La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

13 de diciembre de 2008

Las colonias anarquistas, de Eliseo Reclus

Eliseo Reclus es, junto a Piotr Kropotkin, el mejor representante de un anarquismo científico, sostenido sobre la razón humana y el estudio de las sociedades y, por eso mismo, el mejor ejemplo de un científico que, por razón de su conocimiento, está comprometido con la humanidad: nada humano le es ajeno. Su influencia en la comunidad científica de su tiempo, postulando una Geografía social frente a la Geografía regional de Vidal de la Blanche, y su eco popular, a través de numerosas ediciones y traducciones de sus obras entre los que destaca la enciclopédica El hombre y la tierra, no es inferior a su activa presencia en la prensa libertaria del último tercio del siglo XIX. Aquí presentamos uno de sus textos ideológicos, en el que analiza las colonias anarquistas que, entonces y ahora, se fundan con la esperanza de vivir, aquí y ahora, una vida mejor en un mundo mejor.

Hace poco tuve el gusto de asistir á la representación de La Clairiere, de Lucien Descares y Maurice Donnay, lo que me causó una alegría que hacía muchos años no había sentido en el teatro, y esta vez, á la verdad, menos por la obra que por los espectadores, que me parecieron conmovidos en lo más hondo de sus sentimientos, y esto no sólo los del paraíso, sino todos en general. Con simpatía profunda, con palpitante ansiedad miraban todos los clairiere anarquista, tan diferente, á lo menos en sueño, de los turnos infectos ó la tiránica boite en que se consume la vida en esta sociedad; todos elevaban su ideal hacia una sociedad decente y honrada, y cuanto más altas y dignas eran las palabras que oían, mejor parecían comprenderlas. Por algunas horas los burgueses, los hartos, los medrosos, arrojaban lejos de sí sus anejas preocupaciones y su trasnochada moral; se despojaban del hombre viejo.
No haré la crítica de la obra; no señalaré sus méritos ni sus defectos: muchos compañeros lo han hecho con nimia sagacidad y con simpatía hacia los autores; por mi parte no siento necesidad de analizar sutilmente mis placeres: lo que me interesa es el asunto, que tan profundamente nos ha conmovido á todos. Este claro que ha desaparecido de nuestra vista como un miraje del desierto, ¿reaparecerá de modo más duradero? En medio de esta sociedad mala, tan torpemente incoherente, ¿llegaremos á agrupar los buenos en microcosmos distintos, constituyéndose en falanges armónicas, como quería Fourier, de modo que la satisfacción de los intereses individuales coincidan y se ajusten perfectamente con el interés común, rimando sus pasiones en un conjunto á la vez poderoso y pacífico, sin que nadie experimente por ello el menor sufrimiento? En una palabra, ¿crearán los anarquistas Icarias para su uso particular del mundo burgués?
Ni lo creo ni lo deseo.
Nuestros enemigos nos aconsejan con buena voluntad y mala intención que nos alejemos de la sociedad burguesa y pongamos el Océano entre ella y nosotros; nos animan á hacer nuevos experimentos de utopía, en países con la doble esperanza de desembarazarse de nosotros y de exponernos al ridículo de nuevos fracasos: se ha llegado hasta hacer la proposición seria y formal de embarcar todos los anarquistas declarados y conducirlos á una isla de la Oceanía, que se les regalaría, á condición de no salir jamás de ella y de acostumbrarse á la vista de un barco de guerra que apuntase continuamente sus cañones al campamento.
¡Muchas gracias, amables conciudadanos! Aceptamos vuestra “Isla Afortunada”, pero á condición de ir á ella cuando nos plazca, y entretanto quedamos en el mundo civilizado, donde, evitando vuestras persecuciones del mejor modo posible, continuaremos nuestra propaganda en vuestros talleres, fábricas, heredades, cuarteles y escuelas; proseguiremos nuestra obra donde nuestra esfera de acción sea más extensa, en las grandes ciudades y en las campiñas populosas.
Pero aunque no pensemos en retiramos del mundo para fundar una especie de Ciudad del Sol, habitada únicamente por elegidos, no hay duda que durante el curso de nuestra lucha secular contra los opresores de toda categoría, tendremos repetidas ocasiones de agruparnos temporalmente, practicando el nuevo modo de respeto mutuo y de completa igualdad. Las peripecias mismas de la lucha nos agruparán frecuentemente á la fuerza, y en estos casos es imposible que nuestras sociedades no se constituyan conforme á nuestro ideal común.
Puedo citar como ejemplo la “comuna de Montreuil” y otros varios ensayos que pueden animarnos poderosamente. Lo imprevisto no dejará de ayudarnos en nuevas y favorables ocasiones, y gracias á la creciente fuerza colectiva que nos dan el número, la iniciativa, la fortaleza moral, la clara comprensión de las cosas; gracias también á la penetración gradual de nuestras ideas lógicas en el mundo enemigo, veremos realizarse cada vez con más frecuencia obras de toda clase: escuelas, sociedades, trabajos en común que nos aproximarán al ideal soñado. Ciego es quien no vea el trabajo subterráneo que se efectúa y cristaliza, como hecho consumado, en sentido libertario, en cada familia y en cada grupo de individuos, legal ó espontáneo.
Por lo demás, nada nos cuesta reconocer que, hasta el presente, casi todas las tentativas formales de establecimiento de colonias anarquistas en Francia, Rusia, Estados Unidos, Méjico, Brasil, etc., han fracasado, como La Clairière, de Descares y Donnay. ¿Podía ser de otro modo, cuando las instituciones del exterior, unión y fraternidad legales, subordinación de la mujer, propiedad individual, compras y ventas, empleo del dinero, habían penetrado en la colonia como malas semillas en un campo de trigo? Sostenidas por el entusiasmo de algunos, por la belleza misma de la idea dominante, pudieron durar algún tiempo esas empresas, á pesar del veneno que las consumía lentamente; pero á la larga hicieron su obra los elementos disgregantes, y todo se hundió por su propio peso, sin necesidad de violencia exterior.
Aun cuando los desorganizadores, introducidos por dos escritores en La Clairiere, el borracho, el ladrón, el perezoso, el escéptico, el adúltero, el mercader y el denunciador, no hubiesen estado en el número de los socios, no por eso hubiera dejado de predecir la ruina de la colonia, después de un período más ó menos largo de decadencia y languidez, porque el aislamiento no queda impune: el árbol que se trasplanta y que se pone bajo cristal, corre peligro de perder su savia, y el ser humano es mucho más sensible aún que la planta. La cerca puesta alrededor de sí por los límites de la colonia, es letal; acostumbrase á su estrecho medio, y de ciudadano del mundo que era, empequeñecerse gradualmente á las mínimas dimensiones de un propietario; las preocupaciones del negocio colectivo que lleva entre manos, estrechan su horizonte; á la larga se convierte en un despreciable gana/dinero.
En la época en que los mismos revolucionarios se cobijaban bajo el manto de la Iglesia católica, viéronse frecuentemente monjes rebelados contra el mundo de los opresores, salir de él ruidosamente para entregarse al trabajo y participar fraternalmente de la miseria del pueblo; pero es regla general y absoluta que los monasterios fundados por fanáticos de justicia y de verdad, no guardaron jamás su entusiasmo y su celo inicial, y acabaron siempre por convertirse en abrigo de parásitos, lo mismo que todos los conventos.
La consecuencia es que por ningún pretexto ni interés de ningún género debemos encerrarnos: es preciso permanecer en el amplio mundo, para recibir de él todos los impulsos, para tomar parte en todas las vicisitudes y recibir todas las enseñanzas. Retirarse unos cuantos amigos al campo para pasearse y hablar de las cosas eternas á la manera de los discípulos de Aristóteles, es abandonar la lucha, y como dice Lucrecio, soltar la positividad de la vida para coger una ficción de ella. Nuestros amigos de la “Joven Icaria”, en los Estados Unidos del Oeste, parecen haberlo comprendido perfectamente: herederos de las tradiciones comunistas de la antigua Icaria comprendieron felizmente que las celosas reglamentaciones antiguas y toda la logomaquia de estatutos y leyes sólo sirven para crear enemistades y rebeldías, y, declarándose anarquistas, “hacen lo que quieren”, es decir, trabajan fraternalmente para el bien común, que es al mismo tiempo para su provecho personal; pero su campaña, por dulce y buena que sea para los viejos cansados de las luchas y amantes del reposo, parece insípida para los jóvenes ardientes que necesitan la práctica de las cosas, la ruda experiencia de la vida, los conflictos que forman el carácter y que permiten conocer los hombres. Vanse, pues, alegremente á engolfarse en el mundo, llevando siempre el consuelo de saber que si la adversidad los persigue y la miseria les aprieta, pueden volver cerca de sus viejos amigos, donde tendrán pan, aire puro y palabras amistosas para reconfortarse moral y materialmente.
En realidad, aquellos de nuestros compañeros á quienes seduce la idea de retirarse del mundo en algún paraíso cerrado, tienen la ilusión de que los anarquistas constituyen un partido fuera de la sociedad, lo cual es absolutamente erróneo. Gozamos y nos apasionamos en la práctica de lo que juzgamos igualador y justo, no solamente entre nuestros compañeros, sino entre todo el mundo. La humanidad es mucho más grande que la anarquía en su más elevado ideal. ¡Cuántas cosas ignoradas aún nos serán reveladas por el estudio profundo de la Naturaleza; por la amorosa solidaridad hacia todos los hombres, con todos los desgraciados que han sufrido como nosotros la influencia del medio incoherente que queremos restaurar bajo su forma armónica! En nuestro plan de existencia y de lucha, no es la capillita de los compañeros lo que nos interesa, es el mundo entero. Nuestra ambición consiste en conquistar para la verdad todo el planeta, con amigos y enemigos, hasta aquellos á quienes una educación funesta, todo el atavismo de las castas y el virus de las iglesias, han agrupado y armado para caer como fieras contra la verdad.

10 de diciembre de 2008

Sobre feminismo, de Isabel Muñoz Caravaca

Casa de Isabel Muñoz Caravaca en Atienza (Archivo La Alcarria Obrera)

Isabel Muñoz Caravaca fue una mujer adelantada a su tiempo. De raíces aristocráticas, creció entre la alta sociedad madrileña y fue educada en París, contrayendo matrimonio con Jorge Moya de la Torre, un eminente catedrático y científico. Al quedarse viuda, en el año 1885, lejos de acomodarse a una vida de recogimiento en la Corte sin más ocupación que el cuidado de sus hijos, Isabel Muñoz Caravaca marchó a Atienza para ejercer como maestra de niñas en la localidad, a pesar de que renunciaba a su generosa pensión de viudedad. Allí se implicó abiertamente en la lucha social y en la promoción cultural de la Guadalajara de su época y fue una propagandista incansable, hasta su muerte en 1917. Sus campañas a favor del feminismo, en contra de la pena de muerte y del maltrato a los animales, y su sintonía con la clase trabajadora dejaron un recuerdo que aún hoy no se apaga. El que aquí presentamos, Variaciones sobre feminismo, se publicó el 1 de octubre de 1905 en Flores y Abejas.

Han corrido impresas estos días pasados, unas opiniones sobre determinadas novísimas funciones femeninas: funciones intelectuales y sociales; y curiosas. Datos auxiliares para la resolución de un problema del porvenir.
El ilustre Janssen, en el banquete del Parque del Oeste, cuentan que dijo: “Las mujeres estudian ya también Astronomía: causa que las mujeres defiendan, causa ganada”.
En el Diario Universal apareció un artículo de la distinguida escritora que firma con el pseudónimo de Colombine. Se pregunta, es decir, nos pregunta a los lectores, que ocurriría si a las mujeres se extendiera el derecho electoral. Colombine no es feminista –no lo son en general nuestros talentos femeninos;- y supone que andarían las cosas peor que hoy; llevando la concesión del voto a las mujeres, tremendo contingente a la olla de grillos que se derrama cuando llega el caso, en mitins, colegios electorales, Cámaras legislativas, finalmente.
Yo –que no tengo talento- sí soy feminista: estoy en mi derecho. Y en la ocasión presente, me tomo la libertad de disentir de ambas opiniones.
No hay fundamento para considerar ganada la causa que defienden las mujeres: ¿qué es lo que llevamos defendiendo desde que el mundo es mundo hasta la fecha?
Hubo ocasiones en que ciertas mujeres pudieron influir en los actos de los hombres: aquellas espartanas que sacrificando sus hijos por la patria ahogaban sentimientos inmediatos en aras del fanatismo de las cosas remotas; aquellas mujeres de los bárbaros, que los acompañaban a la guerra, y escuchaban las decisiones en sus Asambleas primitivas; aquellas otras heroínas de la Caballería medioeval, medio señoras y semi esclavas de unos hombres forrados de hierro, que hasta en las estampas de la época da miedo verlos hoy…
Influir no es defender: esto último significa aquí la protección generosa de un individuo independiente y libre hacia una cosa justa; lo primero lleva consigo la intriga, un trabajo subterráneo, equívoco tal vez. Los seres superiores e inteligentes, defienden sus causas a la luz del día; los pequeños, los inferiores, los que desdeñan la conciencia de su propio valer, esos influyen cuando pueden y si un mezquino interés se lo aconseja: influyen esgrimiendo armas de todas clases, llegan al objeto deseado por sendas tortuosas, no importa cuales: el caso es llegar.
No asignaba el célebre astrónomo este papel subterráneo a las mujeres, lo sé: las igualaba a los hombres… ¡De esto se trata! La Naturaleza no nos ha dado a unos y otros capacidades mentales diferentes, por muchos y muy solemnes absurdos que se digan. Conviene, sin embargo, dar a las expresiones del pensamiento su completa significación; poner puntos sobre las íes y las jotas. Progresará la Astronomía si a ella se dedican las mujeres, no por ser mujeres, no por una condición habitual de vencedoras; sencillamente sí, porque se aumentará el número de ojos que se dirijan al cielo.
La Naturaleza exterior al mundo en que vivimos, inmensa, magnífica, esplendorosa, saldrá además ganando en admiración: ella seducirá más a las mujeres que a los hombres en la respectiva condición actual: somos más extrañas a los desatinos de las costumbres, más inocentes de las culpas sociales; ineducadas, sin grandes resabios atávicos, y por esto, fáciles de reformar. Nuestra pasión por los pingajos, nuestra sumisión a las contorsiones de salón, son superficiales… Demostradnos los que sabéis más que nosotras ignorantes, que esas cosas son ridículas, y las rechazaremos y de ellas no conservaremos nada. Los hombres, por el contrario, han hecho las leyes, han dividido a la Humanidad en clases o en castas, han matado y se han dejado matar en guerras estérilmente: esos son los ineducados: son mal educados; torcidos desde la primera generación que se dio cuenta de que, en general, tenían un poco más de fuerza física que nosotras.
Si fuéramos lectoras y elegibles, ¡quién sabe si reformaríamos o no la sociedad! Por lo menos, llevaríamos a ella en un momento crítico, un elemento nuevo. En los niños, en los habitantes de pueblos no civilizados, en todos los seres elementales cuya educación se emprende racionalmente, brota como primera manifestación moral un sentimiento de justicia intransigente y severa. Ese sentimiento pudiera quizás dirigir los destinos del mundo cuando las mujeres, dejando de ser objetos, conquistaran la categoría de seres humanos.
Y no vayan ustedes a creer que pido ahora, para mí y para las otras, sin más ni más, el derecho de sufragio: sobre este punto y en este país, tengo yo mis ideas particulares… Las expondré y así habremos hablado de todo.
Soy ultraradical; sólo me encuentro bien al lado de los que van los primeros camino de la revolución teórica; y a pesar de eso, si me preguntan qué sistema político conviene hoy a nuestro pueblo, diré que un gobierno absoluto: no el absolutismo de un rey; es poco: una oligarquía semejante a la de las antiguas repúblicas aristocráticas de Italia: dos docenas o tres de caballeros con unos cuantos cientos de satélites, que por arreglos o a farolazos se repartieran el poder: poder en toda su plenitud para esos pocos; y los demás, la muchedumbre inmensa, a vegetar, trabajar poco y mal, comer pan negro, ir a los toros… A mí, particularmente, esto me parece abominable; pero hace cuarenta años, desde mi obscuridad femenina, vengo observando: ese sistema es el espíritu nacional, el ideal no confesado, la aspiración inconsciente de la mayoría, casi puesto en práctica; con costumbres y hasta palabras propias: el santonismo, el caciquismo, los partidos turnantes, cosas y exclusivamente españolas, se cultivan aquí como los melones y garbanzos: y son ese espíritu, esa aspiración, y nada más.
Por cierto que son hombres los que bullen y arreglan al mundo de este modo; las mujeres, detrás, cosen calcetines, oyen malas razones o se pasan la vida en visita y paseo; llorando imposiciones, o discutiendo el modo de dejar la cucharilla en la taza de thé y demás trascendentalísimas cuestiones por el estilo.
¿Qué es feminismo? Es una de tantas manifestaciones revolucionarias: revolucionarias de verdad. No es el sueño de la Isla de San Balandrán con las actuales condiciones recíprocas invertidas; es la aspiración a un estado más perfecto, dentro de lo que permite la imperfección humana, en el que la mitad del género humano no se dedique especialmente a hacer disparates y la otra mitad exclusivamente a hacer tonterías.

30 de noviembre de 2008

Anarco-colectivismo y anarco-comunismo

Cabecera de la revista Acracia, Barcelona, enero de 1886 (Archivo La Alcarria Obrera)

La revista anarquista La Revolte de París publicó en sus números correspondientes al 12 y 20 de agosto de 1887 dos artículos en los que se ofrecían los elementos básicos para entender el debate que agitaba al movimiento libertario en esos años: anarco-colectivismo o anarco-comunismo. Los redactores de La Revolte se alineaban claramente con esta última tendencia, mientras que la revista Acracia, publicada por entonces en Barcelona, se mostraba más partidaria de la primera corriente, a pesar de lo cual reprodujo ambos artículos en su número de octubre de ese mismo año. Finalmente, el comunismo anárquico de Piotr Kropotkin se impuso sobre el colectivismo anárquico de Mijaíl Bakunin, mostrando la capacidad de evolución y la madurez del pensamiento ácrata. Reproducimos aquí ambos artículos de La Revolte.

I
A cada uno según sus servicios, dicen los colectivistas. A cada uno según sus necesidades, decimos los comunistas. Diferencia secundaria, dicen nuestros amigos de España. Diferencia esencial, decimos nosotros.
No nos impedirá esto marchar fraternalmente unidos con nuestros buenos amigos españoles el día que den la batalla á la propiedad individual y á la autoridad; como tampoco nos impide nuestra unión hoy y participar de los mismos odios contra este orden social que todos queremos enterrar bajo sus propios escombros.
Pero prevenimos á nuestros amigos que, ó han de ser comunistas desde la iniciación del movimiento, ó perecerán ahogados en sangre.
La Revolución Social ha de ser comunista si ha de cumplir su obra regeneradora; si no es más que colectivista, perecerá: tal es nuestra profunda convicción.
Analicemos la diferencia entre las dos escuelas:
Entre los colectivistas, el individuo retribuido, casi diríamos recompensado, por la sociedad según los servicios practicados. Entre nosotros, el individuo pidiendo de pleno derecho á la sociedad la satisfacción de todas sus necesidades. Estas dos concepciones difieren completamente, como filosofía, como programa de acción y como inmediatas consecuencias. La una es conforme á la esencia misma de la idea anarquista, á su manera de concebir el individuo y la sociedad; la otra es lo diametralmente opuesto. La una es la destrucción de las instituciones existentes, un nuevo punto de partida; la otra no es más que una reparación ó reforma del sistema económico actual. La una es la negación del asalariado; la otra no es más que una modificación del mismo. La una, el comunismo, ve al consumidor, el hombre de las necesidades positivas, para ella trabajar es satisfacer sus necesidades; la otra ve al productor, el productor de la sociedad actual, produciendo para un consumidor desconocido, para un comprador. La una responde á las aspiraciones del pueblo, el pueblo comprende el comunismo; la otra nada dice al que tanto ha sufrido de esta sociedad: hambre y frío, penuria y enfermedad, presidio, metralla. La una es práctica y se impondrá por la marcha misma de los acontecimientos; la otra no lo es y será desbordada por la primera.
Tal es el comunismo anárquico, tal el colectivismo.
Antes no había más que comunistas é individualistas: el burgués, el explotador, permanecía individualista; el trabajador, el explotado, el rebelde se declaraba comunista; constituían dos campos opuestos é irreconciliables; se les vio frente á frente en las barricadas de Junio de 1848, porque, dígase lo que se quiera de la influencia de la organización del trabajo de Luis Blanch y de la república y del sufragio universal de Ledru-Rollin, lo que el trabajador veía detrás de esas palabras era el camino del comunismo.
Más tarde se introdujo la palabra socialismo, palabra bastarda, nacida en Inglaterra, como compromiso entre los comunistas y los individualistas; una de esas palabras que, como el colectivismo de la Internacional, la liquidación social en lugar de la revolución social ó la nacionalización del suelo, de las minas y de las fábricas, se han lanzado recientemente, siempre en Inglaterra, para no asustar a los burgueses.
Después se dio aún un paso en la vía de las conciliaciones. Tomando la economía política de los burgueses, ciencia que estudia especialmente los medios de sacar más provecho de la producción actual, se trató de amoldar esta ciencia á la manera socialista.
Admitiendo, como Marx, que la “fuerza de trabajo se compre á su justo valor”, lo que es una enormidad, se crea la teoría del aumento de valor, y se procura reducir el socialismo a esta cuestión: “¿á quién, entre el obrero y el capitalista, pertenece el aumento de valor?”. El socialismo, esa idea inmensa que abarca todo: costumbres, creencias, necesidades, riqueza, arte, ciencia y moral, se reduce á esta cuestión mezquina: “¿A quién pertenecen las ganancias de tal manufactura? ¿A los obreros que han trabajado en ella ó al capitalista que posee la fábrica bajo la protección de la ley?” Cuestión grave es esta indudablemente, pero ínfima frente al conjunto de cuestiones vitales suscitadas por el socialismo, ó más bien por el comunismo, cuando arroja el guante á la sociedad entera, á todas sus instituciones económicas y políticas, á sus costumbres como á sus leyes.
Ya que de tal modo se había empequeñecido el socialismo, sólo faltaba un paso para decir: A cada uno según sus servicios, ó mejor: á cada uno según los servicios que haya efectuado en tal manufactura. Y así se ha hecho. El colectivismo nació.
¿Pero es eso el socialismo?
Para nosotros el socialismo, idea madre del siglo XIX, es una idea mucho más grande; nuestra concepción es mucho más vasta, y, á nuestro juicio, mucho más justa, y esta vez, como siempre, lo más justo es también lo más práctico.

II
Imagínese el efecto que produciría en Europa un telegrama publicado por los periódicos, concebido en los siguientes términos: “Los insurrectos de París, Lyon, Viena, etc., se han apoderado de los bancos; han proclamado las fábricas, los ferrocarriles, propiedad común y discuten en estos momentos los medios de organizar el trabajo en común”. Se comprende el efecto de este telegrama, sobre todo si añade que han tenido lugar algunas venganzas populares. Ocultaríase el capital; perderíanse los pedidos y, con ellos, las industrias. La materia primera que desde el Japón, la China, los Estados-Unidos y Brasil se dirige hoy á nuestros centros industriales no llegaría, y toda vez que ello no se compra con oro, porque la moneda no bastaría para cubrir la centésima parte de las transacciones, sino con letras de cambio, y el crédito desaparecería, á menos que sobre toda la superficie de la tierra se haga la Revolución Social á una hora fija, suposición absurda é inadmisible, todas nuestras grandes industrias se paralizarían de repente. Todo lo que hacía vivir á millones de seres humanos se paralizaría.
La Revolución es la Revolución, y ante ella no basta esconder la cabeza entre la arena como hace el avestruz cuando el simoun amenaza, creyendo huir del peligro sólo con no verle.
Paralización de los cambios; paralización de la industria; carencia absoluta de jornales; la negra miseria al cabo de quince días. He aquí lo que ha de preverse, en lugar de mecerse en ilusiones.
Es muy bonito decir: el Estado, ó la Commune, ó las corporaciones obreras federadas van á reorganizar la industria. ¿Quién es, pues, ese señor Estado? Quinientos individuos salidos de las loterías electorales o llevados al poder por la Revolución: los unos predicando el respeto á la propiedad; los otros no queriendo comprometerse; los terceros, nulidades ambiciosas, y algunos hombres honrados entre ellos; que charlan y disputan sin llegar jamás á entenderse sobre ningún asunto, como en el Consejo de la Commune de 1781. O si no, una reunión de concejales que repiten en pequeño la comedia de los grandes parlamentos. O en fin, corporaciones obreras en las cuales el elemento revolucionario se encuentra sumido en un medio, muy honrado sin duda, pero muy poco revolucionario. Y sobre todo, nótese bien, que no se puede reimpulsar la industria, porque ésta se halla fundada sobre la explotación burguesa, sobre el crédito burgués, y sobre las transacciones y las necesidades de los burgueses; en tanto que todo debe reconstruirse sobre una base nueva: las necesidades de las masas.
Los bonos de trabajo de Proudhon, tomados hoy por su cuenta por los marxistas, es una cosa hermosa en el papel y aun podría parecer excelente á quien no se fijase mucho, al que sueña que ha de llegar un día en que quedando todo del mismo modo, salvo la expulsión del burgués, cada uno irá á la misma fábrica donde después de su jornada se le dará un bono que representará “el valor íntegro de su trabajo” -frase de efecto que se repite sin preguntarse lo que significa- y con ese bono de trabajo escogerá en los almacenes un pañuelo para su mujer, pan para sus hijos ó vino puro para la comida.
¡Pura utopía!
No obstante, pasemos por la utopía: admitamos por un momento que todo esto es realizable; que se encontrarán los medios de procurarse en seguida la primera materia y los compradores para los objetos de lujo y de exportación que se continúen fabricando; pero que se admita al menos que ha de invertirse tiempo en organizarlo.
He aquí entonces nuestra pregunta: ¿Qué comerá el obrero durante ese tiempo? ¿Dónde habitará? ¿Con qué calzará sus hijos? El calzado pronto se gasta, y es preciso comer todos los días. ¿Qué hará el trabajador mientras esos señores organizan su producción y sus bonos de trabajo?
¿Morirá de hambre para dar gusto á los teóricos?
Muy al contrario: creemos que en el curso de los tres ó cuatro primeros días á contar desde el momento en que se haya dado el primer paso hacia la Revolución Social es preciso que los que han sufrido á consecuencia del orden burgués se aperciban que la Revolución marcha en una nueva vía: que ha llegado su hora.
Se proclamó la Commune el 18 de Marzo, y, á nuestro juicio, fue necesario que el 19 no hubiese ya una sola familia trabajadora que no sintiese los efectos de la Revolución en forma de bienestar; que no hubiese un solo individuo obligado á dormir al sereno ó sobre un mal jergón, bajo un techo con goteras. La Commune entonces hubiese tenido doscientos mil combatientes en lugar de diez mil y hubiese sido invencible hasta frente á los cañones prusianos.
Por eso decimos: si la Revolución será ahogada en sangre o, despreciando los bonos de trabajo por los “servicios efectuados” a la sociedad, proclamará: Todos, por el hecho de hallarnos aquí, tenemos derecho á una habitación saludable; todos, en tanto que formamos parte de la ciudad rebelde, tenemos derecho á satisfacer nuestra hambre; tenemos tantas casas edificadas, tanto trigo en los almacenes, tantas reses en el matadero, todo es de todos; arreglémonos para hartar á los que lo necesitan; abriguemos á los que carecen de abrigo.
En cuanto á saber si mañana tal trabajador tendrá la dicha de ocupar un empleo útil, ó si á la noche llevará á su casa ó no un bono de trabajo, ya se verá después cuando el trabajo se haya organizado de manera que cada miembro social encuentre trabajo útil que hacer; en espera de esto, tratemos de que todos coman, y cuando todos hayan comido, entonces veremos lo que convenga y lo que no convenga producir; ya veremos si se producen demasiados géneros de algodón y poco pan, sobra de muebles incrustados y poca cantidad de sencillas y buenas sillas que escasean en la familia del trabajador.
En lugar de aceptar la industria como los burgueses la han fundado, modelaremos nuestra industria y nuestra producción sobre nuestras necesidades.
Por eso afirmamos que el comunismo se impondrá desde los primeros momentos de la Revolución Social.
Vemos las cosas como son, no á través de los espejuelos de Adam Smith ni de Marx, su continuador; por eso somos comunistas.