La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.
El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.
En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.
22 de mayo de 2009
Las Regionales de Baleares y Canarias de CNT
30 de abril de 2009
La Comunión católico-monárquica al pueblo
El inextinguible amor a nuestra querida Patria, la grande y gloriosa España, y el deber sacratísimo que, como ciudadanos, tenemos de mostrar a la faz de todos los españoles conscientes las ideas y sentimientos de la Comunión católico-monárquica en que militamos, en estos momentos de gravedad y confusión reconocidas, nos mueven a los Jefes regionales y forales jaimistas a dirigiros estas palabras.
Derechos y deberes
No os habla una colectividad ni un partido, ni menos una facción. Requiere vuestra generosa y cortés indulgencia para escucharnos la antigua España, siempre vigorosa y remozada siempre, para servir a sus propios destinos. La Comunión católico-monárquica es eso: la vívida y tradicional España. No hay otra Comunión tradicionalista que ella, porque su Lema es completo, sin mengua ni mutilación histórica y real de ninguno de sus términos: Dios, Patria, Rey.
De aquí que los genuinos tradicionalistas, antiguos carlistas y actuales jaimistas o legitimistas -términos sinónimos- aspiremos, no sólo a existir con plena personalidad y justa independencia políticas, sino a intervenir y actuar individual y colectivamente en lo que atañe al gobierno de nuestra Patria, para obtener la reivindicación de nuestros derechos, que son, en otro concepto, deberes altísimos, pero en forma tal que no exista por nuestra parte mancha ni claudicación en los principios que sustentamos y en las acciones que realicemos.
La cuestión religiosa
Ansiamos en el orden primordial religioso, el restablecimiento de la Unidad Católica, “símbolo de nuestras glorias, espíritu de nuestras leyes, bendito lazo de unión entre todos los españoles” que la aman y la piden como una parte integrante de sus más caras aspiraciones. Y la queremos con todas sus consecuencias jurídicas y sociales, y sin que esto suponga opresión de conciencias disidentes, de la manera como los mismos Papas la realizaban en Roma.
Porque es conveniente decirlo muy claro para evitar las falsas y dañosas interpretaciones de cuantos desean presentarnos ante el país como irreverentes monopolizadores de la fe: nuestra gloriosa Comunión, atenta siempre a las circunstancias de su pueblo y sometida incondicionalmente en este punto a las normas de conducta dictadas por la Santa Sede, “no dará un paso más adelante ni más atrás que la Iglesia de Jesucristo”, según lo declaró oficialmente hace ya cincuenta y seis años, como nunca adscribirá a su bandera, con necio exclusivismo, el amor y la defensa de la Religión, aunque sostiene con fervor indeclinable que “si se puede ser católico sin ser carlista, no se puede ser carlista sin ser católico”, frase de alto sentido doctrinal y de sugerencias fecundas que será vano intento buscar en ninguno de los partidos españoles.
La España federativa
Los gloriosos antecedentes históricos de nuestro país; las vehementes aspiraciones legítimas de cuantos elementos orgánicos le constituyen; los solemnes compromisos de los augustos Representantes de nuestra Causa, tantas veces recordados y mantenidos en actos y documentos oficiales; todo nos mueve a manifestar que nuestra Patria idolatrada es y tiene que ser una e indivisible -la España querida de los sublimes amores y de las radiantes grandezas-; pero tan varia y ordenada que forma un conjunto armonioso e indisoluble de antiguos Reinos, Principados y Señoríos, que hay deber imperioso de reconocer en toda su integridad en la manera que los mismos Pueblos soliciten y recaben en sus Cortes o Juntas generales privativas, con el concurso o el acuerdo de su Rey o Señor, conforme a las modificaciones que las circunstancias les aconsejen y ellos estimen y acepten con plena libertad y sin ajenas intromisiones.
No somos regionalistas de última hora como esos partidos, más o menos logreros, más o menos captadores de adhesiones y sufragios, que incorporan a sus falaces programas reivindicaciones descentralizadoras, si no marcadamente separatistas, para conseguir fines de bastardo proselitismo. No existían ellos todavía cuando la Causa tradicionalista, fiel a sus arraigadas convicciones en la, materia, proclamó y sostuvo esa reintegración foral y esa independencia política sin mengua, tibieza ni mancilla de los sentimientos e intereses sacratísimos de la Nación de nuestros amores.
¿Testimonio fehaciente de esta afirmación?... Recordad las palabras y los hechos del gran Carlos VII, quien juró solemnemente los Fueros de Vizcaya so el Árbol venerable de Guernica el 3 de julio de 1875 y cuatro días después los de Guipúzcoa en la Junta general de sus repúblicas, alcaldías y uniones congregada en Villafranca, y -como estuvo dispuesto- hubiera procedido en idéntica forma con los de Álava, Navarra, Cataluña, Aragón, Valencia, Castilla y otras Regiones, si las vicisitudes de la época no le hubiesen obligado a diferirlo para los días de un triunfo que la Providencia nos negó quizá en castigo y escarmiento de nuestro querido país.
Nuestra Monarquía
El Gobierno supremo y general -origen, promotor y salvaguardia de todas las prosperidades de la Patria- debe ser para nosotros la Monarquía tradicional y legítima, cristiana, templada y representativa, según la Ley fundamental de Felipe V, de 1713, con exclusión, si se extinguieran las líneas de Don Carlos V, de toda rama autora o cómplice de la revolución liberal.
Pero el Rey legítimo entre nosotros ha de reinar y gobernar efectivamente, para que no se sigan los males que denunciaba el gran Pontífice Pío IX cuando, se refería a los constitucionales y parlamentarios del Sistema liberal; si bien, a fin de que jamás caiga en despótico y cesarista, necesita del concurso de las Cortes para resolver los asuntos más interesantes del país y precisa de la cooperación de autorizados e independientes Consejos superiores que le asesoren, a lo que se sigue el coto que limita cualquier absorbencia centralista y absurdamente igualatoria, formado por el respeto exigido al Régimen foral y a las libertades, buenos usos y costumbres consagrados.
Las Cortes generales a que nos referimos –pues las regionales estarían instituidas y organizadas por cada comarca según su peculiar legislación al caso- serían las que implantaríamos inmediatamente después del triunfo de nuestros ideales, formadas por Diputados o Procuradores con mandato imperativo y determinado cuanto a materias y tiempo, elegidos libremente, en su seno, por las clases y corporaciones previamente organizadas por sí mismas; las cuales serían asambleas propiamente representativas de todos los intereses sociales, conocedoras profundamente de éstos y deseosas de la compenetración y equilibrio de todos ellos para la marcha social progresiva y, asimismo, para una recta independencia política, ya que no era incompatible ni difícil que las clases respectivas eligiesen, al mismo tiempo que al agricultor, al obrero, al comerciante, de su entraña misma, al defensor de una tendencia política que no fuese la forma monárquica por estimarla, más protectora de los intereses que dentro de su clase representaba y atendía.
Lógicas aspiraciones
La regeneración del espíritu colectivo, reconociendo sus derechos y ampliándolos a la familia católica, al municipio y a la región autónomos, sin mengua –lo repetimos mil veces- de la unidad y poderío de la Patria; el uso de las lenguas regionales en cuanto se refiere a la órbita interior de los territorios que las emplean y sin perjuicio del debido y general de la castellana; el establecimiento de la buena Enseñanza pública y privada, con la libertad de normas que nos define el Pontífice reinante en su reciente y admirabilísima Encíclica sobre el trascendental problema; la reorganización de los Tribunales de justicia y de las leyes de procedimiento y dotación de todo este orden, de modo que el reconocer a cada uno lo suyo fuera elevada función social, gratuita, eficaz, rápida y nada formalista, sin Jurado popular, perturbador y fracasado, serían labores a que pondríamos mano sin dilación ni parcialidad nociva al bien común.
El problema social
Las prevenciones y resoluciones de las denominadas cuestiones sociales las entendemos de tal suerte que sea, en general, la Sociedad misma –no el Estado- la que tome a su cargo el asunto, siguiendo en esto el camino de luz que trazó León XIII en la inmortal Encíclica Rerum Novarum. Por esto rechazamos y combatimos las absurdas propagandas que provocan las luchas de clases y propugnamos la armonía de todos los elementos de la producción como fuente fecunda del bienestar social. Por esto protestamos también del irritante intervencionismo de los Gobiernos, que intentan crear un corporativismo artificioso, complicado e infecundo, además de caro y fomentador de parásitos empleados innumerables, para conjurar los conflictos entre capital y trabajo.
Si como base firme de toda la organización natural, empezamos estableciendo el verdadero censo corporativo por la corporación misma, siempre abierto al individuo y a la clase, tendremos la realidad de los componentes y no la injusticia de la intervención abusiva socialista en los organismos oficialmente formados a título absurdo de mayoritismo ficticio, y, aunque fuera cierto, en perjuicio de sectores de trabajo dignos de representación.
Esencialísimo el orden económico y hacendístico para la prosperidad material de la Nación, ansiamos acreditar que no admitimos el subversivo principio socialista de que el Estado tiene derecho a participar de las utilidades de la riqueza y del trabajo de los ciudadanos –como dijo la Dictadura fenecida- sino que todos tienen el deber de cooperar al levantamiento de las cargas públicas en proporción a su respectivo haber, lo cual no es lo mismo, porque en lo primero se condensa todo el intervencionismo y ambición del Fisco, y en lo segundo toda la obligación, pero armada de facultad de impedir que el Estado se considere dueño y señor de las fortunas privadas e investigador inquieto de lo más íntimo y espiritual.
El militarismo y Marruecos
Debemos apuntar algo sobre el militarismo, temido por muchos, aunque no por los tradicionalistas, ya que lo previenen y resuelven estableciendo el servicio militar voluntario o profesional y la instrucción militar obligatoria, con lo cual el ahorro del Tesoro es incalculable y el de personal y material guerrero también, demostrando así nuestro espíritu pacifista y nuestro propósito de común defensa de la Patria como soldados y obreros y, a la vez, favorecemos la restitución de brazos a los oficios manuales y culturales. La reorganización de la Milicia debería ejecutarse sobre el fundamento de la interior satisfacción especial de los diversos Cuerpos armados en armonía perfecta con la unidad esencial, de mando en operaciones y sin gravamen económico ni moral para la Patria, como era de esperar del alto deber de los interesados.
Íntimamente unido a este problema lo está el de Marruecos, pavorosa pesadilla nacional durante muchos años y que si hoy, como españoles, nos enorgullece ver pacificado con el triunfo de nuestras gloriosas banderas, quisiéramos asegurar para el porvenir en concepto de Protectorado fácilmente soportable, sin que en ningún caso nos requiera un esfuerzo agotador de nuestra expansión y bienestar peninsulares.
Tres ideales nacionales
Igualmente, es aspiración de la Comunión tradicionalista la consecución de lo que Carlos VII llamó en su inolvidable testamento político los tres ideales nacionales: unión íntima con Portugal, nuestra hermana racial y geográfica; compenetración espiritual y material con las naciones hispanas de América, y soberanía íntegra del territorio español, hoy menoscabado con sombría intervención, en el Peñón de Gibraltar.
¡Esto salvará a España!
Tales son, expresadas en síntesis obligada, los principios y los anhelos inscritos en la santa Bandera de la Tradición; únicos que, por su virtualidad intrínseca y por la eficacia de sus soluciones, pueden reintegrar a nuestro querido país su perdido equilibrio moral y sus pasadas grandezas, restaurando sólidamente su orden interior, devolviéndole el pleno ejercicio de sus legítimas libertades y abriendo las vías anchurosas de la prosperidad y de la gloria, como lo exigen de consuno las páginas resplandecientes de sus anales y el soberano requerimiento de sus destinos.
¿Triunfarán un día para la dicha y el engrandecimiento nacionales? Los que firmamos este documento público, dispuestos a realizar cuanto de nosotros dependa en tal respecto, pedimos -y confiamos en que se nos dará sin regateos, mirando al fin altísimo que le inspira- el concurso generoso, decidido y fecundo de los abnegados leales a la Causa y de todos los españoles de buena voluntad, y hacemos esto, fijo el pensamiento en Dios y en España; atentos a la voz imperiosa de las circunstancias del país; resueltos a todos los sacrificios, por arduos que sean, en bien de nuestro pueblo amado, y obedientes siempre, como esclavos de la disciplina, a los mandatos e instrucciones de nuestro augusto Caudillo, el cual, al recibir, conmovido, la gloriosa herencia de su esclarecido Progenitor, el gran Carlos VII, y suscribir todas sus patrióticas afirmaciones, manifestó en su primera alocución, fechada en su castillo de Frohsdorf el 4 de noviembre de 1909: “Jamás el temor a las iras terroristas me hará retroceder un paso en el camino del deber. Soy español y en mi programa no hay sitio para el miedo. La muerte y yo nos hemos saludado muy de cerca en las más sangrientas batallas que recuerda la historia moderna. Entonces combatía bajo la bandera de un gran pueblo que no es el mío y no vacilé. Mejor sabré ofrecer la vida por mi madre España”.
¡No vacilemos nosotros! ¡Ofrezcamos nosotros la vida por nuestra madre España! ¡Y la madre España se salvará! No procediendo así faltaríamos a nuestra obligación de patriotas y mereceríamos la execración de las futuras generaciones.
Marqués de Villores, Secretario general político en España de S… Don Jaime de Borbón, por el antiguo Reino de Valencia -Conde de Arana, por el Señorío de Vizcaya.-Lorenzo Sáenz Fernández, por Castilla la Nueva.-Luciano Esteban Polo, por el antiguo Reino de León.-Juan María Roma, por el Consejo regional de Cataluña.-Lorenzo de Cura y Pérez Caballero, por Castilla la Vieja.-Conde de Rodezno, Joaquín Beúnza, por la Junta regional de Navarra.-Tomás Blanco Cicerón, por el antiguo Reino de Galicia.-Sancho Arias de Velasco, por Asturias.--Antonio de Echave-Sustaeta, por Álava.-Francisco Guerrero Vílchez, por Granada.- José María Bellido Rubio, por Jaén.-Ildefonso Porras Rubio, por Córdoba.
29 de abril de 2009
El socialismo, de Emilio Castelar
Insistís todos los socialistas en que el socialismo no es por el Estado. ¡Ah! No es el socialismo por el Estado, y maldecís la libre concurrencia; no es el socialismo por el Estado, y dejáis al arbitrio del Estado la propiedad; no es el socialismo por el Estado, y decís que sólo caben dentro del derecho individual la conciencia y el sufragio; no es el socialismo por el Estado, y llamáis hipocresía al propósito de encontrar la solución del problema social en la libertad; no es el socialismo por el Estado y al enumerar las libertades que deseáis, confusos, balbucientes, os detenéis ante la libertad del trabajo, la libertad del tráfico, la libertad del crédito, sin enumerarlas, sin decir francamente si las queréis o no, confesando así vuestra contradicción manifiesta con las fórmulas capitales de la democracia moderna. Si no es el socialismo por el Estado, entonces no es nada, es una palabra sin sentido, es una aspiración sin objeto, es una entelequia, es el sueño de una sombra. Si estamos engañados, decídnoslo; decidnos cómo vais a evitar la libre concurrencia; decidnos cómo vais a organizar el trabajo, sin atacar el derecho, sin desconocer la libertad, sin herir los dogmas fundamentales de la democracia. ¿Hay un problema social? Lo hay. ¿Es necesario resolverlo? Es necesario. ¿Cómo se resuelve? Nosotros creemos que la justicia no puede ser contraria a la justicia; que la libertad no puede ser enemiga de la libertad; y fiamos la solución del problema social al derecho humano, que abraza toda la vida; y por eso nos llamamos demócratas.
A vosotros, más reaccionarios, menos amantes del derecho, no os basta la libertad; queréis que, a riesgo de mutilar la personalidad humana, el problema social se resuelva por el Estado.
Escarmentados en el ejemplo de la democracia francesa, que anduvo veintitrés años errante y proscrita por haber armado al imperio con la espada del socialismo, hemos aprendido mucho, y le decimos al pueblo: espera de la democracia la libertad de tu pensamiento, la seguridad de tu hogar, la inviolabilidad de tu persona, el trabajo libre, la asociación libre; el crédito libre; espera de la democracia el sufragio universal, mediante el que entrarás en el derecho, te convertirás de paria en ciudadano; espera de la democracia todas las libertades, todos los derechos; pero la solución del problema que te agita, pero el mejoramiento de tus condiciones materiales, pero tu redención social, que es necesaria y que lo porvenir te reserva, todo esto, espéralo de la libertad. Ahora, si la libertad, la facultad social, te parece estrecha y egoísta; si crees, como Hobbes, que el hombre libre es enemigo del hombre libre, homo homini lupus, si no confías en esta virtud santificante que así ha renovado las fuerzas como las conciencias, entonces reniega del derecho, reniega de la libertad, y pide, como los absolutistas y los doctrinarios, la intervención del Estado en toda nuestra vida. Siempre que el socialismo ha aparecido, ha aparecido con sus pretensiones seculares; con la pretensión, primero, de violar la libertad; segundo, de ser una fórmula superior a la democracia. Pues bien: a una y otra pretensión nos oponemos con toda nuestra energía, con todas nuestras fuerzas. La historia del mundo, ha dicho el más grande de los pensadores modernos, la historia del mundo es la historia de la libertad. A medida que el hombre ha ido creciendo, ha ido dominando la fatalidad natural y la fatalidad social. Merced a esto, la Naturaleza se ha convertido de señora en esclava; y la sociedad se ha convertido, de cárcel, de ergástula, en hogar.
El Estado ha perdido el derecho divino en que se parapetaba, y con el derecho divino ha perdido aquella superioridad científica, política e industrial que le atribuíamos. Por eso, contra su superioridad científica, pedimos la libertad de enseñanza; contra su superioridad política, la libertad de sufragio; contra su superioridad industrial, la libertad de trabajo; contra su superioridad social, el derecho de asociación. La sociedad ha salido de aquí más fuerte. El antiguo régimen, sin duda en bien de la industria, se oponía a la libre concurrencia; el antiguo régimen, en contra de la usura, decretaba la tasa; el antiguo régimen, por favorecer a los trabajadores, organizaba los gremios. Vino la revolución: ¿y qué hizo? Oponer a los principios del antiguo régimen la libertad; declarar que el Estado es humano y no divino, y decir que no tiene legitimidad sino en cuanto asegura y garantiza los derechos de todos. Pues bien; los que venís ahora a armar de nuevo al Estado; los que venís a pedirle que evite la concurrencia; los que venís a pedirle que tase los salarios; los que venís a pedirle que decrete las horas de trabajo, sois reaccionarios, restauráis el antiguo régimen, ahogáis entre vuestros brazos la revolución. Así, del seno de todo socialismo ha salido el poder fuerte y la libertad muerta.
Decía que del seno de la libertad sale el monopolio armado. Hacéis, pues, que para limitar la libertad, intervenga el Estado, y regule los salarios, y los tase, y acelere ó detenga la producción. ¿Y qué sucede? Que al poco tiempo, como toda violación de la libertad es un mal para los mismos privilegiados que sienten el daño de vuestra maléfica protección. En Francia, los cajistas pidieron al Imperio que alzara sus salarios. El Imperio, que fue eminentemente socialista, los alzó por cierto espacio de tiempo. Al pronto sus salarios eran los más crecidos. Pero después todos los salarios crecieron; el de los cajistas se quedó a la zaga de todos, y los que se hartaron en un día de privilegio, padecieron por largo tiempo hambre de justicia. Habéis herido la libertad del trabajo y causado la desgracia de los mismos a quienes pensáis favorecer. Así, de concesión en concesión, venís a matar la libertad. Decís que se debe evitar la concurrencia, abajo la libertad de tráfico; decís que se deben organizar por el Estado los Bancos, abajo la libertad de crédito, decís que debe mediar el Estado en los conflictos entre el capitalista y el trabajador, abajo la libertad de asociación. Poder que se levanta, el Estado; víctima que sufre, el pueblo, Las escuelas socialistas tienen caracteres que no se pueden confundir con ninguna otra doctrina; desprecio por las reformas políticas; reacción contra el movimiento de la propiedad, que tiende cada día a individualizarse más; desconfianza de la libertad, y sobre todo de las libertades económicas; tendencias al cesarismo; anhelo continuo a una felicidad material que ha engendrado cierta fiebre delirante, la cual mata las más altas sublimes facultades del hombre, y lo lleva rendido, sin fuerzas, a las plantas de un César, aunque sea del jaez de Napoleón III. ¿Queréis ver la democracia viva, la democracia perfecta, la democracia que no ha caído a las plantas de ningún César?
Pues mirad la democracia anglo-americana, la que engendró la virtud de Franklin; la que trajo al mundo el ideal sublime del magistrado Washington. Allí el pensamiento es libre; la conciencia vuela a lo infinito sin que ninguna fuerza la oprima; el propietario tiene su propiedad y el trabajador su trabajo; la asociación perfora las montañas, doma los ríos, extiende el hilo telegráfico por el aire, el raíl por el suelo; la enseñanza funda sus escuelas libres; el jurado corona con las idea de justicia al individuo; las asambleas discuten, la prensa llueve luz sobre la frente de las muchedumbres; la industria hace milagros: es el país de la virtud y del trabajo, porque es el país de la libertad. En cambio mirad lo que era el Imperio francés que vosotros mismos nos habéis presentado armado de la espada del socialismo y miradlo sin prensa, sin asociación, sin dignidad, sin derechos, juguete de un hombre que personifica el monstruo del Estado. ¡Oh! Repitamos con el gran poeta francés: Aunque la tiranía nos proporcionara todos los bienes materiales, aunque diera suculentos manjares al paladar, música a nuestro oído, aromas a nuestro olfato, todos los placeres juntos, diríamos: prefiero tu pan negro, ¡libertad!
¿Cuál es el ideal de la sociedad antigua? La representación de la sociedad por un solo hombre revestido de un derecho superior, de un derecho divino. En virtud de este derecho divino, en virtud de este derecho, toda vida estaba regulada por el Estado, desde la vida de la inteligencia hasta la vida de la industria.
¿A qué vino la revolución? A matar ese inmenso poder, a difundir el derecho entre todos los hombres, a realizar la libertad. ¿En qué consiste el socialismo? En detener este movimiento de libertad, al menos en la esfera del crédito, en la esfera del trabajo, en la esfera del cambio; a volver, pues, al ideal antiguo: a consagrar el monopolio del Estado en favor de una clase. La democracia es enemiga del socialismo. La oposición al socialismo ha sido eterna en la democracia. Nuestros hermanos de allende los mares, al escribir el acta de derechos naturales, que ha sido el primer ideal de la revolución, consagraron la propiedad como la raíz de la vida. Las Repúblicas americanas todas, que en medio de sus grandes desgracias, provenientes del socialismo monástico y pretoriano, legado del régimen colonial, han abolido la esclavitud y prestado grandes servicios a la civilización, fundaron y consagraron indeleblemente la propiedad. Hemos dicho que todas las Repúblicas se fundaron en tendencias contrarias al socialismo, y hemos dicho mal. Había una, donde lo era el Estado todo, donde el hombre no era nada; una República socialista, especie de Paraíso poblado de bestias: la República del Paraguay. Y lo que sucedió con la democracia americana, sucedió con la democracia europea. Dantón declara que la sociedad debe igual seguridad a las personas y a las propiedades. La Montaña decreta pena de muerte contra todo aquel que proponga leyes agrarias ó cualesquiera otras, atentatorias a la propiedad. Robespierre, en su discurso de 28 de Octubre de 1792, dice: “¿No es la calumnia quien detuvo el progreso del espíritu público, persiguiendo a los defensores de los derechos de la humanidad, como insensatos apóstoles de las leyes agrarias?” Marat mismo, no podemos citar nombre más demagógico, Marat mismo dice en profesión de fe, publicada en 30 de Marzo de 1793: “Me acusan de predicar la ley agraria. Es una impostura sin ejemplo”. La declaración de derechos de 1793, redactada por los más avanzados montañeses, por los hombres que, con su energía, salvaron la revolución, declara: “Que la propiedad es el derecho de todo ciudadano a gozar y disponer de sus bienes, de sus rentas, del fruto de su trabajo y de su industria; que el fin primero del Gobierno es asegurar al hombre el goce de la libertad, de la igualdad y de la propiedad”. El nombre de Graco Babeuf fue un nombre sospechoso siempre a los republicanos. La propiedad que no existía antes de la revolución, ha sido la obra de la revolución, la obra de la democracia, que la ha consagrado como derecho natural, y la democracia no podrá destruirla sin destruirse a sí misma, no podría negarla sin negarse a sí propia. ¿Sabéis quién sostiene el derecho absoluto del Estado sobre la propiedad? El teólogo de las monarquías absolutas, Bossuet. “En un gobierno regular, ningún ciudadano tiene derecho de propiedad; sólo el Rey, es decir, el Estado”, exclama en su Política Luis XIV, Y el gran déspota realizaba esta teoría confiscando los bienes de sus vasallos. ¿Puede la democracia rehabilitar una teoría que ha tenido por apóstol a Bossuet, y por ministro a Luis XIV? En donde quiera que la revolución ha triunfado, ha prohibido las confiscaciones, porque la confiscación es la guerra del absolutismo contra la propiedad; y la propiedad es la raíz de la democracia.
Y lo que ha hecho de la propiedad ha hecho también la revolución del trabajo. El trabajo estaba esclavizado por el Estado, reducido a servidumbre por la corvea, el jusjurandum, el gremio privilegiado, la tasa. La revolución ha traído la libertad del trabajo contra el monopolio del Estado; la libertad, mediante la cual la producción y el consumo se aumentan, y son cada día más necesarios los brazos del trabajador, como siempre que se dilatan los horizontes de la actividad humana. Donde quiera que un principio revolucionario ha triunfado, allí ha triunfado la libertad del trabajo. España representa en el siglo décimo séptimo la servidumbre del trabajo, y España decae. Inglaterra y Holanda llevan su revolución hasta las relaciones económicas, y prosperan. Los Estados Unidos fundan más tarde su República en la libertad del pensamiento, y allí encuentran un templo los proscritos de Europa; la fundan también en la libertad del trabajo, y allí encuentran los mendigos que no pueden vivir en la tiránica Europa trabajo y pan, el pan sabroso de la libertad. Esa República, fundada en nuestras ideas, ha centuplicado su población; ha asombrado al mundo con su riqueza; ha sido el ideal de los pueblos libres; ha justificado la democracia. ¿Pero sabéis por qué? Jackson lo dijo, al abolir el Banco privilegiado de Filadelfia: “El equilibrio establecido en nuestra Constitución se rompería si tolerásemos la existencia de corporaciones privilegiadas. Estos privilegios no tardan en procurarles los medios de ejercer su poderosa influencia sobre el pueblo, puesto que ponen a disposición del privilegiado el trabajo. Allí donde el poder político se ha aliado al monopolio económico ha nacido la tiranía”. Estos apotegmas de los privilegiados, hombres prácticos que han fundado democracias invencibles, valen para los políticos algo más que todas las argucias de los sofistas, y todos los delirios de los forjadores de sociedades imposibles y contrarias á la naturaleza. Además, los hechos prueban que la libertad del trabajo es más saludable al trabajador que al capitalista. Un pensador eminente lo ha demostrado con datos incontestables. En Alemania, donde hay menos libertad, del producto ciento, por ejemplo, se lleva el trabajo cincuenta y seis, el capital veintiuno, y el gobierno veintitrés. En los Estados Unidos el trabajo se lleva, del producto ciento, setenta y tres, el capital veinticinco, y el gobierno dos. En los Estados Unidos se lleva el gobierno, por dar libertad, el dos por ciento del producto del trabajo, y en Alemania, por quitar la libertad el diez y siete por ciento del producto del trabajo.
¿Qué teoría de limitación de la libertad no quebranta en la piedra de toque de estos hechos? El mayor servicio que los grandes escritores demócratas prestaron á la democracia, fue impedir su corrupción por medio del socialismo. Los republicanos y los socialistas batallaban incansablemente en los diez y ocho años de régimen doctrinario en Francia. Michelet, que ha educado toda una generación republicana; Michelet, cuyo nombre ha sido el terror de los jesuitas y de los doctrinarios, combatía el sensualismo socialista. Tocqueville, el gran escritor de la democracia en América, demostraba que el socialismo es la reacción; que la fórmula de la democracia es la libertad. Quinet, que es a un mismo tiempo el filósofo y el poeta de la revolución; Quinet, cuando no pisaba aún el suelo de Francia, decía desde el destierro, contestando a los que aseguraban la vulgaridad de que la democracia no sería poder, como no tuviera resuelto el problema social: “Una generación, un pueblo que presentara su dimisión de hombres, a pretexto de que el teorema de la geometría social no está resuelto, ó está aún por descubrir, se cubriría de ridículo, tal vez de infamia, puesto que renunciaría a la naturaleza humana, que no admite dilación ni excusa en el cumplimiento de los deberes políticos. El mal que esos sectarios han hecho, es incalculable; nosotros expiamos faltas que no hemos cometido”. Esta es la maldición que, desde el destierro, arrojaba el partido republicano desgraciado sobre el socialismo que lo había proscrito. Mazzini, el gran Mazzini, el hombre que más calumnias ha devorado en el mundo por la causa de la libertad, atribuye la caída de la República francesa al terror que infundió el socialismo. Si en alguna publicación amnistía su serena conciencia a los socialistas, es a título de que dejen de serlo y se limiten a predicar la libertad de asociación. El Sr. Orense cuenta que vio á Ledru-Rollin en Londres. Hablaron de las desgracias de la República. Y el gran tribuno, moviendo tristemente la cabeza, le dijo: “Los desvaríos socialistas han perdido la causa de la libertad en Europa”. Víctor Hugo, en su admirable libro del destierro, en esa obra en que su genio y el genio de Shakespeare se confunden, dice que jamás ha querido llamarse socialista. En su colosal poesía “Los castigos” donde la invectiva política contra el César llega a un límite a que no llegó nunca la invectiva de Demóstenes contra Filipo, ni la invectiva de Cicerón contra Antonio, dice que el pueblo ha perdido la libertad por dejarse llevar de las esperanzas socialistas que lo esclavizaban, prometiendo, no libertad a su espíritu, sino hartazgo a su estómago. El Imperio, el Imperio: he ahí vuestra obra; gozaos en ella.
Un socialista lo ha dicho: “¿Cómo se portará César? Esta es la cuestión. De cualquier manera que sea, Saint-Simón, Fourier, Owen, Cabet, ó Luis Napoleón, estamos en pleno socialismo”. El Imperio napoleónico fue vuestra apoteosis. La verdad es que la escuela socialista ha despreciado siempre los derechos políticos, queridos siempre por la democracia. La verdad es que, para ella, el derecho de caza y pesca vale mil veces más que el derecho de la conciencia, que la libertad de pensamiento. Así, todos los socialistas son la personificación de la torpeza política. Víctor Considerant dedicaba su libro, u gran resumen de la teoría de Fourier, a Luis Felipe. ¿Y Proudhon? Este pensador llega hasta la anarquía en política, y a conclusiones completamente opuestas en economía. Para gobernar a los pueblos le ha robado su fórmula anárquica a la economía política, y para redimirlos su fórmula reglamentaria al socialismo. Él es el escritor de los ambiciosos pensamientos y las fórmulas atrevidas. Él ha dicho: “Dios es el mal y la propiedad es el robo”. Él ha explicado la ciencia económica por la dialéctica de la serie, y la historia por el eterno movimiento de la extrema izquierda hegeliana. Su alma toma todos los matices de las idea, su estilo todos los acentos de la elocuencia. Es uno de esos genios que vienen armados de la clava de la ironía, como Voltaire. Pero ¿de quién ha sido principalmente enemigo? De la democracia. Él la ha llamado platónica; él ha dicho que era inocente. Nada ha respetado. Se ha reído de Armand Carrel, a pesar de su martirio; de Lamennais, a pesar de su genio; de Quinet, a pesar de que debían guarecerle de sus dicterios la santidad de la desgracia, la majestad del destierro. Él ha derramado el plomo derretido de sus sarcasmos sobre las heridas de los mártires que caían peleando en Polonia. Él se ha dirigido á Mazzini, el que sostuvo la República en Roma, al que ha infundido el amor por la revolución a la Italia, al odiado por todos los tiranos, al calumniado por todos los neocatólicos, y le ha dicho que, con su política, había perdido a Europa y sólo había salvado su bolsillo. Él se ha reído, como cualquier gacetero legitimista, de la herida de Garibaldi, y ha dicho con brutal ironía que los demócratas hacíamos una reliquia de su pierna; acción villana que le hará siempre odioso a la democracia europea. Él se ha vuelto a Lincoln, cuando el Washington de los esclavos reunía un mundo con su palabra para lanzarlo a los abismos de una guerra, sólo por redimir a los negros y lo ha escarnecido. Él ha dado armas a Antonelli contra Italia; a los bandidos napolitanos, contra la revolución; a los reaccionarios, contra la democracia. Los socialistas quieren hacer del hombre una máquina; de la vida, llena de armonías y de encantos cuando corre en el cauce de la libertad, una geometría descarnada, seca. No quieren que demos un paso hasta que no hayamos resuelto un problema que sólo pueden resolver los tiempos y la energía de la sociedad, y cuya fórmula no tienen ciertamente, porque están perdidos en las sombras.
