Curso de economía social de Paul Lafargue, Madrid, 1897 (Archivo La Alcarria Obrera)
Paul Lafargue, yerno de Karl Marx por su matrimonio con Laura Marx, es el auténtico introductor del marxismo en España, país al que llegó huyendo de la represión de la Comuna de París de 1871; la hegemonía de los bakuninistas en la sección hispana de la Primera Internacional no reduce su importancia. A pesar de su preparación intelectual, era médico de profesión y dominaba varios idiomas, y de su cercanía con Marx y Engels, generalmente apenas se conoce de él otro escrito que su libro Elogio de la pereza. Presentamos aquí una de sus tres conferencias, la titulada “Teoría de la lucha de clases”, que, junto con otra de G. Deville, formaron un Curso de Economía Social que fue editado en Francia. En España se publicaron en un folleto conjunto en 1897, con traducción de Juan José Morato, en la Biblioteca Socialista del PSOE.
El hombre vive en dos medios: el cósmico ó natural y el económico ó artificial, creado este último por el arte humano. Las acciones combinadas de estos dos medios determinan la evolución del hombre y de sus sociedades.
Cuando se considera el hombre como ser organizado, apenas si se diferencia de los demás animales por ciertas cualidades y ciertos hábitos, y puede tomársele como el producto inmediato de las fuerzas que accionan en la naturaleza.
El hombre prehistórico, el hombre de la edad de piedra, tal cual nos le muestran por analogía los pueblos salvajes aun existentes en Oceanía, América y África, no sufría más influencia que la del medio natural. En efecto, no vivía más que en el estado natural; iba desnudo, y en los climas fríos llevaba suspendida del cuello una piel de animal que se colocaba por delante ó por detrás, según cuál fuera la dirección del viento; ignoraba el uso de los metales; apenas conocía el del fuego; construía abrigos contra las inclemencias del cielo con ramas de árboles, como los chimpancés; se servía por toda arma de un palo y de piedras, como ciertos monos; no había aún fabricado cerámica; no había elaborado más que una lengua tan rudimentaria que carecía del verbo ser y de voces genéricas tales como árbol, color, calor, etc., y no había llegado más que á un desarrollo intelectual tan imperfecto que no podía contar más allá de tres ó cuatro.
Para explicar la formación de las diversas razas humanas en estas épocas primitivas, el naturalista puede, como hace para otras especies animales, no recurrir más que á la acción de las fuerzas de la naturaleza. La competencia vital, la lucha por la existencia, tal cual existe entre los animales, era la ley de los hombres primitivos. Para perseguir una presa y atraparla, para disputar y apoderarse de una hembra no empleaban otra cosa que la elasticidad de sus músculos y la fuerza de sus brazos y de sus piernas. Desgarraban á sus enemigos con los dientes y las uñas, los golpeaban con piedras y palos; y el vencedor era el más fuerte, el más hábil, el mejor dotado.
Pero esta competencia vital, animal, se modifica y adquiere otros caracteres hasta en los mismos tiempos prehistóricos. Cuando el hombre descubre el arte de trabajar los metales, en la edad de bronce, ya no se bate sólo con sus armas naturales; posee armas artificiales, y en el combate no triunfa el más fuerte, sino el mejor armado. Por tal razón, para muchos antropólogos es poco menos que cierto que los hombres de la edad de piedra que habitaban la Europa fueron exterminados y reemplazados por otra raza de hombres que venían del Este y que conocían el uso del bronce. En apoyo de su opinión hacen constar que las espadas de bronce, doquiera que se las encuentra, en Irlanda, en Escocia, en Noruega, en Alemania, etc., son, no sólo del mismo género, sino idénticas, y podría decirse que han sido fundidas en un mismo molde. No difieren entre sí más que por los ornamentos que tienen grabados: las espadas de bronce de Dinamarca tienen espirales; las que se encuentran al Sur tienen líneas y círculos. La empuñadura es pequeña, lo que parece indicar que los hombres que las manejaban, y que habían sucedido á los de la edad de piedra, tenían las manos pequeñas.
Lo que pasó en los tiempos prehistóricos es lo mismo que ocurre hoy. Cuando un Stanley, un Brazza u otro bandido civilizado entra en lucha con un negro del Congo, la victoria no es para el más fuerte, el más ágil y el más valiente, sino para el revólver y la pólvora. Otro tanto ocurre en el campo de batalla de la industria: cuando los tejedores á mano disputaban el campo á los tejedores de la grande industria, el campo no quedó por el obrero más enérgico, más laborioso, más hábil, sino por el telar mecánico, por la fuerza motriz del vapor. Luego en las sociedades humanas las cosas pasan de diferente modo que entre los animales: en éstas no son sólo las cualidades naturales las que aseguran la victoria, sino, sobre todo, los instrumentos de trabajo y las armas. Puede decirse que la verdadera lucha por la existencia no se verifica entre los hombres, sino entre sus órganos artificiales. Esta competencia vital de las armas y de los instrumentos, que presentan los caracteres de la competencia vital de los animales y de las plantas, ha sido la causa del maravilloso desarrollo de los ingenios industriales y guerreros.
Cuando dos patronos, armados de iguales medios de producción, luchan por expulsarse mutuamente del mercado, combaten sobre las costillas de sus obreros; á más y mejor rebajan los salarios, aumentan la jornada y reemplazan los hombres por mujeres y niños y el obrero hábil por peones. Esta lucha por la existencia de los patronos, si no perfecciona ni física ni intelectualmente á los dos concurrentes, conduce á la degradación física, moral é intelectual de la clase asalariada.
La lucha por la existencia entre los hombres salidos de la animalidad no presenta los mismos caracteres ni entraña los mismos resultados que entre los animales y las plantas; por consiguiente, el que quiera darse cuenta de la evolución humana debe analizar los medios artificiales que ha atravesado el hombre y sus acciones y reacciones sobre el hombre y sus sociedades.
Los dos medios en los cuales vive el hombre el medio natural y el medio artificial son inmutables, siempre idénticos á sí mismos: se transforman.
La historia de la formación de la Tierra nos prueba que el medio natural evoluciona: á esta evolución cósmica atribuía Geoffrny Saint-Hilaire la formación de las especies: por ejemplo, la transformación de los reptiles en aves la atribuía, á las modificaciones químicas de la atmósfera, que, enriqueciéndola de oxígeno, permitió la existencia de animales de sangre caliente. Pero el medio cósmico evoluciona lentamente, y son precisos millares de años para que se produzcan cambios de alguna importancia, y por esta razón las especies vegetales y animales nos parecen inmutables: las condiciones que les han dado movimiento han cambiado insensiblemente. Mas el medio artificial evoluciona rápidamente, y por esta razón la historia del hombre, comparada con la de los animales, presenta una marcha tan agitada y tan diversificada.
Siendo diferentes los medios artificiales en los cuales el hombre evoluciona, ésta es la razón de las grandes variaciones que existen y han existido en las razas humanas. Entre la inteligencia de un parisién y la de un fueguino hay más diferencia que entre las di versas razas de perros ó de monos.
No es el hombre el único que en la naturaleza se ha creado un medio artificial: ciertas especies de animales (los castores, las abejas, las hormigas, etc.) han llegado á construirse medios artificiales que les han permitido alcanzar un grado de desarrollo desconocido en otras especies.
El gran médico latino Celso escribía hace mil doscientos años: “Si los hombres pretenden distinguirse de los animales porque habitan ciudades, hacen leyes y establecen gobiernos, se equivocan grandemente: las hormigas y las abejas hacen otro tanto. Ellas tienen sus reyes, á quienes protegen y á quienes sirven; tienen sus guerras, sus victorias, sus matanzas de vencidos; tienen ciudades y barrios, horas reguladas para el trabajo...; cazan y castigan á los insectos... Si alguien desde lo alto del cielo pudiera echar una ojeada sobre la tierra, ¿qué diferencia encontraría entre las obras de los hombres y las de las abejas y las hormigas?” Después de Celso, muchos pacientes observadores han estudiado las costumbres de estos pequeños animales.
Los hormigueros son una de las maravillas de la naturaleza. “Su rasgo característico -dice Forel- es la ausencia de un modelo inmutable especial para cada especie, que es el caso de las avispas y las abejas. Las hormigas saben adaptar sus construcciones á las circunstancias y sacar partido de los accidentes del suelo”. Las hormigas construyen murallas, levantan pilares, ponen capas de ladrillos, colocan techos, superponen pisos, y se ha encontrado hormigueros que tenían hasta cuarenta. Los nidos de termitas, que tanto abundan en el Senegal, se elevan de tres á seis metros por encima del suelo, y están tan sólidamente construidos, que soportan el peso de un hombre y hasta el de un búfalo, y se comunican con el exterior por parajes subterráneos de 30 centímetros de longitud. ¡Qué son los monumentos de los hombres al lado de los de estos pequeños ortópteros! Si comparamos la altura y extensión de estas construcciones con la talla de los constructores, los trabajos de los hombres parecen ridículos. Una pirámide construida en la misma escala debería alcanzar una altura de 1.000 metros. ¡El monumento más elevado construido por los hombres, la pirámide de Cheops, sólo tiene 147 metros de altura; la flecha de la catedral de Strasburgo, 142, y la torre de Santiago, en París, 58 metros!
Los hormigueros están provistos de paneras, donde se almacenan los granos recogidos por la colonia, después de despojados de sus envueltas, que las hormigas arrojan fuera. Aun no se ha descubierto por qué procedimiento misterioso impiden la germinación de los granos, que saben detener cuando se produce.
En excavaciones húmedas colocan apiladas hojas cortadas en menudos pedazos, sobre las cuales se crían microscópicos hongos, que comen con deleite. Hasta se ha pretendido que cierta especie de hormigas de Tejas era agricultora, que conocía el arte de preparar la tierra y de sembrar; pero el hecho no se ha comprobado científicamente.
“¿Quién hubiera creído que las hormigas eran un pueblo pastor?” -decía Hubert-. Y lo son, en efecto.
Poseen rebaños de pulgones, que dan una secreción azucarada, y un hormiguero es tanto más próspero cuanto mayor número de estas vacas posee. Sobre las hojas de los árboles construyen establos, donde los encierran, y guardan otros bajo tierra encima de las raíces de las plantas. Cuando cambian de nido los transportan, y en otoño recogen sus huevos y los cuidan hasta que nace el nuevo pulgón.
Audubon ha observado á hormigas que empleaban los pulgones como bestias de carga, haciéndolos transportar, entre dos filas de vigilantes, hojas de árboles cortadas, y una vez terminado el trabajo, los encerraban en el hormiguero.
La división del trabajo, que aparece tímidamente en las sociedades humanas primitivas, está tan desarrollada entre las hormigas y ha ocasionado tales diferenciaciones entre los habitantes de un mismo hormiguero, que se le creería compuesto de especies diferentes.
El trabajo de reproducción está confiado á algunos machos y una hembra que los hombres, que han creído ver entre los animales una organización social, llaman reina, pero que no tiene ninguno de los atributos de este cargo, y que es cuidada y mantenida, mas también guardada por centinelas de vista, y á menudo encarcelada por las hormigas sin sexo que componen la gran masa de la colonia y que se subdividen en guerreras y obreras.
El comunismo más absoluto reina en el hormiguero. El trabajo es libre: las hormigas le realizan con un ardor sin descanso. Salomón las presentaba como ejemplo á sus súbditos judíos: “Ve á la hormiga ¡oh perezoso! mira sus caminos y sé sabio: la cual no tiene ni capitán, ni gobernador, ni señor; y con todo eso prepara en verano su comida, allega en tiempo de siega su mantenimiento”.
En el hormiguero todo es de todos. Las hormigas llevan á tal grado su sentimiento comunista, que hasta los alimentos ya ingeridos están durante algún tiempo á disposición de la comunidad. Su tubo digestivo se divide en dos partes: la una, la anterior, es una especie de despensa al servicio de la colonia; el esófago distendido forma una especie de bolsa que puede contener gran cantidad de alimentos líquidos, que en caso necesario son expelidos, mediante una regurgitación, para alimentar á los hambrientos, á las larvas, á las hembras y á los machos que no saben procurarse alimento. Entre ciertas especies australianas esta propiedad es utilizada para transformar algunas hormigas en verdaderos tarros de confitura, á las que se extrae esa secreción.
No solamente el orden y la harmonía imperan en el seno del hormiguero, sino que á menudo hay establecidas relaciones pacíficas con los hormigueros vecinos, bien que, generalmente, la guerra más activa reina entre ellos. Forel ha observado en una explanada de las cercanías de Ginebra -la Petite Saleve - una nación de hormigas formada por más de cien colonias, que vivían en la paz más perfecta, en una llanura de Alleghanies, en la América del Norte, M Coock descubrió de 1.600 á 1.700 hormigueros cónicos, de dos á cinco pies de altura; todos sus habitantes estaban estrechamente ligados y no se atacaban jamás, uniéndose para rechazar los enemigos exteriores (arañas, serpientes, etc.), y se auxiliaban también para la construcción y reparación de sus nidos. Era una verdadera federación de hormigueros.
Los hechos que preceden - podría citar otros muchos- testifican tal desarrollo intelectual, que Darwin ha podido decir con razón: “El cerebro de una hormiga es una de las más maravillosas partículas de la materia organizada, quizá más maravillosa aún que el cerebro del hombre”. Este desarrollo intelectual incomparable no puede ser atribuido á la competencia vital de que nos hablan los señores darwinistas, sino más bien á la acción protectora y educadora del medio artificial creado por las hormigas, medio que en el seno del hormiguero suprime toda lucha, toda competencia individual hasta no dejar subsistir más que la lucha colectiva de toda la colonia contra la naturaleza ambiente.
Las últimas investigaciones históricas demuestran que el comunismo es el primer molde en que se han vaciado las sociedades humanas.
En nuestros días se encuentran en Asia, en Oceanía, en África, y en la misma Europa, pueblos que no conocen la propiedad individual si no es la de la casa y el jardín á ella adyacente. Los campos son poseídos colectivamente por toda la tribu; las tierras arables-según las costumbres locales-se dividen entre las familias todos los años ó cada tres ó siete años; los bosques y los pastos son siempre propiedad indivisa.
Esta forma colectiva de la propiedad comporta una organización social y familiar como no se encuentra en ninguna sociedad basada en otra forma de propiedad.
Entre los pueblos de propiedad colectiva, á pesar de las diferencias de raza y de clima, se encuentran los mismos vicios, las mismas pasiones é iguales virtudes, así como hábitos y manera de pensar análogos: el medio artificial unifica las razas que diversifica el medio natural.
Así, el robo, la virtud por excelencia de los civilizados burgueses del régimen de la propiedad individual, es desconocido en el seno de las comunidades primitivas: todos los miembros de ellas viven trabajando, ninguno hace trabajar á otro usurpándole una parte de los productos de su trabajo; se prestan mutuamente sus servicios sin pensar en reclamar por ello una retribución ó recompensa de especie alguna.
En Rusia, en la India, cuando una familia no puede acabar por sí sola la recolección, las demás familias la ayudan, sin esperar por ello otro salario que el convite á una francachela, en que se bebe abundantemente.
En estas comunidades primitivas no existen leyes ni se sabe qué cosa es eso que nosotros llamamos justicia, derecho ó deber: no hay más que costumbres, tradiciones, y el solo castigo que existe para los que violan la costumbre es la reprobación general. A veces, en ciertas comunidades indias, el culpable debe pagar una cantidad de bebida, que se consume en los regocijos públicos.
Sin la ayuda de ninguna de las instituciones represivas de las naciones capitalistas que se llaman civilizadas (policía, magistratura, sistema penitenciario, etc.) reinan un orden estable y una harmonía perfectas en el seno de las comunidades primitivas; bien que, como los hormigueros, estén generalmente en guerra entre sí. Todo lo que es extraño ó extranjero les es hostil. Este sentimiento encuentra su verdadera expresión en la palabra latina hostis, que significa á la vez enemigo y extranjero: las palabras huésped y hostilidad derivan de la misma voz latina.
Por lo mismo que las sociedades humanas primitivas han evolucionado en medios artificiales, suprimiendo todo antagonismo individual, toda competencia vital darwiniana, es por lo que el hombre ha podido desarrollarse y elevarse por encima de la animalidad. Los antagonismos no aparecen en las sociedades sino cuando la forma colectiva de la propiedad se disuelve y cuando la sociedad se divide en clases que tienen intereses opuestos; pero en ningún caso la lucha por la existencia reviste en el seno de las sociedades humanas la forma observada entre los animales y las plantas, y, sobre todo, nunca conduce á iguales resultados.
En los hormigueros, con objeto de que puedan realizarse las diferentes funciones indispensables á la vida de la comunidad, las hormigas se dividen en categorías, en clases: clase de reproductores (hembra y macho); clase de las neutras, subdividida en clase guerrera y clase obrera, siendo incumbencia de esta última todos los trabajos. Las demás clases sólo tienen que proveer á la reproducción y defensa de la comunidad. Las diferentes categorías de hormigas desempeñan un papel esencialmente útil.
Esta subdivisión de los miembros de una misma comunidad en categorías y en clases se efectúa también en las sociedades humanas: las clases descargadas del cuidado de proveer á su propia alimentación y entretenimiento han llenado en un principio una función útil, indispensable para la vida de la comunidad, la que les procuraba los medios de subsistencia.
En las teocracias de los judíos, de los indios, de los persas, de los egipcios, de los galos, etc., cuando aun no se había inventado la escritura silábica, los sacerdotes eran los depositarios de la tradición y de los conocimientos adquiridos; y estaban encargados de la administración de los bienes de la colectividad y de la dirección general del trabajo.
Las aristocracias feudales en Europa y en Asia tenían también en su origen cierta utilidad: el campesino-propietario se infeudaba á un señor feudal, al cual se comprometía á pagar un tributo en especie (renta) y en trabajo (corvea), con la condición de ser protegido contra los numerosos enemigos que le cercaban. El señor debía poseer un castillo donde, en caso de ataque, el campesino pudiera poner á salvo su cosecha y su ganado, y debía sostener cierto número de hombres de guerra para rechazar los ataques.
Como dice muy bien Engels: “La ley de la división del trabajo es la que yace en el fondo de esta división de la sociedad humana”.
Pero las clases emancipadas del trabajo han abusado siempre de su superioridad, y el abuso que han hecho de sus privilegios ha sido tanto más nocivo é insoportable, cuanto que las funciones que debían realizar habían llegado á ser innecesarias, gracias á las transformaciones del medio social que las había dado nacimiento.
“Todas han recurrido-dice Engels- á la fuerza, á la rapiña, á la astucia y al fraude para extender y consolidar su dominación en detrimento de la clase trabajadora y para transformar la dirección social en explotación de las masas”.
De útiles y bienhechoras que fueron en su origen, las clases emancipadas del trabajo acabaron por llegar á ser nocivas y opresoras.
Para mantener su posición las clases emancipadas, llegadas á clases reinantes, emplean las fuerzas intelectual y brutal sabiamente organizadas.
En las precedentes conferencias he mostrado á la burguesía, volteriana cuando luchaba contra la nobleza, convirtiéndose en hipócrita cuando llegó á ser clase dominante, é inventando la religión liberal con sus dioses Progreso, Libertad, Trabajo, Leyes naturales de la Economía política, etc., y en último término, tratando de decretar la inferioridad social de la clase trabajadora en nombre de la ciencia natural.
La aristocracia también pasó por las mismas fases de evolución: en un tiempo estaban en guerra el papa y el emperador, el barón y el obispo, el castillo y la iglesia, y, sin embargo, concluyeron por coligarse para oprimir, física é intelectualmente, á los trabajadores de las villas y de los campos. La fuerza brutal y coercitiva (ejército, policía, magistratura, etc.) de que se sirven las clases dominantes, crece á medida que éstas se van haciendo inútiles y que la clase oprimida, aumenta y acentúa su antagonismo. La clase inferior no puede efectuar su emancipación más que destruyendo la fuerza intelectual y la fuerza brutal de la clase dominante, haciendo que preceda á la lucha armada una campaña teórica preparatoria.
Para resistir á las reclamaciones y á los golpes de mano de la clase oprimida, la clase reinante presenta un frente unido, siquiera la discordia impere en su seno: en 1848 y en 1871 hemos visto á todas las fracciones de la burguesía suspender sus querellas y aliarse para aplastar la sublevación popular. Pero las luchas políticas de las fracciones de esa clase, que se manifiestan en la superficie, revelan imperfectamente las luchas intestinas y sin tregua que se libran en el seno de ella.
En efecto, como ha dicho Marx: “Si bien todos los individuos de la burguesía moderna tienen el mismo interés, como individuos que forman una clase enfrente de otra clase, tienen intereses opuestos, antagónicos, cada vez que se encuentran unos frente á otros. Esa oposición de intereses dimana de las condiciones económicas de la vida burguesa”.
La competencia industrial y comercial, ese dogma fundamental de la economía burguesa, no es, en definitiva, más que la declaración de guerra de los diversos intereses de la burguesía. Esta guerra conduce fatalmente á la expropiación de los vencidos, que son arrojados en e! proletariado, y la concentración de la fortuna social en manos cada vez menores en número, y, por consecuencia, al compás que la clase burguesa aumenta en riqueza disminuye en número, y es cada vez más incapaz para defenderse á sí misma.
La aristocracia ha atravesado las mismas fases de evolución. Las guerras perpetuas de los barones feudales la condujeron á su mutua destrucción; los bienes del vencido y sus hombres de guerra iban á aumentar el ejército y las tierras del vencedor. Esta constante eliminación de sus miembros concluyó por reducir á la clase aristocrática y por facilitar su supresión como clase reinante.
La lucha por la existencia entre los animales tiende á perfeccionar al individuo y á desarrollar la especie, en tanto que en las sociedades humanas no mejora el individuo: diezma á la clase dominante y prepara su abolición.
Al compás que la clase emancipada del trabajo decrece y se transforma en clase parasitaria u opresora, la clase oprimida crece y recluta en sus filas todas las capacidades intelectuales necesarias para la dirección económica y política de la sociedad, y entonces el antagonismo de las dos clases se intensifica y estalla en luchas civiles.
Este antagonismo engendró en la Edad Media las guerras de campesinos y las sublevaciones de las villas, que prepararon la caída de la clase feudal, y en nuestros días engendra huelgas, que trastornan continuamente las relaciones económicas, y revueltas obreras, que perturban el mundo político. La guerra civil, con sus ferocidades y sus horrores, señala el apogeo del antagonismo de clases: la toma por asalto de los poderes políticos del Estado es la base de la emancipación de la clase oprimida, de la clase revolucionaria.
El Estado es la fortaleza donde se refugia la clase reinante, incapaz de defenderse á causa de la reducción del número de sus miembros y también á causa de su imbecilidad.
El Estado es, pues, la organización de las fuerzas brutales é intelectuales de que necesita la burguesía para asegurar sus condiciones de explotación y para mantener á la clase trabajadora en las condiciones de sumisión (esclavitud, servidumbre, salariado) que reclama el modo de producción actual.
Mientras que la sociedad esté dividida en clases antagónicas, es decir, en tanto haya que contener á una clase, el Estado es una fatalidad que ni el agua bendita del libre cambio ni los exorcismos anarquistas pueden destruir. La clase oprimida, que en un momento dado es la clase revolucionaria, debe apoderarse del Estado, transformarle según las necesidades de la lucha y volverle contra la clase á quien se debe desposeer.
En el siglo último la burguesía francesa era la clase revolucionaria, y no se emancipó sino cuando puso mano en el Estado y le transformó, sirviéndose de sus fuerzas para quebrantar las resistencias de la nobleza y del clero. Pero la burguesía, á pesar de su disfraz filantrópico y de sus declamaciones de fraternidad, se presentó como clase explotadora de la masa obrera. No podía, pues, destruir el Estado, antes al contrario, le fortificó, y el día mismo de su advenimiento al Poder le empleó en reprimir las sublevaciones populares. El Estado no puede ser suprimido más que por la clase que realice la abolición de todas las clases, y las clases no podrán ser abolidas más que cuando se haya resuelto el antagonismo de los intereses económicos, cuando la propiedad individual, que engendró el antagonismo de intereses, sea transformada en propiedad nacional ó común.
He aquí, para terminar, unas palabras de Federico Engels: “Cuando no haya clases que mantener en la opresión, cuando la dominación de clase, la lucha por la existencia, basada en la anarquía de la producción, las colisiones y los excesos que de aquí dimanan hayan desaparecido, no habiendo nada que reprimir, el Estado será ya inútil. El primer acto por el cual el Estado se constituirá en verdadero representante de toda la sociedad -la toma de posesión de los medios de producción en nombre de aquélla- será al mismo tiempo su último acto como Estado. El gobierno de las personas será sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procedimientos de producción: la sociedad libre no puede tolerar la existencia de un Estado entre ella y sus miembros.
La división de la sociedad en clase explotadora y clase explotada, dominante y oprimida, ha sido la consecuencia fatal de la productividad poco desarrollada de la sociedad. Allí donde el trabajo social no rinde más que una cantidad de productos que apenas excede de lo que es estrictamente necesario para mantener la existencia de todos; allí donde el trabajo, por consecuencia, absorbe todo ó casi todo el tiempo de la gran mayoría de los individuos que componen la sociedad, aquella sociedad se divide necesariamente en clases. Al lado de una gran mayoría, consagrada exclusivamente al trabajo, se forma una minoría exenta del trabajo directamente productivo y encargada de los negocios comunes de la sociedad: dirección general del trabajo, gobierno, justicia, ciencias, artes, etc. La posibilidad, mediante la producción social, de asegurar á todos los miembros de la sociedad una existencia material bastante desahogada, que se ensanchará cada día más, y de garantizarles al mismo tiempo el libre desarrollo y ejercicio de todas sus facultades físicas é intelectuales, esa posibilidad, decimos, existe hoy por vez primera, pero existe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario