La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

8 de enero de 2009

La Regional Asturias-León-Palencia de CNT en 1936

25 céntimos del Consejo de Asturias-León, 1936 (Archivo La Alcarria Obrera)

La en apariencia heterogénea Regional de Asturias, León y Palencia se articulaba, básicamente, en torno a los mineros de las cuencas asturianas y de las áreas próximas del norte de Castilla y León (Fabero, Guardo...), aunque tenía en la ciudad de Gijón, principal enclave industrial de la zona, su feudo tradicional. La hegemonía socialista en la minería asturiana estaba empezando a ser erosionada por el crecimiento de la central anarconsindicalista desde su base en La Felguera y, como en el resto de la Meseta, en 1936 un número creciente de trabajadores se organizaba en sociedades obreras anarcosindicalistas, dando vida a la CNT en los pueblos y las capitales de ambas Castillas. En el listado de delegaciones que asistieron al Congreso confederal de Zaragoza en mayo de 1936 se aprecia con claridad este crecimiento cenetista.

REGIONAL ASTURIAS, LEON, PALENCIA
Provincia de Oviedo
Avilés: Ferroviarios 76
Industria Pesquera 900
Oficios Varios 200
Transporte Marítimo 700
Candás: Ferroviarios 60
Cudillero: Industria Pesquera 250
Gijón: Alimentación 716
Artes Gráficas 337
Azucareros 400
Cerámica 295
Construcción 2480
Empleados del Municipio 220
Espectáculos Públicos 150
Ferroviarios 136
Gasistas y electricistas 106
Industria Pesquera 700
Mercantil 165
Metalúrgico y Siderúrgico 2155
Obreros del Hogar 118
Sombrereros 98
Transporte Terrestre 1270
Vestir y Aseo 400
Vidrio y similares 600
La Felguera: Construcción 150
Metalúrgicos 2500
Oficios Varios 260
Oviedo: Construcción 745
Oficios Varios 85
Sama de Langreo: Luz y Fuerza 200
Mineros 3000
19472
Provincia de León
Arganza: Campesinos 40
Fabero: Mineros 1500
Hospital de Órbigo: Oficios Varios 40
León: Albañiles y similares 440
Ferroviarios 30
Luz y Fuerza 62
Matarifes 27
Metalúrgicos, fontaneros 175
Obreros de Almacén 78
Oficios Varios 33
Piedra artificial 21
Transportes 15
Yeseros y ceramistas 140
Olleros de Sabero: Mineros 225
Veguilla de Órbigo: Oficios Varios 136
2962
Provincia de Palencia
Guardo: Mineros 90
Palencia: Oficios Varios 64
Santibáñez de la Peña: Mineros 91
245
Representados: 22679
Total Afiliados: 27367

5 de enero de 2009

El deber anárquico, de Manuel González Prada

Manuel González Prada (1844-1918) es uno de los intelectuales más destacados del Perú, y por extensión de toda la América que habla castellano, en las décadas de cambio del siglo XIX al siglo XX; su influjo no ha dejado de sentirse directamente o a través de la huella que dejó en sus discípulos. Renegó de su familia aristocrática para abrazar el anarquismo, fue forzado a combatir en la guerra contra Chile a pesar de oponerse a cualquier Estado, quedó marcado por sus viajes por Europa a pesar de defender la causa de los amerindios. Más conocido como poeta, hasta el punto de ser considerado uno de los padres del Modernismo, y como literato, llegó a dirigir la Biblioteca Nacional peruana hasta su muerte, su compromiso con el anarquismo es indiscutible y su ímpetu revolucionario impregna toda su obra. Aquí reproducimos "El deber anárquico".

Cuando se dice Anarquía, se dice revolución.
Pero hay dos revoluciones: una en el terreno de las ideas, otra en el campo de los hechos. Ninguna prima sobre la otra, que la palabra suele llegar donde no alcanza el rifle, y un libro consigue arrasar fortalezas no derrumbadas por el cañón. Tan revolucionarios resultan, pues, Voltaire, Diderot y Rousseau, como Mirabeau, Dantón y Robespierre. Lutero no cede a Garibaldi, Comte a Bolívar, ni Darwin a Cromwell.
Consciente o inconscientemente, los iniciadores de toda revolución política, social, religiosa, literaria o científica laboran por el advenimiento de la Anarquía: al remover los errores o estorbos del camino, facilitan la marcha del individuo hacia la completa emancipación, haciendo el papel de anarquistas, sin pensarlo ni tal vez quererlo. Ampére, Stephenson y Edison no han realizado obra menos libertaria, con sus descubrimientos, que Bakunin, Reclus y Grave con sus libros. Los Jesuitas, merced a su casuística sublimal, han contribuido a disolver la moral burguesa; y gracias a sus teorías sobre el tiranicidio, justifican la propaganda por el hecho. Mariana no tiene razón de repudiar a Bresci ni a Vaillant.
Al absurdo y clásico dualismo de hombre teórico y hombre práctico se debe el pernicioso antagonismo entre el anarquista de labor cerebral y el de trabajo manual, cuando no hay sino dos viajeros dirigiéndose al mismo lugar por caminos convergentes. La pluma es tan herramienta como el azadón, el escoplo o el badilejo; y si el obrero gasta la fuerza del músculo, el escritor consume la energía del cerebro.
Inútil repetir que la revolución en el terreno de las ideas precede a la revolución en el campo de los hechos. No se recoge sin haber sembrado ni se conquistan adeptos sin haberles convencido. Antes que el mártir, el apóstol; antes que el convencional, el enciclopedista; antes que la barricada, el mitin o el club. Al intentar reformas radicales sin haberlas predicado antes, se corre el peligro de no tener colaboradores y carecer de fuerza para dominar las reacciones inevitables y poderosas. Todo avance impremeditado obliga a retroceder. “Una sola cosa vale -decía Ibsen-: revolucionar las almas”.
Cierto, nada mejor que una rápida revolución mundial para en un solo día y sin efusión de sangre ni tremendas devastaciones, establecer el reinado de la Anarquía. Mas, ¿cabe en lo posible? La redención instantánea de la Humanidad no se lograría sino por dos fenómenos igualmente irrealizables: que un espíritu de generosidad surgiera, repentinamente, en el corazón de los opresores, obligándoles a deshacerse de todos sus privilegios, o que una explosión de energía consciente se verificara en el ánimo de los oprimidos, lanzándoles a reconquistar lo arrebatado por los opresores.
Lo primero no se concibe en el corazón de seres amamantados con el egoísmo de clase y habituados a ver en los demás unas simples máquinas de producción. Pueden citarse ejemplos aislados, individuos que dieron libertad a sus esclavos, repartieron sus riquezas y hasta dejaron el trono para soterrarse en el claustro; mas no sabemos de sociedades que por un súbito arranque de justicia y conmiseración, se desposeyeran de sus privilegios y otorgaran a los desheredados el medio de vivir cómoda y holgadamente. Después de las revoluciones populares, soplan ráfagas justicieras en el seno de las colectividades (cerniéndose de preferencia sobre los parlamentos), mas cesa de pronto la ráfaga y esas mismas colectividades recuperan uno tras uno los bienes que otorgaron en bloque. Por lo general, tienden a quitar más de lo que dieron. Así, la nobleza y el clero francés que el 4 de agosto habían renunciado magnánimamente a sus privilegios, no tardaron mucho en arrepentirse y declararse enemigos de la Revolución.
Lo segundo no se concibe tampoco. Hay muchos, muchísimos anarquistas diseminados en el mundo: trabajan solitarios o en agrupaciones diminutas; no siempre marchan de acuerdo y hasta se combaten, mas aunque todos se reunieran, se unificaran y quisieran ensayar la revolución rápida y mundial, carecerían de elementos para consumarla. ¿Podemos imaginarnos a Londres, París, Roma, Viena, Berlín, San Petersburgo y Nueva York, repentinamente, cambiados en poblaciones anarquistas? Para esa obra, la más estupenda de la historia, falta la muchedumbre.
Siendo una mezcla de la Humanidad en la infancia con la Humanidad en la decrepitud, la muchedumbre siente como el niño y divaga como el viejo. Sigue prestando cuerpo a los fantasmas de su imaginación y alucinándose con la promesa de felicidades póstumas. Inspira temor y desconfianza por su versatilidad y fácil adaptación al medio ambiente: con la blusa del obrero, se manifiesta indisciplinada y rebelde; con el uniforme del recluta, se vuelve sumisa y pretoriana. El soldado, fusilador del huelguista, ¿de dónde sale? Los grandes ejércitos, ¿están, acaso, formados por capitalistas y nobles? Millones de socialistas alemanes batallan hoy en las legiones del Káiser. Sin embargo, esa muchedumbre corre a luchar y morir por una idea o por un hombre, ya en el campo, ya en la barricada. En las multitudes nunca falta un héroe que se tire al agua por salvar un náufrago, atraviese el fuego por librar un niño y hasta exponga su vida por defender un animal.
Las grandes obras se deben a fuerzas colectivas excitadas por fuerzas individuales: manos inconscientes allegan materiales de construcción; sólo cerebros conscientes logran idear monumentos hermosos y durables. De ahí la conveniencia de instruir a las muchedumbres para transformar al más humilde obrero en colaborador consciente. No quiere decir que la revolución vendrá solamente cuando las multitudes hayan adquirido el saber enciclopédico de un Humboldt o de un Spencer. Las conclusiones generales de la Ciencia, las verdades acreedoras al título de magnas, ofrecen tanta sencillez y claridad que no se necesita llamarse Aristóteles ni Bacon para comprenderlas.
No todos los cristianos fueron un San Pablo, ni todos los puritanos un Cromwell, ni todos los conscriptos franceses un Hoche, ni todos los insurgentes sudamericanos un Bolívar. Pero esos primitivos, esos puritanos, esos conscriptos y esos insurgentes, amaban la idea y creyeron en su bondad, aunque tal vez la comprendían a medias. El amor les dio la sed de sacrificio y les tornó invencibles. Porque no basta adoptar a la ligera una convicción, llevándola a flor de piel, como un objeto de exhibición y lujo: se necesita acariciarla, ponerla en el corazón y unirla con lo más íntimo del ser hasta convertirla en carne de nuestra carne, en vida de nuestra vida.
Si en las clases dirigentes o superiores subsiste el espíritu conservador o reaccionario, en los obreros de las ciudades populosas cunde el germen de rebelión, el ansia de ir adelante. Las muchedumbres recuerdan al polluelo del pájaro migratorio en vísperas del primer viaje: no conoce la ruta; pero se agita con el irresistible deseo de partir.
Para destruir en algunas horas el trabajo de la Humanidad en muchos siglos, bastan el fuego, la inundación y los explosivos; mas para levantar edificios milenarios y fundar sociedades anárquicas, se requiere una labor suprema y larguísima. Conviene recordarlo: la Anarquía tiende a la concordia universal, a la armonía de los intereses individuales por medio de generosas y mutuas concesiones; no persigue la lucha de clases para conseguir el predominio de una sola, porque entonces no implicaría la revolución de todos los individuos contra todo lo malo de la sociedad. El proletario mismo, si lograra monopolizar el triunfo y disponer de la fuerza, se convertiría en burgués, como el burgués adinerado sueña en elevarse a noble. Subsistiría el mismo orden social con el mero cambio de personas: nuevo rebaño con nuevos pastores.
Y la Humanidad no quiere pastores o guías, sino faros, antorchas o postes señaladores del camino; y esos postes, esas antorchas y esos faros deben salir de las multitudes mismas, rejuvenecidas y curadas de sus errores seculares.

II
Si en un solo día y en un solo asalto no se consigue arrasar el fuerte de la sociedad burguesa, se le puede rendir poco a poco, merced a muchos ataques sucesivos. No se trata de una acción campal decisiva, sino de un largo asedio con sus victorias y sus derrotas, sus avances y sus retrocesos. Se requiere, pues, una serie de revoluciones parciales. Como en ningún pueblo ha llegado el hombre al pleno goce de los medios para realizar la vida más intensa y más extensa, siempre sobran motivos suficientes para una revolución. Donde el individuo no sufre la tiranía de un gobierno, soporta la de la ley. Dictada y sancionada por las clases dominadoras, la ley se reduce a la iniquidad justificada por los amos. El rigor excesivo de las penas asignadas a los delitos contra la propiedad revela quiénes animaron el espíritu de los códigos. Duguit afirma: “Se ha podido decir, no sin razón, que el Código de Napoleón es el código de la propiedad y que es preciso sustituirlo por el código del trabajo” (Las transformaciones generales del Derecho privado desde el Código de Napoleón, Traducción de Carlos G. Posada).
Donde los derechos políticos y civiles del individuo se hallan plenamente asegurados por la ley y la costumbre, subsisten las cuestiones sociales, o, mejor dicho, surgen con más intensidad como inevitable consecuencia de la evolución política. Si en Estados Unidos y en Europa hormiguean los socialistas, no creamos que abunden mucho en el Dahomey. Cuando los hombres poseen el derecho de elegir y ser elegidos, cuando gozan de la igualdad civil y de la igualdad política, entonces pretenden borrar las desigualdades económicas.
En naciones mediocremente adelantadas la revolución ofrece el triple carácter de religiosa, política y social, como pasa en algunos Estados sudamericanos, donde se continúa respirando una atmósfera medieval, donde a pesar de constituciones libérrimas se vive en una barbarie política y donde las guerras civiles se reducen a una reproducción de los pronunciamientos españoles.
“No comprendo, decía un autor francés, cómo un republicano no sea un socialista, lo que da lo mismo, un hombre mucho más preocupado de la cuestión humanitaria que de las cuestiones meramente políticas” (Henri Fouquier). Menos se concibe a un anarquista desligado de la cuestión social: la Anarquía persigue el mejoramiento de la clase proletaria en el orden físico, intelectual y moral; concede suma importancia a la organización armónica de la propiedad; mas no mira en la evolución de la Historia una serie de luchas económicas. No, el hombre no se resume en el vientre, no ha vivido guerreando eternamente para comer y sólo para comer. La misma Historia lo prueba.
Los profesores de la universidad o voceros de la ciencia oficial no se atreven a decir con Proudhon: “La propiedad es un robo”; mas algunos llegarían a sostener con Duguit: “La propiedad no es un derecho subjetivo, es una función social” (Le Droit Social, etc.). Cómo ejercerán esa función las sociedades futuras -si por las confederaciones comunales; si por los sindicatos profesionales; etc.- no lo sabemos aún: basta saber y constatar que hasta enemigos declarados de la Anarquía niegan hoy al individuo su tradicional y sagrado derecho de propiedad.
Y con razón. La conquista y urbanización de la Tierra, el acopio enorme de capitales (entendiéndose por capital así los bienes materiales como las ciencias, las artes y las industrias) no son obra de un pueblo, de una raza ni de una época, sino el trabajo de la Humanidad en el transcurso de los siglos. Si habitamos hermosas ciudades higiénicas; si rápida y cómodamente viajamos en ferrocarriles y vapores; si aprovechamos de museos y bibliotecas; si disponemos de algunas armas para vencer el dolor y las enfermedades; si, en una palabra, conseguimos saborear la dulzura de vivir, todo lo debemos a la incesante y fecunda labor de nuestros antepasados. La Humanidad de ayer produjo y capitalizó; a la Humanidad de hoy toca recibir la herencia: lo de todos pertenece a todos. ¿Qué derecho tiene, pues, el individuo a monopolizar cosa alguna? Donde un individuo apañe los frutos de un árbol, otro individuo puede hacer lo mismo, porque es tan hijo de la Tierra como él; tan heredero de la Humanidad como él. Nos reiríamos del hombre que dijera mi vapor, mi electricidad, mi Partenón, mi Louvre o mi Museo Británico; pero oímos seriamente al que nos habla de su bosque, de su hacienda, de su fábrica y de sus casas.
Para el vulgo ilustrado (el más temible de los vulgos) los anarquistas piensan resolver el problema social con un solo medio expeditivo: el reparto violento de los bienes y hasta del numerario, a suma igual por cabeza. Los dólares de Morgan, Carnegie, Rockefeller y demás multimillonarios yanquis quedarían divididos entre los granujas, los mendigos y los proletarios de Estados Unidos; la misma suerte correrían en Francia los francos de Rothschild y en todo el mundo el dinero de todos los ricos. Inútil argüir que la Anarquía persigue la organización metódica de la sociedad y que esa repartición violenta implicaría una barbarie científica. Además, entrañaría la negación de los principios anárquicos; destinando al provecho momentáneo del individuo lo perteneciente a la colectividad, se sancionaría el régimen individualista y con el hecho se negaría que la propiedad no fuera sino una función social.
La Anarquía no se declara religiosa ni irreligiosa. Quiere extirpar de los cerebros la religiosidad atávica, ese poderoso factor regresivo.
Obras colosales de ingenio y lógica, pero basadas en axiomas absurdos, las religiones malean al hombre desde la infancia inspirándole un concepto erróneo de la Naturaleza y de la vida: representan las herejías de la Razón. Pueden considerarse como la ciencia rudimentaria de los pueblos ignorantes, como una interpretación fantástica del Universo. Tener hoy por sabio al teólogo, da lo mismo que llamar médico al brujo y astrónomo al astrólogo. El hombre, al arrodillarse en un templo, no hace más que adorar su propia ignorancia.
Para la solución de las cuestiones sociales, el Cristianismo -y de modo especial el Catolicismo- hace las veces de un bloque de granito en una tierra de labor: conviene suprimirle. Al querer resolver en otra vida los problemas terrestres, al ofrecer reparaciones o compensaciones de ultratumba, el Cristianismo siembra la resignación en el ánimo de los oprimidos, con engañadora música celestial adormece el espíritu de rebeldía y contribuye a perpetuar en el mundo el reinado de la injusticia. Al santificar el dolor, las privaciones y la desgracia, se pone en contradicción abierta con el instinto universal de vivir una vida feliz. El derecho a la felicidad no se halla reconocido en biblias ni códigos; pero está grabado en el corazón de los hombres. Religión que niega semejante derecho persigue un fin depresivo, disolvente y antisocial, pues no existen verdaderos vínculos sociales en pueblos donde hay dos clases de hombres -los nacidos para gozar en la Tierra y los nacidos para gozar en el cielo-, donde los graves conflictos se resuelven con la esperanza de una remuneración póstuma, donde el individuo, en lugar de sublevarse contra la iniquidad, apela resignadamente al fallo de un juez divino y problemático.
Nada importaría si los miembros de cada religión se limitaran a creer en sus dogmas, practicar su liturgia y divulgar su doctrina; pero algunos sectarios (señaladamente los católicos) dejan el terreno ideal, refunden la religión en la política y luchan por convertirse en exclusivo elemento avasallador. El sacerdote romanista encarna el principio de autoridad y se alía siempre al rico y al soldado con la intención de gobernarles o suplantarles. No satisfecho con el dominio, sueña el imperio. De ahí que en ciertos países el anarquista deba ser irreligioso batallador y anticlerical agresivo. Léase defensivo, porque la agresión parte las más veces del clero. Mientras el filósofo y el revolucionario dormitan, el sacerdote vela. Figurándose ejecutar una obra divina y creyéndose monopolizador de la verdad, suprimiría la industria, el arte y la ciencia, con tal de imponer al mundo la tiranía de las supersticiones dogmáticas. No acepta más luz que la luz negra del fanatismo.
La política es una religión sólidamente organizada, teniendo su gran fetiche providencial en el Estado, sus dogmas en las constituciones, su liturgia en los reglamentos, su sacerdocio en los funcionarios, sus fieles en la turba ciudadana. Cuenta con sus fanáticos ciegos y ardorosos que alguna vez se transforman en mártires o inquisidores. Hay hombres que matan o se hacen matar por el verbalismo hueco de soberanía popular, sufragio libre, república democrática, sistema parlamentario, etc.
Si algunas gentes lo reducen todo a religión, ciertos individuos lo resumen todo en la política: política las relaciones sociales, política el matrimonio, política la educación de los hijos, política el modo de hablar, de escribir y hasta, de comer, beber y respirar. De ella no salen, en ella viven y mueren como el aerobio en el aire o el infusorio en el líquido. Constituyen una especie en la especie humana: no son hombres como los demás, son políticos.
El verdadero anarquista blasona de lo contrario. Sabe que bajo la acción de la política los caracteres más elevados se empequeñecen y las inteligencias más selectas se vulgarizan acabando por conceder suma importancia a las nimias cuestiones de forma y posponer los intereses humanos a las conveniencias de partido. ¡Cuántos hombres se anularon y hasta se envilecieron al respirar la atmósfera de un parlamento, ese sancta sanctorum de los políticos! Díganlo radicales, radicales-socialistas, socialistas-marxistas, sociales- internacionalistas, socialistas-revolucionarios, etc. No sabemos si algún Hamon ha publicado la Psicología del parlamentario profesional; mas, ¿quién no conoce algo la idiosincrasia del senador y del diputado? Encarnan al político refinado, sublimado, quintaesenciado. Nadie tiene derecho a llamarse hombre de Estado, si no ha recibido una lección de cosas en la vida parlamentaria.
Según Spencer, “a la gran superstición política de ayer: el derecho divino de los reyes, ha sucedido la gran superstición política de hoy: el derecho divino de los parlamentos”. En vez de una sola cabeza ungida por el óleo sacerdotal, las naciones tienen algunos cientos de cabezas consagradas por el voto de la muchedumbre. Sin embargo, las asambleas legislativas, desde el Reichstag alemán hasta las Cámaras inglesas y desde el Parlamento francés hasta el Congreso de la última republiquilla hispanoamericana, van perdiendo su aureola divina y convirtiéndose en objetos de aversión y desconfianza, cuando no de vergüenza y ludibrio. Cada día se reduce más el número de los ilusos que de un parlamento aguardan la felicidad pública. Existen pueblos donde se verifica una huelga de electores. Los ciudadanos dejan al gobierno fraguar las elecciones, no importándoles el nombre de los elegidos, sabiendo que del hombre más honrado suele salir el representante menos digno.
Hay exceso de gobierno y plétora de leyes. El individuo no es dueño absoluto de su persona sino esclavo de su condición política o social, y desde la cuna misma tiene señalado el casillero donde ha de funcionar sin esperanza de salir: debe trabajar en el terruño, en la mina o el taller para que otros reporten el beneficio, debe morir en el buque de guerra, en el campo de batalla o quedar invalidado para que otros gocen confiadamente de sus riquezas.
Según Víctor Considerant, “los falansterianos no concedían suma importancia a las formas gubernamentales y consideraban las cuestiones políticas y administrativas como eternas causas de discordia”. Agustín Thierry, escandalizando a los adoradores de mitos y de fraseologías tradicionales, repetía: “Cualquier gobierno, con la mayor suma de garantías y lo menos posible de acción administrativa”. Todo sistema de organización política merece llamarse arquitectura de palabras. Cuestión de formas gubernamentales, simple cuestión de frases: en último resultado, no hay buenas o malas formas de gobierno, sino buenos o malos gobernantes. ¿Quién preferiría la presidencia constitucional de un Nerón a la autocracia de un Marco Aurelio?
Dada la inclinación general de los hombres al abuso de] poder, todo gobierno es malo y toda autoridad quiere decir tiranía, como toda ley se traduce por la sanción de los abusos inveterados. Al combatir formas de gobierno, autoridades y leyes, al erigirse en disolvente de la fuerza política, el libertario allana el camino de la revolución.

17 de diciembre de 2008

Las ideas anarquistas en la práctica, de J. Grave

Juan Grave es un lúcido pensador anarquista especialmente conocido por su libro Las aventuras de Nono, una obra escrita para niños y jóvenes en la que expone con sencillez el ideario anarquista a través de las aventuras de su protagonista infantil en el país de Autonomía. Esta obra fue utilizada como libro de lectura en la Escuela Moderna de Francisco Ferrer Guardia y en otros muchos centros educativo libertarios o laicos, lo que la convirtió en un libro sobradamente conocido y reconocido. Sin embargo, Juan Grave también fue director de la revista ácrata Les Temps Nouveaux y autor de otros ensayos, entre los que merece destacarse La sociedad moribunda y la anarquía, de la que reproducimos uno de sus capítulos, según la edición del año 1904 de la editorial F. Sempere de Valencia.

Las ideas anarquistas y su practicabilidad
“Esas ideas son muy hermosas en teoría pero no son practicables; los nombres necesitan un poder ponderador que los gobierne y obligue a respetar el contrato social”. Esa es la última objeción que nos dirigen los partidarios del actual orden social cuando, después de haber discutido, se han quedado sin argumentos y demostrado que el trabajador no puede esperar ninguna mejora sensible para su suerte conservando los mecanismos del actual sistema social.
“Esas ideas son muy hermosas, pero no son practicables; el hombre no está bastante desarrollado para vivir en estado tan ideal. Para ponerlas en práctica sería necesario que el hombre hubiera llegado a la perfección”, añaden muchas personas sinceras, pero que, extraviadas por la evolución y la rutina, no ven más que las dificultades y no están bastante convencidos de la idea de trabajar por su realización.
Además, al lado de esos adversarios declarados y de los indiferentes que pueden convertirse en amigos, surge una tercera categoría de individuos, más peligrosos que los adversarios declarados. Esos se fingen entusiastas por las ideas; declaran en alta voz que no hay nada más hermoso; que nada vale la organización actual, que debe desaparecer ante las ideas nuevas, que son el fin al cual debe tender la humanidad, etc., etc. Pero añaden que no son practicables ahora; hay que preparar para ella á la humanidad, guiarla á comprender ese estado dichoso, y con pretexto de ser prácticos, tratan de rejuvenecer esos proyectos de reformas que acabamos de demostrar que son ilusorias; perpetúan las preocupaciones actuales, lisonjeándolas en aquellos á quienes se dirigen, y tratan de sacar el partido mayor posible de la situación actual en beneficio personal, y pronto desaparece el ideal para que lo sustituya un instinto de conservación del actual orden de cosas.
Desgraciadamente, es demasiada verdad que las ideas, objeto de nuestras aspiraciones, no son realizables inmediatamente. Es demasiado ínfima la minoría que las ha comprendido para que tengan influencia inmediata en los acontecimientos y marcha de la organización social. Pero eso no es una razón para no trabajar por realizarla.
Si estamos convencidos de que son justas, debemos tratar de llevarlas á la práctica. Si todo el mundo dice que no son posibles, y acepta pasivamente el yugo de la sociedad actual, es evidente que el orden burgués durará todavía largos siglos. Si los primeros pensadores que lucharon contra la iglesia y la monarquía, por las ideas naturales y por la independencia, y afrontaron la hoguera y el patíbulo, para confesarlas hubieran pensado así, todavía estaríamos en los tiempos de los conceptos místicos y los derechos feudales.
Gracias á que siempre hubo gente que no era práctica, pero que estaba convencida de la verdad, y trataron de hacerla penetrar con todas sus fuerzas por donde pudieron, empezando el hombre á conocer su origen y á deshacerse de las preocupaciones de autoridad divina y humana.
En su libro que realmente vale, Bosquejo de una moral sin obligación ni sanción, desarrolla Guyau, en un capítulo admirable, la siguiente idea: “El que no obra como piensa, no piensa por completo”. Es verdad. El que está bien convencido de una idea no puede menos de propagarla y de tratar de realizarla.
Muchas disputas se presencian entre amigos por causas fútiles, sosteniendo cada cual su parecer, sin más móvil que la convicción de que sostiene la verdad. Nada costaría, sin embargo, para complacer á un amigo, ó para no molestarlo, dejarle decir lo que quisiera sin aprobarlo ni censurarlo; si lo que sostiene no tiene importancia real para nuestra convicción, ¿por qué no le hemos de dejar decir lo que quiera? Muchas veces se procede así en la conversación, cuando se trata de cosas sobre las que no tiene uno opinión determinada, pero en cuanto se trata de una cosa sobre la cual ha formado uno juicio, aunque tenga poca importancia, disputa uno con el mejor amigo para sostener su opinión. Pues si obramos así por frivolidades, ¡cuánto mayor debe ser el impulso cuando se trata de ideas que interesan al porvenir de toda la humanidad, á la emancipación de nuestra clase y de nuestra descendencia!
Comprendemos que no todos pueden aplicar la misma fuerza de resistencia á la lucha, ni el mismo grado de energía para combatir contra las instituciones vigentes; no tienen el mismo temple todos los caracteres y temperamentos. Son tan grandes las dificultades, tan dura la miseria, tan múltiples las persecuciones, que comprendemos que haya grados en los esfuerzos para propagar lo que se cree verdadero y justo. Pero los actos son siempre proporcionales al impulso recibido y á la fe en las ideas. A veces le detendrán á uno consideraciones de familia, de amistad, de consideración del pan de cada día, pero cualquiera que sea la fuerza de esas consideraciones no deben hacer digerir todas las infamias que se vean; llega un momento en que se mandan á paseo todas las consideraciones para recordar que uno es hombre y que ha soñado algo mejor que lo que tolera. El que no es capaz de ningún sacrificio por las ideas que dice que profesa, no cree en ellas; las predica por ostentación, porque en un momento dado, están de moda, ó porque quiere justificar algún vicio con esas ideas; no confiéis en él, porque os engaña. Los que tratan de aprovecharse de las instituciones actuales diciendo que lo hacen para propagar las ideas nuevas, son ambiciosos que adulan al porvenir para disfrutar en paz de le presente.
Evidente es, pues, que nuestras ideas no son de inmediata realización, ya lo reconocemos, pero llegarán á serlo por medio de la energía que sabrán desplegar quienes las hayan comprendido. Cuanto mayor sea la intensidad de la propaganda, más cercana estará la realización. No las haremos germinar obligándonos á las instituciones actuales, ni ocultando nuestras ideas.
Para combatir esas instituciones, para trabajar por el advenimiento de las ideas nuevas, hay que tener energía, y esa energía no puede darla más que la convicción. Hay que encontrar hombres que trabajen por ellas.
Como las reformas, según creemos haber demostrado, no son aplicables, engañará á sabiendas á los trabajadores quien predique su eficacia. Además, sabemos que la fuerza de las cosas llevará infaliblemente á la revolución a los trabajadores; las crisis, los paros, el desarrollo mecánico, las complicaciones políticas, todo concurre á dejar á los trabajadores en la calle y á que se rebelen para afirmar su derecho á la existencia. Y puesto que la revolución es inevitable y las reformas ilusorias, no nos queda más que prepararnos á la lucha; eso es lo que hacemos, yéndonos directamente al objeto, dejando á los ambiciosos el trabajo de crearse situaciones y rentas con las miserias que piensan aliviar.
Aquí se nos presenta una objeción, nos dirán: “Si reconocéis que nuestras ideas no pueden llevarse ahora á la práctica, ¿no predicáis la abnegación de la generación presente en beneficio de las futuras al pedirle que luche por una idea cuya inmediata realización no podéis garantizar?”
No predicamos la abnegación; lo que hacemos es no forjarnos ilusiones acerca de los hechos, ni querer que se las forjen los entusiastas. Apreciamos los hechos como son, los analizamos y deducimos lo siguiente: Hay una clase que lo detenta todo y no quiere soltar nada; hay otra clase que lo produce todo y no posee nada, y no tiene otra alternativa que postrarse humildemente ante sus explotadores, aguarda con servilismo que le den á roer un hueso; que ha perdido toda dignidad y toda altivez, puesto que no tiene nada de lo que eleva á un carácter, ó rebelarse y exigir imperiosamente lo que se niega á sus súplicas. Para los que no piensan más que en su personalidad, para los que quieren gozar á toda costa y de cualquier modo, la alternativa no es agradable. Aconsejamos á éstos que se dobleguen á las exigencias de la sociedad actual, que en ella se busquen un rinconcito, que no miren donde ponen los pies, que no teman aplastar á los que los molesten, esa gente nada tiene que ver con nosotros.
Pero á los que creen que no serán libres de veras más que cuando su libertad no dificulte la de los que sean más débiles; á los que no podrán ser felices hasta que sepan que los goces que los deleitan, no cuestan lágrimas á algunos desheredados, á éstos les diremos que no es abnegación conocer que hay que luchar para emanciparse.
Comprobamos el hecho material de que únicamente la aplicación de nuestras ideas puede emancipar á la humanidad; ésta ha de ver si quiere emanciparse de una vez completamente, o si ha de haber siempre una minoría privilegiada que se aprovecha de los progresos que se logren a costa de los que se mueren a fuerza de trabajar para los demás.
¿Veremos resplandecer esa aurora? ¿Lo será la generación presente, o la siguiente, u otra más remota? Nada sabemos de ello, ni hemos de averiguarlo. Los que tengan bastante energía y corazón para querer ser libres, lo conseguirán.