Portada de La coacción moral (Archivo La Alcarria Obrera)
El gallego Ricardo Mella Cea (Vigo, 1861-1925), de quien ya hemos incluido algún texto, es el anarquista teórico más interesante en lengua castellana. De su mano salieron numerosos ensayos, multitud de artículos y diversas traducciones, todos destinados a concretar, aclarar y difundir el ideal libertario. Su intachable peripecia personal, reforzaba sus palabras: si el entierro de Fermín Salvochea en Cádiz fue la mayor demostración de duelo que se recuerda en la Baja Andalucía, el de Ricardo Mella paralizó la ciudad de Vigo y dejó una huella que aún no se ha borrado; hombres ejemplares cuya integridad moral cimentaba el arraigo del anarquismo. Precisamente, de su libro La coacción moral, editado en 1901, reproducimos sus últimas páginas que concluyen con una sugestiva cita de Mijaíl Bakunin.
Echamos, pues, abajo un mundo de autoridades artificiales, creadas y mantenidas por la fuerza, y levantamos sobre sus ruinas el mundo de la libertad con todas sus naturales consecuencias entre las que, ¿ por qué no decirlo? se encuentra la influencia y la autoridad, libremente aceptada, de la sabiduría y de la virtud, ya que nosotros no tratamos de destruir lo que es indestructible en la Naturaleza, sino todo aquello que el hombre ha creado, atándose de pies y manos, en la falsa creencia de que sin la supremacía de la fuerza o del número la vida social no era posible. Nosotros queremos destruir, no lo que es efecto propio de la vida de relación entre los hombres, sino cuanto éstos en los comienzos y en el desenvolvimiento de la animalidad han fomentado en guerra continua y sin tregua para afianzar los privilegios de la riqueza y la fuerza preponderante de todos los poderes, religioso, político, militar y jurídico. No creamos un mundo nuevo de nuevas autoridades, porque no concedemos al hombre de ciencia autoridad oficial, indiscutible; porque no instituimos un organismo de sabios, y mucho menos de santos, que nos gobierne. Aceptamos, sí, cuando bien nos parece, las opiniones de los más capaces por su saber o por su experiencia, lo mismo que aspiramos a que de igual modo sean aceptadas las nuestras, y procuramos llevar el conocimiento de la ciencia a todos los hombres, instruyéndolos integralmente, para hacer aún más imposible todo vestigio de servidumbre personal. Trabajamos, en fin, por la completa emancipación del cuerpo y de la inteligencia, o como diría un creyente, por la radical emancipación de la materia y del espíritu. Pero así como no podemos escapar a las leyes físicas que nos gobiernan, siquiera consista el verdadero progreso humano en emanciparse de toda ley aun en el orden mismo de la Naturaleza, así tampoco podemos desentendemos brutalmente del consejo de la ciencia o del sabio, aun cuando pongamos nuestro empeño en emancipamos por el conocimiento de aquélla de toda influencia de éste.
Nuestro ultramaterialismo nos lleva a considerar al hombre sujeto a las leyes físicas, pero en pugna, siempre que le perjudiquen, por romper esas mismas ligaduras y tratando constantemente de redimirse por la rebelión y por la sabiduría de la brutalidad de toda fuerza que sobre él actúe.
¿Cómo, pues, hemos de admitir la autoridad infalible ni indiscutible de ningún hombre? Su consejo es para nosotros simple materia de cambio, como lo es hoy mismo para los hombres cultos, para cuantos han abandonado la fe en todas las infalibilidades.
“En materia de zapatos -decía Bakounine, y le reproducimos para concluir- yo consulto la autoridad del zapatero; en todo lo concerniente a edificios, canales o vías férreas, solicito la del arquitecto o la del ingeniero. Para cada ciencia especial, yo me dirijo a tal o cual sabio. Pero no consiento que ni el zapatero, ni el arquitecto, ni el sabio, me impongan su autoridad. Los acepto libremente y con todo el respeto a que son acreedores por su inteligencia, por su carácter, por sus conocimientos, pero reservándome siempre el incontestable derecho de crítica y censura. Yo no consulto en cualquier materia una sola autoridad, sino varias; comparo sus opiniones y, finalmente, escojo la que me parece más justa. Por esto mismo no reconozco, aun en cuestiones especiales, autoridad alguna infalible; cualquier respeto que pueda tener a la sinceridad y honradez de tal o cual individuo no me induce a tener una fe absoluta en él. Semejante fe sería fatal a mi razón, a mi libertad y aun al desenvolvimiento de mis ideas; me convertiría inmediatamente en un esclavo estúpido, en un instrumento de la voluntad y de los intereses de otro.
Si me inclino ante la autoridad ajena en un asunto dado y acato en cierto modo y en tanto cuanto me parece necesario sus indicaciones y aun su dirección, es porque tal autoridad no me es impuesta por nadie, ni por Dios ni por los hombres. De otro modo yo la repelería con horror, dando al diablo sus consejos, su dirección y sus servicios, seguro de que tendría que pagar con la pérdida de mi libertad y de mi propio respeto tantos restos de verdad, envueltos en una multitud de falsedades como pudieran darme.
Acato la autoridad externa en materias determinadas, porque no me viene impuesta más que por mi propia razón y porque tengo conciencia de mi incapacidad para poseer en todos sus detalles, en todo su desenvolvimiento positivo, una gran parte de los conocimientos humanos. La más grande inteligencia individual no puede igualarse a la inteligencia de todos, a la razón colectiva. De aquí resulta para la ciencia, tanto como para la industria, la necesidad de la división y de la asociación del trabajo. Dar y recibir, tal es la vida humana. Cada uno dirige y es dirigido a su vez. Por esto no hay autoridad fija y constante, sino un cambio continuo de autoridad y subordinación mutua, temporal, y sobre todo voluntaria.
Esta misma razón me prohíbe reconocer una autoridad fija, constante y universal, porque no hay hombre alguno universal capaz de abarcar en toda la riqueza de detalles, sin los que la aplicación de la ciencia a la vida es imposible, todas las ciencias, todas las ramas de la vida social. Y si tal universalidad pudiera darse en un solo individuo, y éste, prevaliéndose de ello, quisiera imponer su autoridad al respeto de los hombres, sería necesario arrojar del mundo social a semejante ser, porque su autoridad reduciría inevitablemente a sus semejantes a la esclavitud y a la imbecilidad.
Yo no creo que la sociedad deba maltratar a los hombres de talento, como precisamente sucede en nuestra época; pero tampoco creo que debe llevar tan lejos su complacencia con ellos, y menos aún que les conceda privilegios o derechos exclusivos, cualesquiera que sean, y esto por tres razones: primera, porque frecuentemente podría tomarse a un charlatán por un hombre de genio; segunda, porque con tal sistema de privilegios podría convertirse en charlatán un verdadero sabio, y tercera, porque esto valdría tanto como darse la sociedad a sí misma un amo.
Mas si bien rechazamos la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de ciencia, nos inclinamos voluntariamente ante la autoridad respetable, aunque relativa, temporal y limitada, de los representantes de las ciencias especiales, pues nada mejor que consultarlos alternativamente, agradeciendo mucho los preciosos informes que nos faciliten, a condición de que ellos los reciban nuestros voluntariamente en todas las ocasiones y en todas las materias en las que nosotros seamos más competentes que ellos. En general, no hay nada mejor que ver a los hombres dotados de grandes conocimientos, gran experiencia, gran inteligencia, y, sobre todo, de gran corazón, ejerciendo sobre nosotros una influencia legítima y natural, libremente aceptada y nunca impuesta en nombre de una autoridad cualquiera, ya sea divina o humana. Nosotros aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, pero ninguna de derecho; toda autoridad o influencia de derecho, oficialmente impuesta, se convierte de un modo directo en opresión, en falsedad, llevándonos inevitablemente, como creo haber demostrado, a la esclavitud y al absurdo.
En una palabra: nosotros rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiada, oficial y legal, aun cuando provenga del sufragio, convencidos de que nunca podrá aprovechar más que a una minoría dominante y explotadora, en detrimento de los intereses de la inmensa mayoría a ella sujeta. ¡Tal es el sentido en que nosotros somos realmente anarquistas!”.
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