La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

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18 de julio de 2022

Malthusianismo y Neo-Malthusianismo, de Manuel Devaldés

El ideario anarquista construido en el último cuarto del siglo XIX no tuvo una exclusiva traducción política o social; por el contrario, la riqueza y pluralidad del ámbito libertario se alimentó de teorías sociales destinadas a la solución de los muchos problemas de la vida cotidiana de las clases populares, especialmente de las urbanas e industriales. El higienismo, la educación permanente y no reglada de los ateneos, el consumo de los bienes de primera necesidad mediante cooperativas, las sociedades de socorros mutuos como expresión del apoyo mutuo… Una de las corrientes, en principio ajenas al anarquismo pero que confluyeron con él, fue la de los neo maltusianos, aquellos que defendían el control de la población para mejorar la distribución de unos bienes que se sabían escasos y que, para los trabajadores, se sumaba la idea de que el control de la natalidad disminuía el ejército de reserva del capitalismo y haría mejorar las condiciones laborales del proletariado por el juego capitalista de la oferta y la demanda en el llamado mercado laboral. Presentamos un folleto, Malthusianismo y Neo-Malthusianismo, escrito por el anarquista Manuel Devaldés y traducido al castellano por el imprescindible José Prat.  Fue editado en Barcelona en 1908 por la Biblioteca Salud y Fuerza y no es muy conocido, a pesar de que explica perfectamente las características de los neo maltusianos. 

Tan injusta como violentamente, y a veces groseramente, se ha atacado la doctrina neo-malthusiana y la respetada personalidad de sus vulgarizadores en todos los países. Permítaseme, pues, defender desde aquí, una y otros por el único medio apropiado a las circunstancias: por una exposición, desgraciadamente demasiado sucinta, de la teoría neo-malthusiana que ignoran el noventa por ciento de las gentes, lo que no les impide, de todos modos, combatirla a sangre y fuego. Compárense luego los documentos que aporto, y que no tengo la pretensión de haber descubierto, con las negaciones sin pruebas y con las creencias de los religiosos de toda idea apriorística molestada por el florecimiento de una verdad experimental. Compárenselos asimismo, con las tonterías más o menos descabelladas que se han dicho sobre los remedios a la ley de la población, remedios que únicamente se vuelven deshonestos cuando los moralistas y los pornográficos han vomitado encima.

I

La ley de la población formulada en 1798 por Malthus en su Ensayo sobre el principio de la población, consiste en que, a no hallar ningún obstáculo que se lo impida, la población crece indefinidamente en progresión geométrica, mientras que la cantidad de las subsistencias que pueden dar un terreno limitado está necesariamente limitada, o dicho de otro modo, que la población tiene una tendencia constante a aumentar más allá de sus medios de subsistencia.

La ley de la población arranca de tres leyes fijas y eternas de la naturaleza, absolutamente independientes de cualquier estado social:

-La ley de ejercicio, que gobierna los órganos y las emociones de la reproducción y coloca al ser humano, so pena de degeneración física y moral, en el imperioso deber de ejercitas estos órganos y de satisfacer el deseo de estas emociones.

-La ley de fecundidad, consecuencia de la que precede, que regula las facultades de reproducción, y sobre todo, posibilita a la mujer que tenga una descendencia media de doce a diez y seis hijos.

-En fin, la ley de industria agrícola o de producción decreciente, que regula la producción de la tierra, es decir, el aumento de nuestras subsistencias. La característica de esta ley reside en que, después de una primera fase en los progresos del cultivo, el producto del terreno no aumenta en proporción del trabajo que se aplica, o dicho de otro modo, que el producto proporcional de la industria agrícola tiende a disminuir.

Ciertos progresos de la civilización, como el perfeccionamiento de la ciencia agronómica, el mejoramiento de los medios de transporte, la extensión de la maquinaria, etc., pueden atemperar, pero débilmente, el rigor de la ley de productividad decreciente, demasiado débilmente para poder suprimir normalmente el desequilibrio que puede existir entre una población y sus subsistencias. Hay, por lo demás, en todo esto, una razón perentoria, y es que a cada grado que se franquea en la escala del bienestar, es decir, en el aumento de las subsistencias, lleva consigo infaliblemente un aumento de la población que en los países demasiado poblados acaba por anular el efecto bienhechor de estos progresos. Procediendo éstos a saltos bruscos, se sigue que a cada período de una mayor producción sucede, con relación a la nueva cifra de población, un período doloroso de depresión en la cantidad de las subsistencias.

Es necesario que digamos aquí algunas palabras sobre la influencia de la población en los salarios de los trabajadores y los beneficios de los capitalistas. La ley de los salarios y la de los beneficios no derivan de la naturaleza de las cosas como las tres precedentes, sino que son establecidas y mantenidas en vigor por la autoridad gubernamental y podrían ser abolidos por la voluntad de la mayoría; como todas las leyes de distribución no tienen sino una transitoria significación de actualidad, pero viviendo en el presente y sometidos a estas leyes, es necesario que las tengamos en cuenta.

Los salarios dependen de la oferta y la demanda de trabajo, o en otros términos, de la proporción entre el número de los obreros y el capital. La abundancia de la oferta hace bajar la tarifa de los salarios, su rareza la hace subir. De otro lado, los beneficios de los capitalistas dependen del coste del trabajo, y bajan cuando los salarios bajan y recíprocamente. Vese, por consiguiente, quién pueda tener interés en la “repoblación” como dijo Piot, es decir a que haya un exceso de población.

Una parte de la miseria resultante de la baja de los salarios y su estacionamiento en una baja tarifa es debida, ciertamente, al sistema actual de reparto de las riquezas, pero ésta es nada comparada con la que resulta del exceso de población, fenómeno al que no prestan atención los socialistas, atribuyendo el pauperismo exclusivamente al sistema de repartición. Hacen mal de no fijarse en ello cuando lo descuidan con sinceridad, pues los hay que esperan la voluntad de emanciparse, del exceso de miseria del proletariado y conscientemente se callan respecto de este peligro inmediato del exceso de población.

Los socialistas sinceros hacen mal en desdeñar las enseñanzas malthusianas. Supongamos instaurados el colectivismo o el comunismo: todos los individuos se han vuelto, obligatoria o libremente, trabajadores asociados. He aquí que son iguales en la misma dependencia del fondo común y con iguales derechos a acudir a él en sus necesidades; pero de todos modos no dejan de estar igualmente sometidos a los efectos de la ley de la industria agrícola socializada. En caso de exceso de población, la igualdad en el reparto conduciría a la igualdad en la miseria, lo cual acaso sea un progreso relativo, pero no absoluto. Colectivista o comunista, la nueva sociedad tendrá que tener en cuenta la lay de la población, so pena de muerte.

Malthus estableció que la población, si ningún obstáculo viene a impedírselo, crecería indefinidamente en razón geométrica. Si la progresión geométrica de la población fuese: 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, las subsistencias aumentarían según la progresión aritmética: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. Evidentemente no es más que una figura, pues que el aumento real de las subsistencias no puede determinarse de modo tan simple, pero esta figura da una idea de la proporción de acrecentamiento de los dos factores de la ley de la población. Excepto al principio de una colonia nueva, tiempo relativamente corto representado por las cifras 1, 2 de las dos progresiones citadas, el desequilibrio es, pues, constante entre la población y las subsistencias. Sin embargo, nos hacen observar los espíritus superficiales, todos los seres humanos que pueblan la tierra hallan su subsistencia desde el momento en que existen, por lo tanto, hay equilibrio y la ley de Malthus es falta.

Esta objeción banal es debida a que la naturaleza tendencial de la ley de la población impide comprobar directamente sus efectos. Una ley tendencial es una ley cuyo efecto teórico puede en la práctica, bajo la influencia de una o varias causas, hallarse modificada; de otro modo sería una ley positiva y en este caso su realidad obrante estallaría a los ojos del más miope. Inútil que digamos que por tendencial que sea una ley natural, como por ejemplo la de Malthus, no cesa nunca de obrar, puesto que es ley; su acción está velada por los efectos reales que la acción de otras causas producen, pero no deja de obrar ni de contribuir a terminar sus efectos. Nos interesa refutar la objeción susodicha, pues aquí es cuando se puede hacer esperar la reacción dolorosa de la naturaleza contra lo que, desde luego, podemos llamar la imprevisión humana.

Las manifestaciones de la ley de la población se presentan diversamente según que se considera la suerte de uno u otro pueblo, pero principalmente según se trate de un país nuevo o de uno viejo, colocándose en el punto de vista de la civilización. Por lo demás, estas manifestaciones no son diferentes sino porque los momentos de desarrollo de estos países son diferentes en el momento de la observación, en definitiva las conclusiones permanecen siendo idénticas en uno y otro caso.

La acción de la ley de la población en los países nuevos es de las más simples. El terreno, al principio, está inculto; basta un primer esfuerzo para ponerlo en estado de producir; siendo entonces poco numerosa la población, no se siente como en los países viejos la necesidad de cultivar las tierras de inferior calidad, de rendimiento escaso y costoso; explótanse únicamente las tierras fértiles que producen más con menor capital y menos trabajo. Entonces se establece un equilibrio de riqueza entre la población y las subsistencias. Es la edad de oro. Poco importa entonces a los individuos que la población aumente, nadie sufre por ello, ya que gracias a la fecundidad del suelo, casi ilimitada, las abundantes cosechas aseguran a los que van llegando las necesarias subsistencias. Y en efecto la población va entonces creciendo. Por regla general se admite, y esto resulta de las observaciones de Malthus y de sus sucesores efectuadas en las colonias nuevas, que en circunstancias favorables la población aumenta en una progresión geométrica tal que se se dobla en veinticinco años.

Esta facilidad de la vida que caracteriza los países nuevos, va disminuyendo con el tiempo, a medida que se van haciendo viejos, con una población cada vez más densa y el cultivo cada vez más minucioso de los terrenos de inferior calidad. Entonces también se establece un equilibrio de miseria. El desequilibrio teórico se convierte en la práctica en un equilibrio relativo, o más exactamente, en una apariencia de equilibrio que disimula el desequilibrio existente en realidad entre la población y las subsistencias y que ve claramente todo aquel que observe algo el fenómeno. Este equilibrio relativo puede variar en los individuos desde el bienestar a la miseria, pero socialmente no puede ser calificado más que de pobre.

Una obra recién publicada por Gabriel Giroud, Población y subsistencias, nos ilustra sobre la naturaleza exacta de ese desequilibrio. Utilizando las cifras suministradas por las estadísticas oficiales de cada nación, Giroud ha establecido, tomando un año de producción mediana, el cálculo de las subsistencias, vegetales y animales, puestas a disposición de la humanidad, deducidas las necesarias para futuras siembras y alimento de los animales. Es un estudio concienzudo tan preciso como permiten las estadísticas, pero cuyas aproximaciones son más bien favorables al lado optimismo del asunto. Ahora bien, después de haber establecido la parte media que, en la hipótesis de un reparto igual, tocaría a cada individuo, y haberla comparado con las necesidades de una alimentación racional, el autor llega a esta terrible conclusión: “Falta casi un tercio de albuminoideas a la ración que corresponde a cada individuo en el reparto de los productos de la tierra. La tierra no alimenta más que a dos tercios de sus habitantes. Los hombres no disponen más de dos terceras partes de las tres que debieran poseer”.

He aquí a lo que queda reducido este famoso equilibrio invocado por los espíritus superficiales. Equilibrio pobre, tanto más en nuestros viejos países de Europa que el conjunto estadístico sobre el cual el señor Giroud comprende países donde, sin ser absolutamente nuevos, la industria agrícola produce suficientemente para una población que aún no es excesiva (Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, etc.).

Y, ¿cómo se establece este equilibrio relativo, que podría ser equilibrio perfecto si interviniere la voluntad del hombre? Pues se establece por medio de los obstáculos denominados frenos de la población.

En último análisis, se descubre un obstáculo único al aumento ilimitado de la población: la falta de subsistencias obrando, sea bajo su forma positiva, sea bajo la del miedo a la falta de subsistencias. Esto se ve muy claro cuando se examina la situación de las sociedades humanas primitivas. Si hacemos caso omiso de las víctimas de las grandes catástrofes naturales, eventualidades que igualmente amenazan a civilizados y primitivos, se puede afirmar que en estas sociedades la población halla un freno casi exclusivo en la muerte prematura por hambre, manifestándose por casos aislados o por épocas de gran hambre o por guerras para apropiarse de las subsistencias. A modo de previsión, por miedo al hambre, se practica el infanticidio, sobre todo sobre las jóvenes, y con la muerte provocada de los más viejos. Pero en las sociedades civilizadas el obstáculo reviste mayor complejidad de aspectos debido a la organización social.

Malthus había dividido los frenos de la población en dos grandes clases: los preventivos y los represivos. Los primeros reúnen los diversos medios de evitar los nacimientos: el celibato o continencia, la prostitución y la esterilidad voluntaria o prudencia procreatriz. Los segundos abarcan todas las causas de muerte prematura: los trabajos insalubres, el trabajo excesivo, la exposición a la intemperie de las estaciones, la extrema pobreza, la insuficiencia de cuidados al niño, los excesos de todo género, las enfermedades, las epidemias, las guerras, las pestes, las hambres, etc. Para mejor precisar la naturaleza de los frenos los subdividió en tres clases: la reserva moral (celibato o continencia), el vicio (prostitución o esterilidad voluntaria o prudencia procreatriz) y la miseria (muerte prematura por causas diversas).

Esta clasificación no corresponde ya a las concepciones de la ética ni a la experiencia de nuestros tiempos. Los neo-malthusianos la han abandonado; observan que en los países viejos concurren cuatro frenos, por hecho natural, de la sociedad o del individuo, a la obra de limitar la población y son: el celibato, la prostitución, la miseria y la prudencia sexual. Por poco que se reflexione y se admita que la sociedad debe ser la cosa del individuo –y no el individuo cosa de la sociedad- se comprenderá que si la sociedad de los viejos países (o mejor la clase directora y poseedora) puede considerar sanamente preventivos y favorecer frenos tales como la continencia y la prostitución, el individuo, en cambio, debe rechazarlos con todas sus fuerzas porque son cadenas de esclavitud. Por lo demás, y en realidad, el celibato y continencia y la prostitución no son de ningún modo queridos de los individuos que a ellos se entregan; son necesidades que sufren o por falta o por temor a verse faltados de subsistencias, necesidades que, consiguientemente, se confunden con la miseria para no formar con ésta sino un solo freno único represivo.

Nos hallamos, por tanto, en presencia de dos frenos principales: uno, represivo, doloroso; la miseria bajo sus múltiples aspectos; el otro, preventivo, por consiguiente capaz de suprimir el precedente; la prudencia sexual.

A la humanidad toca escoger uno u otro.

 II

Desde que la verdad de la ley malthusiana nos convence, lógicamente debemos preocuparnos en limitar la población al nivel que requiere la cantidad de subsistencias disponibles, con la ayuda de los medios no dolorosos sugeridos por la actividad humana, es decir, sustituyendo al freno represivo miseria, el freno preventivo prudencia sexual. Esto practican los neo-malthusianos.

Malthus, que era sinceramente bueno, se preocupaba de esto. Pero este buen hombre era religioso. Lo que hubiera podido hacer su bondad, se lo impedía el dogma. Se ha podido observar que en su clasificación de los frenos, Malthus comprendía en la categoría del vicio, la prudencia procreatriz que hoy preconizan los neo-malthusianos. Para todo aquel que piense libremente, es perfectamente absurdo considerar como vicio la esterilidad voluntaria, por el motivo que el individuo que se aplica a obtenerla no practica simultáneamente la continencia, mientras que la misma esterilidad será calificada de virtud cuando la acompaña la continencia; pero esto se comprende perfectamente en el cerebro de un sacerdote cuidadoso de hacer respetar los dogmas de su iglesia.

Por esto el medio de Malthus era, ante todo, “moral”. Era la moral restreint, expresión que traducen imperfectamente las de reserva moral y de prohibición moral. La moral restreint quiere significar el celibato mientras el hombre no puede subvenir a las necesidades de una decadencia eventual, la castidad absoluta en el celibato, la gran moderación procreatriz hasta en la unión conyugal y el retorno a la completa abstinencia después del nacimiento de un número de hijos muy restringido. En esto reconocemos en Malthus a un antepasado de Beranger.

El remedio de Malthus equivalía al mal que trataba de combatir. Acaso era peor que el mismo mal. En todo caso atestigua un desconocimiento radical de la gran ley fisiológica del ejercicio. Además de que su naturaleza fue una de las razones de la impopularidad reservada a la memoria de este economista, fue también una de las causas más importantes del retraso en tener en cuenta la ley de la población en la clase social que más necesitaba prestarle atención: el proletariado. Desviose de esta doctrina que, para asegurar el pan a la humanidad, la privaba de una cosa que multitud de arraigados prejuicios hacíanla considerar generalmente como derivada de una necesidad secundaria: el amor, ante cuya privación todo el mundo retrocede, prefiriendo la falta de pan a la falta de amor.

Sería, de todos modos, necesario entenderse sobre el significado de este vocablo “amor” y para esto, disociar las ideas particulares que constituyen su idea general.

Trátase aquí de la satisfacción de esto que Letourneau llamó “la necesidad de la voluptuosidad”, impropiamente llamado hasta el presente la necesidad de la generación. La atracción poderosa que nos lleva a buscar las relaciones sexuales no es, en la mayor parte de los casos, la necesidad de engendrar hijos; “es el deseo de experimentar la impresión más voluptuosa de que es susceptible el hombre” (Fisiología de las pasiones), Pero no hay placer sin pena, dice un refrán, y el amor es un lazo que al hombre tiende la naturaleza, agrega otro. El neo-malthusianismo suprime la pena que antes, gracias a la ignorancia, era inherente a la voluptuosidad, y la generación deja de ser una trampa para transformarse en su acto consciente.

La época de Malthus se había detenido en la cristiana y espiritualista “verdad”: amor-procreación. El mismo Malthus, cristiano por excelencia, puesto que era pastor protestante, un cristiano completo en el sentido stirneriano de la palabra, fue incapaz de separar estas ideas y forjar la “verdad” nueva, atea y materialista, de nuestros tiempos: amor-voluptuosidad.

Por el hecho de su error, Malthus anuló para mucho tiempo el fruto de su importante descubrimiento. La moral restreint debía dar, según él, pero con sufrimiento del que no se daba cuenta, los mismo resultados que sus continuadores más ilustrados pretenden dar sin sufrimiento, gracias a la evolución de las ideas morales y al conocimiento más profundo de la fisiología en nuestra época. Pero no podía por esto ser aceptada fácilmente porque es contraria a la naturaleza humana; por esto la miseria florece más cada día en este viejo mundo en espera de invadir el nuevo. Y no es el deseo de libertárselo que falta a los hombres sino los conocimientos científicos.

En 1820, cuando se comprobó la bancarrota del maltusianismo, aparecieron en Inglaterra los primeros neo-malthusianos. Estos se distinguen sobre todo de los malthusianos primitivos por la naturaleza del remedio que aporta a la ley de la población. Se esfuerzan en resolver la antinomia que expresa el dilema malthusiano: carecer de pan o carecer de amor y unen estas dos pasiones igualmente vitales, antagónicas presuntamente, pero que cesan de serlo desde que la ciencia les presta su apoyo.

En 1854, uno de los más notables, el malogrado Dr. Jorge Drysdale, que murió hace poco, publicó esta biblia del meo-malthusianismo que lleva por título Elementos de ciencia social, libro admirable que todo hombre y mujer debiera leer desde su juventud, libro traducido a todas las lenguas europeas y en el que todos los hechos sociales, todos los actos humanos están juzgados según el criterio de la filosofía determinista más rigurosa, y por consiguiente, la más generosa. “La pobreza –escribe su autor- es una cuestión sexual y no una cuestión de política y de caridad; no se puede remediarla sino con remedios sexuales”. ¿Qué medios son éstos? No nos pertenece extendernos aquí sobre este particular, extensamente desarrollado en Elementos de ciencia social, y, sobre todo, el explícito folleto, Medios de evitar las familias numerosas.

El conocimiento de la ley de la población y de su remedio comenzó en Francia hace pocos años entre el proletariado y esto gracias a los esfuerzos de un hombre querido a los innovadores sociales por su bello experimento pedagógico de Cempuis, Pablo Robin, sabio que en 1895 fundó la Liga de regeneración humana, sociedad internacional que con su órgano Regeneration se extiende grandemente.

Inglaterra y Holanda poseen una organización poderosa; la primera desde 1877, con la Malthusian League y su periódico The Malthusian; la segunda desde 1895 con la Niew Malthusianische Bond. En Alemania existe el Sozial harmoniche Verein desde 1893 con su periódico Sozial Harmonie. A estas asociaciones nacionales hay que añadir diversas secciones belgas, españolas y americanas de más reciente fundación. En fin, desde la Conferencia Internacional de 1900 estas diferentes Ligas están unidas en Federación universal. Si el argumento patriótico de los procreatomanos no tuviera ya en sí ningún valor, encontraríase bastante debilitado por el hecho de esta inteligencia internacional.

Lo que prueba la importancia de la cuestión, la vitalidad de la doctrina y la necesidad de la acción, es que la literatura y el teatro en Francia se han apoderado del tema para vulgarizarlo, como lo atestiguan las obras de la joven escuela fisiológica, según la afortunada expresión de Miguel Corday. Citemos Maternité, Les avariés de Brieux, La Grappe, de Mauricio Landay, Venus o les deux risques y Sésame ou la maternité consentie, de Miguel Corday, y L’Ensemencée, de J. H. Caruchet, etc. etc.

Todo esto, se nos dirá, es de poca importancia comparado con la inmensa miseria. Sin duda, pero la acción neo-malthusiana, joven en la actualidad, se ampliará, no cabe dudarlo, y como la prudencia sexual se identifica tan íntimamente con el interés del individuo, en su personalidad tanto como en su asociación, que le basta conocer los medios para utilizarlos, nos es permitido asegurar que se generalizará en un porvenir tanto más próximo cuanto que los humanos habrán sustituido su mentalidad religiosa por una mentalidad científica. Sea lo que fuere, desde luego asegura ya al individuo consciente la posibilidad de un mejor bienestar inmediato.

13 de marzo de 2022

La marcha del fascismo en el mundo

Luigi Fabbri fue uno de los militantes más valiosos y conocidos del poderoso movimiento libertario italiano. Propagandista y colaborador de Errico Malatesta en alguna de las publicaciones ácratas de principios de siglo, su biografía personal se entremezcla con la de la Italia contemporánea: exiliado tras la Semana Roja de 1914, acabada la Primera Guerra Mundial participó en la intensa agitación revolucionaria de 1919 y 1920, en 1926 tuvo que renunciar a su trabajo como maestro cuando el fascismo obligó a jurar fidelidad al régimen a todos los docentes, se vio forzado al exilio y, ante el clima irrespirable de Europa, embarcó hacia Uruguay, donde vivió hasta su temprana muerte en 1935. Polemista y agudo pensador, dedicó sus últimos años a combatir al fascismo, en la práctica y en la teoría, jugando entre los anarquistas el mismo papel que Antonio Gramsci tuvo entre los marxistas. De estos años cruciales es el artículo que ahora reproducimos, titulado “La marcha del fascismo en el mundo”, que se publicó en La Pluma, una revista mensual de arte, ciencias y letras, concretamente en su número 18 de marzo de 1931. En estos días, en los que el fascismo parece renacer en uno y otro extremo de Europa, la visión acertada y profética de Luigi Fabbri resulta de lectura imprescindible.

Cuando se habla del "fascismo" se alude casi siempre al fascismo italiano. La mayor parte de aquellos que lo condenan con horror lo creen un fenómeno exclusivo de Italia, que en otros países no sería posible. Cada cual tiende, pues, a excluir de modo absoluto que el fascismo pueda producirse en su país. Yo creo que todos ellos adoptan la actitud del avestruz que, ante el peligro, oculta la cabeza bajo las alas y tal vez adquiere así la ilusión de que el peligro no existe.

Ninguno podría afirmar, esto es verdad, que el fenómeno fascista pueda reproducirse en los otros países con los mismos caracteres y las mismas formas que en Italia. Cada país es diverso del otro, y no es posible que un movimiento se manifieste en un lugar de modo demasiado semejante al otro. El fascismo italiano se concretó de hecho al triunfo de una tentativa que no tenía al comienzo ninguna meta precisa, fuera de aquella que podía proponerse una banda de aventureros para resolver el problema de vivir sin trabajar a espaldas de toda una nación, oprimiéndola y expoliándola. La clase privilegiada y la monarquía italiana han ayudado al movimiento, que de otro modo habría terminado en el ridículo y en la derrota, creyendo servirse de él para desembarazarse luego; y en cambio han terminado por tener que sufrir ellas mismas el predominio de ese movimiento experimentando no poco disgusto y viendo ir hacia la ruina a todo el país.

Pero el experimento ha servido igualmente para dar la demostración práctica a la plutocracia mundial y a todos los reaccionarios y enemigos del progreso del modo como es posible libertarse de la oposición de todas las fuerzas de libertad y de la clase obrera que tiende a emanciparse, cuando esas fuerzas no tienen a su disposición más que las solas libertades parciales y legales conquistadas por los pueblos durante las revoluciones democráticas del siglo pasado.

Así el fascismo se ha convertido, en el curso de pocos años, en un peligro internacional, si por fascismo se entiende en línea general el retorno a los sistemas políticos absolutistas y dictatoriales con la supresión de todas las libertades individuales y populares ya conquistadas, sirviéndose sin escrúpulos de todos los medios violentos de la fuerza armada, sea regular o irregular, con menosprecio de todo sentimiento de humanidad y con la violación sin límite ni freno de las leyes y de las instituciones mismas antes sancionadas y constituidas en los códigos y en las constituciones estatales. Estos caracteres del fascismo son comunes al movimiento reaccionario de todo el mundo; y en lo sucesivo se le da el nombre de fascismo porque su éxito obtenido en Italia ha dado al nombre el significado más comprensible a todos y más característico.

El progreso internacional del fascismo se debe sobre todo al impulso del capitalismo. En Italia tuvieron su parte otros coeficientes, como en cada país hay coeficientes propios y especiales; pero por encima de ellos el coeficiente capitalista es común a todos. La evolución, o involución, del capitalismo desde los métodos de la llamada libre concurrencia, con los cuales se afirmó al resurgir hasta el grado máximo de su desarrollo, a los métodos que prevalecen cada vez más hoy de la coalición y de la centralización bajo una dirección única, a través del despotismo de las grandes bancas, de los trust y de los kartells, ha llegado ya a producir en el mundo económico internacional una dictadura de hecho o una alianza de dictaduras, por lo cual los poderes plutocráticos que hoy residen en New York, en París o en Londres, tienen una fuerza coercitiva sobre las naciones y sobre los pueblos mucho mayor que la de los imperios más autocráticos de que nos habla la historia.

El capitalismo, que a su nacimiento y durante su fase ascendente había tenido necesidad de una cierta libertad para su desarrollo, y había favorecido por eso y a menudo suscitado la constitución de formas liberales y democráticas de gobierno, llegado al apogeo de su potencia, no sólo no siente ya aquella necesidad, sino que ha surgido para él la necesidad opuesta: la de limitar o suprimir las mismas libertades auspiciadas en el pasado, de que han aprendido a servirse los pueblos y los proletariados contra él, sea para aumentar tales libertades en el terreno político, sea para limitar el beneficio capitalista en el terreno económico.

En un tiempo el capitalismo veía inaceptado su desarrollo por los diversos despotismos reales, eclesiásticos, nobiliarios, etc. y por eso invocaba contra estos la libertad. Hoy, obtenido su máximo desarrollo, tiene como aliados cómplices al rey, a los sacerdotes y a los nobles, supervivientes todavía de los antiguos regímenes; y ve contrarrestada, mejor dicho amenazada, su posición de privilegio en el mundo por las exigencias crecientes de los pueblos, por las tendencias emancipadoras del proletariado, que se sirven de las libertades adquiridas para oponerse a él, y por eso invoca, ahora, la supresión de la libertad.

Es por esto que, paralelamente a la formación de dictaduras cada vez más vastas y tiránicas en el terreno económico, también en el terreno político los diversos Estados tienden a volverse cada vez más autoritarios, a convertirse en regímenes absolutos y despóticos. Y donde eso no es posible legalmente, por el hecho de la subsistencia de intereses adversos incrustados en torno al organismo estatal, por la resistencia de las masas populares y proletarias y por la persistencia de un fuerte espíritu de libertad, las clases privilegiadas se confabulan, en unas partes abiertamente y en otras en la sombra, para apoderarse mediante golpes de mano militares (del ejército regular o de bandas armadas ilegales) del gobierno y transformarlo en poder despótico y dictatorial. Pues si la minoría fascista en algún país es demasiado escasa y pobre de medios, las fuerzas plutocráticas extranjeras proceden a ayudarla desde fuera con oro, premeditando el hacerlo con las armas cuando la ocasión se presente.

Sólo aquellos que cierran los ojos para no ver pueden negar que, sin embargo, esta marcha del fascismo por el mundo ha obtenido ya resultados desastrosos para la libertad de los pueblos y para toda la civilización humana.

Basta echar una ojeada general al mapamundi para ver cómo la mancha negra del fascismo se ha ensanchado de modo verdaderamente espantoso. Dejamos a un lado los continentes del Asia y del África, donde los despotismos coloniales de los Estados europeos crueles y sangrientos hacen concurrencia a los regímenes indígenas bárbaros; y también la Australia, en condiciones especialísimas propias. Mirad el mapa político de Europa y de América ¿qué es lo que queda de países libres? ¿Libres, quiero decir, de aquella libertad enteramente relativa, limitada y aleatoria de los regímenes constitucionales y democráticos? ¡Muy poca cosa!

En Europa casi toda su mitad está dominada por el poder dictatorial de los soviets. La hostilidad de éstos al reprimen capitalista occidental y su origen y su ideología revolucionarios hacen esperar, a pesar de todo, desarrollos de libertad para el porvenir. Yo soy muy escéptico al respecto y temo más de lo que espero de ahí; de cualquier modo, la libertad es conculcada en ellos. Es un régimen dictatorial que por añadidura diplomáticamente, en política internacional, muestra hoy amistad para con el gobierno fascista italiano más que para ningún otro. Italia es dominada por el fascismo, y visiblemente se encuentra a la cabeza de la reacción mundial. Régimen dictatorial en España, en Portugal, en Polonia; y también dictatorial fascista en Hungría, en todos los países balcánicos y bálticos.

Quedan en regímenes constitucionales representativos, más o menos democráticos, los pequeños Países Bajos, los escandinavos, Suiza, Francia, Inglaterra, Alemania y Austria. Sería una minoría, pero una minoría poderosa, si se pudiese contar en serio con esos países para una reivindicación de libertad. ¿Pero se puede contar con ellos? es bastante dudoso. La más segura, Inglaterra, no es país de iniciativa, cerrada en su aislamiento, puede quedar libre del fascismo en lo que a ella respecta, pero no para libertar de él a los demás. Lo mismo se puede decir de los países escandinavos, lejanos y separados del resto de Europa.

Los pequeños pueblos, Bélgica, Holanda y Suiza, están destinados a sufrir la suerte de los colosos en medio de los cuales se encuentran encastrados, como el proverbial vaso de arcilla entre los vasos de hierro: demasiado pequeños, en todo caso, para influir sobre los demás. Austria no es todavía fascista por la prevalencia de una mayoría bastante escasa y floja; pero puede caer de un momento a otro. Quedan Francia y Alemania, la primera de las cuales conserva una democracia superficial que está representada por un gobierno representativo, sí, pero conservador y militarista; y Alemania, democrática más por razones de oportunidad y de política exterior que por espíritu propio, nos ha dado no hace mucho la sorpresa de elecciones en donde el fascismo ha resultado el segundo de los partidos más fuertes de aquella república imperial. Y son propiamente Francia e Inglaterra, democráticas, las que más tienen la responsabilidad del desenvolvimiento del fascismo en Alemania, Austria y Hungría por la horrible política suya de vampirismo financiero de vencedores contra vencidos.

Si en Alemania consigue triunfar el fascismo, atraerá consigo, en la carrera al más reaccionario, a Francia. Y Europa será completamente fascistizada. Lo mismo se diría del caso de una guerra. Sería propiamente el caso de decir: finis Europae.

Volvamos hacia América, este vasto continente que va del polo norte al polo sur. Toda la América meridional, menos el pequeño Uruguay, y toda la América central e insular, menos alguna excepción que supongo pero ignoro, están bajo el dominio absoluto de satrapías militares. Algunas, como en la Argentina, prometen ser provisorias, pero en tanto persisten y no aflojan el cerco reaccionario. Alguna otra, como en el Brasil, ofrece un mal menor, frente a una dictadura anterior más feroz, que ha logrado suplantar. Pero siempre se trata de gobiernos arbitrarios, dictatoriales, militares. En la América del norte tenemos la dictadura mexicana larvada; y luego la gran república estrellada, los Estados Unidos, con un régimen formalmente democratísimo, pero de un espíritu reaccionario antipático y estrecho, con una plutocracia y gobiernos que no ignoran ninguna de las formas más inicuas de represión de la libertad y de sofocación del pensamiento, desde la censura periodística y de los libros a las masacres de trabajadores, desde la tolerancia de los linchamientos a la silla eléctrica. Mientras no molestan demasiado, se deja a los ciudadanos americanos ciertas libertades garantizadas por la ley; pero la ley se pisotea en daño de la libertad siempre que así conviene a los gobernantes o a la plutocracia. Y es sobre todo la plutocracia, anidada en Norte América, la que alimenta financieramente al fascismo en todas sus manifestaciones y empresas tanto en Europa como en la América central y del sur.

El cuadro no es bello; pero no creo haberlo pintado peor de lo que es. Tal vez se podría hallar en mis palabras más optimismo que pesimismo, En efecto yo no soy pesimista; pienso que la libertad no ha perdido todavía su batalla, y que esta batalla se puede vencer. Pero para vencer, la primera condición consiste en no hacerse ilusiones y en no cerrar los ojos ni sobre las propias debilidades ni sobre la importancia de las fuerzas enemigas.

A todos los hechos concretos más arriba apuntados es preciso agregar otro de índole espiritual, de que aquellos hechos son en parte un efecto y una causa al mismo tiempo: la crisis de la idea de libertad en la conciencia contemporánea. Quien le ha dado el golpe más fuerte ha sido la guerra última; pero ella se iba debilitando ya desde el principio del siglo a causa de las desilusiones que los experimentos liberales y democráticos habían sembrado. Mucha gente se había desalentado, no comprendiendo que para superar la crisis no había que renunciar a la suma de libertades adquiridas, por escasas, limitadas y aleatorias que fuesen, sino conquistar cada vez más libertades, extendiendo su dominio, haciéndolas más concretas y sólidas.

En cambio la guerra ha resucitado y fortificado el espíritu de autoridad en su doble manifestación: espíritu de prepotencia y de dominio en los unos, de renuncia y de servilismo en los otros. Nunca como adora se ha sentido más, al menos de 50 años a esta parte, la voluntad de mandar y de obedecer, la pretensión de pensar por los demás y la necesidad de que los demás piensen en lugar nuestro.

Entre las leyendas bíblicas hay una muy significativa. En un cierto punto el pueblo hebreo se cansó también de la poca libertad que había bajo los Profetas, y reclamó con gran voz de Samuel un rey. Samuel resistió por un tiempo, y luego contentó al pueblo, advirtiéndole: "os arrepentiréis". Y se tuvo una serie de reyes crueles, locos y megalómanos, que embellecieron Jerusalén y construyeron el Templo famoso, pero condujeron al pueblo hebreo a la perdición, a la esclavitud de Babilonia.

Hoy se realiza el mismo fenómeno; parece que los hombres no pueden vivir ya sin el jefe que les obligue a obedecer por la fuerza y los liberte de la tarea de pensar y de obrar por sí mismos. De aquí la fortuna que tienen en este momento la fórmula fascista entre las clases dirigentes y la fórmula bolchevista entre las clases subyugadas.

Es una desgracia, pero hay que repararla mientras se está a tiempo. Si no vendrá también para los pueblos modernos la esclavitud de Babilonia. Es preciso resucitar el espíritu de libertad, de iniciativa, de independencia, para salvar la libertad tanto de los pueblos como de los individuos, tanto la libertad de pensar como la libertad de vivir. La guerra del fascismo contra la libertad no es ya solamente, como en los primeros momentos, una resistencia a la futura revolución social del proletariado, sino justamente una guerra a la modernidad, una renegación de todas las revoluciones pasadas, una lucha feroz contra las conquistas realizadas por los pueblos en un siglo o dos de esfuerzos inauditos. Es una guerra a la idea de libertad en todas sus manifestaciones y aplicaciones, en el campo político y económico como en el cultural y espiritual, hasta ponerse en contraste no sólo con los progresos realizados por la revolución francesa y las otras sucesivas del siglo XIX, sino también con las precedentes de la Reforma, del Renacimiento del Cuatrocientos y Quinientos, y hasta con algunos progresos del espíritu humano que parecían haberse vuelto definitivos con el primer triunfo del cristianismo.

Lo que los progresos del fascismo amenazan directamente, en el corazón, es la civilización entera. Si los pueblos no hallan en sí la fuerza para reaccionar y salvarse, inutilizando para siempre las fuerzas de regresión, estas precipitarán a la humanidad en un abismo del que le harán falta siglos para salir. Las grandes multitudes humanas serán tanto más sólidamente encadenadas a la esclavitud en cuanto los enormes progresos mecánicos y científicos realizados hasta aquí darán a los tiranos de mañana el modo de construir cadenas casi irrompibles, medios de represión inauditos y fulmíneos, y sistemas de coerción duros y complicados que servirán no sólo para ligar los brazos sino también los cerebros con la imbecilización progresiva de las masas. Tantos descubrimientos, a través de los cuales se ha visto por algún tiempo la posibilidad de una mayor liberación, -como la prensa rotativa, el cinematógrafo, la telefonía sin hilos-, monopolizados por los poderosos de la tierra, se van volviendo horribles instrumentos de perversión moral y de sometimiento, como antes el descubrimiento de la pólvora y de la dinamita, del automóvil, del aeroplano y del submarino, etc.

Al pasado no se volverá, esto es verdad, porque la historia no se repite; pero se podrá culminar en sistemas de vida social de opresión y de servidumbre peores aún que aquél pasado, que sin embargo nos causa tanto horror cuando estudiamos la condición de los pueblos en los tiempos de Torquemada, de los Borgia, de Felipe II, de Luis XIV y más atrás aún. Ciertamente, no es ya posible el retorno al absolutismo personal y soberano de uno sólo de antes de 1789 o al feudalismo militar y de la nobleza de antes del siglo XVI; pero no se ha dicho que no pueda tenerse también algo peor. En la turbia conciencia de las clases dirigentes y propietarias actuales se va perfilando poco a poco la tendencia a una tiranía más impersonal pero no por eso menos horrible, de clase en vez de casta, centralizada en torno a las oligarquías financieras dueñas en todo el mundo de todo cuanto es indispensable a los hombres para vivir. La tiranía de los grandes trusts del trigo, del algodón, del petróleo, del hierro, etc. a que más arriba he aludido, amenaza a los pueblos con una opresión frente a cuya ferocidad implacable palidecerían las historias que recuerdan las tiranías personales de los Nerón, de los Tamerlán, de los Carlos V, de los Rey Sol, etc.

Pero todo esto no tiene por fortuna ningún carácter de fatalidad y de inevitabilidad. Se trata siempre de un peligro y de una amenaza que pueden ser conjurados; pero no pueden ser conjurados más que por la intervención de la voluntad humana, y más precisamente de la voluntad de los interesados: los pueblos y proletariados de todos los países; todas las individualidades y colectividades libres o deseosas de libertad; todos los obreros del brazo y del pensamiento que quieren librarse de los lazos que todavía los vinculan y no ser encadenados peor aún material y espiritualmente; todos los enamorados de la belleza y de la bondad, cercadas por la avalancha de brutalidad y de fealdad que va sumergiendo al mundo con la difusión del fascismo.

Los hombres de buena voluntad deben y pueden, si quieren, detener la avalancha, hacer retroceder al fascismo y rechazarlo para siempre hacia el infierno de la animalidad más malvada, de donde surgió como consecuencia de la guerra. ¿No es tal vez eso un resultado que valga la pena para que los hombres de buena voluntad, fieles todavía a la idea de libertad, se sientan al fin unidos en espíritu y realicen de hecho aquél mínimo de unión material que hace falta para vencer, por la causa de la civilización, a las fuerzas de la barbarie?

30 de enero de 2022

Discurso de la compañera Manuela Díaz, en 1882

En muy pocas ocasiones han llegado hasta nosotros textos de escritos, artículos o discursos redactados por mujeres, y mucho menos si pertenecían a la clase trabajadora, pues al ocultamiento general de la labor intelectual de las clases populares se le suma el también general menosprecio por la tarea cultural realizada por las mujeres. Por eso es raro, sino extraordinario, que la Revista Social, en su número del 3 de agosto de 1882, reproduzca el “discurso pronunciado por la compañera Manuela Díaz en el Centro de trabajadores del barrio de la Macarena de Sevilla”, espacio de socialización obrera de inspiración anarquista como la propia Revista Social. No serán fáciles de entender o de compartir hoy en día sus argumentos, pero no podemos obviar que son un fiel reflejo de las inquietudes y opiniones de algunas de las mujeres más avanzadas y organizadas de su época.

                                Juicio a las mujeres de la Comuna de París (1871)

 Salud a la flor de eternos y suaves perfumes.

Salud, ¡oh, hijas eternas del amor y del sufrimiento!

Esclavas del deber y del egoísmo social, yo os saludo con vacilante voz para que llegue a vuestros corazones como la trémula mano del inspirado artista toca las tirantes cuerdas del sonoro instrumento y con él llena los ámbitos de sublimes melodías...

Saludo a la flor que está llamada a regenerar la sociedad por medio del estímulo y la enseñanza de sus tiernos capullos, para que después de abrir sus corolas embalsamen con su fragancia la atmósfera social, corrompida por la ambición, la ignorancia y por viejas instituciones, símbolo del error y de las tinieblas, que traidoras nos han arrebatado hasta los derechos que por ley natural nos pertenecen, los cuales debemos conquistar palmo a palmo por medio de las corrientes civilizadoras hasta que podamos elevar el pendón de la Razón, de la Libertad y de la Justicia.

Sí; volved la vista a los pasados siglos y recorred la historia de mujeres celebres y en ella encontrareis que, cual los rayos del sol hacen brillar el zafiro o la perla, de igual manera convierten las circunstancias en diamante, fuego vivísimo de la imaginación de la mujer, que acaso se hubiera agostado en el silencio y en el olvido.

En ella encontrareis, entre las nobles matronas de la antigüedad, a la más ilustre y digna de ceñir la corona de laurel y siempreviva por el heroísmo y enérgico valor que supo poner en juego para defender su honor de las asechanzas del pretor romano, Leuconnia, o sea la joven lusitana, después mujer de Viriato, de ese gran hombre que, dormido para libertad de los pueblos al lado de sus ovejas, lo despierta la ambición de su mano, y por hacerse digno de ella, fue el terror de Roma y de la religión Druida, y su nombre en la Historia ocupa un lugar cual los primeros, y para nuestra Nación, de gloria.

Saludo también, como mártir dada fe conyugal y emblema de virtudes esclarecidas, a Lucrecia, hija del patricio Sexto; Lucrecia, de naturaleza romana en tiempo de Tarquino, y cuando gemía el pueblo rey, esclava del yugo de su tiranía.

Sí, compañeras: Es necesario que arda en nuestros pechos el fuego sacrosanto del amor a una causa tan justa; dedicaos al cultivo de vuestros hijos con la esplendente belleza que sabe hacerlo una madre que aspira a que se embriague la humanidad en sus aras tributándole un recuerdo indeleble y eterno.

Dedicaos en los efímeros ratos que no os encontréis consagrada a vuestros deberes de esposas y madres, a recorrer una por una las paginas de la Historia universal, y hallareis un millón de celebridades de nuestro sexo, como Pautea, Juana de Aragón, Artemisa, Paulina, mujer de Seneca, Catalina II de Rusia, Juana Grey, Cleria, dama romana, la madre de Lamartine y otras mil eminentes, cual la heroína Jael, sombra gigantesca que, cual palmera, descuella por encima de la familia humana para justificar a la mujer de todos los tiempos, desde el primitivo, y bajo aquella dura ley y en medio de los feraces bosques primitivos y rodeada de aquellas rudas tribus de atesorada faz y continente agreste, se proclamaba el derecho humano, tanto en el Gólgota por el mártir de la igualdad, como por Jael en la selva, do se confundía su eco con el estridente rugido de la pantera.

Sí, compañeras: Si queremos ocupar el lugar que en la sociedad nos pertenece, y desempeñarle cual debemos, es preciso ante todo que volvamos la espalda al hombre de los pies negros, o sea al jesuitismo; que desoigamos sus consejos; que huyamos de sus confesionarios, pues al llegar a ellos, nuestras conciencias fanatizadas no ven que contribuimos y ayudamos e labrar nuestras cadenas, y con sus eslabones forman ellos las que han de aprisionar luego a nuestros queridos hijos.

¡No veis con sentimiento, dulces amigas, que todavía hay hombres que siendo padres de familia y careciendo de lo más preciso para su sostenimiento, roba su alimento para contribuir a la elaboración de un gran manto riquísimamente bordado con oro para engalanar esta o aquella imagen, los cuales riegan la tierra con el sudor de su tostada frente, dedicando el producto de sus afanes para dicho objeto, mientras sus hijos, careciendo de lo más preciso para la vida, lo ven muy satisfecho con tal que lleven una vela o cirio en las cofradías o procesiones!

, compañeras: Si estos hombres estuviesen educados en la escuela de libre pensadores, no estarían sus conciencias fanatizadas ni servirían cual maniquí a esa clerigalla que, pavesas de la inquisición, no pueden traer otra tendencia en la sociedad que el oscurantismo y el embrutecimiento.

No permitáis que vuestros hijos vayan a sus escuelas; que no harán más que perder el tiempo estudiando hoy lo que por necesidad tienen que olvidar mañana.

Ya que no tengamos la satisfacción de llevarlos a la escuela de libre pensadores, al menos que sean a las que estén en más armonía y al alcance de nuestros principios.

Es necesario que, no olvidando e| puesto que ocupamos en la sociedad, inspirándonos en los principios de la Federación [de Trabajadores de la Región Española], contribuyamos con nuestro grano de arena al gran banco, de donde deben sepultarse las viejas instituciones, por no estar conformes con la ley del Progreso.

¡Cuán grato no seria para nosotras, compañeras, las que mal vestidas y peor alimentadas, hubierais de transformar las leyes de este orden social por haber contribuido al derrumbamiento de un edificio ya carcomido, fundándolo de nuevo en la razón natural y dentro del derecho!

¡No veis que mientras nosotras, envueltas en el sudario de nuestra honra nos revolvemos dentro de la más espantosa miseria después de los sacrificios hechos por nuestros desdichados esposos, productores de todo lo bello y lo ideal, y cuando vuelven de sus rudas faenas a descansar en nuestra presencia de los sinsabores de su existencia, solo encuentran tedio y menosprecio debido a la falta de recursos, mientras que los que se han abrogado la ciencia como exclusivo patrimonio triunfan y derrochan!

¡Creéis que el cristal de la India, la porcelana oriental, el zafiro, la alfombra de Persia y el decorado de tisú, unido a las ánforas de Venecia y otros mil objetos que representan el gusto artístico, solo se han hecho para que los disfruten unos cuántos zánganos de la colmena social!

No compañeras: Solo los que al estímulo de la ciencia y las artes se consagran, son los que deben tenor derecho a tantas preeminencias y goces.

Si proclamamos como base o cimiento de nuestros principios el sagrado emblema de “No más derechos, sin deberes”, no más otro fiamiento en ser humano, reina y señora de la creación.

La mujer ha nacido con todos sus atributos, y en ella brilla el espíritu del bien, que vivifica a la familia cual casta vestal o sacerdotisa encargada de dar culto a sus tiernos hijos con sabios consejos, para que por este medio lleguen a ser discretos, instruidos y modestos, y sepan inspirar un respeto profundo al par que aspiren a la gloria y bienestar de las futuras generaciones.

La grandeza no es sinónimo de felicidad, como se cree, cuando germina en la conciencia ese gusano roedor que, sin cesar, atormenta a los poderosos de la tierra.

¡Oh, dulces amigas mías! No envidiéis jamás el aterciopelado vestido, los collares de brillantes y diamantes, los numerosos criados, el suntuoso palacio edificado a costa de la sangre del obrero que gime bajo las cadenas de sus opresores.

¡No lo ambicionéis!, sino cuando al rendiros, vuestros esposos os digan con los más dulces halagos: he aquí el producto íntegro de mis ansias y desvelos.

No lo ambicionéis, porque empañan el alma; palabra demostrativa de un espíritu que siente las fuertes sacudidas de la materia, o sea el movimiento locomotor, impresionable y eterno.

No lo ambicionéis ni os dejéis seducir por apreciaciones y exterioridades engañosas, pues vuestro honor es preciada joya hasta extinguirse su brillo, pasando a ser escarnio y ludibrio de cuantos les rodean.

Ambicionad y sostened con verdadera fe y entusiasmo la importancia social de la mujer y la omnímoda influencia sobre las costumbres, sin que necesite salir de la órbita del hogar doméstico.

Ambicionad que renazca en nosotras la primavera de la vida cuando contemplamos con éxtasis los primeros rayos del sol que hacen germinar las flores, trocando en diamantes los helados témpanos que cubren las montañas ¡Cuantas veces, melancólicas y tristes, no habéis evocado el nombre de algún tierno amante, vosotras las que aun no habéis vestido el sayal del himeneo para consagrarse a la fecundación de su especie, don sacrosanto con que ha dotado a la mujer como complemento de la ley natural!

Sí, compañeras: Nuestra misión en la vida, ocupa un lugar sacratísimo en la humanidad, y no debe turbarlo el vértigo de una turbulenta pasión, sino las dulces emociones del casto y puro amor, que constituye la felicidad de la humanidad; y solo por este medio cuando al exhalar el último suspiro bajemos a la fosa eterna las generaciones venideras depositaran un recuerdo de laurel y siempreviva al bello sexo del siglo XIX.

(REVISTA SOCIAL, 3 de agosto de 1882)

14 de abril de 2013

El fallido pronunciamiento del Brigadier Villacampa

El 19 de septiembre de 1886 el brigadier Manuel Villacampa se sublevó en Madrid y avanzó hacia la Puerta del Sol para proclamar la República en España, poco más de una década después de que el general Arsenio Martínez Campos la enterrase con su pronunciamiento en las playas de Sagunto y cuando el país aún vivía agitado por la repentina muerte del rey Alfonso XII y la inestabilidad provocada por una restauración monárquica que ceñía la corona a un niño recién nacido. Manuel Ruiz Zorrilla, desde su exilio parisino, y los últimos militares republicanos que habían sobrevivido a los cambios producidos en el ejército español desde el final del Sexenio Revolucionario, se embarcaron en una intentona precipitada y que era más el resultado de un voluntarismo aventurero que de una necesidad social. El semanario anarquista madrileño Bandera Social publicó entre el 30 de octubre, cuando se levantó la censura militar tras el fallido alzamiento militar republicano, y el 25 de noviembre un análisis de la situación que permite conocer hasta qué punto se habían alejado republicanos y anarquistas.
Retrato del Brigadier Manuel Villacampa del Castillo (Archivo La Alcarria Obrera)

SOBRE LO PASADO
I
Apaciguada algún tanto la marejada que produjeran los sucesos del 19 de septiembre, debemos cumplir la palabra empeñada y, aunque por modo somero, dar nuestra opinión cuanto a los acontecimientos ocurridos en esta localidad.
Podíamos haberlo hecho con sólo tergiversar el orden de nuestro trabajo durante el estado de sitio, pues los fusionistas mostrábanse ávidos de poder apuntar un detalle, fuera de donde quisiera, con tal que este detalle redundara en perjuicio y nuevo cargo contra los vencidos. Pero este salvoconducto, a precio tal adquirido, repugnaba a nuestra hidalguía, y antes que servir intereses bastardos, hubiéramos preferido cien veces arrostrar las consecuencias de la persecución, guardar silencio ó romper nuestra pluma; todo, en fin, menos atacar a los que se encontraban amordazados, perseguidos y encarcelados.
Malquistos con los republicanos burgueses, cuya conducta ni es garantía de la libertad ni de la justicia, en lo que entendemos nosotros por justicia y libertad, la ocasión que se nos presentaba era propicia, no para vengarnos, sino para devolverles cuanto daño nos han hecho, hacen y harán en lo sucesivo.
Hoy, pues, que las circunstancias han cambiado, y todos tienen expedito el camino de la propia defensa, escudriñemos con ánimo sereno, y siguiendo el derrotero de la lógica y la razón, las causas determinantes del movimiento frustrado. Espectadores, digamos así, no interesados en el asunto directamente, podemos hacer desde nuestro punto de vista un juicio exento de la pasión propia de quienes han sido actores ó debieran haberlo sido.
Para ello, pues, debemos retrotraer la política española, eso que se llama política, a tiempos un tanto anteriores a la fecha del 19 de septiembre; que, aunque ésta parezca la decisiva, por lo reciente, reconoce causas incubadas con antelación y gérmenes procreadores bien distintos y extraños a los en esa noche manifestados, por más que en el encadenamiento de la historia tengan explicación categórica. Fijemos nuestro punto de partida en la Revolución de septiembre de 1868, y desde entonces, dando la mano a los hechos acontecidos, llegaremos al que es hoy todavía el tema obligado de la discusión.
La revolución de septiembre hubiera sido, ni más ni menos, que un motín de la soldadesca (calificación dada a la última asonada por El Imparcial) sin la aquiescencia del pueblo. Los militares, que con tanta frecuencia se ofuscan, han querido mermar la parle que le correspondía al pueblo en aquella jornada, atribuyéndose para sí la gloria ganada en Alcolea. Basta para contrarrestar esta opinión la consideración de que el gobierno, si hubiera tenido confianza en la tranquilidad de las poblaciones, hubiera desguarnecido todas las plazas y acumulado tal número de fuerzas en Alcolea, que probable es que hubieran tenido que volver a la emigración los apóstoles de España con honra. Pero sucedió lo contrario, y triunfó la Revolución. Tres años hacía que aquella misma Revolución había sido derrotada en las calles de Madrid. Después de la batalla se llevaron a cabo por la reacción triunfante larga e interminable serie de fusilamientos.
Si los revolucionarios debieron usar la ley de las represalias con sus verdugos del día antes no es asunto para discutido ahora; lo cierto es que fueron más generosos que lo había sido aquella reina y su gobierno responsable y no causaron más víctimas que las ocurridas en el fragor del combate.
No hubo, pues, fusilamientos, cosa que tanto pábulo ha dado ahora, y la Revolución se consolidó, como en política se dice, por medio de la soberanía nacional. Esta misma señora eligió Cortes, no sin que antes estallara aquella formidable insurrección republicana entre cuyos jefes se contara el benévolo Castelar.
Domeñados los republicanos, en cuyo desastre parece debieran andar las concupiscencias, quizá la traición de algún jefe timorato, las Cortes votaron la monarquía, y más tarde á Amadeo I rey de España.
Los realistas borbónicos apenas se atrevían a levantar la cabeza, y a pesar de haberse hecho las elecciones por sufragio, sólo lograron traer a ellas unos cuantos representantes. ¡Si tendrían prestigio!
Como no pretendemos hacer historia descriptiva sino examen retrospectivo, pasamos por alto la muerte de Prim, las intrigas sin nombre de Montpensier y sus obligados para coronarle... y llegamos al momento en que Amadeo, a quien no puede negársele en justicia las buenas cualidades personales, cansado de sufrir impertinencias y lidiar un día y otro día con esa chusma que se llama hombres políticos, abandonó el trono, prefiriendo la vida del simple particular a tener que habérselas cotidianamente con entes que reflejaban en todos sus actos un fondo de innobles pasiones y de ruines aspiraciones.
Todo quedó como una balsa de aceite, al parecer. Pero los monárquicos, que si habían transigido por especulación, veían se iban a oscurecer en cuanto llegaran las elecciones de desandar lo andado. Al efecto, secundados ó engañando a los inocentes batallones monárquicos, dieron el grito de rebelión y se encerraron en la plaza de toros.
Confiaban en la artillería, la Guardia civil y otros refuerzos, y tenían, sabido es de todo el mundo, el proyecto de entrar a sangre y fuego contra los de las gorras coloradas. Conocida era en su mayor parte toda aquella generalesca incitadora del motín; muchos de ellos fueron hechos prisioneros, y sin embargo, los republicanos ni los fusilaron ni los desterraron, sino que los trataron con la mayor consideración, proporcionando a algunos abrigo y acompañándolos hasta su casa.
Es decir, que una vez que triunfó la reacción monárquica, 1866, fusiló y encarceló a diestro y siniestro, y dos veces que triunfaron los llamados revolucionarios, 1869 y 1873, perdonaron generosamente a los vencidos. El contraste es digno de señalarse. Pasemos de otro salto a las elecciones republicanas, luciéronse éstas también por sufragio universal. ¿Cuántos diputados borbónicos vinieron á aquellas Cortes?
Expedito tenían el camino; así es que si no obtuvieron sufragios, debióse esto a que su causa estaba por todo extremo desacreditada ante la opinión de un pueblo que sabía perfectamente lo que podía esperar de aquella Isabel como reina y como mujer. Esta repugnancia que el pueblo les manifestaba debió encender su amor propio y animarles a dar más recursos a las cuadrillas de salteadores, que con la bandera del carlismo, asolaban a los pueblos y asesinaban a los indefensos.
Hasta los más alejados de la política sabían a ciencia cierta que aquellos carlistas no tenían de tal causa sino la boina, su ignorancia y las perversas mañas que esta causa lleva en pos de sí. En el fondo de aquella superficie que gritaba ¡viva Carlos VII! Se agitaba otra cosa, y aquella cosa era la restauración alfonsina. Los jefes más importantes eran alfonsinos, el dinero era de la misma procedencia, la artillería, jefes y cañones, habían salido de las filas y de los bolsillos isabelinos.
Si los republicanos de entonces hubieran sido revolucionarios, con gran facilidad habrían sofocado el movimiento carlista-alfonsino.
Y no habrían menester para ello de aquellas tremendas quintas. Bastaba con que se hubieran acordado que el foco de la insurrección no estaba en los campos sino en las poblaciones. Una medida revolucionaria hubiera dado más al traste con el carlismo-alfonsino que cien batallas. Pero no supieron ó no quisieron. Todos sus cabezas tenían miedo a la Revolución, y como decían con una modestia ridícula, no se atrevían a aceptar ante la historia las consecuencias de un hecho que hubiera cambiado el modo de ser de esta región.
Después de haberse votado la república federal por unanimidad, se sobrecogieron de su obra y quisieron deshacerla. Los que tenían alguna fe política marcharon a Cartagena y allí proclamaron lo que las Cortes habían votado. Contra ellos encaminaron todas las fuerzas, con gran contentamiento de los carlistas-alfonsinos que, al verse libres de las tropas; camparon por sus respetos. Contra los de Cartagena se empleó la energía que faltaba para batir a los carlistas-alfonsinos. Y como si esto fuera poco y los republicanos hubieran tomado a formal empeño el desacreditar la república y labrar su ruina, confiaron el mando de divisiones y brigadas a los que sabían estaban comprometidos en la causa de la restauración, y por tanto habían de hacerles traición. Poco tardó en llegar la confirmación de este hecho. Cuando ya todo estuvo bien preparado a espaldas del gobierno de Castelar, ó con su anuencia, surgió el 3 de enero. Si entonces no se realizó todo de una vez, fue porque abrigaban la seguridad de hacerlo más tarde ó todavía no se atrevían a levantar una bandera que había sido unánimemente rechazada por el pueblo.
II
Al pasar la vista por la parte de este artículo publicada hemos notado bien la discrepancia que existe entre el original efectivo y el extracto. Nuestro afán de reducirlo a las menores dimensiones ha hecho que algunos de los más interesantes pasajes adolezcan de inmenso vacío y hasta de la precisa ilación que menester es en todo escrito destinado a ver la luz pública. Pero el daño está hecho. No tiene remedio, so pena de volver atrás e incluir una numerosa parte de lo suprimido, lo cual hemos tratado de evitar a todo trance por no incurrir en extrema prolijidad. Así, pues, reanudamos, en la forma que nos sea posible, el trabajo comenzado.
Habíamos quedado en la inolvidable fecha del 3 de enero. Lo que pasó después de esta hazaña memorable no tiene nombre. Los monárquicos constitucionales, que siempre tienen la soberanía nacional en la boca, que hablan de la representación nacional como cosa sagrada ó inviolable, no desdeñaron aceptar un ministerio que sólo a virtud del mayor atropello cometido con esas dos cosas, soberanía y representación nacional, pudieron conseguir. En aquella época vióse lo que puede la audacia y con cuánta facilidad suple al prestigio y a la inteligencia. Un general, cuyo nombre hallábase envuelto en las sombras de lo desconocido, pudo ofrecer la gobernación del Estado a unos caballeros, lo cual dice la importancia que tendrá esta institución cuando tan pocos títulos son menester para dirigirla y representarla.
Sigamos con los alfonsinos, pues no hemos de incurrir en la torpeza de exponer los actos llevados a cabo por aquella quisicosa que se llamó gobierno del 3 de enero. Basta apuntar que fue un borrón en la historia, y que los que a escribir ésta se dedican harían gran merced no señalándole, a fin de evitar esa vergüenza a todos los partidos políticos de este país.
Aquello trajo esto. Es decir, cuando los alfonsinos creyeron oportuno el momento, después de haber ido, como Ruiz Zorrilla, a minar al ejército, corromper su fidelidad y buscar la revolución en las cuadras de las compañías, comisionaron a uno (creemos que entonces brigadier) para que diera el grito de Alfonso XII. Sagunto fue el teatro de esta epopeya. Todavía no tenían confianza los hombres civiles en el resultado de su empresa. Pero este militar, dando una muestra de disciplina, de consecuencia a aquella república que le había sacado de su prisión, ascendiéndole y encomendándole un cargo de confianza, se sobrepuso a sus compañeros civiles de conspiración, y a pesar de tener tan pocas fuerzas, casi como las que llevaron a cabo el motín de la soldadesca el 10 de septiembre último y encontrarse al frente del enemigo, que eso dicen que es un enorme delito, levantó la bandera sediciosa.
La restauración, pues, no salió de los comicios; fue el resultado de un golpe de fuerza afortunado. Convencidos los alfonsinos de la realidad, que aún les parecía dudosa, no tardaron en hacer tabla rasa con lo muy poquitito que habían hecho los republicanos. Cual famélica bandada de cuervos lanzáronse sobre su presa, inaugurando una de las series más vergonzosas de arbitrariedades que registra la historia. Todo cuanto había que corromper lo corrompieron, prostituyéronlo todo, hasta que ya, redondeados, que es el busilis de todas las políticas, dieron acceso a los liberales (así se llaman ellos), para que los ayudaran a roer el hueso.
Dejemos a un lado las humillantes transacciones, las repugnantes componendas, las bajezas de todas clases que éstos viéronse compelidos a hacer para que les concedieran, cual vergonzosa limosna, ocupar algunos meses el poder. Si un hombre solo llegara al grado de rebajamiento que han alcanzado aquí los partidos monárquicos liberales y demócratas, para sólo husmear una credencial, ese hombre seria un ente envilecido. No es posible tener en menos estima el propio decoro, no cabe ir más allá en materia de servilismo y abdicación de sí mismo.
Es verdad que llevan cruces, han obtenido grados, mercedes, posición, pero todo ello es un grano de anís comparado con los extremos a que han recurrido y con el anatema que sobre ellos formula la gente seria, honrada y sensata.
Hemos llegado, sin darnos cuenta de ello, al desenlace de nuestro trabajo; pero ya que en esto nos hemos extralimitado algún tanto al ocuparnos de la cosa política, cosa que a decir verdad poco ó nada nos incumbe, pues está probado que de ella no hemos de esperar nada tangente, provechoso y útil, demoraremos al número próximo el encadenamiento de los cabos sueltos de estos dos artículos.
III
Hemos prometido resumir. Resumamos, pues, no sea que el diablo la hurgue, y nos sorprenda lo que se anuncia sin haber terminado el juicio sobre lo pasado.
Dimos tregua a nuestro trabajo del número anterior dejando a los conservadores entregados al consiguiente saqueo como premio a su victoria. Saltando por encima de esos repulgos de empanada que caracterizan a los revolucionarios (?) de historia, responsabilidades, melindres y cuchufletas, tomaron este país como por derecho de conquista y se decidieron a hacer política conservadora.
Que esto no les costó mucho es notorio. Los republicanos, apenas habían cambiado nada, pues el tiempo lo emplearon en tirar de las botas al que iba empingorotándose por la cucaña presupuestívora. El obstáculo que más trabajo les hubiera costado vencer era el pueblo, y el pueblo estaba harto de las inconsecuencias de Castelar, de las veleidades de Pi, de las estolideces de Ruiz Zorrilla, de las contubérnicas concesiones hechas al espíritu reaccionario por Salmerón, de la falta de energía de Figueras y de todas las muestras de incapacidad revolucionaria de que habían dado pruebas todos los hombres y nombres del santoral republicano.
El comercio, que es tan liberal, pero tan liberal, había hecho su pacotilla. Mientras duró la república, de uno ó de otro modo, consiguió repletar sus almacenes de géneros, que una vez en rigor los consumos íbase a aumentar el precio de todos los artículos y deseaba a todo trance se restableciera la monarquía, pues de esta suerte, honrada y legalmente, vendería por treinta lo adquirido por diez. El ejército... Hagamos abstracción de éste, a fin de terminar.
El resultado, pues, de esto fue que los conservadores, que durante se practicó el sufragio, sólo pudieron agenciarse una representación anodina, adquirieron por fuerza lo que nunca hubieran conseguido por la voluntad del pueblo, legalmente manifestada en los comicios. Tan enemigos del desorden, no titubearon en provocarle por todos los medios ilícitos, alimentando la fratricida guerra que sembró a España de luto, desolación, y más que de desolación y luto, de oprobio. Tan asustadizos y declamadores contra el derecho de insurrección, a él apelaron para saciar su desenfrenado apetito. Así se explica que el Sr. Romero dijera, al interpelar a Sagasta qué haría si el país eligiera unas Cortes republicanas, que él (el Sr. Romero Robledo) las disolvería cuantas veces aconteciera esto, lo cual determina hasta qué punto es una farsa eso de ir a los comicios.
Piadosamente pensando, parecía lo natural que los republicanos, si fueran revolucionarios, hubiesen abandonado los escaños del Congreso una vez pronunciadas aquellas frases, que eran un desafío en toda regla lanzado al rostro de los que tienen la pueril pretensión de que, por medio de las urnas se puede hacer otra cosa que gastar saliva, lucir sus facultades oratorias y embaucar a cuatro mentecatos, que ni escarmientan en lo pasado ni en lo presente, ni creemos que en lo porvenir.
Es de tal magnitud el maleficio que ejercen los parlamentos, que es muy difícil, diríamos imposible, que nadie puede sustraerse a su pernicioso influjo, por inflexible que sea su carácter y prevenciones que tome para evitar el contagio.
Pero por muy opuesto que fuera lo dicho por el Sr. Romero a las inocentes pretensiones de los que aspiran, así de bóbilis bóbilis, a realizar sus doctrinas por medio de los votos, lo fueron aún más las declaraciones terminantes del conservador malagueño.
Éste, con ese desprecio con que mira a todos los que no son Cánovas del Castillo, con esa arrogancia que le han hecho adquirir la pequeñez de los hombres políticos españoles de un lado, y de otro la cohorte de aduladores que le ha rodeado constantemente desde que se hiciera amo del cotarro, después de lo de Sagunto, excediéndose a sí mismo en audacia, declaró paladinamente que prefería la monarquía a la paz.
Ni aun así abrieron los ojos los partidarios de las vías legales, y eso que la cosa no podía ser más contundente ni había menester más palabras para explicarse. Aquella preferencia de la monarquía a la paz decía claramente a los republicanos el camino que debían tomar; pero no se movieron; importábales mucho conservar el papel de comparsas que para el buen éxito de su obra les tienen encomendados los monárquicos.
Es más, no sólo no se movieron entonces sino que todavía esperan continuar su incalificable papel en cuanto se reanuden las sesiones. Estos tiempos de vacaciones deben haberle aprovechado en estudiar algunos golpes de efecto para cuando llegue el día. Es probable que tirios y troyanos, fingiendo que lo sienten, se pongan como un trapo, haya voces, protestas, exclamaciones, algarabía, mucho ruido, que todas estas emociones son necesarias para excitar un poco la curiosidad, llamar la atención, justificar el nombramiento de diputado al presente y adquirir la esperanza de la reelección.
Pero la cosa no pasará de ahí. Y esto sí que puede aseverarse infaliblemente, sin pretender sentar plaza de sibila ni menos tener los alcances astronómicos del Zaragozano, pues es tan viejo como el parlamentarismo mismo.
Resumidos, pues, estos puntos, resulta:
1º Que la carencia de ideas revolucionarias de los republicanos, sus condescendencias ilimitadas con las gentes de dinero y su falta de energía y virilidad para llevar a resolución el problema que les estaba encomendado fueron las causas generadoras de la restauración.
2º Que los conservadores, a trueque de realizar su objetivo, no dudaron en apelar a todos los recursos, conjuras, soborno, conspiraciones, guerra civil y, por último, al derecho de insurrección, con lo cual, si bien consiguieron su objeto, también enseñaron cuál es el camino que debe seguir todo el que aspire al triunfo de ideas opuestas a las de los que ocupen el poder. De aquí, pues, que todos intenten y traten de buscar un nuevo Sagunto reparador, y esa serie de conatos de revolución que hasta llegar al del 19 de septiembre, último de la serie, han tenido lugar.
Respecto de éste, aun contra toda nuestra voluntad, diremos la última palabra en el número próximo, pues se presta a enseñanzas elocuentísimas que deben ser muy tomadas en cuenta por los que en lo porvenir pretendan llevar adelante la obra revolucionaria.
IV
Más de dos meses han transcurrido desde la memorable noche del 19 de septiembre. A pesar de haberlo presenciado, todavía nos preguntamos, sin podernos dar contestación categórica, si aquello fue algarada, motín, ó en otro orden, traición, impotencia, jugada de Bolsa, ó lo que es peor, justificación de fondos recibidos. Que de todos estos extremos hase hablado, ya en público, ya en privado, sin que, categóricamente, haya sido replicado por los interesados.
Sea de ello lo que quiera, lo cierto es que el movimiento anunciado, casi públicamente, para dos días después, sufrió una antelación improvisada, con gran sorpresa de los elementos del pueblo en él comprometidos, que sólo tuvieron conocimiento de lo ocurrido al día siguiente.
Esto es tan cierto, que muchos de buena fe entusiastas partidarios de la república, hombres probados de toda su vida, no acertaban a comprender el por qué de aquella anticipación, que tan fatales resultados produjo y ha de producir en lo sucesivo para los republicanos. Hombres avezados a sufrir privaciones y arriesgar su vida, capaces de guardar un secreto contra todas las inquisitorias, maldecían a voz en grito de aquel engaño manifiesto, de aquel alejamiento a que había pretendido relegárseles para que no obstruyeran sin duda la marcha triunfal del nuevo capitán general de Madrid al frente de la guarnición, que era el que debía proclamar la república en la Puerta del Sol.
A este acto lo faltó tanto para drama como le sobró de ridículo para sainete.
¿Qué hacía el pueblo entretanto? Como el que oye llover, supo que los soldados habían atravesado la población gritando ¡viva la república! En otro tiempo, a ese mismo pueblo, que oía impasible los gritos de ¡viva la república! lo hubiera faltado tiempo para asociarse a los que tal gritaban, sin pararse en barras de los perjuicios que esto podía irrogarle.
Pero los desengaños tantas veces sufridos, las apostasías de tanto y tanto político habíanle aleccionado en lo que esperar podía de sus salvadores, y enseñándole a mantenerse en prudente reserva. Y que obraba cuerdamente no cabe duda. Si el movimiento del 19 tenía algunas condiciones de viabilidad eran eminentemente militares. Los jefes republicanos, temerosos de que la clase obrera tomará parte en el asunto, querían hacer dos cosas a la par: la Revolución y la contrarrevolución.
En obsequio nuestro, pretendían anocheciéramos monárquicos y amaneciéramos republicanos, sin desorden, sin ruido. De ese modo, no había derecho a reclamar otra cosa que lo que los heroicos vencedores hubieran concedido graciosamente, y los jefes republicanos hubiéranse llenado la boca diciendo a las clases conservadoras: “lo ven ustedes; hemos hecho una revolución ordenada; hemos puesto particular empeño en sacar a salvo los sagrados intereses de la propiedad, del Estado y de la familia; somos revolucionarios, pero pacíficos”.
Hubiéranse concedido unos cuantos grados y condecoraciones, cambiado la corona real por el gorro frigio, y tutti contenti. Cuando más, y como represalia a los muchos sufrimientos del pueblo, se hubiera tolerado que los chicos ó grandes arrancasen las armas reales de las muestras de confiterías, ultramarinos, pescaderías, etc., etc., y se escribiera con carbón algún nuevo letrero en la fachada del ministerio de Hacienda.
Ahora bien; ¿merecía esto la pena de siquiera perder el tiempo en narrarlo?
Por mal camino no se llega a buen fin, y los Revolucionarios españoles hace tiempo que se han empeñado en seguir estrechos y tortuosos senderos, de tal suerte está esto comprobado, que nosotros creemos que el mayor enemigo que tiene la revolución y la misma república en España es Ruiz Zorrilla y demás jefes importantes del republicanismo.
Por si todavía no les son suficientes los desengaños sufridos en estos últimos años, téngalo entendido una vez más. La revolución política en España ha muerto. Cuantos esfuerzos hagan para encender la fe apagada son estériles; el pueblo, los trabajadores, no están dispuestos a verter más sangre por encumbrar zánganos que luego se vuelvan contra él. No quiere esto decir que el trabajador no sea revolucionario ni que renuncie a la revolución. Lejos de eso, propende a la revolución, pero a la revolución verdad.
Al aniquilamiento de la burguesía, en una palabra.
Y esto se llama Revolución Social.