Pegatina de la FAU, Alemania, 2010 (Archivo La Alcarria Obrera)
Rudolf Rocker fue uno de los teóricos y organizadores anarcosindicalistas más interesantes del siglo XX. Alemán de nacimiento, le tocó vivir todos los avatares históricos de la Europa Central en esos agitados años: la Gran Guerra y su epílogo revolucionario, la fundación de la FAU, la reconstrucción de la AIT en el Berlín esperanzador de 1922 y la devastadora llegada del nazismo, que él anticipa acertadamente en este artículo, publicado el 15 de mayo de 1920 en Freie Arbeiterstimme de Nueva York, órgano anarquista en yiddisch. Buena parte de la obra de Rocker está dedicada a criticar La influencia de las ideas del absolutismo en el socialismo, título de uno de sus libros y eje de su pensamiento, tal y como se recoge en el texto que ofrecemos, en el que deslinda completamente el modelo de consejos o soviets obreros y la dictadura del proletariado.
¿Sistema de los soviets o dictadura del proletariado?
¿Creen acaso que el título contiene un error?
¿Qué el sistema de los soviets y la dictadura del proletariado son una sola y misma cosa? No, se trata de dos conceptos muy diferentes que, lejos de completarse, se excluyen recíprocamente. Sólo una malsana lógica de partido puede admitir una fusión allí donde, en realidad, existe una oposición muy clara.
La idea de los soviets es una expresión definida de lo que nosotros entendemos por la revolución social: corresponde a la parte enteramente constructiva del socialismo. La idea de la dictadura es de origen exclusivamente burgués y no tiene nada en común con el socialismo. Es posible vincular artificialmente ambas nociones, pero el resultado será siempre una caricatura de la idea original de los soviets, que perjudicará la idea fundamental del socialismo.
La idea de los soviets no es en absoluto una idea nueva, nacida de la revolución rusa, como suele creerse. Nació en el seno del ala más avanzada del movimiento obrero europeo, en el momento en que la clase obrera salía de la crisálida del radicalismo burgués para volar con sus propias alas. Era el momento en que la Asociación Internacional de Trabajadores realizó su gran intento de agrupar en una sola y vasta unión a los obreros de los diferentes países y abrirles el camino de la emancipación. Aunque la Internacional tuviera fundamentalmente el carácter de una vasta organización de uniones profesionales, sus estatutos estaban redactados de manera que permitieran que todas las tendencias socialistas de la época, con tal de que estuviesen de acuerdo en el objetivo final, pudieran ocupar un lugar en sus filas.
En un comienzo, las ideas de la gran Asociación estaban lejos de tener la claridad y la expresión acabada que alcanzaron naturalmente en el Congreso de Ginebra, en 1866, y de Lausana, en 1867. Cuanto más madura internamente se hacía la Internacional y más se extendía como organización de lucha, más claras se hacían las ideas de sus miembros. La acción práctica en la lucha cotidiana entre el capital y el trabajo conducía, por sí misma, a una como prensión más profunda de los principios fundamentales.
Después de que el Congreso de Bruselas (1868) se hubiera pronunciado en favor de la propiedad colectiva del suelo, del subsuelo y de los instrumentos de trabajo, se creó una base para el posterior desarrollo de la Internacional.
En el Congreso de Basilea, en 1869, la evolución interior de la gran Asociación obrera alcanzó su punto culminante. Junto a la cuestión del suelo y del subsuelo, de las que el Congreso volvió a ocuparse, fue especialmente la cuestión de las uniones obreras la que pasó a primer término.
Un informe sobre esta cuestión, presentado por el belga Rins y sus amigos, provocó un gran interés: las tareas correspondientes a las uniones obreras y la importancia que ofrecen fueron expuestas, por primera vez, desde una perspectiva totalmente nueva, semejante en cierto modo a las ideas de Robert Owen. En Basilea, se proclamó abierta y claramente que la unión profesional, la Trade-Union, no es una organización normal y transitoria que sólo tiene razón de existir en el seno de la sociedad capitalista y que debe desaparecer con ella. El punto de vista del socialismo estatista, que piensa que la acción de las uniones obreras debe limitarse a un mejoramiento de las condiciones de existencia de los obreros, dentro de los límites del asalariado, y que allí concluye su tarea, se vio profundamente modificado.
El informe de Rins y de sus compañeros demostró que las organizaciones de lucha económica obrera deben ser consideradas como unas células de la futura sociedad socialista y que la tarea de la Internacional es educar a estas organizaciones para hacerlas capaces de cumplir su misión histórica. El Congreso adoptó este punto de vista, pero hoy sabemos que muchos delegados, en especial algunos de los representantes de las organizaciones obreras alemanas, jamás quisieron llevar a cabo lo que esta resolución implicaba.
Después del Congreso de Basilea, y especialmente después de la guerra de 1870, que espoleó al movimiento social europeo por un camino totalmente diferente, aparecieron dos tendencias bien diferenciadas en el seno de la Internacional, tendencias que después entraron en oposición clara entre sí y condujeron a una escisión de la Asociación. Se ha pretendido reducir estas luchas intestinas a unas querellas meramente personales, en especial a la rivalidad entre Mijaíl Bakunin y Karl Marx y el Consejo General de Londres. Nada más falso e infundado que esta idea procedente de un desconocimiento total de los hechos. Es cierto que las consideraciones personales desempeñaron un cierto papel, como casi siempre ocurre en casos semejantes. Fueron sobre todo Marx y Engels quienes atacaron a Bakunin en la medida de lo humanamente posible; hecho que ni el biógrafo de Marx, Franz Mehring, puede silenciar. Pero sería un grave error ver en estas enojosas polémicas la verdadera causa de la gran oposición entre esos hombres. En realidad, se dirimían dos concepciones diferentes del socialismo, y sobre todo de los caminos que deben conducir a él. Marx y Bakunin se limitaron a ser los más destacados en esta lucha por unos principios fundamentales, pero el conflicto se habría producido igualmente sin ellos. Pues no se trataba de una oposición entre dos personas, sino de una oposición entre corrientes ideológicas, que tenía y que sigue teniendo ahora su importancia.
Los obreros de los países latinos, donde la Internacional halló su principal apoyo, desarrollaron su movimiento a partir de unas organizaciones de lucha económica. A sus ojos, el Estado sólo era el agente político y el defensor de las clases poseedoras; por consiguiente no apuntaban tanto a la conquista del poder político como a la supresión del Estado y de todo poder político, bajo cualquier forma, pues no veían en él más que un preludio a la tiranía y a la explotación. Así pues, no querían imitar a la burguesía fundando un nuevo partido político, origen de una nueva clase de políticos profesionales. Su objetivo era apoderarse de las máquinas, de la industria, del suelo y del subsuelo; veían con claridad que dicho objetivo les distanciaba totalmente de los políticos radicales burgueses que lo sacrifican todo a la conquista del poder político. Entendieron que con el monopolio de la posesión debe caer también el monopolio del poder; que la totalidad de la vida de la sociedad futura debe estar basada en unos fundamentos enteramente nuevos.
A partir de la idea de que la dominación del hombre sobre el hombre ha periclitado, intentaron persuadirse de la idea de la administración de las cosas. Sustituyeron la política de los partidos en el seno del Estado por una política económica del trabajo. Entendieron que la reorganización de la sociedad en una dirección socialista debe ser realizada en la propia industria, y de este concepto nació la idea de los consejos (soviets).
Estas ideas del ala antiautoritaria de la Internacional fueron profundizadas y desarrolladas, de manera especialmente clara y precisa, en los Congresos de la Federación del Trabajo española. Allí se introdujeron los términos de Buntos y de Consejos del trabajo (Comunas obreras y Consejos obreros). Los socialistas libertarios de la Internacional entendieron perfectamente que el socialismo no puede ser dictado por un gobierno, sino que debe desarrollarse de manera orgánica de abajo hacia arriba; entendieron que son los propios obreros quienes deben asumir la organización de la producción y del consumo. Y opusieron esta idea al socialismo de Estado de los políticos parlamentarios.
En el curso de los años siguientes, hubo feroces persecuciones contra el movimiento obrero de los países latinos. La señal de partida fue dada por el aplastamiento en Francia de la Comuna de París; después, las represiones se extendieron a España e Italia. La idea de los consejos quedó rechazada a un segundo término, pues al estar perseguida toda propaganda abierta, en los gobiernos secretos que los obreros debieron formar estaban obligados a utilizar todas sus fuerzas en combatir la reacción y defender sus víctimas.
El sindicalismo revolucionario y la idea de los consejos
El desarrollo del sindicalismo revolucionario despertó esta idea y la llamó a una nueva vida. Durante la época más activa del sindicalismo revolucionario francés, de 1900 a 1907, la idea de los consejos se desarrolló bajo su forma más clara y acabada.
Basta con hojear los textos de Pouget, Griffuelhes, Monatte, Yvetot y muchos más, para convencerse de que ni en Rusia ni en ningún lugar, la idea de los consejos se enriqueció, después, con ningún elemento nuevo que los propagandistas del sindicalismo revolucionario no hubieran formulado quince o veinte años antes.
Durante este tiempo, los partidos obreros socialistas rechazaban totalmente la idea de los consejos; la gran mayoría de quienes son ahora sus decididos partidarios, sobre todo en Alemania, consideraban entonces con el mayor desprecio esta nueva utopía. El propio Lenin, en 1905, manifestaba al presidente del consejo de delegados obreros de Petersburgo que el sistema de los consejos era una institución superada, con la que su partido no podía tener nada en común.
Ahora bien, esta concepción de los consejos, cuyo honor incumbe a los socialistas revolucionarios, señala el momento más importante y constituye la piedra angular de todo el movimiento obrero internacional. Debemos añadir que el sistema de los consejos es la única institución capaz de conducir a la realización del socialismo, pues cualquier otro camino sería equivocado. La utopía se ha mostrado más poderosa que la ciencia.
Es innegable también que la idea de los consejos se desprende lógicamente de la concepción de un socialismo libertario, lentamente desarrollado en el seno del movimiento obrero en oposición con la del Estado y con todas las tradiciones de la ideología burguesa.
La dictadura del proletariado herencia de la burguesía
No se puede decir en absoluto lo mismo de la idea de la dictadura. No procede del mundo de los conceptos socialistas. No es un producto del movimiento obrero sino una triste herencia de la burguesía, de la que, para suerte suya, se ha dotado al proletariado. Va estrechamente unida a la aspiración al poder político, que es, igualmente, de origen burgués.
La dictadura es una cierta forma que toma el poder del Estado. Es el Estado sometido al estado de sitio. Como los restantes partidarios de la idea estatista, los defensores de la dictadura pretenden poder imponer al pueblo -como medida provisional- su voluntad. Esta concepción constituye en sí misma un obstáculo a la revolución social, cuyo propio elemento vivo es precisamente la participación constructiva y la iniciativa directa de las masas.
La dictadura es la negación, la destrucción del ser orgánico, del modo de organización natural, de abajo hacia arriba. Se alega que el pueblo todavía no es adulto, que no está preparado para ser su propio dueño. Se trata de la dominación sobre las masas, de su tutela por una minoría. Sus partidarios pueden tener las mejores intenciones, pero la lógica del poder les llevará siempre a entrar en el camino del más extremo despotismo.
La idea de la dictadura ha sido tomada por nuestros socialistas-estatistas del partido pequeñoburgués de los jacobinos. Dicho partido calificaba de crimen cualquier huelga y prohibía, bajo pena de muerte, las asociaciones obreras. Saint-Just y Couthon fueron sus portavoces más enérgicos, y Robespierre actuaba bajo su influencia.
La manera falsa y unilateral de imaginarse la gran revolución, típica de los historiadores burgueses, influyó fuertemente a la mayoría de los socialistas y contribuyó en gran manera en conferir a la dictadura jacobina una fuerza que no merecía, y que el martirio de sus principales caudillos no hizo más que aumentar. La mayoría siempre es propensa al culto de los mártires, y eso la hace incapaz de un juicio crítico sobre sus ideas y sus actos.
Conocemos la obra creadora de la revolución: la abolición del feudalismo y de la monarquía: los historiadores la han glorificado como la obra de los jacobinos y de los revolucionarios de la Convención, y con el tiempo ha resultado de ello una concepción totalmente falsa de toda la historia de la revolución.
Hoy sabemos que esta concepción está basada en una ignorancia voluntaria de los hechos históricos y en especial de la verdad de que la auténtica obra creadora de la gran revolución fue realizada por los campesinos y los proletarios de las ciudades, en contra de la voluntad de la Asamblea Nacional y de la Convención. Los jacobinos y la Convención siempre combatieron vivamente las innovaciones radicales, hasta que se enfrentaban al hecho consumado y ya era inútil resistir. Así pues, la abolición del sistema feudal se debe únicamente a las incesantes rebeliones campesinas, ferozmente perseguidas por los partidos políticos.
En 1792, la Asamblea Nacional seguía manteniendo el sistema feudal y sólo en 1793, cuando los campesinos comenzaron enérgicamente a conquistar sus derechos, la Convención revolucionaria sancionaba la abolición de los derechos feudales. Igual ocurrió con la abolición de la monarquía.
Las tradiciones jacobinas y el socialismo
Los primeros fundadores de un movimiento socialista popular en Francia procedían del campo jacobino, y es totalmente natural que sobre ellos pesara la herencia del pasado.
Cuando Babeuf y Darthey creaban la conspiración de los Iguales, querían hacer de Francia, mediante la dictadura, un Estado agrario comunista. En cuanto comunistas, entendían que para alcanzar el ideal de la gran revolución, había que resolver el problema económico; pero, en cuanto jacobinos, creían que su objetivo podía alcanzar se mediante la fuerza del Estado, dotado de los más amplios poderes. La creencia en la omnipotencia del Estado alcanzó en los jacobinos su grado superior; estaban tan profundamente imbuidos de ella que ya no podían imaginarse otro camino a seguir.
Babeuf y Darthey fueron llevados a la guillotina, pero sus ideas sobrevivieron en el pueblo y hallaron un refugio en las sociedades secretas de los babouvistas, bajo el reinado de Luis Felipe. Hombres como Barbes y como Blanqui actuaron en igual sentido, luchando en favor de la dictadura del proletariado destinada a realizar los objetivos comunistas, y otros como Marx y Engels heredaron la idea de la dictadura del proletariado, expresada en el Manifiesto comunista. No entendían con ello otra cosa que la instauración de un poderoso poder central cuya tarea consistiría en romper, mediante radicales leyes coercitivas, la fuerza de la burguesía y organizar la sociedad en el espíritu del socialismo de Estado.
Estos hombres llegaron al socialismo procedentes de la democracia burguesa; estaban profundamente imbuidos de las tradiciones jacobinas. Además, el movimiento socialista de la época no estaba tan desarrollado como para abrirse su propio camino y vivía más o menos sobre las tradiciones burguesas.
¡Todo por los consejos!
Fue únicamente con el desarrollo del movimiento obrero en la época de la Internacional cuando el socialismo se sintió capaz de librarse de los últimos vestigios de las tradiciones burguesas y de volar totalmente con sus propias alas. La concepción de los consejos abandonaba la noción del Estado y de la política del poder, bajo cualquier forma que se presentase; se enfrentaba así directamente a cualquier idea de dictadura; ésta, en efecto, no sólo quiere arrancar el instrumento del poder a las fuerzas poseedoras y al Estado, sino que quiere también desarrollar lo más posible su propia fuerza.
Los pioneros del sistema de los consejos vieron perfectamente que con la explotación del hombre por el hombre debe desaparecer también la dominación del hombre por el hombre. Entendieron que el Estado, la potencia organizada de las clases dominantes, no puede convertirse en instrumento de emancipación para el trabajo. Pensaban de igual manera que la destrucción del antiguo aparato de poder debe ser la tarea más importante de la revolución social, para hacer imposible toda nueva forma de explotación.
Que no se nos objete que la dictadura del proletariado no puede compararse con otra dictadura cualquiera, pues se trata de la dictadura de una clase. La dictadura de una clase no puede existir como tal, pues siempre se trata, a fin de cuentas, de la dictadura de un determinado partido que se arroga el derecho de hablar en nombre de una clase. Así es como la burguesía, en lucha contra el despotismo, hablaba en nombre del pueblo; en los partidos que nunca han estado en el poder, la aspiración al poder se hace extremadamente peligrosa.
Los nuevos ricos del poder todavía son más repugnantes y peligrosos que los nuevos ricos de la propiedad. Alemania nos sirve a este respecto de instructivo ejemplo: vivimos ahora bajo la poderosa dictadura de los políticos profesionales de la socialdemocracia y de los funcionarios centralistas de los sindicatos. Ningún medio les parece bastante brutal y suficientemente vil contra los miembros de su propia clase que se atreven a estar en desacuerdo con ellos. Estos hombres se han desembarazado de todas las conquistas de la revolución burguesa que aseguran la libertad y la inviolabilidad de la persona; han desarrollado el más horrible sistema policiaco, hasta el punto que pueden apoderarse de cualquier persona que les disguste y hacerla inofensiva por un tiempo determinado. Las famosas lettres de cachet de los déspotas franceses y la deportación por orden administrativa del zarismo ruso han reaparecido con estos singulares defensores de la democracia.
Es cierto que esos hombres alegan en cada momento su constitución, que asegura a los buenos alemanes todos los derechos posibles; pero esta constitución sólo existe en el papel; igual ocurrió con la famosa constitución republicana de 1793, que jamás fue aplicada pues Robespierre y sus adeptos manifestaron que no podía ser puesta en práctica cuando la patria estaba en peligro. Mantuvieron, por tanto, la dictadura, y ésta llevó al 9 de thermidor, a la vergonzosa dominación del Directorio y, finalmente, a la dictadura del sable napoleónico. En Alemania, ya estamos en el Directorio; sólo falta el hombre que desempeñe el papel de Napoleón.
Es cierto que sabemos que la revolución no puede hacerse con agua de rosas; sabemos asimismo que las clases poseedoras no abandonarán voluntariamente sus privilegios. El día de la victoria de la revolución, los trabajadores deben imponer su voluntad a los actuales poseedores del suelo, del subsuelo y de los medios de producción. Pero, en nuestra opinión, esto sólo podrá producirse si los trabajadores se apoderan por si mismos del capital social, y, en primer lugar, si derriban el aparato de fuerza política, que hasta ahora ha sido y seguirá siendo la fortaleza que permitía engañar a las masas. Para nosotros este acto es un acto de liberación, una proclamación de la justicia social; es la misma esencia de la revolución social, totalmente ajena a la idea meramente burguesa de la dictadura.
El hecho de que gran número de partidos socialistas haya adherido a la idea de los consejos, propia de los socialistas libertarios y de los sindicatos, es una confesión; reconocen con ello que la táctica seguida hasta el presente ha sido errónea y que el movimiento obrero debe crear para sí mismo, en estos consejos, el único órgano que le permitirá la realización del socialismo. Por otra parte, no debemos olvidar que esta repentina adhesión amenaza con introducir en la concepción de los consejos muchos elementos extraños, que no tienen nada en común con sus tareas originales y que deben ser eliminados como peligrosos para su desarrollo posterior. Entre estos elementos extraños, el primer lugar corresponde a la idea de la dictadura. Nuestra tarea debe ser la de prevenir este peligro y precaver a nuestros camaradas de clase contra unas experiencias que no pueden acelerar y sí, por el contrario, retrasar la emancipación social.
Así pues, nuestra consigna sigue siendo: ¡Todo por los consejos! ¡Ningún poder por encima de ellos! y esta consigna será al mismo tiempo la de la revolución social.
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