surge una diferencia sobre el número de horas de trabajo diario, sobre el precio de los jornales o de la mano de obra, etc., se somete la diferencia al jurado del oficio correspondiente, y éste decide si son los patronos o los obreros los que deben ceder.
Ahora bien: todos sabemos la influencia que la sola presencia del fabricante o patrón ejerce sobre los trabajadores; todos sabemos de cuántos medios de coacción moral y material pueden aquéllos disponer para hacer que los obreros que, juntamente con ellos componen el jurado, falten a su deber; no es nada difícil, pues, que uno de los jurados obreros se pase al bando, se ponga de parte de los patronos. Ya tenéis, pues, al jurado dando un fallo contrario a la justicia, contrario a los intereses de los trabajadores, y éstos no tienen más medio que acatarlo o pasar plaza de díscolos, puesto que se niegan a respetar los acuerdos de un jurado nombrado por ellos mismos.
En los jurados mixtos todas las ventajas estarían de parte de los patronos; todas las desventajas de parte de los obreros. Aquéllos tienen mil medios de seducir e imponerse a éstos; éstos no tienen medio alguno, no ya de seducir, sino de hacer entender la razón a aquéllos.
Con la institución de estos jurados como cómplices de la explotación de que el capitalista los hace víctimas, puesto que, aparentemente á lo menos, tendrían voz y voto, por medió de sus representantes, en las discusiones en que se fijasen las bases del trabajó. Del mismo modo, por medió de esa falsa apariencia de sufragio universal, se hace á los pueblos responsables de las leyes votadas por los que se llaman sus representantes, leyes que la mayor parte de las veces, por no decir siempre, son contrarias á los intereses de aquéllos.
Los jurados mixtos que los burgueses proponen son, en una palabra, la hipócrita máscara con que encubren su deseo de seguir imponiéndose a los trabajadores que ven escapárseles de las manos por momentos. Y aun estos inconvenientes no son los mayores que se presentan; lo más grave es que los mismos que patrocinan los jurados mixtos saben cuán ineficaces son para armonizar los intereses de los obreros con los de los fabricantes, de suyo inarmonizables. Mala fe e ignorancia es lo que tienen los partidarios de esas medias tintas, de esas soluciones que nada resuelven. La emancipación, el bienestar de los trabajadores, sólo pueden alcanzarse por la desaparición completa y radical como clase de los explotadores, capitalistas, propietarios ó fabricantes que viven del robo que ejercen sobre nuestro trabajo.
La Federación, 20 de noviembre de 1873

14 de abril de 2013

El fallido pronunciamiento del Brigadier Villacampa

El 19 de septiembre de 1886 el brigadier Manuel Villacampa se sublevó en Madrid y avanzó hacia la Puerta del Sol para proclamar la República en España, poco más de una década después de que el general Arsenio Martínez Campos la enterrase con su pronunciamiento en las playas de Sagunto y cuando el país aún vivía agitado por la repentina muerte del rey Alfonso XII y la inestabilidad provocada por una restauración monárquica que ceñía la corona a un niño recién nacido. Manuel Ruiz Zorrilla, desde su exilio parisino, y los últimos militares republicanos que habían sobrevivido a los cambios producidos en el ejército español desde el final del Sexenio Revolucionario, se embarcaron en una intentona precipitada y que era más el resultado de un voluntarismo aventurero que de una necesidad social. El semanario anarquista madrileño Bandera Social publicó entre el 30 de octubre, cuando se levantó la censura militar tras el fallido alzamiento militar republicano, y el 25 de noviembre un análisis de la situación que permite conocer hasta qué punto se habían alejado republicanos y anarquistas.
Retrato del Brigadier Manuel Villacampa del Castillo (Archivo La Alcarria Obrera)

SOBRE LO PASADO
I
Apaciguada algún tanto la marejada que produjeran los sucesos del 19 de septiembre, debemos cumplir la palabra empeñada y, aunque por modo somero, dar nuestra opinión cuanto a los acontecimientos ocurridos en esta localidad.
Podíamos haberlo hecho con sólo tergiversar el orden de nuestro trabajo durante el estado de sitio, pues los fusionistas mostrábanse ávidos de poder apuntar un detalle, fuera de donde quisiera, con tal que este detalle redundara en perjuicio y nuevo cargo contra los vencidos. Pero este salvoconducto, a precio tal adquirido, repugnaba a nuestra hidalguía, y antes que servir intereses bastardos, hubiéramos preferido cien veces arrostrar las consecuencias de la persecución, guardar silencio ó romper nuestra pluma; todo, en fin, menos atacar a los que se encontraban amordazados, perseguidos y encarcelados.
Malquistos con los republicanos burgueses, cuya conducta ni es garantía de la libertad ni de la justicia, en lo que entendemos nosotros por justicia y libertad, la ocasión que se nos presentaba era propicia, no para vengarnos, sino para devolverles cuanto daño nos han hecho, hacen y harán en lo sucesivo.
Hoy, pues, que las circunstancias han cambiado, y todos tienen expedito el camino de la propia defensa, escudriñemos con ánimo sereno, y siguiendo el derrotero de la lógica y la razón, las causas determinantes del movimiento frustrado. Espectadores, digamos así, no interesados en el asunto directamente, podemos hacer desde nuestro punto de vista un juicio exento de la pasión propia de quienes han sido actores ó debieran haberlo sido.
Para ello, pues, debemos retrotraer la política española, eso que se llama política, a tiempos un tanto anteriores a la fecha del 19 de septiembre; que, aunque ésta parezca la decisiva, por lo reciente, reconoce causas incubadas con antelación y gérmenes procreadores bien distintos y extraños a los en esa noche manifestados, por más que en el encadenamiento de la historia tengan explicación categórica. Fijemos nuestro punto de partida en la Revolución de septiembre de 1868, y desde entonces, dando la mano a los hechos acontecidos, llegaremos al que es hoy todavía el tema obligado de la discusión.
La revolución de septiembre hubiera sido, ni más ni menos, que un motín de la soldadesca (calificación dada a la última asonada por El Imparcial) sin la aquiescencia del pueblo. Los militares, que con tanta frecuencia se ofuscan, han querido mermar la parle que le correspondía al pueblo en aquella jornada, atribuyéndose para sí la gloria ganada en Alcolea. Basta para contrarrestar esta opinión la consideración de que el gobierno, si hubiera tenido confianza en la tranquilidad de las poblaciones, hubiera desguarnecido todas las plazas y acumulado tal número de fuerzas en Alcolea, que probable es que hubieran tenido que volver a la emigración los apóstoles de España con honra. Pero sucedió lo contrario, y triunfó la Revolución. Tres años hacía que aquella misma Revolución había sido derrotada en las calles de Madrid. Después de la batalla se llevaron a cabo por la reacción triunfante larga e interminable serie de fusilamientos.
Si los revolucionarios debieron usar la ley de las represalias con sus verdugos del día antes no es asunto para discutido ahora; lo cierto es que fueron más generosos que lo había sido aquella reina y su gobierno responsable y no causaron más víctimas que las ocurridas en el fragor del combate.
No hubo, pues, fusilamientos, cosa que tanto pábulo ha dado ahora, y la Revolución se consolidó, como en política se dice, por medio de la soberanía nacional. Esta misma señora eligió Cortes, no sin que antes estallara aquella formidable insurrección republicana entre cuyos jefes se contara el benévolo Castelar.
Domeñados los republicanos, en cuyo desastre parece debieran andar las concupiscencias, quizá la traición de algún jefe timorato, las Cortes votaron la monarquía, y más tarde á Amadeo I rey de España.
Los realistas borbónicos apenas se atrevían a levantar la cabeza, y a pesar de haberse hecho las elecciones por sufragio, sólo lograron traer a ellas unos cuantos representantes. ¡Si tendrían prestigio!
Como no pretendemos hacer historia descriptiva sino examen retrospectivo, pasamos por alto la muerte de Prim, las intrigas sin nombre de Montpensier y sus obligados para coronarle... y llegamos al momento en que Amadeo, a quien no puede negársele en justicia las buenas cualidades personales, cansado de sufrir impertinencias y lidiar un día y otro día con esa chusma que se llama hombres políticos, abandonó el trono, prefiriendo la vida del simple particular a tener que habérselas cotidianamente con entes que reflejaban en todos sus actos un fondo de innobles pasiones y de ruines aspiraciones.
Todo quedó como una balsa de aceite, al parecer. Pero los monárquicos, que si habían transigido por especulación, veían se iban a oscurecer en cuanto llegaran las elecciones de desandar lo andado. Al efecto, secundados ó engañando a los inocentes batallones monárquicos, dieron el grito de rebelión y se encerraron en la plaza de toros.
Confiaban en la artillería, la Guardia civil y otros refuerzos, y tenían, sabido es de todo el mundo, el proyecto de entrar a sangre y fuego contra los de las gorras coloradas. Conocida era en su mayor parte toda aquella generalesca incitadora del motín; muchos de ellos fueron hechos prisioneros, y sin embargo, los republicanos ni los fusilaron ni los desterraron, sino que los trataron con la mayor consideración, proporcionando a algunos abrigo y acompañándolos hasta su casa.
Es decir, que una vez que triunfó la reacción monárquica, 1866, fusiló y encarceló a diestro y siniestro, y dos veces que triunfaron los llamados revolucionarios, 1869 y 1873, perdonaron generosamente a los vencidos. El contraste es digno de señalarse. Pasemos de otro salto a las elecciones republicanas, luciéronse éstas también por sufragio universal. ¿Cuántos diputados borbónicos vinieron á aquellas Cortes?
Expedito tenían el camino; así es que si no obtuvieron sufragios, debióse esto a que su causa estaba por todo extremo desacreditada ante la opinión de un pueblo que sabía perfectamente lo que podía esperar de aquella Isabel como reina y como mujer. Esta repugnancia que el pueblo les manifestaba debió encender su amor propio y animarles a dar más recursos a las cuadrillas de salteadores, que con la bandera del carlismo, asolaban a los pueblos y asesinaban a los indefensos.
Hasta los más alejados de la política sabían a ciencia cierta que aquellos carlistas no tenían de tal causa sino la boina, su ignorancia y las perversas mañas que esta causa lleva en pos de sí. En el fondo de aquella superficie que gritaba ¡viva Carlos VII! Se agitaba otra cosa, y aquella cosa era la restauración alfonsina. Los jefes más importantes eran alfonsinos, el dinero era de la misma procedencia, la artillería, jefes y cañones, habían salido de las filas y de los bolsillos isabelinos.
Si los republicanos de entonces hubieran sido revolucionarios, con gran facilidad habrían sofocado el movimiento carlista-alfonsino.
Y no habrían menester para ello de aquellas tremendas quintas. Bastaba con que se hubieran acordado que el foco de la insurrección no estaba en los campos sino en las poblaciones. Una medida revolucionaria hubiera dado más al traste con el carlismo-alfonsino que cien batallas. Pero no supieron ó no quisieron. Todos sus cabezas tenían miedo a la Revolución, y como decían con una modestia ridícula, no se atrevían a aceptar ante la historia las consecuencias de un hecho que hubiera cambiado el modo de ser de esta región.
Después de haberse votado la república federal por unanimidad, se sobrecogieron de su obra y quisieron deshacerla. Los que tenían alguna fe política marcharon a Cartagena y allí proclamaron lo que las Cortes habían votado. Contra ellos encaminaron todas las fuerzas, con gran contentamiento de los carlistas-alfonsinos que, al verse libres de las tropas; camparon por sus respetos. Contra los de Cartagena se empleó la energía que faltaba para batir a los carlistas-alfonsinos. Y como si esto fuera poco y los republicanos hubieran tomado a formal empeño el desacreditar la república y labrar su ruina, confiaron el mando de divisiones y brigadas a los que sabían estaban comprometidos en la causa de la restauración, y por tanto habían de hacerles traición. Poco tardó en llegar la confirmación de este hecho. Cuando ya todo estuvo bien preparado a espaldas del gobierno de Castelar, ó con su anuencia, surgió el 3 de enero. Si entonces no se realizó todo de una vez, fue porque abrigaban la seguridad de hacerlo más tarde ó todavía no se atrevían a levantar una bandera que había sido unánimemente rechazada por el pueblo.
II
Al pasar la vista por la parte de este artículo publicada hemos notado bien la discrepancia que existe entre el original efectivo y el extracto. Nuestro afán de reducirlo a las menores dimensiones ha hecho que algunos de los más interesantes pasajes adolezcan de inmenso vacío y hasta de la precisa ilación que menester es en todo escrito destinado a ver la luz pública. Pero el daño está hecho. No tiene remedio, so pena de volver atrás e incluir una numerosa parte de lo suprimido, lo cual hemos tratado de evitar a todo trance por no incurrir en extrema prolijidad. Así, pues, reanudamos, en la forma que nos sea posible, el trabajo comenzado.
Habíamos quedado en la inolvidable fecha del 3 de enero. Lo que pasó después de esta hazaña memorable no tiene nombre. Los monárquicos constitucionales, que siempre tienen la soberanía nacional en la boca, que hablan de la representación nacional como cosa sagrada ó inviolable, no desdeñaron aceptar un ministerio que sólo a virtud del mayor atropello cometido con esas dos cosas, soberanía y representación nacional, pudieron conseguir. En aquella época vióse lo que puede la audacia y con cuánta facilidad suple al prestigio y a la inteligencia. Un general, cuyo nombre hallábase envuelto en las sombras de lo desconocido, pudo ofrecer la gobernación del Estado a unos caballeros, lo cual dice la importancia que tendrá esta institución cuando tan pocos títulos son menester para dirigirla y representarla.
Sigamos con los alfonsinos, pues no hemos de incurrir en la torpeza de exponer los actos llevados a cabo por aquella quisicosa que se llamó gobierno del 3 de enero. Basta apuntar que fue un borrón en la historia, y que los que a escribir ésta se dedican harían gran merced no señalándole, a fin de evitar esa vergüenza a todos los partidos políticos de este país.
Aquello trajo esto. Es decir, cuando los alfonsinos creyeron oportuno el momento, después de haber ido, como Ruiz Zorrilla, a minar al ejército, corromper su fidelidad y buscar la revolución en las cuadras de las compañías, comisionaron a uno (creemos que entonces brigadier) para que diera el grito de Alfonso XII. Sagunto fue el teatro de esta epopeya. Todavía no tenían confianza los hombres civiles en el resultado de su empresa. Pero este militar, dando una muestra de disciplina, de consecuencia a aquella república que le había sacado de su prisión, ascendiéndole y encomendándole un cargo de confianza, se sobrepuso a sus compañeros civiles de conspiración, y a pesar de tener tan pocas fuerzas, casi como las que llevaron a cabo el motín de la soldadesca el 10 de septiembre último y encontrarse al frente del enemigo, que eso dicen que es un enorme delito, levantó la bandera sediciosa.
La restauración, pues, no salió de los comicios; fue el resultado de un golpe de fuerza afortunado. Convencidos los alfonsinos de la realidad, que aún les parecía dudosa, no tardaron en hacer tabla rasa con lo muy poquitito que habían hecho los republicanos. Cual famélica bandada de cuervos lanzáronse sobre su presa, inaugurando una de las series más vergonzosas de arbitrariedades que registra la historia. Todo cuanto había que corromper lo corrompieron, prostituyéronlo todo, hasta que ya, redondeados, que es el busilis de todas las políticas, dieron acceso a los liberales (así se llaman ellos), para que los ayudaran a roer el hueso.
Dejemos a un lado las humillantes transacciones, las repugnantes componendas, las bajezas de todas clases que éstos viéronse compelidos a hacer para que les concedieran, cual vergonzosa limosna, ocupar algunos meses el poder. Si un hombre solo llegara al grado de rebajamiento que han alcanzado aquí los partidos monárquicos liberales y demócratas, para sólo husmear una credencial, ese hombre seria un ente envilecido. No es posible tener en menos estima el propio decoro, no cabe ir más allá en materia de servilismo y abdicación de sí mismo.
Es verdad que llevan cruces, han obtenido grados, mercedes, posición, pero todo ello es un grano de anís comparado con los extremos a que han recurrido y con el anatema que sobre ellos formula la gente seria, honrada y sensata.
Hemos llegado, sin darnos cuenta de ello, al desenlace de nuestro trabajo; pero ya que en esto nos hemos extralimitado algún tanto al ocuparnos de la cosa política, cosa que a decir verdad poco ó nada nos incumbe, pues está probado que de ella no hemos de esperar nada tangente, provechoso y útil, demoraremos al número próximo el encadenamiento de los cabos sueltos de estos dos artículos.
III
Hemos prometido resumir. Resumamos, pues, no sea que el diablo la hurgue, y nos sorprenda lo que se anuncia sin haber terminado el juicio sobre lo pasado.
Dimos tregua a nuestro trabajo del número anterior dejando a los conservadores entregados al consiguiente saqueo como premio a su victoria. Saltando por encima de esos repulgos de empanada que caracterizan a los revolucionarios (?) de historia, responsabilidades, melindres y cuchufletas, tomaron este país como por derecho de conquista y se decidieron a hacer política conservadora.
Que esto no les costó mucho es notorio. Los republicanos, apenas habían cambiado nada, pues el tiempo lo emplearon en tirar de las botas al que iba empingorotándose por la cucaña presupuestívora. El obstáculo que más trabajo les hubiera costado vencer era el pueblo, y el pueblo estaba harto de las inconsecuencias de Castelar, de las veleidades de Pi, de las estolideces de Ruiz Zorrilla, de las contubérnicas concesiones hechas al espíritu reaccionario por Salmerón, de la falta de energía de Figueras y de todas las muestras de incapacidad revolucionaria de que habían dado pruebas todos los hombres y nombres del santoral republicano.
El comercio, que es tan liberal, pero tan liberal, había hecho su pacotilla. Mientras duró la república, de uno ó de otro modo, consiguió repletar sus almacenes de géneros, que una vez en rigor los consumos íbase a aumentar el precio de todos los artículos y deseaba a todo trance se restableciera la monarquía, pues de esta suerte, honrada y legalmente, vendería por treinta lo adquirido por diez. El ejército... Hagamos abstracción de éste, a fin de terminar.
El resultado, pues, de esto fue que los conservadores, que durante se practicó el sufragio, sólo pudieron agenciarse una representación anodina, adquirieron por fuerza lo que nunca hubieran conseguido por la voluntad del pueblo, legalmente manifestada en los comicios. Tan enemigos del desorden, no titubearon en provocarle por todos los medios ilícitos, alimentando la fratricida guerra que sembró a España de luto, desolación, y más que de desolación y luto, de oprobio. Tan asustadizos y declamadores contra el derecho de insurrección, a él apelaron para saciar su desenfrenado apetito. Así se explica que el Sr. Romero dijera, al interpelar a Sagasta qué haría si el país eligiera unas Cortes republicanas, que él (el Sr. Romero Robledo) las disolvería cuantas veces aconteciera esto, lo cual determina hasta qué punto es una farsa eso de ir a los comicios.
Piadosamente pensando, parecía lo natural que los republicanos, si fueran revolucionarios, hubiesen abandonado los escaños del Congreso una vez pronunciadas aquellas frases, que eran un desafío en toda regla lanzado al rostro de los que tienen la pueril pretensión de que, por medio de las urnas se puede hacer otra cosa que gastar saliva, lucir sus facultades oratorias y embaucar a cuatro mentecatos, que ni escarmientan en lo pasado ni en lo presente, ni creemos que en lo porvenir.
Es de tal magnitud el maleficio que ejercen los parlamentos, que es muy difícil, diríamos imposible, que nadie puede sustraerse a su pernicioso influjo, por inflexible que sea su carácter y prevenciones que tome para evitar el contagio.
Pero por muy opuesto que fuera lo dicho por el Sr. Romero a las inocentes pretensiones de los que aspiran, así de bóbilis bóbilis, a realizar sus doctrinas por medio de los votos, lo fueron aún más las declaraciones terminantes del conservador malagueño.
Éste, con ese desprecio con que mira a todos los que no son Cánovas del Castillo, con esa arrogancia que le han hecho adquirir la pequeñez de los hombres políticos españoles de un lado, y de otro la cohorte de aduladores que le ha rodeado constantemente desde que se hiciera amo del cotarro, después de lo de Sagunto, excediéndose a sí mismo en audacia, declaró paladinamente que prefería la monarquía a la paz.
Ni aun así abrieron los ojos los partidarios de las vías legales, y eso que la cosa no podía ser más contundente ni había menester más palabras para explicarse. Aquella preferencia de la monarquía a la paz decía claramente a los republicanos el camino que debían tomar; pero no se movieron; importábales mucho conservar el papel de comparsas que para el buen éxito de su obra les tienen encomendados los monárquicos.
Es más, no sólo no se movieron entonces sino que todavía esperan continuar su incalificable papel en cuanto se reanuden las sesiones. Estos tiempos de vacaciones deben haberle aprovechado en estudiar algunos golpes de efecto para cuando llegue el día. Es probable que tirios y troyanos, fingiendo que lo sienten, se pongan como un trapo, haya voces, protestas, exclamaciones, algarabía, mucho ruido, que todas estas emociones son necesarias para excitar un poco la curiosidad, llamar la atención, justificar el nombramiento de diputado al presente y adquirir la esperanza de la reelección.
Pero la cosa no pasará de ahí. Y esto sí que puede aseverarse infaliblemente, sin pretender sentar plaza de sibila ni menos tener los alcances astronómicos del Zaragozano, pues es tan viejo como el parlamentarismo mismo.
Resumidos, pues, estos puntos, resulta:
1º Que la carencia de ideas revolucionarias de los republicanos, sus condescendencias ilimitadas con las gentes de dinero y su falta de energía y virilidad para llevar a resolución el problema que les estaba encomendado fueron las causas generadoras de la restauración.
2º Que los conservadores, a trueque de realizar su objetivo, no dudaron en apelar a todos los recursos, conjuras, soborno, conspiraciones, guerra civil y, por último, al derecho de insurrección, con lo cual, si bien consiguieron su objeto, también enseñaron cuál es el camino que debe seguir todo el que aspire al triunfo de ideas opuestas a las de los que ocupen el poder. De aquí, pues, que todos intenten y traten de buscar un nuevo Sagunto reparador, y esa serie de conatos de revolución que hasta llegar al del 19 de septiembre, último de la serie, han tenido lugar.
Respecto de éste, aun contra toda nuestra voluntad, diremos la última palabra en el número próximo, pues se presta a enseñanzas elocuentísimas que deben ser muy tomadas en cuenta por los que en lo porvenir pretendan llevar adelante la obra revolucionaria.
IV
Más de dos meses han transcurrido desde la memorable noche del 19 de septiembre. A pesar de haberlo presenciado, todavía nos preguntamos, sin podernos dar contestación categórica, si aquello fue algarada, motín, ó en otro orden, traición, impotencia, jugada de Bolsa, ó lo que es peor, justificación de fondos recibidos. Que de todos estos extremos hase hablado, ya en público, ya en privado, sin que, categóricamente, haya sido replicado por los interesados.
Sea de ello lo que quiera, lo cierto es que el movimiento anunciado, casi públicamente, para dos días después, sufrió una antelación improvisada, con gran sorpresa de los elementos del pueblo en él comprometidos, que sólo tuvieron conocimiento de lo ocurrido al día siguiente.
Esto es tan cierto, que muchos de buena fe entusiastas partidarios de la república, hombres probados de toda su vida, no acertaban a comprender el por qué de aquella anticipación, que tan fatales resultados produjo y ha de producir en lo sucesivo para los republicanos. Hombres avezados a sufrir privaciones y arriesgar su vida, capaces de guardar un secreto contra todas las inquisitorias, maldecían a voz en grito de aquel engaño manifiesto, de aquel alejamiento a que había pretendido relegárseles para que no obstruyeran sin duda la marcha triunfal del nuevo capitán general de Madrid al frente de la guarnición, que era el que debía proclamar la república en la Puerta del Sol.
A este acto lo faltó tanto para drama como le sobró de ridículo para sainete.
¿Qué hacía el pueblo entretanto? Como el que oye llover, supo que los soldados habían atravesado la población gritando ¡viva la república! En otro tiempo, a ese mismo pueblo, que oía impasible los gritos de ¡viva la república! lo hubiera faltado tiempo para asociarse a los que tal gritaban, sin pararse en barras de los perjuicios que esto podía irrogarle.
Pero los desengaños tantas veces sufridos, las apostasías de tanto y tanto político habíanle aleccionado en lo que esperar podía de sus salvadores, y enseñándole a mantenerse en prudente reserva. Y que obraba cuerdamente no cabe duda. Si el movimiento del 19 tenía algunas condiciones de viabilidad eran eminentemente militares. Los jefes republicanos, temerosos de que la clase obrera tomará parte en el asunto, querían hacer dos cosas a la par: la Revolución y la contrarrevolución.
En obsequio nuestro, pretendían anocheciéramos monárquicos y amaneciéramos republicanos, sin desorden, sin ruido. De ese modo, no había derecho a reclamar otra cosa que lo que los heroicos vencedores hubieran concedido graciosamente, y los jefes republicanos hubiéranse llenado la boca diciendo a las clases conservadoras: “lo ven ustedes; hemos hecho una revolución ordenada; hemos puesto particular empeño en sacar a salvo los sagrados intereses de la propiedad, del Estado y de la familia; somos revolucionarios, pero pacíficos”.
Hubiéranse concedido unos cuantos grados y condecoraciones, cambiado la corona real por el gorro frigio, y tutti contenti. Cuando más, y como represalia a los muchos sufrimientos del pueblo, se hubiera tolerado que los chicos ó grandes arrancasen las armas reales de las muestras de confiterías, ultramarinos, pescaderías, etc., etc., y se escribiera con carbón algún nuevo letrero en la fachada del ministerio de Hacienda.
Ahora bien; ¿merecía esto la pena de siquiera perder el tiempo en narrarlo?
Por mal camino no se llega a buen fin, y los Revolucionarios españoles hace tiempo que se han empeñado en seguir estrechos y tortuosos senderos, de tal suerte está esto comprobado, que nosotros creemos que el mayor enemigo que tiene la revolución y la misma república en España es Ruiz Zorrilla y demás jefes importantes del republicanismo.
Por si todavía no les son suficientes los desengaños sufridos en estos últimos años, téngalo entendido una vez más. La revolución política en España ha muerto. Cuantos esfuerzos hagan para encender la fe apagada son estériles; el pueblo, los trabajadores, no están dispuestos a verter más sangre por encumbrar zánganos que luego se vuelvan contra él. No quiere esto decir que el trabajador no sea revolucionario ni que renuncie a la revolución. Lejos de eso, propende a la revolución, pero a la revolución verdad.
Al aniquilamiento de la burguesía, en una palabra.
Y esto se llama Revolución Social.