La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

8 de abril de 2022

Extranjerofobia, de José Deleito y Piñuela

José Deleito y Piñuela fue un historiador español que vivió a caballo de los siglos XIX y XX; prestigioso entre sus colegas pero alejado del foco público por ser catedrático en la periférica Universidad de Valencia, krausista y de izquierdas pero sin militancia partidaria y un hombre bueno en la España de Caín, no es hoy en día especialmente leído y recordado, un olvido también forzado porque fue depurado por el franquismo implacable y alejado del aula desde 1940, cuando ya había cumplido los 60 años de edad. Conoció de primera mano como espectador y analizó acertadamente como historiador el desastre de 1898 y compartió el espíritu regeneracionista de aquel tiempo. En la revista El Cardo, en su número del 30 de agosto de 1899, publicó un artículo crítico con el triunfalismo imperialista español y apostaba por la apertura y la incorporación a Europa de una España que, parafraseando a Antonio Machado, “desprecia cuanto ignora”. En este país donde vuelven a oírse los ecos de apolilladas gestas sin base histórica esta reflexión de Deleito y Piñuela parece de plena actualidad.

 EXTRANJEROFOBIA

Las auras modernistas pretenden renovar nuestra viciada atmósfera y, aunque tarde, se inicia en la prensa, en el folleto, en la tribuna, en todas partes, una campaña enérgica contra nuestro decantado españolismo, que ha paralizado tantas saludables reformas y nos ha mantenido tantos siglos en estacionamiento estéril, inficionados por malsanas tradiciones seculares, aislados y prevenidos contra todo extraño influjo.

Consúltese nuestra historia, léanse nuestros autores clásicos, analícense los sentimientos más visibles y las más recónditas ideas de todo español de raza en las épocas más diversas de la vida de nuestro pueblo, y la síntesis de este estudio acusará un orgullo risible, fomentado por la creencia en una falsa superioridad, un espíritu estrecho, intolerante, poco afecto á cambios ni alteraciones, como buen pueblo agreste y montañoso, y un recelo sistemático contra innovaciones de allende el Pirineo. Un castellano viejo de hace dos siglos no hubiera cambiado su castizo origen por la más linajuda prosapia extranjera, y no es que se ufanase de meritísima ascendencia, sino que conservaba la idea, de niño inculcada, de que España era el país por excelencia, la tierra por Dios predestinada para las más grandes empresas, el baluarte inquebrantable del catolicismo, la nación predilecta del cielo.

El duque de Rivas, que de tan maravilloso modo encarnó en sus obras el espíritu romancesco de la España medioeval y legendaria, hace decir al viejo conde de Benavente, refiriéndose al francés duque de Borbón: “... llevándole de ventaja, / que nunca jamás manchó / la traición, mi noble sangre / haber nacido español”. He aquí una frase que retrata de mano maestra la vanidad española, nuestras eternas y típicas arrogancias.

El ser español era todo para nosotros. Caían en Rocroy y en Montesclaros nuestros viejos tercios, empañando su brillante historia, y nadie, sin embargo, osaba poner en entredicho las excelencias de la española infantería; propagábase por Alemania, Holanda é Inglaterra el renovador movimiento intelectual del siglo XVI, consecuencia brillante del Renacimiento, y entre tanto, España cerraba sus puertas á los maestros extranjeros, y nuestro Felipe II, digno hijo de la España inquisitorial, prohibía á los jóvenes españoles salvar la frontera para vislumbrar más amplios horizontes y restaurar sus entumecidos cerebros con la vivificante savia de la nueva ciencia.

Podían devastar nuestros soldados las más bellas ciudades de Flandes y de Italia; esto no ponía en riesgo la inalterabilidad de rancias costumbres, de rutinarias ideas; pero el comercio intelectual y científico hubiera arruinado monásticas preeminencias, privilegios intangibles, y era preciso oponerle insuperables valladares. Para muchos de nuestros venerables antepasados, que temían del extranjero trato la propagación de doctrinas heréticas y corruptoras de juveniles corazones, hubiera sido el ideal más bello la realización de esta frase brutalmente estacionaria del filósofo chino Lao-tseu: “Si otro reino se hallase frente al mío, el canto de los gallos y el aullido de los perros se oyesen del uno al otro, mi pueblo llegarla á la vejez y a la muerte sin haberle visitado”.

Los judíos y los moriscos, aparte de sus diferencias religiosas de los cristianos viejos, eran en cierto modo extranjeros, y nada importó que fueran las únicas fuerzas vivas que al país sustentaban. Con su expulsión se arruinaron las ciudades y los campos, huyeron de nosotros las industrias, la despoblación consumó la ruina, y España se trocó en un cadáver ¿Qué importaba esto? Estaba sola, sin odiosos huéspedes, y, aunque reducida a un puñado de hombres extenuados y andrajosos, que apenas hallaban tierra bajo sus plantas, éstos, no obstante, miraban casi con desdén á la poderosa Francia de Luis XIV, felices con mantener incólumes sus sagrados dogmas y con llamarse hijos de Pelayo y del Cid.

Los extranjeros que nos visitaban quedaban absortos por nuestro espantoso atraso. Los españoles castizos nunca se bañaban; el agua les causaba susto, por ser las abluciones prácticas mahometanas y judías; y el trato de nuestras mujeres con extranjeras damas parecía un peligro para aquella virtud y aquel honor vidrioso de nuestras doncellas semimonjas y semiárabes odaliscas, cantado por Calderón y Lope. Decididamente España poseía el monopolio de la honestidad, del valor, de los sentimientos piadosos y de otra porción de excelencias.

Cuando nuestra patria se echó en brazos de los Borbones, como náufrago que teme por su vida, no lo hizo sin cierto disgusto, manifestado en la oposición á los entonces modernismos de Carlos III, fiel devoto de las italianas tendencias de Tanuci y Esquilache, á la influencia literaria francesa, personificada en los Moratines, y á cuanto significaba salir del viejo patrón español. Los afrancesados de últimos del pasado siglo y principios de éste excitaban las iras populares, y fueron pocos los que pudieron permanecer tranquilos sin trasponer la frontera, en medio de los furores de exaltados patriotas, que llamaban á Napoleón gabacho; Pepe Botella al cultísimo y y virtuoso rey José, cuyo sólo delito era ser extranjero; y nuestro Fernando el Deseado, al funesto monarca que felicitaba al emperador francés por el triunfo que sus tropas obtenían sobre los puñados de ilusos y heroicos hijos de este pueblo, que daban su vida al grito de ¡Viva Fernando VII!

En todo este siglo se ha mantenido perenne la antipatía al extranjero. La gente rústica, peor educada aquí que en parte alguna, la ha demostrado con pullas soeces, teniendo como gracia reír las deficiencias de pronunciación y, lo que es peor, las superioridades de cultura de los no españoles, cosa que, aparte de demostrar pésimo gusto, es verdaderamente bufa en quien, como nosotros, nada, ó muy poco, sabe hacer sin extraña ayuda. Causa lástima y quita todo entusiasmo que, con todas nuestras ínfulas, sean los extranjeros los que exploten nuestras minas, fomenten nuestras especulaciones mercantiles, dirijan nuestras fábricas y nuestros talleres, mejoren nuestros productos y estimulen nuestra peculiar desidia. Tenemos una historia nacional que, sin conocerla, es sacada á relucir, como arma de combate, por el último quídam, siempre que alguien pone en tela de juicio nuestra decantada grandeza, nuestros heroísmos legendarios; y, para completo escarnio, ha sido preciso que hagan esa historia holandeses, ingleses y franceses; Dozy, Robenson, Macaulay, Mignet, Fomerón, etc. mientras nuestra Academia produce, con excepciones raras, meditadas trivialidades, y se da el caso de que sean los extranjeros los que tienen más exacta idea de cuántos somos y hemos sido.

Aunque de antipatriotas se nos tache, creo que es un gran bien decir la verdad sin rodeos, ya que los hechos, con abrumadora evidencia, propagan lo que en vano querrían encubrir las palabras y la pluma en esta hora decisiva en que Europa, antes confiada en nuestros desplantes bélicos, sólo ve de España, con justificada burla, nuestras corridas de toros y nuestros flamantes diplomáticos, que pasean por las grandes capitales el recuerdo de nuestro imperio colonial deshecho y de aquella montaña dorada de épicas glorias reducida á cenizas.

José Deleito y Piñuela

13 de marzo de 2022

La marcha del fascismo en el mundo

Luigi Fabbri fue uno de los militantes más valiosos y conocidos del poderoso movimiento libertario italiano. Propagandista y colaborador de Errico Malatesta en alguna de las publicaciones ácratas de principios de siglo, su biografía personal se entremezcla con la de la Italia contemporánea: exiliado tras la Semana Roja de 1914, acabada la Primera Guerra Mundial participó en la intensa agitación revolucionaria de 1919 y 1920, en 1926 tuvo que renunciar a su trabajo como maestro cuando el fascismo obligó a jurar fidelidad al régimen a todos los docentes, se vio forzado al exilio y, ante el clima irrespirable de Europa, embarcó hacia Uruguay, donde vivió hasta su temprana muerte en 1935. Polemista y agudo pensador, dedicó sus últimos años a combatir al fascismo, en la práctica y en la teoría, jugando entre los anarquistas el mismo papel que Antonio Gramsci tuvo entre los marxistas. De estos años cruciales es el artículo que ahora reproducimos, titulado “La marcha del fascismo en el mundo”, que se publicó en La Pluma, una revista mensual de arte, ciencias y letras, concretamente en su número 18 de marzo de 1931. En estos días, en los que el fascismo parece renacer en uno y otro extremo de Europa, la visión acertada y profética de Luigi Fabbri resulta de lectura imprescindible.

Cuando se habla del "fascismo" se alude casi siempre al fascismo italiano. La mayor parte de aquellos que lo condenan con horror lo creen un fenómeno exclusivo de Italia, que en otros países no sería posible. Cada cual tiende, pues, a excluir de modo absoluto que el fascismo pueda producirse en su país. Yo creo que todos ellos adoptan la actitud del avestruz que, ante el peligro, oculta la cabeza bajo las alas y tal vez adquiere así la ilusión de que el peligro no existe.

Ninguno podría afirmar, esto es verdad, que el fenómeno fascista pueda reproducirse en los otros países con los mismos caracteres y las mismas formas que en Italia. Cada país es diverso del otro, y no es posible que un movimiento se manifieste en un lugar de modo demasiado semejante al otro. El fascismo italiano se concretó de hecho al triunfo de una tentativa que no tenía al comienzo ninguna meta precisa, fuera de aquella que podía proponerse una banda de aventureros para resolver el problema de vivir sin trabajar a espaldas de toda una nación, oprimiéndola y expoliándola. La clase privilegiada y la monarquía italiana han ayudado al movimiento, que de otro modo habría terminado en el ridículo y en la derrota, creyendo servirse de él para desembarazarse luego; y en cambio han terminado por tener que sufrir ellas mismas el predominio de ese movimiento experimentando no poco disgusto y viendo ir hacia la ruina a todo el país.

Pero el experimento ha servido igualmente para dar la demostración práctica a la plutocracia mundial y a todos los reaccionarios y enemigos del progreso del modo como es posible libertarse de la oposición de todas las fuerzas de libertad y de la clase obrera que tiende a emanciparse, cuando esas fuerzas no tienen a su disposición más que las solas libertades parciales y legales conquistadas por los pueblos durante las revoluciones democráticas del siglo pasado.

Así el fascismo se ha convertido, en el curso de pocos años, en un peligro internacional, si por fascismo se entiende en línea general el retorno a los sistemas políticos absolutistas y dictatoriales con la supresión de todas las libertades individuales y populares ya conquistadas, sirviéndose sin escrúpulos de todos los medios violentos de la fuerza armada, sea regular o irregular, con menosprecio de todo sentimiento de humanidad y con la violación sin límite ni freno de las leyes y de las instituciones mismas antes sancionadas y constituidas en los códigos y en las constituciones estatales. Estos caracteres del fascismo son comunes al movimiento reaccionario de todo el mundo; y en lo sucesivo se le da el nombre de fascismo porque su éxito obtenido en Italia ha dado al nombre el significado más comprensible a todos y más característico.

El progreso internacional del fascismo se debe sobre todo al impulso del capitalismo. En Italia tuvieron su parte otros coeficientes, como en cada país hay coeficientes propios y especiales; pero por encima de ellos el coeficiente capitalista es común a todos. La evolución, o involución, del capitalismo desde los métodos de la llamada libre concurrencia, con los cuales se afirmó al resurgir hasta el grado máximo de su desarrollo, a los métodos que prevalecen cada vez más hoy de la coalición y de la centralización bajo una dirección única, a través del despotismo de las grandes bancas, de los trust y de los kartells, ha llegado ya a producir en el mundo económico internacional una dictadura de hecho o una alianza de dictaduras, por lo cual los poderes plutocráticos que hoy residen en New York, en París o en Londres, tienen una fuerza coercitiva sobre las naciones y sobre los pueblos mucho mayor que la de los imperios más autocráticos de que nos habla la historia.

El capitalismo, que a su nacimiento y durante su fase ascendente había tenido necesidad de una cierta libertad para su desarrollo, y había favorecido por eso y a menudo suscitado la constitución de formas liberales y democráticas de gobierno, llegado al apogeo de su potencia, no sólo no siente ya aquella necesidad, sino que ha surgido para él la necesidad opuesta: la de limitar o suprimir las mismas libertades auspiciadas en el pasado, de que han aprendido a servirse los pueblos y los proletariados contra él, sea para aumentar tales libertades en el terreno político, sea para limitar el beneficio capitalista en el terreno económico.

En un tiempo el capitalismo veía inaceptado su desarrollo por los diversos despotismos reales, eclesiásticos, nobiliarios, etc. y por eso invocaba contra estos la libertad. Hoy, obtenido su máximo desarrollo, tiene como aliados cómplices al rey, a los sacerdotes y a los nobles, supervivientes todavía de los antiguos regímenes; y ve contrarrestada, mejor dicho amenazada, su posición de privilegio en el mundo por las exigencias crecientes de los pueblos, por las tendencias emancipadoras del proletariado, que se sirven de las libertades adquiridas para oponerse a él, y por eso invoca, ahora, la supresión de la libertad.

Es por esto que, paralelamente a la formación de dictaduras cada vez más vastas y tiránicas en el terreno económico, también en el terreno político los diversos Estados tienden a volverse cada vez más autoritarios, a convertirse en regímenes absolutos y despóticos. Y donde eso no es posible legalmente, por el hecho de la subsistencia de intereses adversos incrustados en torno al organismo estatal, por la resistencia de las masas populares y proletarias y por la persistencia de un fuerte espíritu de libertad, las clases privilegiadas se confabulan, en unas partes abiertamente y en otras en la sombra, para apoderarse mediante golpes de mano militares (del ejército regular o de bandas armadas ilegales) del gobierno y transformarlo en poder despótico y dictatorial. Pues si la minoría fascista en algún país es demasiado escasa y pobre de medios, las fuerzas plutocráticas extranjeras proceden a ayudarla desde fuera con oro, premeditando el hacerlo con las armas cuando la ocasión se presente.

Sólo aquellos que cierran los ojos para no ver pueden negar que, sin embargo, esta marcha del fascismo por el mundo ha obtenido ya resultados desastrosos para la libertad de los pueblos y para toda la civilización humana.

Basta echar una ojeada general al mapamundi para ver cómo la mancha negra del fascismo se ha ensanchado de modo verdaderamente espantoso. Dejamos a un lado los continentes del Asia y del África, donde los despotismos coloniales de los Estados europeos crueles y sangrientos hacen concurrencia a los regímenes indígenas bárbaros; y también la Australia, en condiciones especialísimas propias. Mirad el mapa político de Europa y de América ¿qué es lo que queda de países libres? ¿Libres, quiero decir, de aquella libertad enteramente relativa, limitada y aleatoria de los regímenes constitucionales y democráticos? ¡Muy poca cosa!

En Europa casi toda su mitad está dominada por el poder dictatorial de los soviets. La hostilidad de éstos al reprimen capitalista occidental y su origen y su ideología revolucionarios hacen esperar, a pesar de todo, desarrollos de libertad para el porvenir. Yo soy muy escéptico al respecto y temo más de lo que espero de ahí; de cualquier modo, la libertad es conculcada en ellos. Es un régimen dictatorial que por añadidura diplomáticamente, en política internacional, muestra hoy amistad para con el gobierno fascista italiano más que para ningún otro. Italia es dominada por el fascismo, y visiblemente se encuentra a la cabeza de la reacción mundial. Régimen dictatorial en España, en Portugal, en Polonia; y también dictatorial fascista en Hungría, en todos los países balcánicos y bálticos.

Quedan en regímenes constitucionales representativos, más o menos democráticos, los pequeños Países Bajos, los escandinavos, Suiza, Francia, Inglaterra, Alemania y Austria. Sería una minoría, pero una minoría poderosa, si se pudiese contar en serio con esos países para una reivindicación de libertad. ¿Pero se puede contar con ellos? es bastante dudoso. La más segura, Inglaterra, no es país de iniciativa, cerrada en su aislamiento, puede quedar libre del fascismo en lo que a ella respecta, pero no para libertar de él a los demás. Lo mismo se puede decir de los países escandinavos, lejanos y separados del resto de Europa.

Los pequeños pueblos, Bélgica, Holanda y Suiza, están destinados a sufrir la suerte de los colosos en medio de los cuales se encuentran encastrados, como el proverbial vaso de arcilla entre los vasos de hierro: demasiado pequeños, en todo caso, para influir sobre los demás. Austria no es todavía fascista por la prevalencia de una mayoría bastante escasa y floja; pero puede caer de un momento a otro. Quedan Francia y Alemania, la primera de las cuales conserva una democracia superficial que está representada por un gobierno representativo, sí, pero conservador y militarista; y Alemania, democrática más por razones de oportunidad y de política exterior que por espíritu propio, nos ha dado no hace mucho la sorpresa de elecciones en donde el fascismo ha resultado el segundo de los partidos más fuertes de aquella república imperial. Y son propiamente Francia e Inglaterra, democráticas, las que más tienen la responsabilidad del desenvolvimiento del fascismo en Alemania, Austria y Hungría por la horrible política suya de vampirismo financiero de vencedores contra vencidos.

Si en Alemania consigue triunfar el fascismo, atraerá consigo, en la carrera al más reaccionario, a Francia. Y Europa será completamente fascistizada. Lo mismo se diría del caso de una guerra. Sería propiamente el caso de decir: finis Europae.

Volvamos hacia América, este vasto continente que va del polo norte al polo sur. Toda la América meridional, menos el pequeño Uruguay, y toda la América central e insular, menos alguna excepción que supongo pero ignoro, están bajo el dominio absoluto de satrapías militares. Algunas, como en la Argentina, prometen ser provisorias, pero en tanto persisten y no aflojan el cerco reaccionario. Alguna otra, como en el Brasil, ofrece un mal menor, frente a una dictadura anterior más feroz, que ha logrado suplantar. Pero siempre se trata de gobiernos arbitrarios, dictatoriales, militares. En la América del norte tenemos la dictadura mexicana larvada; y luego la gran república estrellada, los Estados Unidos, con un régimen formalmente democratísimo, pero de un espíritu reaccionario antipático y estrecho, con una plutocracia y gobiernos que no ignoran ninguna de las formas más inicuas de represión de la libertad y de sofocación del pensamiento, desde la censura periodística y de los libros a las masacres de trabajadores, desde la tolerancia de los linchamientos a la silla eléctrica. Mientras no molestan demasiado, se deja a los ciudadanos americanos ciertas libertades garantizadas por la ley; pero la ley se pisotea en daño de la libertad siempre que así conviene a los gobernantes o a la plutocracia. Y es sobre todo la plutocracia, anidada en Norte América, la que alimenta financieramente al fascismo en todas sus manifestaciones y empresas tanto en Europa como en la América central y del sur.

El cuadro no es bello; pero no creo haberlo pintado peor de lo que es. Tal vez se podría hallar en mis palabras más optimismo que pesimismo, En efecto yo no soy pesimista; pienso que la libertad no ha perdido todavía su batalla, y que esta batalla se puede vencer. Pero para vencer, la primera condición consiste en no hacerse ilusiones y en no cerrar los ojos ni sobre las propias debilidades ni sobre la importancia de las fuerzas enemigas.

A todos los hechos concretos más arriba apuntados es preciso agregar otro de índole espiritual, de que aquellos hechos son en parte un efecto y una causa al mismo tiempo: la crisis de la idea de libertad en la conciencia contemporánea. Quien le ha dado el golpe más fuerte ha sido la guerra última; pero ella se iba debilitando ya desde el principio del siglo a causa de las desilusiones que los experimentos liberales y democráticos habían sembrado. Mucha gente se había desalentado, no comprendiendo que para superar la crisis no había que renunciar a la suma de libertades adquiridas, por escasas, limitadas y aleatorias que fuesen, sino conquistar cada vez más libertades, extendiendo su dominio, haciéndolas más concretas y sólidas.

En cambio la guerra ha resucitado y fortificado el espíritu de autoridad en su doble manifestación: espíritu de prepotencia y de dominio en los unos, de renuncia y de servilismo en los otros. Nunca como adora se ha sentido más, al menos de 50 años a esta parte, la voluntad de mandar y de obedecer, la pretensión de pensar por los demás y la necesidad de que los demás piensen en lugar nuestro.

Entre las leyendas bíblicas hay una muy significativa. En un cierto punto el pueblo hebreo se cansó también de la poca libertad que había bajo los Profetas, y reclamó con gran voz de Samuel un rey. Samuel resistió por un tiempo, y luego contentó al pueblo, advirtiéndole: "os arrepentiréis". Y se tuvo una serie de reyes crueles, locos y megalómanos, que embellecieron Jerusalén y construyeron el Templo famoso, pero condujeron al pueblo hebreo a la perdición, a la esclavitud de Babilonia.

Hoy se realiza el mismo fenómeno; parece que los hombres no pueden vivir ya sin el jefe que les obligue a obedecer por la fuerza y los liberte de la tarea de pensar y de obrar por sí mismos. De aquí la fortuna que tienen en este momento la fórmula fascista entre las clases dirigentes y la fórmula bolchevista entre las clases subyugadas.

Es una desgracia, pero hay que repararla mientras se está a tiempo. Si no vendrá también para los pueblos modernos la esclavitud de Babilonia. Es preciso resucitar el espíritu de libertad, de iniciativa, de independencia, para salvar la libertad tanto de los pueblos como de los individuos, tanto la libertad de pensar como la libertad de vivir. La guerra del fascismo contra la libertad no es ya solamente, como en los primeros momentos, una resistencia a la futura revolución social del proletariado, sino justamente una guerra a la modernidad, una renegación de todas las revoluciones pasadas, una lucha feroz contra las conquistas realizadas por los pueblos en un siglo o dos de esfuerzos inauditos. Es una guerra a la idea de libertad en todas sus manifestaciones y aplicaciones, en el campo político y económico como en el cultural y espiritual, hasta ponerse en contraste no sólo con los progresos realizados por la revolución francesa y las otras sucesivas del siglo XIX, sino también con las precedentes de la Reforma, del Renacimiento del Cuatrocientos y Quinientos, y hasta con algunos progresos del espíritu humano que parecían haberse vuelto definitivos con el primer triunfo del cristianismo.

Lo que los progresos del fascismo amenazan directamente, en el corazón, es la civilización entera. Si los pueblos no hallan en sí la fuerza para reaccionar y salvarse, inutilizando para siempre las fuerzas de regresión, estas precipitarán a la humanidad en un abismo del que le harán falta siglos para salir. Las grandes multitudes humanas serán tanto más sólidamente encadenadas a la esclavitud en cuanto los enormes progresos mecánicos y científicos realizados hasta aquí darán a los tiranos de mañana el modo de construir cadenas casi irrompibles, medios de represión inauditos y fulmíneos, y sistemas de coerción duros y complicados que servirán no sólo para ligar los brazos sino también los cerebros con la imbecilización progresiva de las masas. Tantos descubrimientos, a través de los cuales se ha visto por algún tiempo la posibilidad de una mayor liberación, -como la prensa rotativa, el cinematógrafo, la telefonía sin hilos-, monopolizados por los poderosos de la tierra, se van volviendo horribles instrumentos de perversión moral y de sometimiento, como antes el descubrimiento de la pólvora y de la dinamita, del automóvil, del aeroplano y del submarino, etc.

Al pasado no se volverá, esto es verdad, porque la historia no se repite; pero se podrá culminar en sistemas de vida social de opresión y de servidumbre peores aún que aquél pasado, que sin embargo nos causa tanto horror cuando estudiamos la condición de los pueblos en los tiempos de Torquemada, de los Borgia, de Felipe II, de Luis XIV y más atrás aún. Ciertamente, no es ya posible el retorno al absolutismo personal y soberano de uno sólo de antes de 1789 o al feudalismo militar y de la nobleza de antes del siglo XVI; pero no se ha dicho que no pueda tenerse también algo peor. En la turbia conciencia de las clases dirigentes y propietarias actuales se va perfilando poco a poco la tendencia a una tiranía más impersonal pero no por eso menos horrible, de clase en vez de casta, centralizada en torno a las oligarquías financieras dueñas en todo el mundo de todo cuanto es indispensable a los hombres para vivir. La tiranía de los grandes trusts del trigo, del algodón, del petróleo, del hierro, etc. a que más arriba he aludido, amenaza a los pueblos con una opresión frente a cuya ferocidad implacable palidecerían las historias que recuerdan las tiranías personales de los Nerón, de los Tamerlán, de los Carlos V, de los Rey Sol, etc.

Pero todo esto no tiene por fortuna ningún carácter de fatalidad y de inevitabilidad. Se trata siempre de un peligro y de una amenaza que pueden ser conjurados; pero no pueden ser conjurados más que por la intervención de la voluntad humana, y más precisamente de la voluntad de los interesados: los pueblos y proletariados de todos los países; todas las individualidades y colectividades libres o deseosas de libertad; todos los obreros del brazo y del pensamiento que quieren librarse de los lazos que todavía los vinculan y no ser encadenados peor aún material y espiritualmente; todos los enamorados de la belleza y de la bondad, cercadas por la avalancha de brutalidad y de fealdad que va sumergiendo al mundo con la difusión del fascismo.

Los hombres de buena voluntad deben y pueden, si quieren, detener la avalancha, hacer retroceder al fascismo y rechazarlo para siempre hacia el infierno de la animalidad más malvada, de donde surgió como consecuencia de la guerra. ¿No es tal vez eso un resultado que valga la pena para que los hombres de buena voluntad, fieles todavía a la idea de libertad, se sientan al fin unidos en espíritu y realicen de hecho aquél mínimo de unión material que hace falta para vencer, por la causa de la civilización, a las fuerzas de la barbarie?

30 de enero de 2022

Discurso de la compañera Manuela Díaz, en 1882

En muy pocas ocasiones han llegado hasta nosotros textos de escritos, artículos o discursos redactados por mujeres, y mucho menos si pertenecían a la clase trabajadora, pues al ocultamiento general de la labor intelectual de las clases populares se le suma el también general menosprecio por la tarea cultural realizada por las mujeres. Por eso es raro, sino extraordinario, que la Revista Social, en su número del 3 de agosto de 1882, reproduzca el “discurso pronunciado por la compañera Manuela Díaz en el Centro de trabajadores del barrio de la Macarena de Sevilla”, espacio de socialización obrera de inspiración anarquista como la propia Revista Social. No serán fáciles de entender o de compartir hoy en día sus argumentos, pero no podemos obviar que son un fiel reflejo de las inquietudes y opiniones de algunas de las mujeres más avanzadas y organizadas de su época.

                                Juicio a las mujeres de la Comuna de París (1871)

 Salud a la flor de eternos y suaves perfumes.

Salud, ¡oh, hijas eternas del amor y del sufrimiento!

Esclavas del deber y del egoísmo social, yo os saludo con vacilante voz para que llegue a vuestros corazones como la trémula mano del inspirado artista toca las tirantes cuerdas del sonoro instrumento y con él llena los ámbitos de sublimes melodías...

Saludo a la flor que está llamada a regenerar la sociedad por medio del estímulo y la enseñanza de sus tiernos capullos, para que después de abrir sus corolas embalsamen con su fragancia la atmósfera social, corrompida por la ambición, la ignorancia y por viejas instituciones, símbolo del error y de las tinieblas, que traidoras nos han arrebatado hasta los derechos que por ley natural nos pertenecen, los cuales debemos conquistar palmo a palmo por medio de las corrientes civilizadoras hasta que podamos elevar el pendón de la Razón, de la Libertad y de la Justicia.

Sí; volved la vista a los pasados siglos y recorred la historia de mujeres celebres y en ella encontrareis que, cual los rayos del sol hacen brillar el zafiro o la perla, de igual manera convierten las circunstancias en diamante, fuego vivísimo de la imaginación de la mujer, que acaso se hubiera agostado en el silencio y en el olvido.

En ella encontrareis, entre las nobles matronas de la antigüedad, a la más ilustre y digna de ceñir la corona de laurel y siempreviva por el heroísmo y enérgico valor que supo poner en juego para defender su honor de las asechanzas del pretor romano, Leuconnia, o sea la joven lusitana, después mujer de Viriato, de ese gran hombre que, dormido para libertad de los pueblos al lado de sus ovejas, lo despierta la ambición de su mano, y por hacerse digno de ella, fue el terror de Roma y de la religión Druida, y su nombre en la Historia ocupa un lugar cual los primeros, y para nuestra Nación, de gloria.

Saludo también, como mártir dada fe conyugal y emblema de virtudes esclarecidas, a Lucrecia, hija del patricio Sexto; Lucrecia, de naturaleza romana en tiempo de Tarquino, y cuando gemía el pueblo rey, esclava del yugo de su tiranía.

Sí, compañeras: Es necesario que arda en nuestros pechos el fuego sacrosanto del amor a una causa tan justa; dedicaos al cultivo de vuestros hijos con la esplendente belleza que sabe hacerlo una madre que aspira a que se embriague la humanidad en sus aras tributándole un recuerdo indeleble y eterno.

Dedicaos en los efímeros ratos que no os encontréis consagrada a vuestros deberes de esposas y madres, a recorrer una por una las paginas de la Historia universal, y hallareis un millón de celebridades de nuestro sexo, como Pautea, Juana de Aragón, Artemisa, Paulina, mujer de Seneca, Catalina II de Rusia, Juana Grey, Cleria, dama romana, la madre de Lamartine y otras mil eminentes, cual la heroína Jael, sombra gigantesca que, cual palmera, descuella por encima de la familia humana para justificar a la mujer de todos los tiempos, desde el primitivo, y bajo aquella dura ley y en medio de los feraces bosques primitivos y rodeada de aquellas rudas tribus de atesorada faz y continente agreste, se proclamaba el derecho humano, tanto en el Gólgota por el mártir de la igualdad, como por Jael en la selva, do se confundía su eco con el estridente rugido de la pantera.

Sí, compañeras: Si queremos ocupar el lugar que en la sociedad nos pertenece, y desempeñarle cual debemos, es preciso ante todo que volvamos la espalda al hombre de los pies negros, o sea al jesuitismo; que desoigamos sus consejos; que huyamos de sus confesionarios, pues al llegar a ellos, nuestras conciencias fanatizadas no ven que contribuimos y ayudamos e labrar nuestras cadenas, y con sus eslabones forman ellos las que han de aprisionar luego a nuestros queridos hijos.

¡No veis con sentimiento, dulces amigas, que todavía hay hombres que siendo padres de familia y careciendo de lo más preciso para su sostenimiento, roba su alimento para contribuir a la elaboración de un gran manto riquísimamente bordado con oro para engalanar esta o aquella imagen, los cuales riegan la tierra con el sudor de su tostada frente, dedicando el producto de sus afanes para dicho objeto, mientras sus hijos, careciendo de lo más preciso para la vida, lo ven muy satisfecho con tal que lleven una vela o cirio en las cofradías o procesiones!

, compañeras: Si estos hombres estuviesen educados en la escuela de libre pensadores, no estarían sus conciencias fanatizadas ni servirían cual maniquí a esa clerigalla que, pavesas de la inquisición, no pueden traer otra tendencia en la sociedad que el oscurantismo y el embrutecimiento.

No permitáis que vuestros hijos vayan a sus escuelas; que no harán más que perder el tiempo estudiando hoy lo que por necesidad tienen que olvidar mañana.

Ya que no tengamos la satisfacción de llevarlos a la escuela de libre pensadores, al menos que sean a las que estén en más armonía y al alcance de nuestros principios.

Es necesario que, no olvidando e| puesto que ocupamos en la sociedad, inspirándonos en los principios de la Federación [de Trabajadores de la Región Española], contribuyamos con nuestro grano de arena al gran banco, de donde deben sepultarse las viejas instituciones, por no estar conformes con la ley del Progreso.

¡Cuán grato no seria para nosotras, compañeras, las que mal vestidas y peor alimentadas, hubierais de transformar las leyes de este orden social por haber contribuido al derrumbamiento de un edificio ya carcomido, fundándolo de nuevo en la razón natural y dentro del derecho!

¡No veis que mientras nosotras, envueltas en el sudario de nuestra honra nos revolvemos dentro de la más espantosa miseria después de los sacrificios hechos por nuestros desdichados esposos, productores de todo lo bello y lo ideal, y cuando vuelven de sus rudas faenas a descansar en nuestra presencia de los sinsabores de su existencia, solo encuentran tedio y menosprecio debido a la falta de recursos, mientras que los que se han abrogado la ciencia como exclusivo patrimonio triunfan y derrochan!

¡Creéis que el cristal de la India, la porcelana oriental, el zafiro, la alfombra de Persia y el decorado de tisú, unido a las ánforas de Venecia y otros mil objetos que representan el gusto artístico, solo se han hecho para que los disfruten unos cuántos zánganos de la colmena social!

No compañeras: Solo los que al estímulo de la ciencia y las artes se consagran, son los que deben tenor derecho a tantas preeminencias y goces.

Si proclamamos como base o cimiento de nuestros principios el sagrado emblema de “No más derechos, sin deberes”, no más otro fiamiento en ser humano, reina y señora de la creación.

La mujer ha nacido con todos sus atributos, y en ella brilla el espíritu del bien, que vivifica a la familia cual casta vestal o sacerdotisa encargada de dar culto a sus tiernos hijos con sabios consejos, para que por este medio lleguen a ser discretos, instruidos y modestos, y sepan inspirar un respeto profundo al par que aspiren a la gloria y bienestar de las futuras generaciones.

La grandeza no es sinónimo de felicidad, como se cree, cuando germina en la conciencia ese gusano roedor que, sin cesar, atormenta a los poderosos de la tierra.

¡Oh, dulces amigas mías! No envidiéis jamás el aterciopelado vestido, los collares de brillantes y diamantes, los numerosos criados, el suntuoso palacio edificado a costa de la sangre del obrero que gime bajo las cadenas de sus opresores.

¡No lo ambicionéis!, sino cuando al rendiros, vuestros esposos os digan con los más dulces halagos: he aquí el producto íntegro de mis ansias y desvelos.

No lo ambicionéis, porque empañan el alma; palabra demostrativa de un espíritu que siente las fuertes sacudidas de la materia, o sea el movimiento locomotor, impresionable y eterno.

No lo ambicionéis ni os dejéis seducir por apreciaciones y exterioridades engañosas, pues vuestro honor es preciada joya hasta extinguirse su brillo, pasando a ser escarnio y ludibrio de cuantos les rodean.

Ambicionad y sostened con verdadera fe y entusiasmo la importancia social de la mujer y la omnímoda influencia sobre las costumbres, sin que necesite salir de la órbita del hogar doméstico.

Ambicionad que renazca en nosotras la primavera de la vida cuando contemplamos con éxtasis los primeros rayos del sol que hacen germinar las flores, trocando en diamantes los helados témpanos que cubren las montañas ¡Cuantas veces, melancólicas y tristes, no habéis evocado el nombre de algún tierno amante, vosotras las que aun no habéis vestido el sayal del himeneo para consagrarse a la fecundación de su especie, don sacrosanto con que ha dotado a la mujer como complemento de la ley natural!

Sí, compañeras: Nuestra misión en la vida, ocupa un lugar sacratísimo en la humanidad, y no debe turbarlo el vértigo de una turbulenta pasión, sino las dulces emociones del casto y puro amor, que constituye la felicidad de la humanidad; y solo por este medio cuando al exhalar el último suspiro bajemos a la fosa eterna las generaciones venideras depositaran un recuerdo de laurel y siempreviva al bello sexo del siglo XIX.

(REVISTA SOCIAL, 3 de agosto de 1882)